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No dormí. No podía.

En lugar de eso, llamé a uno de los muchos abogados que conocía en Zúrich. Tuve la suerte de encontrarlo en la ciudad y en su oficina. John Knapp era un abogado especializado en leyes de corporaciones, la única práctica que me parecía más aburrida que la relacionada con las patentes. Había estado viviendo en Zúrich y trabajando para una firma de abogados estadounidense con sucursal suiza, desde hacía cinco años. Sabía más que cualquier otra persona que yo conociera sobre el sistema bancario de los suizos. Había estudiado en la Universidad de Zúrich y supervisado más de una transacción secreta no del todo limpia para algunos de sus clientes. Knapp y yo nos conocíamos desde la universidad, donde habíamos estado en la misma sección y el mismo año, y de vez en cuando jugábamos al squash juntos. Yo sospechaba que en el fondo yo le desagradaba tanto como él a mí, pero nuestros tratos nos unían como profesionales y los dos fingíamos compañerismo, camaradería ruidosa, como tantos hombres que se conocen.

Le dejé una nota a Molly, que seguía durmiendo, para avisarle que volvería en una hora o dos y tomé un taxi en la puerta del hotel. Le pedí al chofer que me llevara a Kronenhalle en la Ramistrasse.

John Knapp era un hombre bajito, delgado, con un caso terminal de la enfermedad de los petisos. Como un chihuahua que amenaza a un San Bernardo, se hinchaba todo el tiempo con sus gestos imperiosos, lo cual lo convertía en alguien levemente ridículo, como un personaje de dibujo animado. Tenía ojitos marrones y cabello castaño muy corto, salpicado de gris y cortado en bandas. Ese corte le daba el aspecto de un monje disoluto. Después de tantos años en Zúrich, había empezado a tomar el color local y en cuanto a la ropa, parecía un banquero suizo. Usaba un traje azul, inglés, y una camisa rayada que seguramente eran de Charvet, en París. No había duda de que de allí provenían los gemelos. Había llegado quince minutos tarde a la cita: sin duda un movimiento para demostrar su poder. Era un tipo que leía libros sobre cómo demostrar el poder que uno tiene y conseguir éxito y dominio en un almuerzo o acorralar a alguien en una oficina.

El bar de Kronenhalle estaba tan repleto que apenas si conseguí deslizarme hacia el interior y llegar hasta un asiento. Pero no había duda de que los parroquianos eran los adecuados, los glitterati suizos. Knapp, que apreciaba la buena vida, coleccionaba lugares como ese. Generalmente, esquiaba en St. Moritz y Gstaad.

- Dios, ¿qué les pasó a tus manos? -preguntó cuando me apretó la derecha con algo de firmeza y vio la mueca que me provocaba ese gesto descuidado.

- Mala manicura -dije.

Su expresión de horror se transformó inmediatamente en una de risa exagerada.

- ¿Estás seguro de que no te cortaste con el papel de tus excitantes patentes?

Sonreí, casi tentado de empezar a nombrar mis últimos éxitos (los abogados de corporaciones son particularmente vulnerables a eso, es evidente), pero no le dije nada. Es importante tener en mente que un aburrido es alguien que habla cuando uno quiere que escuche. Y en mi caso, en un momento apenas, Knapp se había olvidado de mis manos vendadas.

Cuando terminamos con los preliminares, me preguntó:

- ¿Y qué mierda te trae a la ciudad Z?

Yo estaba tomando whisky. El había pedido, con todo orgullo, un kirschwasser, en Schweitzerdeutsch, el dialecto suizo del alemán.

- Esta vez, voy a tener que ser poco comunicativo, lo lamento -dije-. Negocios.

- Aja -dijo, levantando las cejas. Sin duda sabría por alguno de nuestros conocidos que alguna vez yo había trabajado en la Agencia. Probablemente pensaba que ésa era la clave de mi éxito legal (y, claro, no estaba muy lejos de la verdad). De todos modos, supuse que con Knapp era mejor ser misterioso que inventar tonterías.

Fingí ceder un poquito.

- Es un cliente con activos. Tiene que localizarlos aquí.

- ¿Localizar activos? ¿No está un poco fuera de tu línea de trabajo?

- No del todo. Está relacionado con un trato que se está por hacer en mi firma. Si no te importa, no puedo decir mucho más.

Él se lamió los labios y sonrió, como si supiera más que yo de qué estábamos hablando.-A ver -dijo.

Era tan alto el nivel de ruido que la idea de tratar de leerle la mente me pareció totalmente ridicula. Lo intenté varias veces, inclinándome hacia él lo más que podía, pero fue totalmente inútil. Y por otra parte, lo que yo quería averiguar no era nada que él no hubiera dicho en voz alta. Y seguramente los pensamientos de Knapp eran banales, absurdos y terriblemente aburridos.

- ¿Cuánto sabes sobre el tema del oro?

- ¿Cuánto quieres saber?

- Estoy tratando de rastrear un depósito de oro en uno de los Bancos de aquí.

- ¿Cuál?

- Ni idea.

Él suspiró, despectivo.

- Hay cuatrocientos Bancos registrados en la ciudad, viejo. Unas cinco mil oficinas. Y millones de onzas de oro nuevo llegan cada año desde Sud África y demás. Buena suerte con tus investigaciones.

