III. El tambor Hatsune
Desde Kamiichi hasta Miyataki, el camino continuaba como siempre bordeando el río Yoshino por su margen izquierda. A medida que se iban adensando las montañas, el otoño se manifestaba más y más en su esplendor.
Al ir adentrando nuestros pasos en los robledales, caminábamos haciendo resonar bajo nuestros pies las hojas caídas que alfombraban el suelo. Por esta zona eran escasos los arces, y no se mostraban tampoco agrupados en sitios concretos. Pero las hojas rojas alcanzaban ahora su plenitud: la hiedra, el zumaque, el árbol de laca entre otros… esparcidos acá y allá por estas alturas cubiertas de cedros[6], desplegaban en su follaje una gama variadísima de colores, desde el rojo intenso hasta el amarillo pálido. Y aunque se diga de golpe lo de «hojas rojas», cuando uno se detiene a contemplarlas, percibe lo complicado de sus matices, que incluyen el amarillo, el castaño, el bermellón… Aun dentro de las mismas hojas amarillas, hay decenas y decenas de coloraciones diferentes de amarillo. Suele decirse que en Shiohara, de Shimotsuke, la cara de los lugareños se torna roja por el otoño; y ciertamente las hojas rojas que toman así un solo color ofrecen un bello espectáculo; pero este de aquí tampoco está nada mal por cierto.
Hay sin duda vocablos compuestos, de ascendencia china —como «floración sin lindes», «colorado en mil y un tonos»— para describir las flores silvestres de la primavera. La única diferencia con la situación presente es que ahora en otoño la clave tonal la da el amarillo; pero por lo demás, en cuanto a riqueza en el cambio de colores, el paisaje de otoño no tiene nada que envidiar a un prado primaveral. Y esas hojas desprendidas van cayendo, por los huecos que entre las cumbres inunda la luz solar, hasta las aguas de la cañada, como refulgente polvo de oro.
En la antología Manyooshuu se habla de la villa residencial que el emperador Tenmu poseía en Yoshino —según aquello de «el emperador está en su palacio de Yoshino…»—; de aquel «gran palacio en las riberas del Yoshino» que cita el poeta Kasa-no-Asomi-Kanamura. Y el monte Mifune, la campiña de Akizu cantada por Hitomaro… son todos sitios que se encuentran, por lo que pude oír, en las inmediaciones de esta aldea de Miyataki.
Nosotros, dejando a medio recorrer el pueblo, nos apartamos de la carretera para cruzar a la orilla opuesta. Por esta zona el valle se va haciendo más angosto, la ribera se convierte en escarpados precipicios, y las bravas aguas del río van chocando con las rocas de su lecho, o bien colman las pozas de un azul purísimo. El puente de Utatane o «de la siesta» se tiende sobre el arroyo Kisa —nacido en las profundidades boscosas del valle Kisa, y convertido luego en un exiguo riachuelo— precisamente en el punto donde afluye a una de esas fosas.
La historia que se cuenta de que Yoshitsune durmió la siesta en este lugar, tal vez sea un rebuscamiento de la imaginación sobreañadido más tarde. Pero ese puente grácil e inestable, extendido sobre un regato de agua pura, y casi oculto por el follaje de los árboles circundantes, aparece cubierto por un bonito tejadillo en forma de barca. Me pregunto si no será para protegerlo de las hojas caídas, más bien que de la lluvia misma. De no estar techado, en una estación como la presente, sin duda se vería sepultado de un momento a otro entre la seca hojarasca.
Al pie del puente había dos viviendas de campesinos, y el tejadillo del puente lo usaban por lo visto aquellas familias como un medio almacén, ya que los haces de leña se apilaban allí dejando un pasillo para los transeúntes.
Este lugar se llamaba Higuchi, y a partir de aquí se bifurcaba el camino, yendo un ramal por la orilla del río hasta la aldea de Natsumi, y pasando el otro por el puente de Utatane o «de la siesta» y el santuario de Sakuragi, atravesando luego el pueblo de Kisadani, e internándose, a partir de la arboleda de los Mil-de-arriba, en Koke-no-shimizu[7], para venir a dar en el refugio del monje Saigyoo. Probablemente el protagonista de la canción de Shizuka «que avanzó rompiendo con sus pisadas la blanca nieve de la cumbre» marcharía a partir de este puente; y desde las montañas que caen a la espalda de Yoshino se dirigiría al valle de Naka-no-in[8].
