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No me acordaba de haberle visto los ojos, que eran de un gris azulado y acuático, ojos vulnerables que no parecían los de un especialista en "trabajos sucios" de la kgb, los del hombre que había despachado a mi hermosa y joven esposa disparándole un tiro al corazón sin pensarlo ni dos veces.
Me acordaba solamente de la cicatriz delgada y roja en la mandíbula, de la cabellera negra y furiosa, de la camisa cazadora, de la renguera.
Un futuro desertor, un empleado de la kgb en la estación de París, que se identificó como "Victor", tiene información para vender, información que según dice ha descubierto en los archivos en Moscú. Algo que tiene que ver con el criptónimo
Quiere desertar. Y lo que pide a cambio es protección, seguridad, comodidad, lo que se supone que los estadounidenses dan a los espías desertores. Los Estados Unidos son algo así como el Papá Noel de la inteligencia.
Hablamos. Nos encontramos en el Faubourg-St. Honoré. Nos volvimos a encontrar en un departamento que servía de refugio. Me promete un terremoto, un material increíble de un archivo sobre urraca. Toby está muy, pero muy interesado en urraca.
Arreglamos para vernos en mi departamento de la calle Jacob. Es seguro porque Laura no está. Llego tarde. Un hombre de melena negra en camisa escocesa se aleja, rengueando, cuando llego. Huelo el olor de la sangre, agudo y metálico, tibio y ácido, un olor que me descompone, que me grita más y más fuerte a medida que subo las escaleras.
¿Esa es Laura? ¿Es ella? No, no es posible, claro que no, no ese cuerpo retorcido, ese camisón blanco, esa mancha grande, roja, muy roja. No es real, no puede ser. Laura no está en París, está en Giverny, ésta no es ella, se parece sí, pero no es…
Estoy volviéndome loco.
Y Toby. Esa especie de forma humana sobre el suelo del vestíbulo. Toby, casi muerto, paralizado de por vida.Yo hice esto.
Yo les hice esto. A mi mentor y amigo. A mi adorada esposa.
"Victor" examinó el pedazo de sobre y después levantó la vista. Los ojos gris azulados me miraron con una expresión que yo no pude definir del todo: ¿miedo?, ¿indiferencia? Podría haber sido cualquier cosa.
Después, me dijo:
- Por favor, pase.
Los dos, "Victor" y la mujer deforme, se sentaron uno junto al otro sobre un sillón angosto. Yo estaba de pie, enrojecido de rabia, con la pistola en la mano. Había un gran televisor color encendido, el volumen mudo, donde se desarrollaba una vieja comedia estadounidense que no reconocí.
El hombre habló primero. En ruso.
- Yo no maté a su esposa -dijo.
La mujer -¿su esposa?- estaba sentada con las manos temblorosas sobre la falda. Yo no podía ni mirarla.
- Su nombre -dije, también en ruso.
- Vadim Berzin -replicó el hombre-. Ella es Vera. Vera Ivanovna Berzina. -Inclinó la cabeza hacia ella.
- Usted es "Victor" -dije.
- Lo era. Durante unos pocos días, me hice llamar así.
- ¿Y quién es en realidad?
- Usted sabe quién soy.
¿Lo sabía? ¿Qué sabía yo de ese hombre en verdad?
- ¿Me esperaba usted? -pregunté.
Vera cerró los ojos, o mejor dicho, los hizo desaparecer dentro de las montañas de carne de su rostro. Yo había visto una cara así antes, me di cuenta, pero sólo en fotos o películas. El Hombre Elefante, esa poderosa película basada en la historia verdadera del famoso Hombre Elefante, el inglés John Merrick, terriblemente desfigurado por la neurofibromatosis, la enfermedad de von Recklinghausen. que puede causar tumores de piel y deformidades. ¿Era eso lo que tenía esa mujer?
- Sí -dijo el hombre, asintiendo.
- ¿Y no tuvo miedo de dejarme entrar?
- Yo no maté a su esposa.
- No creo que se sorprenda si le digo que no le creo.
- No -dijo él, sonriendo con dolor-. No me sorprende. -Hizo una pausa y después dijo: -Puede matarme, o a los dos, eso es fácil. Puede matarnos ahora mismo si quiere. Pero, ¿por qué? ¿No prefiere escuchar lo que tengo que decirle?-Estamos viviendo aquí desde la desaparición de la Unión Soviética -dijo-. Compramos la entrada, como tantos otros camaradas de la kgb.
- ¿Le pagaron al gobierno ruso?
- No, le pagamos a su CIA.
- ¿Con qué? ¿Dólares ahorrados o qué?
