II. Imoseyama

Tsumura partiría de Osaka el día prefijado, para reservar en Nara alojamiento en una pensión llamada Musashino, al pie del monte Wakakusa. Éste era el compromiso establecido; y por eso yo salí de Tokio en un tren nocturno, me detuve en Kioto para hacer noche allí, y en la mañana del segundo día llegué a Nara. La fonda llamada de Musashino existe todavía, aunque me dicen que el dueño es distinto del de hace veinte años. Ya en aquel tiempo el edificio era vetusto y de un aire elegante, por lo que pude apreciar. Poco más tarde fue cuando el Ministerio de Transportes y Comunicaciones construyó el hotel con vistas al tráfico ferroviario; y por aquel entonces todavía los mejores sitios para hospedarse eran este Musashino y el Kikusui.

Tsumura parecía cansado de esperar, y daba la impresión de querer salir enseguida. En cuanto a mí, yo ya me tenía bien vista Nara. Así pues, pensamos ponernos en marcha antes de que se nos echase a perder un tiempo tan bueno como el que teníamos. Apenas si nos demoramos un par de horas contemplando el monte Wakakusa desde la ventana de nuestra pensión.

Transbordamos en Yoshino-guchi, cambiando allí a un desvencijado tren de cercanías hasta la estación de Yoshino. A partir de allí nos echamos a andar por la ruta que bordea el río Yoshino. Pasamos por la laguna de Mutsuda, que ya aparecía en los poemas del Manyoshu[2], y en las inmediaciones del lago de los sauces vimos bifurcarse el camino. El ramal que tuerce a la derecha es el que lleva al monte Yoshino, célebre por sus cerezos en flor: pasado el puente, enseguida se llega por allí a la arboleda de los Mil-de-abajo, los cerezos de Sekiya, el templo de Zao Gongen, el santuario de Yoshimizu, la arboleda de los Mil-de-en-medio… sitios todos que cada primavera se inundan de turistas cuando la floración de los cerezos.

También yo en dos ocasiones anteriores había venido a Yoshino para ver dichas flores. Una, en mi infancia, cuando mi madre me trajo a que conociera la región de Kioto. La segunda, años más tarde, en mi época de escuela superior. Tengo el recuerdo, en ambos casos, de haber subido mezclándome con la muchedumbre por ese camino montañoso que dobla a la derecha.

Era ahora, sin embargo, la primera vez que tomaba el camino de la izquierda.

De un tiempo a esta parte, con la posibilidad de subir a la arboleda de los Mil-de-en-medio en automóvil, o bien en funicular, no habrá ya nadie que recorra a pie esta zona contemplando el paisaje. Pero antiguamente, todos los que visitaban este lugar para ver las flores tomaban indefectiblemente el camino de la derecha, y al llegar a lo alto del puente sobre la laguna de Mutsuda, se detenían a contemplar el paisaje de la ribera del río.

En aquel tiempo, uno de los hombres que transportaban viajeros en carritos de mano, haciendo de guía, acostumbraba a parar el vehículo para señalar río arriba desde la baranda del puente:

—Allí —decía—. Miren allí. Vean las cumbres parejas del Imoseyama. A la izquierda, el Imoyama; y a la derecha, el Seyama.

Recuerdo que una vez fue mi madre quien mandó detenerse al del carrito en medio del puente, y mientras abrazaba sobre sus rodillas a la tierna criatura que yo era, aproximó su boca a mi oído para decirme:

—¿Te acuerdas de que salía «Imoseyama» en una función de teatro? Pues ahí tienes el monte Imoseyama de verdad.

Siendo un recuerdo de mi infancia, no se me ha quedado grabado al detalle, pero aún soplaba el frío en aquellos parajes montañosos a mediados de abril. Y bajo el cielo blanquecino, difuminado en la lejanía de aquella brumosa tarde primaveral, la superficie del río, convertida en corredor del viento, se rizaba en delicadas lentejuelas: era el río Yoshino, que venía deslizándose hasta nosotros desde las vertientes lejanas de múltiples cimas. En el intervalo que dejaban los montes, se veían irrumpir dos graciosas colinas entre la niebla del crepúsculo. No llegaba a distinguirse el hecho de que las dos colinas dieran escolta al fluir del río, estando situadas frente a frente en distintas orillas, pero éste era un dato que yo conocía por el teatro.

