IV. El grito de la zorra
—Oye: leyendo esas historias, resulta que el tambor es ciertamente una reliquia de la dama Shizuka. Pero no hay nada escrito sobre pieles de zorro.
—Ya. Por eso creo que el tambor es anterior a la obra teatral. Si hubiese sido posterior, lo deberían de haber hecho más acorde con las exigencias argumentales de la obra. Es decir, que así como el autor literario de Imoseyama extrajo su inspiración de la vista del paisaje real, así también el autor de Los mil cerezos sin duda visitaría alguna vez a la familia Otani o bien oiría hablar de ella, y a partir de ahí elaboraría su obra, ¿no te parece? Pero la cosa es que al ser Izumo Takeda el autor de Los mil cerezos, la obra tuvo que estar escrita al menos antes de la era Hooreki, mediado el siglo XVIII; en tanto que la historia escrita en el rollo es de 1855, segundo año de Ansei, y es por tanto más reciente. La tradición, sin embargo, será mucho más antigua que el escrito, ¿no?, según aquello de «del puño y letra de Gembei Otani, a su edad de setenta y seis años, para dejar constancia de cuanto llegara a sus oídos». Y aunque el tambor fuera ficticio, no creo que sea disparatado atribuirle una existencia muy anterior; a esa fecha de 1885, más bien que pensar que lo hicieran precisamente entonces. ¿No es verdad?
—Pero aquel tambor parecía desde luego reciente, ¿no?
—Bueno, puede que así sea, pero también en cuestión de tambores habrá habido segunda y tercera generación de los mismos, a base de laquearlos y rehacerlos sobre la marcha. Pienso que antes de ese tambor habrán existido otros más antiguos, que se habrán guardado con igual veneración en la caja de paulonia.
Para volver del pueblo de Natsumi a Miyataki, en la ribera opuesta, se pasa por el puente de Shiba, que es considerado como uno de los lugares famosos para el turismo. Nosotros nos sentamos sobre una roca al pie de dicho puente, y estuvimos hablando un rato de todo aquello.
Ekiken Kaibara dice en su obra Crónica de una excursión a Yamato:
Miyataki no es una cascada, como parece indicar su nombre[9]. Es más bien un paraje del río Yoshino, al fluir éste entre grandes rocas. Se alzan en ambas riberas enormes peñas de casi diez metros de altura, cerrando como biombos el curso del río. Éste tiene una anchura media de algo más de cinco metros, y en su parte más estrecha se extiende un puente. Como el caudaloso río se estrecha en este punto, el cauce se hace aquí profundo y el paisaje es espléndido.
Se trata sin duda del mismo paisaje que estábamos contemplando sentados sobre aquella piedra. También se dice:
Los lugareños hablan del «salto de la roca», que consiste en lanzarse al fondo del agua desde lo alto de la ribera para ir a salir nadando río abajo. Por esto cobran dinero a los ocasionales espectadores. Cuando saltan llevan las manos pegadas al cuerpo, y los pies juntos. Al zambullirse en el agua, penetran en ella algo más de tres metros, y extienden los brazos para salir a flote.
En Ilustraciones de lugares célebres hay un dibujo de ese «salto de la roca»; y la topografía de los márgenes del río y el curso de éste son tal como se muestran en dicho dibujo.
Al llegar a este sitio el río describe una curva cerrada, y se precipita blanqueante de espuma entre las enormes rocas. Por lo que acabábamos de oír en casa de los Otani, no era raro que cada año naufragaran aquí algunas balsas, al chocar contra las piedras. Los aldeanos que practicaban el «salto de la roca» solían pescar por esta zona, así como cultivar sus campos colindantes. Cuando algún viajero acertaba a pasar por allí, trataban de ganárselo enseguida para convertirlo en público de su singular espectáculo. Por saltar de la roqueda de enfrente, algo más baja, llevaban cien monedas de un mon; y si el salto era desde las rocas altas de este lado, llevaban doscientas monedas. Así que a las rocas de enfrente las llamaban «las de cien mon»; y a las de acá, «las de doscientos mon». Pero ya apenas si quedan esos nombres. El cabeza de la familia Otani contaba que él en su juventud había alcanzado aún a ver el espectáculo; pero de un tiempo a esta parte fueron escaseando los viajeros que hacían de espectadores, hasta que en algún momento llegó a perderse la costumbre del todo.