Cuando de repente caímos en la cuenta, resultó que las altas cimas hacia las que caminábamos se elevaban allí a dos palmos de nuestras narices. El dominio ocupado por el cielo se empequeñeció más aún; y tanto la corriente del Yoshino, como las casas, como el camino, parecían ir a terminarse en aquella cañada. Pero las viviendas campesinas dan la impresión de quererse extender hasta cualquier claro que se les ponga por delante; y aprovechando una gran hondonada como el fondo de un saco, expuesta en tres direcciones a los vendavales de las cumbres, se habían construido terrazas escalonadas en la pendiente de la angosta ribera, se habían edificado chozas techadas de hierba, y se habían dispuesto campos de labranza: era —nos dijeron— la aldea de Natsumi.
Obviamente, tenía una topografía apta para que unos refugiados hicieran allí su vida, debido a las corrientes de agua y a la forma de la montaña.
En cuanto preguntamos por la casa de los Otani nos indicaron su situación. Había que andar algo más de medio kilómetro desde la entrada del pueblo, y se encontraba en un campo de moreras que queda desviado hacia la vega del río. El tejado, sobre todo, era estupendo. Como las moreras alcanzaban considerable altura, al mirar desde lejos, se veía destacar entre el follaje el gran caballete del tejado, siendo la techumbre de paja —como conviene a una antigua casa—, y los aleros de tejas. Era ciertamente una preciosa vista, semejante a la de una isla flotando en medio del mar.
Sin embargo la casa en realidad era una simple vivienda de campesinos, no muy en proporción con el estilo de la techumbre. Tenía dos habitaciones corridas en su frente, dando a las parcelas, y las puertas de corredera estaban abiertas al paso de cualquier visitante. En la habitación del tokonoma o lugar de honor estaba sentado el que parecía dueño de la casa, un hombre de unos cuarenta años.
Tan pronto como nos vio —dos figuras que se le acercaban— salió a nuestro encuentro para saludarnos, sin darnos tiempo a sacar tarjeta alguna de presentación. Su tez podría describirse como muy tirante y quemada por el sol; sus ojos, como cansados y amigables; su complexión, como de anchas espaldas y cuello corto. Era, en toda la extensión de la palabra, un sencillo campesino. Nos dijo:
—Los Kombu de Kuzu ya me han hablado de ustedes. Por eso los estaba esperando.
Pero aun estas pocas palabras las pronunció con un acento rural difícil de entender. Y por más que le preguntáramos cosas, no nos daba respuesta alguna satisfactoria; todo era mostrarnos su devoción a base de reverencias.
Cabría conjeturar que aquella familia se encontraba en bancarrota; y aun habiendo perdido la prestancia de antaño, a mí me resultaba mucho más acogedor un hombre así, como el que ahora nos atendía.
—Perdónenos por interrumpirle sus quehaceres. Sabemos el esmero con que guardan el tesoro familiar, y que no suelen enseñarlo normalmente a los de fuera. Pero en realidad hemos venido a visitarlos, abusando de su bondad, con la esperanza de que nos lo podrán enseñar.
Ante esta súplica nuestra, el hombre nos respondió con timidez e inseguridad.
—No, no es que nos neguemos a enseñarlo.
Y añadió que antes de sacar a la vista las piezas del tesoro, el visitante debe someterse durante siete días a un rito de purificación, según la tradición recibida de los antepasados. Sin embargo, como en estos tiempos no se puede importunar a la gente con tantos requisitos, estamos abiertos —decía— a enseñar gustosamente el tesoro a las personas que deseen verlo. Con todo, como nos debemos a las faenas agrícolas de cada día, no disponemos de tiempo para atender a los visitantes que se nos presentan de improviso. Sobre todo últimamente estaban ocupados —explicó— con el trabajo otoñal de los gusanos de seda, y entretanto los tatami o esterillas que cubrían el suelo estaban levantados por toda la casa. De modo y manera que si llegaba de pronto una visita no había sala donde hacerla pasar. Siendo así las cosas, si se les daba aviso de antemano, ellos podían hacer los arreglos necesarios y estar a la espera. Así se expresó con su palabra difícil, mientras hacía descansar sobre sus rodillas las dos manos, de crecidas uñas negras.