- Ah, vamos. No importa cuántos dólares hubiéramos logrado reunir en esos años, no hubieran sido nada para la poderosa y rica Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. No necesitan nuestros viejos billetes de dólar. No, compramos la entrada con la misma moneda que otros agentes de la kgb…
- Ah, claro -dije-. Información, inteligencia robada de los archivos de la kgb. Como los demás. Me sorprende que tuviera compradores después de lo que hizo.
- Ah, sí -dijo Berzin, en tono sardónico-. Traté de atrapar a un joven funcionario de la CIA con el cual la kgb tenía una cuenta pendiente, ¿eh? Una historia sacada de un libro de texto… -No le contesté así que siguió adelante. -Yo aparezco pero el joven funcionario no está. Y por lo tanto… como la venganza no es selectiva, mato a su esposa y de paso hiero a otro hombre de la CIA. ¿Le parece correcta mi versión?
- Aproximadamente, sí.
- Ah, sí, sí, un buen cuento de hadas.
Yo había bajado la pistola mientras él hablaba, pero ahora la levanté de nuevo, lentamente. Creo que pocas cosas evocan la verdad tanto como una pistola cargada en manos de alguien que sabe cómo usarla.
Por primera vez oí la voz de la mujer. En realidad, no hablaba. Gritó en una clara voz de contralto:
- ¡Déjelo hablar!
Yo la miré con rapidez, luego volví la vista hacia su esposo. No parecía asustado, al contrario: tenía una mirada casi divertida, como entretenida por la situación. Pero luego, su expresión se puso grave de pronto.
- La verdad es ésta -dijo-. Cuando llegué a su departamento, me abrió la puerta el hombre mayor, Thompson. Pero yo no sabía quién era.
- Eso es imposible…
- No. Yo nunca lo había visto y usted no me había dicho quién vendría. Por razones de seguridad, compartimentación de la información, supongo. Me dijo que tenía que verme, que quería empezar el interrogatorio inmediatamente. Estuve de acuerdo. Le dije lo del documento sobre urraca.-¿Y ese documento es…?
- Una fuente en inteligencia estadounidense.
- ¿Un topo soviético?
- No del todo. Una fuente. Uno de nosotros.
- ¿Y el nombre en código es urraca? -Usé la palabra rusa soroka que designa a ese pájaro.
- Sí.
- Entonces era un nombre en código de la kgb. -Había una larga lista de nombres en código de la kgb que coincidían con pájaros, y eran mucho más coloridos que nada que hubiéramos inventado nosotros.
- Sí, pero no un topo, no estrictamente. No un agente de penetración, más bien un agente que habíamos conseguido dar vuelta, poner de nuestro lado lo suficiente como para que nos fuera de utilidad.
- ¿Y urraca era…?
- urraca, eso lo supimos después, era James Tobías Thompson. Ciertamente yo no tenía ni idea de que estaba dirigiéndome a la fuente en cuestión porque no conocía el nombre real: los archivos de la kgb están demasiado compartimentalizados. Y ahí estaba, hablando de un archivo que quería vender sobre una delicada operación soviética nada menos que con el agente sobre el que hablaba ese archivo, y él escuchaba con gran interés mientras yo trataba de venderle información que haría volar en pedazos su trabajo como doble agente.
- Dios -dije-. Toby.
- De pronto, se puso violento, este Thompson. Se arrojó sobre mí, me apuntó con una pistola, una con silenciador, y me exigió el documento. Bueno, yo no era tan estúpido y no lo había llevado, no antes de que hubiéramos hecho un trato. El me amenazó y le dije que no lo tenía conmigo. Y estaba a punto de matarme cuando de pronto nos dimos vuelta y vemos entrar a una mujer en la habitación. Una mujer hermosa en un camisón blanco… toda de blanco.
- Sí, Laura.
- Ella lo había oído todo. Lo que yo había dicho, lo que había dicho Thompson. Nos dijo que estaba dormida en la otra habitación, enferma, y que el ruido la había despertado. Después, todo es confuso. Yo aproveché la interrupción para ponerme de pie y tratar de escapar. Corrí, saqué mi revólver para protegerme pero antes de que pudiera sacarle el seguro, sentí que me estallaba la pierna. Thompson me había disparado, pero no me había matado, se le había desviado la puntería en el apuro y para entonces yo ya tenía el revólver afuera y le disparé en defensa propia. Y luego, salté hacia el vestíbulo,bajé un piso y me escapé.
Yo sentía que lo único que deseaba era hundirme en el suelo, taparme los ojos, buscar refugio en el sueño, pero necesitaba toda mi voluntad. En lugar de dejarme ir a la nada, me dejé caer en un gran sillón, volví a poner el seguro en su lugar y seguí escuchando en silencio.
- Y mientras corría por las escaleras -siguió diciendo Berzin-, oí otro disparo, y supe que Thompson se había matado o había matado a la mujer.