—¿No es verdad? Antes, cuando se hablaba de ir a ver las flores de Yoshino, no estando el país como ahora abierto al tráfico, venía la gente dando un rodeo por el distrito de Uda, y eran muchos los que pasaban por aquí. Dicho de otro modo, el camino que según la tradición siguió Yoshitsune en su huida de la capital debía de ser la ruta acostumbrada. Por eso también Izumo Takeda vendría seguramente aquí, y vería el tambor Hatsune.
Tsumura, sentado sobre aquella roca, estaba aún preocupado por el tambor Hatsune, sin motivo alguno aparente. Se puso a decir que aunque él no era el zorro Tadanobu, aventajaría a éste en su anhelo por el tambor Hatsune; y que al ver ese tambor —¿cómo explicarlo?, decía— había sentido algo así como si se hubiera encontrado con su propio padre. En llegando a este punto, he de dar a conocer sumariamente a mis lectores la personalidad y circunstancias de este joven llamado Tsumura. A decir verdad, tampoco yo lo conocía muy al detalle, hasta oírlo expresarse abiertamente en esta conversación que entonces tuvo conmigo encima de la roca.
Quiero decir que, como ya he mencionado antes, los dos habíamos sido compañeros de estudios durante los últimos años de Instituto en Tokio, tiempo en el que habíamos desarrollado una íntima amistad. Y cuando nos correspondía pasar del Instituto a la Universidad, él se volvió a su casa natal de Osaka por circunstancias familiares —según dijo—, y con esto abandonó los estudios. Por lo que yo había oído en aquel entonces, los Tsumura provenían de una antigua familia de Shima-no-uchi, y por generaciones habían llevado una oficina de empeños. Además de Tsumura había otras dos hermanas. Sus padres habían fallecido tempranamente, y los niños se habían educado más que nada bajo la tutela de una abuela. La mayor de las hermanas había dejado pronto la casa para desposarse, y ya era la pequeña la que tenía apalabrada la boda; con lo cual la abuela venía sintiendo el peso de la soledad. Entonces se le ocurrió a ella llamar al hijo varón de la familia; esto, por un lado. Y por otro lado, resultaba que ya no había nadie que mirase por las cosas de la casa.
Así que él decidió dejar inmediatamente sus estudios. Yo traté entonces de animarlo a trasladarse a la Universidad de Kioto; pero las aficiones de Tsumura en ese tiempo estaban más orientadas a la producción literaria que a los estudios, y él parecía más inclinado a ir disponiendo de su tiempo para darse el gusto de escribir una novela, por ejemplo, ya que el negocio podía dejarlo en manos de su empleado.
Con todo, a partir de entonces los dos mantuvimos una correspondencia ocasional, y nada me hacía ver que él se hubiera dedicado a escribir. Tampoco vale lamentarse mucho por esto, ya que un joven amo que se ha instalado tranquilamente a vivir en su casa sin estrechez alguna, sufrirá espontáneamente una merma en sus ambiciones. Y Tsumura, no siendo una excepción, se adaptaría pronto a este ambiente, y se dejaría mimar por las circunstancias de la apacible vida burguesa.
Dos años más tarde, y escrita al margen de una carta suya, me llegó un día la noticia de que su abuela había muerto. Al leerla, me puse a imaginar que en un futuro cercano él encontraría una refinada esposa, acorde con los gustos de la antigua capital, para llegar a contarse entre los más selectos señores de Shima-no-uchi.
Así las cosas, Tsumura hizo luego dos o tres viajes a Tokio, pero desde que dejara los estudios era ésta la primera vez que teníamos ocasión de hablar a nuestras anchas. Yo tuve entonces la sensación de que mi amigo, con el que ahora me encontraba después de tanto tiempo, presentaba más o menos el aspecto que de él me había imaginado.
Tanto a los hombres como a las mujeres, cuando terminan con los estudios y empiezan a cultivar la vida familiar, de pronto la tez se les vuelve más clara, el cuerpo más carnoso, y la complexión en general experimenta cambios como respuesta tal vez a una mejora en las condiciones de nutrición. También en el caso de Tsumura se intuía que estaba acercándose a la orondez de formas propiciada por la vida tranquila de Osaka. Con su jerga estudiantil, que aún no había logrado desechar, se mezclaba en su habla el acento de la región de Kamigata[10]. Esto le había ocurrido de siempre, pero ahora resultaba más notable que nunca. Con estos rasgos que voy dando al lector, éste podrá hacerse una idea suficiente del aspecto que ofrecía Tsumura.
