20
La calle estaba oscura, silenciosa, resbalosa de lluvia. Caía una leve llovizna, casi una niebla.
Ahí estaba, al final de la cuadra, un taxi amarillo, del centro, a menos de cien metros. ¿Por qué ahí, al final de la cuadra? ¿Por qué?
Y cuando me le acerqué, corriendo, distinguí en el asiento trasero la silueta de la cabeza de una mujer, el largo cabello oscuro, inmóvil.
¿Era Molly realmente?
Desde tan lejos, no estaba seguro. Tal vez era ella, tenía que ser ella… ¿Por qué estaba allí?, me pregunté con las piernas en movimiento, jadeando ya por el esfuerzo. ¿Qué había pasado?
Pero algo andaba mal. Instintivamente bajé la velocidad, ahora caminaba rápido, sin correr, la cabeza vuelta a ambos lados.
¿Qué?
Algo. Demasiados transeúntes en esa calle a esa hora de la noche, en medio de la lluvia. Y caminaban demasiado tranquilos. La gente corre en la lluvia, para llegar antes…
¿O me estaba poniendo paranoico?
Eran transeúntes normales, sí, tenían que serlo.
Por un instante, una milésima de segundo, vi a uno de los transeúntes de frente. Alto, flaco, con un impermeable negro o azul marino, una gorra oscura.
Me pareció que me miraba. Nuestros ojos se encontraron.
Tenía una cara extraordinariamente pálida, como si le hubieran quitado todo el color con lavandina. Los labios leves y tan pálidos como el resto. Bajo los ojos, círculos profundos y amarillentos que se extendían hasta los pómulos. El cabello, lo poco que se veía bajo la gorra, rubio pajizo, casi blanco, echado hacia atrás.
En el mismo instante, dejó de mirarme, como si hubiera sido una casualidad.
Casi un albino, había dicho Molly. El hombre que se le había acercado en el hospital, el que quería saber algo sobre las cuentas, los números de acceso y el dinero de Harrison Sinclair, algo que ella podía haber heredado.
Todo parecía mal. La llamada, Molly sentada en el taxi: olía mal y mis años de entrenamiento en la Agencia me habían enseñado a oler las cosas de cierta forma, a ver esquemas, y…
…y algo me había pasado por el rabillo del ojo, un fulgor leve, un brillo… ¿metal? en la luz de la lámpara de la calle angosta.
Entonces lo oí, el leve ruidito de una tela que roza otra tela, o una tela en contacto con cuero, un sonido familiar, claro y distinto de todos los otros ruidos de la calle: una pistolera.
Me arrojé contra el suelo, mientras una voz profunda, masculina, gritaba:
- ¡Abajo!
De pronto el silencio se quebró en una cacofonía terrible.
Un instante después, era el terror, una confusión terrible de explosiones y gritos, el golpeteo de las pistolas automáticas con silenciadores, los alaridos metálicos de las balas entrando en las chapas de los autos. Desde algún lugar llegó un ruido de frenos y después una explosión de vidrios. Una ventana quebrada en alguna parte… ¿un tiro perdido?
Me levanté, agachado, tratando de determinar de dónde venían los disparos. Me moví a toda velocidad, el cerebro girando en millones de cálculos.
¿De dónde venían?
No veía. ¿Del otro lado de la calle? ¿De la izquierda? Sí, de la izquierda, desde… ¿desde el taxi?
Una figura oscura corría hacia mí, otro grito que no entendí, y después, cuando me aplasté otra vez contra el pavimento, otra explosión de ametralladora. Esta vez estaban cerca, peligrosamente cerca. Sentí un pedazo de algo en la mejilla, la frente, después, el dolor de la vereda contra la mandíbula. Algo me golpeó el muslo. Y entonces, el parabrisas del auto detrás del cual estaba parapetado explotó en una telaraña blanquecina.
Estaba atrapado. Mis asaltantes desconocidos se acercaban y yo no tenía armas. Me metí debajo del auto, en una actividad frenética, y escuché otra serie de disparos, un aullido agónico y el ruido de neumáticos que aceleran demasiado…
Después, silencio.
Silencio absoluto.
El tiroteo había acabado por el momento. Desde debajo del chasis del auto veía un círculo de luz que estaba directamente del otro lado de la calle. En ese circulo estaba tendido el cuerpo de un hombre, oscuro, la cara hacia el otro lado, la nuca convertida en un horrendo desastre de sangre y tejidos.¿Era el albino que había visto antes?
No, eso lo noté enseguida. El cuerpo del muerto era más robusto, más petiso.
En el silencio, todavía me ardían las orejas. Por un momento, me quedé ahí con miedo de moverme, aterrorizado por la idea de que un solo movimiento podía indicar mi posición a los enemigos.
Y entonces, oí mi nombre.
- ¡Ben! -Una voz algo familiar.
Se me acercaba. Venía de la ventana de un vehículo en movimiento.
- Ben, ¿está bien?
Momentáneamente, no pude contestar.
- Oh, Dios -oí decir a la voz-. Dios, espero que no lo hayan herido.
- Aquí -logré contestar-. Estoy aquí.