En una escena del Kabuki, Koganosuke, el hijo de Kiyozumi Daihanji, y su prometida, la doncella llamada Imadori, se construyen mansiones que dominan el panorama del valle; y allí viven, él en Seyama, y ella en Imoyama. Ese pasaje, que aparece en la obra Imoseyama, está cargado del colorido de los cuentos para niños; no es, pues, de extrañar que se quedara impreso muy hondo en mi mente infantil. Y en tales momentos, al oír las palabras de mi madre, yo pensé: «¡Ah, conque aquello es el Imoseyama!»…, para entregarme puerilmente a la ilusión de que en cuanto yo me presentara por aquel lugar me encontraría con Koganosuke y con aquella joven.

Desde entonces no se me ha borrado de la memoria el paisaje contemplado desde este puente, y en los momentos más impensados su recuerdo me embarga de añoranza.

Así, cuando vine a Yoshino por segunda vez, en la primavera de mis veintiuno o veintidós años, acodado de nuevo en la baranda de este puente, me puse a mirar río arriba mientras recordaba a mi difunta madre. Como el río va fluyendo hacia una despejada planicie precisamente desde el pie de esta montaña de Yoshino, la violenta querencia del torrente se torna aquí en un sosegado «recorrer un país sin montañas». Río arriba, sobre la margen izquierda, se divisa la población de Kamiichi, con el monte a su espalda y el río por delante: un simple caserío de viviendas rústicas, en realidad, que alinea intermitentemente a lo largo de la carretera sus techos bajos y el parcheado de sus paredes blancas.

Ahora, yo pasaba junto a la base de ese mismo puente de Mutsuda para tomar en la bifurcación el camino de la izquierda, hacia el Imoseyama, que sólo había podido contemplar desde río abajo. La carretera se extendía en línea recta a lo largo de la ribera. A primera vista era una ruta llana y cómoda, pero me decían que tras Kamiichi pasaba por Miyataki, Kuzu, Otaki, Sako y Kashiwagi; iba penetrando monte adentro en Yoshino, alcanzaba las fuentes del río Yoshino, rebasaba la divisoria de aguas entre Yamato y Kii, y finalmente salía dando al mar en Kumano.

Como habíamos partido de Nara temprano, estábamos entrando en Kamiichi poco después del mediodía. Las casas que se alineaban junto a la carretera ofrecían realmente un aspecto algo tosco y de aire antiguo, tal como me las había imaginado desde lo alto del puente. Por la margen del río había bastantes huecos en la fila correspondiente de casas, como si la ciudad se organizara al otro lado del camino. Con todo, la vista del río quedaba en gran parte bloqueada por las viviendas. Las casas que se agrupaban a ambos lados tenían celosías ennegrecidas por el humo, y constaban por lo general de dos pisos, aunque el segundo era de techo bajo, como un desván.

Durante la marcha me acerqué a curiosear a través de las celosías los oscuros interiores: el suelo de tierra se prolongaba allí hasta la puerta trasera, como es habitual en las casas del campo. De la puerta de entrada colgaban casi siempre unas cortinillas de color azul marino con caracteres estampados en blanco, donde rezaba el nombre del establecimiento o el apellido familiar. Y esto no sólo en las que eran tiendas, sino que también parecía ser la norma en las casas privadas. En cualquiera de los casos, la estructura de la fachada parecía aplastada bajo la caída de los aleros, y la puerta principal resultaba estrecha. A través de las cortinillas podía verse la trémula arboleda de un jardín interior, e incluso a veces otras edificaciones aisladas.

Sin duda las casas de esta zona cuentan ya más de medio siglo. Algunas llevarán en pie hasta un siglo o dos. Contrastando con lo viejo de los edificios, todas las casas sin excepción lucían un nuevo empapelado sobre los bastidores de puertas y ventanas. Era un papel impecable, que parecía recién pegado, y aun los pequeños rotos producidos en su superficie habían sido cuidadosamente remendados con parches como pétalos de flores. En el limpio aire de otoño, destacaba la gélida blancura del papel.