Sobre aquella roca, pues, Tsumura se lanzó a hablarme del tambor Hatsune, y del destino que con él lo unía; también de los motivos que lo habían inducido a planear este viaje, y de la finalidad secreta del mismo, atesorada en su corazón. Contar todo esto nos llevaría muy lejos, y por tanto me contentaré con transmitir resumidamente el sentido de sus palabras.
—Lo que está pasando por mí —comenzó a decir— creo que ninguna persona lo llegaría a comprender, a no ser que hubiera nacido en Osaka, y hubiera perdido pronto a sus padres como yo, hasta el punto de no recordar sus facciones. En Osaka, como tú bien conoces, hay tres clases de música típica: la del Jôruri[11], la del koto de la escuela Ikuta, y la ji-uta[12]. Yo no soy especialmente aficionado a la música, pero como por las costumbres del lugar abundan las ocasiones de cogerles aprecio a estas cosas, se pegan por sí solas al oído, e inconscientemente hacen sentir su influjo de no pocas maneras. Guardo un recuerdo muy especial de una escena que tuvo lugar cierto día a mis cuatro o cinco años de edad: en la habitación interior de una casa de Shima-no-uchi estaba una elegante dama de la ciudad, de cutis blanquecino y ojos claros, junto a un músico ciego: ambos tocaban al acorde, ella el koto, y él el samisén. Tengo la impresión de que la imagen de esa elegante señora que entonces tocaba el koto es el único recuerdo que me queda de mi madre; pero en resumidas cuentas, tampoco está claro si aquélla era mi madre o no. Por lo que me dijo mi abuela años más tarde, esa mujer sería ella misma —es decir: la abuela—, pues mi madre debía de haber muerto poco antes de eso. Y aún recuerdo, como cosa extraña, que aquel maestro músico y aquella dama estaban interpretando la melodía llamada «el grito de la zorra» de la escuela Ikuta. Me acuerdo de que en casa, empezando por mi abuela y siguiendo por mis dos hermanas, todas eran discípulas de ese mismo maestro. Y como después oí tantas veces repetir la melodía del grito de la zorra, constantemente se me estaría renovando su impresión hasta quedárseme grabada. A propósito, la letra era como sigue:
Qué dolor ver a madre
hecha flor de cerezo
en lecho de rocío
desvaneciéndose
aquel espejo incluso
de la sabiduría
ha nublado su faz.
Mi madre encuentra a un bonzo
la llamo le hago un gesto
para hacerla volverse
cuando le digo adiós.
Sólo me queda el llanto.
Cruzando las llanuras
cruzando las montañas
dejando atrás los pueblos
llegas
¿por quién?
por ti
¿por quién vienes?
por ti
¿a quién buscas?
a ti.
¿Ya regresas?, qué amarga
tu partida
te vas
me vuelvo al bosque aquel
donde vivo
y anhela
tanto mi corazón
crisantemo de nieve
oculto entre las rocas
oculto entre la hiedra.
Al abrirme camino
por el sendero angosto
de cañas de bambú
precioso es el clamor
de los insectos
rompe a llover
rompe rompe a llover
también esta mañana
esta misma mañana
no ha quedado ni huella
arrasado el paraje
en campos del oeste
los caballones son
falaces no los creas.
Atraviesa sin pausa
las cumbres cruza en vilo
aquel monte este monte
cruza y pasa
añorante añorando
tu tormento.
»Yo todavía me sé de memoria esta canción con su acompañamiento; y si conservo el recuerdo de haberla oído interpretar conjuntamente al maestro ciego y a la dama, es sin duda porque en su letra debe de haber algo capaz de impresionar el inocente corazón de un niño.
»En la letra de los cantos de la tierra o ji-uta hay montones de frases sin pies ni cabeza, donde la gramática anda desquiciada y uno llega a preguntarse si allí no se habrá pretendido distorsionar el sentido en tantos pasajes. Además, cuando se trata de coplas basadas en la tradición del teatro Nô o del Jôruri, la interpretación será tanto más laboriosa cuanto mayor sea la ignorancia de las fuentes. El grito de la zorra parece, pues, pertenecer a esta clase. Con todo, cuando dice
Qué dolor ver a madre
hecha flor de cerezo,
y también
la llamo le hago un gesto
para hacerla volverse
cuando le digo adiós,
se echa de ver a todas luces la impresión que esto podía despertar en el niño que yo era entonces, estando las palabras tan impregnadas del cariño y la añoranza de un joven hacia esa madre que se va.
