VI. Shio-no-ha

—¿Y entonces, cuál es el propósito de este viaje tuyo?

Llegamos los dos a olvidarnos de la oscuridad creciente del atardecer. Estábamos descansando sobre aquella roca y, cuando la larga historia de Tsumura llegó a un remanso, yo le pregunté:

—¿Has venido a ver a tu tía por algo especial?

—Mira, en relación con todo lo que te he contado, me queda algo por decirte.

El crepúsculo apenas si nos permitía distinguir las blancas espumas de los rápidos que rompían entre las rocas, a nuestros pies. Yo alcanzaba a intuir, por el ambiente de la escena, un ligero enrojecimiento en el rostro de Tsumura mientras hablaba.

—Oye, yo te había dicho que cuando por primera vez detuve mis pasos ante la cerca de la casa de mi tía, se encontraba allí dentro una chica de diecisiete o dieciocho años fabricando papel, ¿lo recuerdas?

—Claro.

—Esa chica… es en realidad la nieta de mi otra tía, la tía Oei, que murió. Cuando yo fui a casa de los Kombu ella había ido allí precisamente para echar una mano.

Tal como me lo imaginaba, la voz de Tsumura le iba fallando por momentos.

—Como ya te dije antes, esa chica es del todo campesina. No es ciertamente ninguna belleza ni cosa así. Como en medio de aquel frío tiene que andar trabajando con agua, sus manos y piernas no tienen nada de refinamiento, sino que están más bien estropeadas. Sin embargo, puede que me llegara una insinuación a partir de aquella frase de la carta «teníamos los dedos reventados por grietas y sabañones», pues desde que vi por primera vez sus manos rojizas sumergidas en el agua, curiosamente aquella chica me gustó. Y te diré aún más: se da un aire a mi madre, tal como la recuerdo por el retrato. Como la crianza es la crianza que le han dado, no hay quien le quite su aspecto de chacha, pero con un poco de pulimento puede llegar a parecerse más a mi madre.

—Ya veo. Entonces, ése es tu tambor Hatsune, ¿no?

—Así es, naturalmente. ¿Qué te parece? Me gustaría casarme con esa muchacha.

La muchacha se llamaba Owasa. Omoto, hija de la tía Oei, se había casado con un agricultor de la zona de Kashiwagi, apellidado Ichida, y la chica nació de ese matrimonio. Como en su casa pasaban dificultades para ganarse la vida, la chica tenía que ir a servir al barrio de Gojo, una vez terminada su escuela primaria. Cuando cumplió los diecisiete años, como en su casa faltaba mano de obra, cogió unas vacaciones para regresar allá, y a partir de entonces se dedicó a ayudar en las faenas del campo. Pero no habiendo allí en invierno gran cosa que hacer, ella era enviada a casa de los Kombu para echar una mano en la fabricación del papel. Ya era la época en que debía regresar allá, aunque tal vez aún no habría llegado.

Pero antes que nada, Tsumura tenía pensamiento de hablar con su tía Orito, o bien con Yoshimatsu y su mujer para manifestarles sus intenciones. Y según el resultado de esta entrevista, o bien los familiares llamarían a la muchacha a instancias de Tsumura, o bien él mismo iría a visitarla.

—Así que, si van las cosas bien, también yo podré ver a Owasa, ¿no?

—Sí. Entre otras cosas, por eso te he invitado a este viaje, para que la veas, y luego me cuentes tus impresiones. Como es obvio, nuestros ambientes están demasiado distanciados, y aunque yo la haga mi mujer, no las tengo todas conmigo sobre si lograré hacerla feliz o no. Confío en que sí, pero…

En todo caso, insté a Tsumura para que nos levantáramos de nuestro asiento sobre la piedra. Luego cogimos un cochecito de mano como transporte en Miyataki. Ya estaba del todo oscurecido cuando llegamos a casa de los Kombu, en Kuzu, donde nos darían hospedaje esa noche según se había concertado. Si me pongo a escribir mis impresiones sobre la tía Orito y demás familia, sobre el aspecto que ofrecía Sumiyoshi, sobre el lugar de fabricación de papel, etc…, todo esto sería prolijo y equivaldría además a repetir cosas ya dichas. Por eso voy a resumir.