Tanto primor se debería, por un lado, a que allí no se levantaba polvo, y por otro lado a la costumbre vigente, contraria a la de las ciudades, de no encristalar puertas ni ventanas. Esto agudiza en los campesinos su solicitud por la limpieza. No tendría nada de particular que, como en Tokio por ejemplo, hubiese una puerta más, y ésta de cristales, dando al exterior. Pero al no ser así, no se puede —obviamente— dejar que el papel se ennegrezca de mugre ni que el viento se infiltre por sus grietas. De todos modos, la refrescante blancura de ese empapelado entre celosías y otros elementos renegridos de humo, dice mucho a favor del esmero y la pulcritud de esta gente, como sería el caso de una mujer hermosa, que aun viéndose en la pobreza, no descuidase su arreglo corporal.

Viendo yo destellar sobre ese papel la claridad del sol, sentí íntimamente la esperada presencia del otoño. La verdad es que bajo aquel cielo todo despejado, los rayos solares que allí se reflejaban no llegaban a herir la mirada pese a su luminosidad; y su belleza invadía todo mi ser. El sol avanzaba en su giro hacia el río, y su luz rebrillaba sobre el empapelado exterior de las casas del lado izquierdo. Y el resol que se desprendía de allí penetraba en la hilera de casas situadas a la derecha del pueblo.

Las frutas de kaki expuestas a la puerta de las verdulerías resultaban especialmente hermosas. Había kakis de todas clases. Los de Kiza, los de Gosho, los de Mino, etc…, acaparando todos y cada uno la luz del exterior en su sazonada y tersa piel de un rojo coralino; ese esplendor que les daba aspecto de pupilas. Y hasta en los establecimientos que despachaban sopa de fideos brillaban las porciones de pasta tras el vidrio de sus recipientes. Habían sacado a la vía pública, ante las casas, unas esterillas de paja y unas canastas de mimbre, y en ellas habían puesto a orear trozos de carbón apagados. Desde alguna parte se oía el martilleo de un herrero y el roce del arroz cerniéndose en la criba.

Nosotros caminamos hasta las afueras de la población, y en la salita de un restaurante que daba al río tomamos nuestro almuerzo. Las cumbres del monte Imoseyama, vistas desde lo alto del puente, parecían encontrarse mucho más lejos río arriba, pero en llegando aquí resultan ser estas dos colinas que se nos meten por los ojos. Están mutuamente separadas por el río, siendo la de este margen de acá Imoyama, y Seyama la de la margen opuesta.

Seguramente el autor de Preceptos familiares para una mujer de Imoseyama llegaría a concebir la obra en contacto con este paisaje real. Aun así, la anchura del río por esta parte es mayor que la contemplada en el teatro, bien diferente de aquel angosto riachuelo de escenario. Por más que en un tiempo se erigieran sobre ambas colinas los pabellones respectivos de Koganosuke y de Hinadori, el intercambio de saludos y mensajes no podría ser tan fácil como se muestra en escena.

Mientras Seyama es un montecillo de configuración caprichosa, conectado por su cresta con las estribaciones que lo respaldan, el Imoyama a su vez es una colina cónica del todo exenta, revestida de una densa fronda verde. El pueblo de Kamiichi se continúa hasta el pie de esta colina. Vistas desde el río, las casas aparecen aumentadas por detrás, convirtiéndose las de dos pisos en casas de tres, y las de un solo piso en casas de dos. De algunas de ellas descendía un cable metálico tendido desde el piso alto hasta el lecho del río, por donde se deslizaba un cubo sujeto a un cordel, con el fin de coger agua.

—Oye, después de Imoseyama viene Yosloitsune el de los mil cerezos —me dijo de repente Tsumura.

—Eso de los mil cerezos estará ambientado más bien en Shimoichi. Yo he oído hablar de la tienda de sushi[3] que hay allí, llamada «el pozal».