»Más adelante, cuando dice
Cruzando las llanuras
cruzando las montañas
dejando atrás los pueblos,
y añade
aquel monte este monte
cruza y pasa,
esas palabras encierran un sonsonete parecido al de las canciones de cuna.
»Además, aunque yo no tenía por qué saber aún los ideogramas con que se escribe El grito de la zorra, ni —por supuesto— su significado, algún tiempo más tarde, a base de escuchar la melodía una y otra vez, llegué a entender vagamente que aquello tenía algo que ver con los zorros.
»Tal vez esta intuición se debiera al hecho de que mi abuela me solía llevar a ver teatro de marionetas, ya fuese en la sala Bunraku o en la de Horie; y la escena de Hojas de Arruruz que vi por entonces, en la que una madre se va del lado de su hijo, dejó una huella muy honda en mí.
»Aquella zorra madre que está tejiendo su trama entre cuatro paredes en un atardecer de otoño, con el sonido acompasado de los juncos —tris tras, tris tras—…, y cuando se encuentra desbordada por la pena de tener que abandonar a su niño dormido… y escribe entonces aquella canción en las paredes de papel:
Si tú me quieres
vente luego a buscarme
en Izumi.
»La fuerza de aquella escena para hacer palpitar el pecho de un niño que no había conocido a su madre, es algo que sin duda nunca llegará a imaginar quien no se haya visto en el mismo trance.
»Aun siendo yo entonces un niño, en aquella frase
me vuelvo al bosque aquel
donde vivo
y por ejemplo, en lo que sigue
y anhela
tanto mi corazón
crisantemo de nieve
oculto entre las rocas
oculto entre la hiedra.
Al abrirme camino
por el sendero angosto
de cañas de bambú…,
ese personaje infantil que en medio de un paisaje otoñal de mil colores persigue anhelante el rastro de la zorra blanca, tras haberla visto desaparecer en su huida, senda adelante hacia la vieja madriguera… esa figura, digo, al cotejarla yo conmigo mismo, me hacía revivir con más ahínco la nostalgia por mi madre.
»A todo esto, debido quizá a lo cerca que está de Osaka el bosque Shinoda[13], se interpretan por allí desde antiguamente muchos tipos de canciones infantiles, relacionadas con juegos familiares, que cantan lo de Hojas de Arruruz. También yo tengo dos en la memoria. Una de ellas es:
Atrapémosla atrapémosla
a la zorra del bosque
de Shinoda atrapémosla.
»Mientras así cantan los niños, uno de ellos hace de zorra; otros dos, que hacen de cazadores, sostienen por sus extremos una cuerda anudada en forma circular. Éste es el juego de la caza de la zorra. Habiendo oído que entre las familias de Tokio se cultiva un juego parecido a éste, una vez en una recepción le pedí a una geisha que lo representara para mí, y así pude verlo; pero tanto la melodía como la letra difieren algo de las de Osaka. Además, los que intervienen en el juego, en Tokio permanecen sentados, mientras que en Osaka suelen actuar de pie. La “zorra” del juego, entre grotescos meneos acompasados a la música, se va aproximando al círculo. La acción cobra un encanto especial a veces, cuando hace de “zorra” una flamante muchachita de la capital o una joven novia. Aún no he llegado a olvidar que cuando yo era chico, e iba invitado a casa de familiares a pasar entre juegos las veladas de primeros de año por ejemplo, había allí una preciosa joven que representaba a la perfección los ademanes de la zorra.
»Hay también otro juego en el que muchos participantes sentados sobre el suelo se cogen por la mano formando una rueda. En medio de ese círculo hacen sentarse al “que la lleva”. Entonces se van pasando clandestinamente de mano en mano, sin que pueda verlos desde luego “el que la lleva”, objetos pequeños, como guisantes; todo esto, siguiendo el turno de la rueda mientras se canta. Al terminar la canción, todos se quedan inmóviles y ponen al “que la lleva” a adivinar en manos de quién están los guisantes. La letra de esa canción es como sigue:
Tras cosechar cebada
tras cosechar ajenjo
nos quedan en las manos
nueve guisantes, nueve,
pero más que a ese número
se nos va el pensamiento
al lar de nuestros padres.