Por lo visto para el día de hoy habían alfombrado de tatami estas dos habitaciones expresamente en nuestro honor, haciéndonos ver que nos aguardaban. Por las rendijas de las puertas de corredera se podía echar un vistazo al almacén que había más adentro: allí, donde los suelos de madera seguían desnudos, habían acumulado aperos de labranza con evidente precipitación y desorden. Pero en el tokonoma de la sala que hacía de recibidor estaban ya expuestos varios objetos del tesoro. El señor de la casa los fue alineando uno por uno y con toda reverencia, ante nosotros.
Había un decorativo rollo titulado «Historia del pueblo de Natsumi», un juego de espadas y espadines —regalo del señor Yoshitsune—, un inventario del tesoro, guardas de espadas, aljabas, una jarra de porcelana, y, entre otros objetos, el tambor Hatsune, donado por la dama Shizuka. El ya mencionado rollo llevaba en su extremo la siguiente leyenda:
«Escrito por orden del magistrado visitante de Gojo, Mokuzaemon Naito, del puño y letra de Gembei Otani, a su edad de setenta y seis años, para dejar constancia de cuanto llegara a sus oídos y archivar este escrito en su casa».
Estaba fechado en «verano de 1855, segundo año de la era Ansei». Se cuenta que cuando en el citado año el magistrado Mokuzaemon Naito visitó este pueblo, el anciano Gembei Otani —antepasado en varias generaciones del actual cabeza de familia— le dio la bienvenida con una profunda reverencia; y al presentarle este escrito, el magistrado a su vez le cedió su sitio y le correspondió con otra reverencia.
Pero el rollo aparece hoy día sucio, como requemado; y dadas las dificultades que plantea su lectura, va acompañado de una copia adicional. No puedo juzgar del original, pero en la copia abundan las erratas de caracteres y aun de frases, y las aclaraciones fonéticas sobreañadidas son incontables y no muy de fiar. A nadie le cabría en la cabeza que el autor de aquella escritura a pincel fuera una persona sólidamente instruida.
Sin embargo, de dar crédito a aquellos párrafos, los ancestros de esta familia se habían venido a vivir a esta tierra desde antes del período Nara; y en la revuelta sucesoria del año 672, Oyori, mayordomo de Murakuni y partidario declarado del emperador Tenmu, mató al emperador Kobun. Por aquel entonces —seguía diciendo el escrito— el mayordomo poseía un territorio de cinco kilómetros y medio desde este pueblo hasta Kamiichi, y las referencias al río Natsumi quieren decir esos cinco kilómetros y medio correspondientes al río Yoshino. Con relación a Yoshitsune se dice:
El señor Yoshitsune Minamoto celebró el festival del quinto mes solar en el monte Shiraya de Kawakami; después bajó de allí y permaneció en casa del mayordomo de Murakuni por treinta o cuarenta días. Cuando vio el puente Shiba en Miyataki, compuso estos versos.
Y se añadían a continuación dos canciones japonesas.
Hasta el presente, yo ignoraba de plano que existieran poemas de Yoshitsune. Pero los allí citados, aun a los ojos de un inexperto, no parecían corresponder a la época final del período Heian, y el vocabulario empleado en ellos reflejaba vulgaridad. Y a continuación, por lo que respecta a la dama Shizuka, se decía:
En aquel tiempo, la dama Shizuka, querida del señor Yoshitsune, residía en la casa de los Murakuni. Después de la huida hacia Mutsu del señor Yoshitsune, viéndose ella desesperada, se arrojó a un pozo que allí había, y que se ha llamado desde entonces «pozo de Shizuka».