Si me limito a decir las dos o tres cosas que se me vienen a la memoria, la primera sería ésta: como por entonces no había aún llegado a aquella zona la luz eléctrica, todos nos sentábamos en torno a una gran candela, y a la luz de una lámpara charlábamos en familia, dando cabalmente la estampa de un hogar de la montaña. Otra cosa que recuerdo es que alimentaban la candela con roble, tanto del perenne como del caedizo, y con morera, por ejemplo. La leña de morera era la que mejor prendía, y al arder daba un calor suave. Por esta razón amontonaban sus troncos en gran cantidad sobre el fuego, hasta el punto de dejarme sorprendido por aquello, que en la ciudad representaría un lujo inconcebible. También recuerdo que las vigas y el envés del tejado por lo alto del fuego, al crepitar las llamas elevándose, lucían un negro lustroso, como si los acabaran de pintar con brea.

Y para terminar, un último recuerdo: lo exquisita que estaba la caballa que nos sirvieron sobre una bandeja en la cena. Nos contaron, por cierto, que era una caballa pescada en la bahía de Kumano; la envolvían en hojas tiernas de bambú y la traían hasta la montaña para venderla. Y en el viaje, que duraba cinco o seis días o una semana incluso, se curaba al contacto con el aire de la sierra, por un proceso natural. Pero de vez en cuando los zorros daban buena cuenta de ese pescado antes de que llegase a su destino; o eso nos contaron. Etc., etc.

A la mañana siguiente, Tsumura y yo, tras ponernos de mutuo acuerdo, decidimos seguir nuestro camino cada uno por su cuenta durante unos días. Tsumura se ocuparía de su asunto, tan importante para él, y a este efecto trataría de persuadir a los Kombu con el fin de que lo ayudaran a concertar sus planes.

Como yo entretanto no sería aquí más que un estorbo, tendría una magnífica ocasión para recopilar material con vistas a mi proyectada novela: volvería por cinco o seis días a explorar en profundidad las fuentes del río Yoshino.

El primer día, saldría yo de Kuzu, y en la aldea de Unogawa haría un acto de veneración ante la tumba del príncipe Ogura, hijo del emperador Gokameyama; luego atravesaría por el paso de Gosha para entrar en el caserío de Kawakami, y llegaría hasta Kashiwagi para pasar la noche.

El segundo día, cruzaría el paso de Obagamine para hacer noche en Kawa, en la villa de Kitayama.

El tercer día, visitaría el templo Ryûsen de Kotochi, donde estuvo el palacio del rey celeste, y yacen los restos del príncipe Kitayama. A continuación, escalaría el monte Odaigahara y pasaría una noche en la montaña.

El cuarto día, pasaría por las fuentes termales de Goshiki y exploraría el desfiladero de San-no-ko; a ser posible, llegaría hasta la llanura de Hachiman y la Llanura Oculta y, o bien pediría que me dejaran pasar la noche en una cabaña de leñadores, o bien saldría hasta Shio-no-ha para pernoctar allí.

El quinto día me volvería desde Shio-no-ha otra vez a Kashiwagi, y ese mismo día o el siguiente regresaría hacia Kuzu. Éste es el plan aproximado que me tracé, tras asesorarme debidamente con los Kombu sobre la geografía del lugar.

Así pues, quedando con Tsumura en vernos a los pocos días, y tras desearle buena suerte, me puse en marcha. Al despedirnos, Tsumura me había dicho que tal vez él se llegara hasta la casa de Owasa en Kashiwagi, y que de ese modo, si yo a mi regreso pasaba por Kashiwagi, podía —por favor— acercarme a dicha casa, que estaba en tal y tal sitio, para ver qué había.

Mi viaje se desarrolló más o menos según lo previsto. Por lo que he podido oír recientemente, ya incluso llegan los autobuses a subir por esa ruta dificultosa del Obagamine, y es posible viajar hasta Kinomoto, territorio de Kii, sin tener que caminar.

Bien distinto era todo desde luego cuando yo me lancé a este viaje. Pero el clima me favoreció con su benignidad, y pude acopiar más material del que me hubiera imaginado. Hasta el cuarto día, pues, aun las asperezas y penalidades del camino me parecieron trabas de poca monta en mi marcha. Pero lo que desde luego pudo conmigo eran las sombrías perspectivas de mi entrada en San-no-ko. Yo ya me había hecho una idea de lo que me esperaba, a base de las frecuentes advertencias de la gente. «Esa cañada se las trae», «¿Cómo? ¿Es que el señorito va a meterse en San-no-ko?», y cosas por el estilo. Ante esto, el cuarto día cambié mis planes y alquilé un albergue en las fuentes termales de Goshiki. Tomé un guía a mi servicio, y al día siguiente por la mañana partimos temprano.