Si aún pensáis en nosotros
venid a nuestro lado,
qué dolor por el bosque
Shinoda, por las hojas
de arruruz.
»Me dice el sentimiento que esa canción encierra de un modo algo velado la nostalgia de los niños. A la ciudad de Osaka afluyen en gran número muchachos y chicas de Kawachi, Izumi y toda esa zona rural, para colocarse como aprendices o para servir. En las noches frías de invierno, después de cerrar la puerta principal, estos empleadillos suelen sentarse en torno al brasero con la familia a la que sirven; y formando todos un corrillo, se entretienen cantando… Esta escena se hace frecuente en las casas que tienen anejo un comercio, y puede verse tanto por Semba como por Shima-no-uchi. En mi opinión, esos niños que han dejado sus remotas aldeas para venir a iniciarse en el comercio y en el buen hacer, cuando por casualidad canturrean aquello de
se nos va el pensamiento
al lar de nuestros padres,
evocarán sin duda la imagen de sus padres, que a esa hora quizá estén acostándose en la oscura alcoba de una cabaña techada con paja. Yo más tarde escuché sin pretenderlo aquella canción que suena con acompañamiento musical en el sexto acto del drama Chuushingura, o “los fieles vasallos”: cuando dos samuráis, semiocultos bajo sus sombreros cónicos de paja, se presentan y llaman. Entonces me quedé admirado por lo bien que armonizaba esa canción con la suerte adversa de Yochibei, Okaya y Okaru.
»Por aquel entonces, como también en nuestra tienda de Shima-no-uchi había muchos jóvenes empleados, al verlos yo solazarse cantando esa copla, me inspiraban a la vez compasión y envidia. Eran de compadecer por estar viviendo en casa ajena, lejos de la tutela de sus padres; pero al mismo tiempo, a esos empleados les bastaría con volver en cualquier momento a sus regiones de origen para encontrarse con ellos; pues los tenían. Pero yo no los tenía.
»A partir de ahí me dio la corazonada de que si yo iba al bosque Shinoda podría encontrarme con mi madre. Creo que fue hacia mi segundo o tercer año de escuela elemental cuando sin decir ni una palabra en casa salí de tapadillo, invitando a un amigo de mi mismo curso, y viajé hasta allí. Es un sitio bastante incómodo; aun ahora, tras bajarse del tren de Nankai[14] hay que caminar casi dos kilómetros; y ni siquiera sé si en aquel entonces había tren que acortara el camino. Creo recordar que hicimos un buen trecho en una tartana desvencijada, y que después nos hartamos de andar. Llegados al lugar, vimos que en medio de un bosque de alcanforeros gigantes se alzaba el santuario de la diosa Inari, la de hojas de arruruz, y allí estaba el pozo llamado “espejo de la princesa de arruruz”. Me puse a contemplar las pinturas expuestas en la sala de exvotos; entre ellas vi la escena de la madre separándose de su hijo, y también un retrato enmarcado de Jakuemon o de alguien por el estilo; lo cual me proporcionó algún consuelo. Salí del bosque, y en el camino de vuelta, desde las oscuras viviendas campesinas se filtraba hasta mis oídos ese ruido de siempre que hacen los telares: tris-tras, tris-tras…, provocándome una inmensa añoranza. Tal vez esta ruta atravesaba la zona textil del algodón de Kawachi, y allí abundarían los telares. De todos modos no podría decir hasta qué punto ese ruido venía a colmar el vacío de mi nostalgia.
»Sin embargo, lo que me resulta extraño es que el blanco continuo de mis anhelos era especialmente mi madre, y que mi padre no lo era tanto. Con todo, es de considerar que como mi padre la había precedido en morir, podía quedar alguna remota probabilidad de que la imagen de mi madre permaneciera en mi memoria, mientras que en el caso de mi padre, eso era imposible. Enfocándolo desde ese punto de vista, el cariño que sentía por mi madre era como la atracción vagamente experimentada por el misterio de la mujer, o bien —por decirlo de una vez— ¿no tendría que ver con el brote del amor en plena adolescencia?