De donde se desprende que ella murió allí. Se añade también:
Pero la dama Shizuka, enajenada tal vez al verse lejos de Yoshitsune, se aparecía emergiendo de ese pozo como un espectro de fuego noche tras noche, por unos trescientos años. En aquella época un santo varón llamado Rennyo se encontraba en la aldea de Iigai enseñando a la gente el camino de Buda, y entonces los aldeanos le rogaron que atrajese las gracias de salvación sobre el espíritu de Shizuka. El santo varón no se demoró en conducirla a Buda, y sobre la manga del kimono de ella escribió un poema, que se halla bajo custodia de la familia Otani.
Y se añadía el poema, textualmente citado.
Mientras nosotros estábamos leyendo este rollo, el cabeza de familia no nos dirigió ni una palabra de explicación: se mantenía sentado, en actitud reverente y silenciosa. Pero su expresión revelaba que creía a ciegas y sin pestañear la tradición hereditaria contenida en aquel escrito.
—Y entonces, ¿qué fue del kimono en cuya manga el santo monje escribió un poema? —le preguntamos.
Nos respondió que sus antepasados en tiempo inmemorial hicieron donación de dicha vestidura al templo budista llamado Saishooji, de aquel pueblo. Y que ahora habría ido a parar a manos de quien nadie sabe, pues de hecho ni se encontraba siquiera en ese templo.
Las espadas y espadines, la aljaba y demás objetos, al tomarlos en nuestras manos, daban la impresión de ser muy antiguos. Especialmente la aljaba se veía bastante deteriorada. Con todo, la calidad de estos objetos rebasaba nuestra capacidad de apreciación.
Por lo que respecta al tambor Hatsune, estaba desprovisto de piel, y sólo se conservaba su cuerpo cilíndrico, en una caja de madera de paulonia. Tampoco podíamos opinar sobre él, pero su lacado parecía relativamente reciente, sin ornamentación alguna en oro, y por lo que podía apreciarse era un simple cuerpo de tambor de sólido color negro, sin mayor interés. Como la madera se veía indiscutiblemente vieja, tal vez alguien de generaciones anteriores se habría ocupado en darle un baño de laca.
—Sí, tal vez fuera así —respondió el dueño de la casa, sin concederle la menor atención al detalle.
Había además dos venerables tablillas de solemne aspecto, dotadas de techos y pequeñas puertas. Sobre una de las puertecitas había un emblema malva, y en el interior, la inscripción: «Tablilla del Primer Ministro del primer rango, grado superior». La otra puertecita lucía un emblema de capullos de damasco, y dentro la inscripción grabada: «Hacia el Nirvana. Tablilla de Shooyo-teigyoku», que era obviamente el nombre póstumo de una dama. A su derecha llevaba escrito: «Segundo año de Gembun, 1737»; y a su izquierda: «Undécimo mes lunar, día diez».
Pero el dueño de la casa parecía no saber nada tampoco sobre estas tablillas. Sólo que desde antaño se decían ser posesión privilegiada del jefe de la familia Otani, y cada año en la festividad de año nuevo era costumbre rendir testimonio de veneración a las dos tablillas. Y con gravedad en su semblante añadió él que la que llevaba la fecha de Gembun podía ser, en su opinión, la de la dama Shizuka.
Al mirar los ojos de aquel hombre, a la vez amables, tímidos y cansados, no nos atrevíamos a decirle más cosas. Ponernos ahora a explicarle a qué época correspondía la era Gembun, o a citarle textos como El espejo de Azuma o La leyenda de Heike, relacionados con la biografía de Shizuka, no iba a conducir a nada. En resumen, que este cabeza de familia creía sinceramente y de corazón en todo aquello.
Pero aquella Shizuka que danzó en el recinto sagrado de Tsurugaoka en presencia de Yoritomo, no tenía por qué ser la misma que este jefe de la familia se había forjado en su cabeza. Era para él la mujer aristocrática que simbolizaba un pasado lleno de añoranzas, cuando vivían los lejanos ancestros del clan familiar.