El camino descendía corriente abajo del río Yoshino, que tiene su nacimiento en el monte Odaigahara. Se bifurcaba al alcanzar la confluencia del río con un torrente de montaña llamado Ninomata. Uno de sus ramales seguía derecho a Shio-no-ha. El otro torcía hacia la derecha, y luego proseguía hasta llegar a internarse en el valle de San-no-ko. Con todo, mientras la ruta principal, que era la de Shio-no-ha, merecía indudablemente el nombre de camino, el ramal que torcía a la derecha penetraba en un denso bosque de criptomerias y se convertía en una angosta vereda que apenas dejaba sitio al paso de los caminantes.

Para colmo, la noche anterior había llovido torrencialmente, y el caudal de agua que arrastraba el Ninomata se había acrecido de súbito. Los puentes de troncos, o se habían caído o estaban desplomándose. Tuvimos que ir saltando sobre las piedras, remontando los rápidos que se arremolinaban en torno a ellas; y de no habernos arrastrado a veces gateando, no hubiéramos podido pasar.

Remontando la corriente del Ninomata se llegaba a otro afluente, el Okutama. A partir de allí había que atravesar el lecho seco del Jizo, y hasta llegar por fin al río San-no-ko había que caminar de río en río bordeando interminables paredes de barrancos cortados a pico. En algunos tramos la senda era tan estrecha que no permitía alinear los dos pies juntos; en otros tramos el camino dejaba totalmente de existir. Había ocasiones en que desde el borde opuesto de un precipicio hasta el que quedaba a nuestros pies habían extendido grandes troncos, sobre los que se apoyaban planchas con travesaños clavados; troncos y planchas que se acoplaban en el aire. Las laderas de los precipicios serpenteaban además en vueltas y recovecos sin fin.

Para caminar por estos parajes hay que ser buen alpinista y salir a recorrerlos antes del desayuno. Pero en mi caso, yo desde la escuela media he sido muy torpón en la gimnasia de aparatos, y desde siempre las barras fijas, las escalas, el potro y demás me han hecho llorar de impotencia. En aquella época yo era joven, no tenía estas carnes de ahora, y si se trataba de andar por terreno llano podía tirar de mí por treinta o cuarenta kilómetros. Pero sobre un terreno tan dificultoso en el que había que avanzar a gatas, ya no era cuestión de tener las piernas más o menos fuertes, sino que el problema radicaba en la agilidad del cuerpo entero para moverse.

Seguramente en todo este trayecto, se me iría poniendo la cara ya pálida, ya roja. Para ser sincero, de no hallarme entonces acompañado por el guía, ya desde antes me habría quizás retirado al llegar a aquellos puentes de leños sobre el Ninomata. Pero en parte por salvar la cara ante el guía, y en parte por temor a que la retirada pudiera ser tan peligrosa como el lanzarse hacia delante, una vez dado el paso…, el caso es que no me quedó otra solución que llevar mis temblorosas piernas siempre adelante.

A todo esto, el colorido de aquellos valles en otoño ofrecía una vista espléndida. Pero teniendo yo la mirada concentrada en cada paso que iba a dar, sólo de vez en cuando me sentía sorprendido por el aleteo de algún pato salvaje que alzaba su vuelo ante mis ojos. Y así, me avergüenza confesar que no soy quién para describir al detalle aquel paisaje. El guía, por su parte, parecía un tipo ya avezado a todo aquello; y a falta de pipa había envuelto su tabaco de picadura en una hoja de camelia que se llevaba a la boca para ir fumando, mientras recorría a sus anchas aquel escarpado sendero, indicándome entretanto con la mano hacia el lejano fondo del valle: «ésa es la cascada tal», «ésa es la roca tal y tal».

Llegando a cierto lugar, me dijo:

—Esa roca se llama Gozenmosu.

Y un poco más allá:

—Y aquella otra se llama Berobedo.

Yo no hacía más que dirigir mis ojos asustados al fondo del valle, y no alcanzaba a distinguir cuál de las rocas era Berobedo y cuál Gozenmosu. Por lo que me contó el guía, desde tiempo inmemorial, en el valle que habitaba el rey celeste tenían que existir rocas llamadas respectivamente Gozenmosu y Berobedo. Debido a ello, cuatro o cinco años antes, un importante señor de Tokio —erudito, doctor, o funcionario: una relevante personalidad en cualquier caso— vino a visitar este valle. Conducido por mi mismo guía, le había preguntado:

—¿Hay aquí una roca llamada Gozenmosu?

—Sí, la hay —le respondió el guía, mostrándole la peña.