Los ojos de la muje.r desfigurada estaban cerrados desde hacía mucho. Hubo un largo, largo silencio. Oí el lejano rugido del tránsito, un camión, la risa de unos chicos.
Por fin, conseguí hablar.
- Una historia plausible -dije.
- Plausible -dijo Berzin-. Y real.
- Pero usted no tiene pruebas…
- ¿No? ¿Examinó usted el cuerpo de su esposa?
No contesté. Ni siquiera había podido mirarla.
- Ah, claro -dijo Berzin, con amabilidad-. Entiendo. Pero si alguien con algo de experiencia en balística hubiera mirado las heridas, habría descubierto que el disparo había salido de un revólver perteneciente a James Tobias Thompson.
- Eso es fácil decirlo -dije-. Ahora sobre todo, cuando el cuerpo ha estado enterrado durante quince años.
- Tiene que haber registros, informes.
- Seguramente los hubo. -No seguí desarrollando la idea, pero la verdad era que yo no había tenido acceso a ellos.
- Entonces tengo algo que va a serle útil, y si me deja ir a buscarlo, eso saldará mi deuda con Harrison Sinclair. Su suegro, ¿verdad?
- ¿Él fue el que lo sacó de Moscú?
- ¿Qué otro hubiera tenido suficiente influencia?
- Pero, ¿por qué?
- Probablemente para que algún día pudiera contarle a usted esta historia. Está encima del televisor.
- ¿Qué?
- Lo que quiero mostrarle. Darle. Ahí, sobre el televisor.
Volví la cabeza para mirar el televisor, que ahora había empezado a pasar mash. Sobre la consola de madera había varias cosas: un busto de Lenin como el que se solía comprar en Moscú hace tiempo; un plato laqueado que parecía funcionar como cenicero; una pequeña colección de versos en ruso, publicada por los soviéticos y firmada por Aleksandr Blok y Anna Akhmatova.
- Está dentro del Lenin -dijo él con una mueca-. El tío Lenin.-Quédese ahí -dije, caminé hasta el televisor y levanté la pequeña cabeza de hierro hueco. La di vuelta. Había una etiqueta en la base. Decía beriozka 4.31, es decir que la habían comprado en uno de los viejos negocios soviéticos para turistas por cuatro rublos y treinta y un copecs, una buena cantidad de dinero en sus tiempos.
- Adentro -dijo él.
Sacudí el busto y algo cambió de lugar dentro de él. Saqué una pelota de lo que parecía ser papel para borrador y luego salió algo pequeño y oblongo. Lo tomé entre las manos y lo miré.
Un microcasete.
Miré a Berzin como haciéndole una pregunta. El perro (que yo suponía atado en otra habitación) empezó a gemir a lo lejos.
- Su prueba -dijo él, como si eso explicara todo.
Cuando no le contesté, agregó:
- Yo llevaba un micrófono.
- ¿En la calle Jacob?
Él asintió, satisfecho.
- Una cinta hecha en París hace quince años me compró la libertad.
- ¿Y por qué mierda llevaba usted un micrófono? -Se me ocurría una razón, pero no tenía sentido. -No estaba desertando, ¿eh? Seguía trabajando para la kgb, ¿no? ¿Plantando información falsa?
- ¡No! ¡Era para protegerme!
- ¿Protegerse? ¿Contra quién? ¿Contra la gente que iba a ayudarlo a desertar? ¡Eso es ridículo!
- No… escuche… Era un micrograbador que me habían dado los de Lubyanka para "provocaciones", trampas, todo eso. Pero esa vez lo usé para protegerme. Para grabar las promesas, las seguridades, hasta las amenazas. Si no lo hacía, y después había un problema con todo eso, sería mi palabra contra la de ellos. Y yo sabía que si tenía un grabador, eso me ayudaría. ¿Qué más podía hacer? -Tomó la mano de su esposa, que estaba algo desfigurada pero no tanto como su cara. -Eso es para usted. Una grabación de mi encuentro con James Tobías Thompson. La prueba que usted quería.
Atónito, me acerqué a los dos, puse una silla muy cerca y me senté. No fue fácil con la mente en turbulencia, la cabeza en un remolino como la tenía en ese momento, pero incliné la cabeza y me concentré, hasta que me pareció que estaba oyendo algo, una sílaba ahí, otra allá, y después estuve seguro. Oía, sí. Había enfocado sus pensamientos desesperados, ansiosos, que casi me gritaban. Muy despacio, metódicamente, dije en ruso:
- Es muy importante para mí que usted me esté diciendo la verdad sobre esto… sobre mi esposa, sobre Thompson, sobre todo.
- Claro que estoy diciéndole la verdad -dijo él.