En el espectro de esta dama principal llamada Shizuka se concentraba esa piedad, transida de reverencia y anhelo, que se debiera a los antepasados, al señor, y a la antigüedad misma. No había lugar a inquirir si la tal dama pidió verdaderamente alojamiento en esta casa, y si aquí vivía en soledad o no. Si el dueño de la casa así lo creía expresamente, más valía dejarle que pensara así.
Y si nos empeñábamos en simpatizar con la opinión del dueño, podía resultar que aquella dama no fuera realmente Shizuka, sino que se tratase de una princesa de la corte sur, o de alguien que buscó refugio durante la época de las guerras civiles… En cualquier supuesto, cuando esta casa estaba en su esplendor, se produciría un acontecimiento semejante, con el cual vendría luego a confundirse la leyenda de Shizuka.
Cuando hacíamos una inclinación, en ademán de despedirnos, nos dijo el amo de la casa:
—No hemos podido prepararles nada, pero prueben, por favor, nuestra fruta en sazón.
Mientras, él mismo nos servía el té. Y nos sacó unos suculentos kakis sobre una bandeja, junto a un pequeño brasero vacío, sin ceniza alguna.
Por «fruta en sazón» se entendía, con toda seguridad, «kakis maduros». El brasero vacío no era para tirar en él colillas de fumadores, sino para servirse de él como escudilla a la hora de degustar aquellos suaves y maduros kakis. Tal como se me instaba a hacer, yo puse sobre la tímida palma de mi mano uno de aquellos frutos, que parecía ir a desmoronarse al momento. Era un gran kaki de forma más bien cónica, alargado por un extremo; fruta completamente roja, como correspondía a su plena sazón, hasta hacerse semitransparente. Parecía cabalmente inflada, como si de un globo de goma se tratase; y lucía con la belleza de una piedra de jade al ser traspasada por el sol.
Los kakis almibarados en barril que se venden en la ciudad no alcanzan este maravilloso color por muy maduros que estén, y antes de ponerse así de blandos se deforman de mala manera. Por lo que nos contaba el dueño, para lograr esta «fruta en sazón» sólo sirven estos kakis de Mino, que tienen la piel resistente. Se arrancan de la rama cuando aún están duros y ásperos, y se guardan en cajas o en canastos, lo más resguardados que se pueda de la brisa. Entonces, pasados diez días, sin someterlos a ningún proceso artificial, los kakis se convierten de piel adentro en una sustancia semifluida, y llegan a adquirir la dulzura del néctar. Tratándose de otros tipos de kaki, el interior se volvería líquido como agua, sin cuajar en la jugosidad de los de Mino.
Para comer estos kakis puede procederse como para comer un huevo semicocido: se los destapa por el tallo, y por ese agujero se introduce una cucharita para sacar el contenido; o bien, aun a riesgo de mancharse las manos, se los coloca en una escudilla donde se mondan por completo para comerlos: así es como resultan más sabrosos. Con todo, los más hermosos a la vista y los más suculentos al paladar son precisamente los que llevan apenas diez días recolectados. Pero si se pasan de ese corto plazo acaban también convirtiéndose en agua.
Mientras escuchaba esas explicaciones, yo me quedé por un rato mirando aquella perla de rocío posada en mi mano. Tuve la impresión de que el misterio y la luz solar de aquel paraje montañoso se habían congelado sobre la palma de mi mano. He oído contar que los campesinos de antaño, cuando visitaban la capital, solían llevarse como recuerdo un puñado de tierra de la urbe en un envoltorio de papel. Si a mí alguien me preguntara por el color otoñal de Yoshino, yo le mostraría uno de estos kakis, que hubiera llevado conmigo a tal efecto.
Después de todo, lo que más acaparó mi atención en la casa de los Otani fue, no tanto el tambor ni los documentos antiguos, como esta «fruta en sazón». Tsumura y yo comimos con avidez dos jugosos y dulces kakis cada uno, gozando de su frescura penetrante desde nuestras encías hasta lo hondo de nuestros vientres. Yo llené mi boca a dos carrillos con aquel otoño de Yoshino. Es de imaginar que ni siquiera la fruta de mango que aparece en los sutras búdicos llegaría a igualar tanta dulzura.