»Y esto, porque para mí, la que fue mi madre en el pasado, y la que en el futuro haya de ser mi mujer, son las dos igualmente ese “misterio de la mujer”, que en ambos casos está ligado a mi destino por un hilo invisible. Después de todo, este estado de ánimo será también compartido en su grado por cualquiera, aun cuando no se encuentre en mis circunstancias. Como prueba de ello, la letra de esa canción de El grito de la zorra, por ejemplo, si bien da desde luego la impresión de que el niño suspira por su madre, cuando dice aquello de
¿por quién vienes?
por ti
y también lo de
¿Ya regresas?, qué amarga
tu partida…,
entonces también parece estar cantando la angustia extrema de un hombre y una mujer enamorados al tener que separarse. Para mí que su autor enmascaró la letra en ese aire de ambigüedad, con el fin de que se prestara a los dos sentidos.
»Comoquiera que sea, no me cabe en la cabeza que desde la primera vez que yo oyera esa copla, la imaginación me hiciese ver sólo a mi madre. Aquella figura creo que era a la vez la de mi madre y la de mi esposa. Por eso la imagen materna que conservaba en mi pecho de niño no era la de una señora mayor, sino la de una bella mujer, eternamente joven. En la obra teatral sobre Sankichi, el arriero de caballos de carga, sale a la escena su madre Shigenoi vistiendo una preciosa túnica, como la flamante camarera de una princesa hija de daimyo. La madre que yo veía en mis sueños era semejante a la madre de Sankichi, y en esos sueños yo mismo solía convertirme en Sankichi.
»Los autores teatrales de Kyogen[15] del período Tokugawa eran sin duda sorprendentemente hábiles en sacarle partido al magín para saber contemporizar con la psicología del espectador, latente a veces en lo hondo de la conciencia del mismo. Así por ejemplo en esta obra de Sankichi, tenemos por un lado a la niña de noble familia, y por otro lado al muchacho arriero; en medio de ellos se sitúa aquella dama que era a la vez nodriza y madre. No cabe duda, a primera vista, de que se está tratando el amor maternal; pero al socaire de éste, no deja de insinuarse el inestable amor de un joven. Al menos si se mira desde la perspectiva de Sankichi, esa princesa y esa madre que viven en el suntuoso palacio del daimyo, pueden convertirse igualmente en el blanco de su anhelo.
»En la obra Hojas de arruruz, el padre y el hijo unen sus corazones en el amor a la madre; pero en esta ocasión, el artificio que transfigura en zorra a esa madre colabora a hacer más dulce la fantasía en la mente de los espectadores. Yo siempre pensaba: ¡si mi madre quisiera convertirse en zorra, igual que en el teatro, cómo envidiaría yo a aquel chico llamado Abe! La razón es simple: siendo mi madre un ser humano, se me acababan las esperanzas de verla en este mundo, pero si fuera ella una zorra transfigurada en persona humana, no había por qué cerrarse a la esperanza de que alguna vez volvería a tomar forma de madre para aparecérseme. Cualquier niño huérfano de madre que contemple la obra se sentirá seguramente embargado por el mismo sentimiento.
»Con todo, en el paseo bailado de Los mil cerezos se sugiere una asociación de ideas aún más íntima entre madre, zorra, bella mujer y amante. Aquí, la madre y el hijo son igualmente zorros, y en tanto que la relación entre Shizuka y Tadanobu aparece descrita como la propia de señora y vasallo, la escena ha sido diseñada para que a los ojos del espectador refleje el paseo de dos amantes. Tal vez sea por eso, pero esta obra de teatro bailado es la que más me gustaba ver.
»Así que yo me asemejaba imaginativamente al zorro Tadanobu, y en mi fantasía me veía hechizado por los sones de aquel tambor donde vibraba la piel de mi madre, para lanzarme ya anhelante, abriéndome paso entre nubes de cerezos del monte Yoshino, tras el rastro de Shizuka. Llegué a pensar que me gustaría aprender danza, y convertirme en Tadanobu sobre el escenario a la hora de dar un recital.
»Pero eso no es todo —añadió Tsumura, mientras dirigía la mirada a las sombras crecientes que, más allá del río, ya oscurecían el bosque, junto al pueblo de Natsumi—. Tengo la sensación de que esta vez yo he venido aquí a Yoshino como atraído verdaderamente por el tambor Hatsune.
Y al decir esto, una sonrisa para mí indescifrable afloró a sus ojos de señorito bueno.