No le contesté. Escuché. La quietud de la habitación sólo se quebraba con los aullidos del perro pero luego algo entró en mi conciencia, con fuerza, claro:
¡Claro que digo la verdad!
Pero, ¿la decía? ¿Estaba pensando eso? ¿O estaba a punto de decirlo?… dos cosas muy diferentes por cierto. ¿Qué me había hecho creer que yo podía estar seguro de la verdad de otros?
Aferrado a la incertidumbre de ese momento, no estaba listo para lo que sucedió después.
Una voz de mujer, agradable y profunda. Pero no hablada.
La voz del pensamiento, calma y tranquila.
Me oye usted, ¿verdad?
Levanté la vista hacia la mujer. Ella tenía los ojos cerrados otra vez, desaparecidos en ese paisaje horrendo de tumores y valles. Su boquita pareció arquearse ligeramente hacia arriba hasta parecer algo semejante a una sonrisa, una sonrisa triste, sabia.
Pensé: Sí, la oigo.
Y la miré, y sonreí, y asentí.
Un momento de silencio, y luego oí: Usted me oye, pero yo no puedo oírlo. No tengo su habilidad. Tiene que hablarme en voz alta.
- La cinta… -empezó a decir Berzin, pero su esposa le puso una mano sobre los labios. El se calló, extrañado.
- Sí -dije-. Sí, la oigo. ¿Cómo lo sabe usted?
Ella siguió sonriendo, los ojos cerrados todavía.
Sé bastante sobre eso. Conozco los proyectos de James Tobías Thompson.
- ¿Cómo? -pregunté.
Mientras mi esposo era funcionario en París, a mí me dejaron en Moscú. Siempre lo hacían… separar al marido de la esposa para dominarlos. Pero en mi caso, también era porque mi puesto era muy importante. Demasiado para que yo lo dejara. Fui secretaria principal de tres jefes sucesivos de la KGB. La que cuidaba la entrada de otros hacia ellos. Manejaba los papeles secretos, la correspondencia.
- ¿Entonces fue usted la que encontró el archivo urraca?
Sí, y muchos otros.
Berzin habló, sorprendido.
- ¿Qué pasa aquí?Su esposa le dijo con dulzura:
- Vadim, por favor. Silencio, unos minutos. Después, te explico todo.
Y siguió, los pensamientos claros y comprensibles, tanto como su voz hablada.
Toda mi vida tuve esta enfermedad. La mano derecha señaló hacia la cara al pasar, un gesto leve. Pero a los cuarenta, me atacó la cara y pronto… pronto ya no fui… presentable… no podía ocupar un puesto tan visible. Los jefes y sus ayudantes no podían ni mirarme a la cara. Como usted. Me sacaron del trabajo. Pero antes de irme, me llevé un documento que por lo menos le daría a Vadim el pasaporte al Oeste. Y cuando él me visitó en Moscú, se lo di.
- Pero… ¿cómo… cómo supo usted de mí? -insistí.
No sabía. Lo supuse. Como secretaria, me enteré del programa que estaba desarrollando Thompson. No es que nadie en el Directorio Principal de los cuarteles generales de Yasenyevo creyera que era posible… Pero yo si lo creía. No sabía si él lo conseguiría, pero sabía que era posible. Lo que usted tiene es algo muy notable, muy especial.
- No -dije-. Es terrible.
Antes de que pudiera decir más, explicarle, ella pensó: El padre de su esposa nos sacó de Rusia. Fue bueno y generoso con nosotros. Pero teníamos más que esta cinta para ofrecerle.
Yo fruncí el ceño y dije, sin decirlo: ¿Qué?
Sus pensamientos siguieron fluyendo, claros, apasionados.
Este hombre, James Tobías Thompson, su mentor, urraca. Siguió informando a Moscú. Lo sé, vi sus informes. Nos dice que hay gente dentro y fuera de la CIA que planea tomar el poder. Cooperan con los alemanes. Tiene que encontrarlo. Thompson se lo dirá. Lamenta lo que hizo. El le dirá…
Y entonces, de pronto, el aullido del perro se convirtió en un ladrido agudo, fuerte.
- Algo le pasa a Cazador -dijo Berzin-. Tengo que ir a ver…
- No -dije. El ladrido se hizo más fuerte, más rápido, más insistente.
- Algo malo le pasa, en serio -dijo Berzin.
El ladrido se convirtió de pronto en un aullido horrible, desgarrador, un grito que era casi humano, casi un chillido.
Y luego, un silencio terrible.
Me pareció oír algo, un pensamiento. Mi nombre, pensado con gran urgencia, desde algún lugar cercano.
Sabía que alguien acababa de asesinar brutalmente al perro.
Y que nosotros éramos los siguientes en su lista.