En el Jôruri o teatro de marionetas aparece Koremori, hijo adoptivo del dueño de la tienda de sushi, donde se había refugiado. Tomando pie de esta fábula, algunos de los que viven en Shimoichi se dicen ser descendientes de Koremori. Y aunque yo no había estado nunca allí, lo conocía por rumores.

En esas casas no llegaría a haber un tipo pendenciero como Gonta, pero hasta el presente seguían dando a alguna hija el nombre de Osato, como en la obra literaria, y también seguían vendiendo los famosos sushi o pastelillos de arroz «del pozal», cilíndricos como cubos. Pero a lo que Tsumura se refería era a otra cosa: se trataba del tambor Hatsune de la dama Gozen Shizuka. Había una familia en la aldea de Natsumi —en la ribera opuesta de Miyataki, a partir de aquí— que guardaba dicho tambor como un tesoro. Como nos cogía de paso, ¿por qué no ir a verlo?, proponía Tsumura.

Esa aldea de Natsumi debía de estar en la ribera del río Natsumi, que es cantado en la obra teatral de Nô Las dos damas Shizuka: «A la orilla del río Natsumi acudió una mujer sin rumbo cierto…». Al son de esa copla, aparece en escena el espectro de Shizuka, y dice: «Atribulada estoy por el peso de mis pecados; te ruego, pues, me escribas un sutra».

Luego, en la letra de la danza siguiente:

Me encuentro de verdad

avergonzada.

Mi corazón no alcanza

a olvidar el pasado.

No pienses que estás viendo

a una recolectora

de verde, haciendo honor

al nombre de este río

que por Yoshino corre:

el Natsumi[4].

Según esto, parece estar bastante fundamentada la tradición que asocia la tierra de Natsumi con la dama Shizuka, o al menos cabe decir que no todo lo que transmite esa leyenda es disparatado. En la Guía ilustrada de los lugares célebres de Yamato puede leerse: «La villa de Natsumi goza de unas célebres aguas, llamadas “de la cesta de flores”; y es además el sitio donde se conservan los restos de una mansión que fue residencia temporal de la dama Shizuka».

A juzgar por estas frases, esa tradición oral arranca seguramente de muy atrás en la historia. La familia que tiene el tambor se llama hoy día Otani, pero antiguamente era conocida como «los mayordomos de Murakuni», y según sus viejas crónicas familiares, hacia fines de la década de 1180, período Bunji, cuando Yoshitsune y la dama Shizuka huyeron a Yoshino, residieron allí por algún tiempo. Hay varios sitios famosos por los alrededores: el arroyo de Kisa, el puente de Utatane[5], el puente de Shiba…, y por allí se dejan ver turistas que acuden a que alguien les muestre el tambor Hatsune. Pero éste, al ser considerado una importante joya del tesoro, no suelen enseñarlo al primero que se presente; hace falta que un intermediario apropiado lo solicite de antemano.

Ciertamente Tsumura había arreglado las cosas con esa intención, para que sus familiares de Kuzu (de río arriba) mediaran a nuestro favor. Así que seguramente nos deberían de estar esperando ese mismo día.

—Cuando la dama Shizuka se pone a tocar el tambor, se cuenta que aparece en escena un zorro disfrazado de Tadanobu, por aquello de que el pellejo del tambor es el de uno de sus padres, ¿no es así? —pregunté.

—Sí, en efecto. Así es en la obra.

—¿Y hay una familia que lo tiene?

—La hay, por lo que se dice.

—¿Y de verdad está hecho de piel de zorro?

—No te lo puedo asegurar, puesto que no lo he visto yo. Pero queda fuera de toda duda que la familia es de antiguo abolengo.

—Desde luego también será esto como lo de la tienda de sushi «del pozal»: tal vez algún guasón de otros tiempos lo inventaría todo inspirándose en la pieza de Nô titulada Las dos damas Shizuka.

—Puede ser. Pero de todos modos yo tengo bastante interés en ese tambor Hatsune. No quiero dejar de visitar a esa familia llamada Otani, ni pasar sin ver el tambor. Lo he venido deseando desde hace tiempo, y era ése uno de los fines de este viaje.

Así se expresaba Tsumura, y parecía tener sus motivos.

—Ya te contaré luego —añadió, sin musitar ni una palabra más.