—Bien, y ¿hay otra roca llamada Berobedo? —volvió a preguntarle el otro.

—Sí, la hay. —Y el guía le enseñó a su vez la otra roca.

—Ya veo, ya. Entonces no cabe duda de que el rey celeste estuvo aquí —dijo con admiración el señor, y regresó sin más.

Estas cosas me contaba el guía, pero no alcanzaba a aclararme el origen de esos extraños nombres de las rocas.

Este guía conocía además otras leyendas. Cuando antiguamente los atacantes de la capital buscaron refugio en esta zona, no podían hacerse idea de dónde se hallaba el real sitio de su majestad celeste. Buscaron y rebuscaron por las montañas, hasta que un día dieron casualmente con este desfiladero, y al fijarse en la corriente que fluía por el valle, vieron que de río arriba venía oro, arrastrado con las aguas. A partir de allí indagaron la trayectoria del flujo de oro remontando la corriente, y por fin encontraron el palacio del rey. Ésta era una de las leyendas.

Después de trasladarse el rey al palacio de Kitayama, cada mañana él solía ir a lavarse la cara a la ribera del Kitayama, que corría por delante del palacio. Siempre se hacía acompañar de dos sosias, de modo que no se sabía quién era el rey. Los agresores le preguntaron a una vieja aldeana que acertó a pasar por allí. Ésta les indicó: «El que exhala aliento blanco por su boca, ése es el rey». Por esto los agresores cayeron sobre el rey y pudieron hacerse con su cabeza. Pero los descendientes de la vieja, a partir de entonces y por generaciones, nacieron deformes. Era otra leyenda.

Yo llegué hacia la una de la tarde a la cabaña situada en la llanura de Hachiman. Allí abrí mi cajita del almuerzo y me dispuse a anotar dichas leyendas en mi cuaderno. Para ir desde la llanura de Hachiman hasta la Llanura Oculta y volver, había un trayecto de casi doce kilómetros. Pero este camino, en comparación con el de la mañana, se dejaba recorrer con toda facilidad.

Sin embargo, por mucho que los nobles de la corte sur buscaran un lugar escondido de miradas ajenas, el interior de aquel valle era impracticable en exceso.

No parece probable que el siguiente poema del príncipe Kitayama fuera compuesto en este lugar:

Huyendo, aquí he llegado:

montaña adentro,

a esta zona de zarzas,

donde vive

mi corazón latiendo con la luna.

En resumidas cuentas, ¿no se podría afirmar que San-no-ko, más que una tierra histórica es una tierra de leyendas?

Esa jornada, mi guía y yo aceptamos el alojamiento que nos ofrecía un montañés de la llanura de Hachiman, el cual nos hizo los honores festejándonos con un buen plato de conejo.

Al día siguiente retomamos el camino del día anterior para volver a Ninomata. Yo me despedí del guía y caminé solo hasta Shio-no-ha. Había oído que de allí a Kashiwagi había apenas cuatro kilómetros. Pero como por esta zona me dijeron que hay fuentes termales bullendo a la margen del río, me dirigí a la ribera con intención de sumergirme en dichas termas naturales.

El río Yoshino, al recibir las aguas del Ninomata, se convierte en un torrente de considerable anchura. Y en ese ensanchamiento se extiende sobre él un puente colgante. Una vez atravesado dicho puente, al pie del mismo y en la ribera inmediata se encuentran las fuentes termales.

Yo, con todo, metí la mano por probar; y vi que el agua no estaba más caliente que la templada por el sol. Las mujeres campesinas se daban a la tarea de lavar tubérculos en esa agua. Me dijeron:

—Como no sea en verano, no puede uno bañarse ahí. Para bañarse en este tiempo, mire, llenamos de agua aquel balde que hay allí, y la calentamos.

Y mientras así me hablaban, me señalaron una tina que habían dejado en la orilla.

Precisamente cuando yo me volvía en dirección a la tina, alguien me llamó desde lo alto del puente:

—¡Eh! ¡Hola!

Miré hacia allá. Era Tsumura; y, sin duda, era Owasa aquella joven que aparecía detrás de él. Los dos atravesaban el puente en dirección a mí. Bajo el peso de ambos, el puente colgante oscilaba un poco. El sonido de sus sandalias de madera reverberaba en el valle.

La novela histórica que yo había proyectado se quedó en mero proyecto por la sobreabundancia de material acopiado. Ni que decir tiene que la Owasa que vi entonces sobre el puente es en estos momentos la señora de Tsumura.

Aquel viaje, por tanto, fue más afortunado para Tsumura que para mí.

* * *