- ¿Cuáles son los Bancos más grandes?

- ¿Los más grandes? Los Tres Grandes: el Anstalt, el Verein, y el Gesellschaft.

- ¿Mmrn?

- Lo lamento. El Anstalt es el que llamamos Credit Suisse, o Schweizerische Kreditanstalt. El Verein es el Swiss Bank Corporation. El Gesellschaft es el Union Bank of Switzerland. ¿Así que estás buscando oro depositado en uno de los tres grandes, pero no sabes en cuál buscas?

- Correcto.

- ¿Cuánto oro?

- Toneladas.

¿Toneladas? -Otro suspiro despectivo. -Lo dudo seriamente. ¿De qué estamos hablando, de un país?

Sacudí la cabeza.

- De una empresa muy próspera.

El silbó bajito. Una rubia en un traje verde claro pegado como un fideo sobre el cuerpo lo miró fijamente. Era evidente que pensaba que el silbido era por ella, luego desvió la vista. Seguramente no tenía interés en un monje disoluto en traje azul.

- ¿Y cuál es el problema? -me preguntó él, terminando el kirschwasser y haciéndole una seña al camarero para que trajera otro-. ¿Alguien se olvidó de dónde puso el número de cuenta?

- Espera un segundo -dije. Estaba empezando a sonar como él y no me gustaba. -Si se trajera una cantidad significativa de oro a Zúrich y se colocara en una cuenta numerada, ¿adonde iría a parar el oro, físicamente hablando?

- Bóvedas. Es un problema creciente para los Bancos de la ciudad. Tienen todo ese dinero y ese oro, y se están quedando sin espacio y las leyes municipales no les permiten construir edificios más altos, así que tienen que usar lo que está debajo, como si fueran duendes.

- Debajo de la Bahnhofstrasse.

- Exactamente.

- ¿Y no sería más conveniente vender el oro, convertirlo en activo líquido? ¿Marcos alemanes, francos suizos, lo que sea?

- No me parece. El gobierno suizo está aterrorizado por la inflación. No pueden tener cualquier cantidad de dinero de extranjeros: hay límites. En otro tiempo había un límite de cien mil francos para las cuentas extranjeras.

- El oro no da intereses, ¿verdad?

- Claro que no -dijo Knapp-. Pero, vamos, nadie trae aquí el dinero para ganar intereses, por Dios santo. Las tasas de interés son del uno por ciento o algo así. O cero. A veces hay que pagar por el privilegio de tener tu dinero aquí. No estoy bromeando. Muchos de los Bancos cobran como un uno y medio por cierto por cada extracción.

- De acuerdo. Ahora, si uno está frente a un lingote, se puede saber de dónde viene por el aspecto, ¿verdad?

- Generalmente. El oro… el tipo de oro que usan los Bancos centrales como reserva monetaria está formado por lingotes, generalmente de cuatrocientas onzas troy por barra. Generalmente es oro de tres novenos, es decir, oro puro al 99.9 por ciento. Y generalmente está marcado, estampado con números, los números de identificación y de serie. -Llegó el camarero con el kirschwasser y Knapp se lo tomó sin darse cuenta de cómo había ido a parar a sus manos. -Por cada diez barras de oro que se hacen, se prueba una, es decir, se hacen agujeros en seis lugares distintos de la barra y se toman unos miligramos de restos y se los analiza. Pero sí, en la mayoría de los casos, se puede saber de dónde viene con sólo ver la barra.

Rió, se tomó el trago, pensativo.

- Deberías probar esto. Te gustaría. Como decía, el mercado del oro es raro, complicado y tenso. Me acuerdo de cuando ese mercado se volvió loco no hace mucho. Los soviéticos estaban tratando de vender un cargamento de barras aquí y alguien notó que algunas de las barras tenían águilas zaristas. Los duendes se quedaron de una pieza.

- ¿Por qué?

- Vamos, viejo. Estábamos en la Navidad de 1990. ¡Barras de oro con águilas Romanoff! El gobierno de Gorby estabayéndose a los caños y vendía hasta lo último… ¡Estaban llegando al fondo del barril! ¿Por qué otra razón hubieran tocado las reservas zaristas? ¿Para que el precio del oro subiera cincuenta dólares por onza?

Me quedé congelado en la mitad de un trago, la sangre toda en la cabeza.

- ¿Y entonces qué?

- ¿Entonces qué? Entonces, nada. Parece que era una broma pesada. Una desinformación financiera bastante sofisticada por parte de los soviéticos. Habían mezclado unas pocas barras zaristas en la pila deliberadamente. Miraron cómo el mercado se convertía en un aquelarre, y vendieron el oro al mejor precio. Inteligente, ¿eh? Los soviéticos esos no eran tan tontos, ¿sabes?

Yo me quedé pensando un rato sin decir nada. ¿Y si no había sido desinformación? ¿Y si…? Pero no tenía sentido de todos modos. Puse el vaso en la mesa y seguí preguntando, como si nada de eso me importara demasiado:

- ¿Se puede lavar oro?

Él se quedó pensando un momento.

- Sí… sí, claro. Lo fundes… lo vuelves a refinar, lo ensayas, le quitas las marcas. Si estás tratando de hacerlo en secreto, es una mierda moverlo y hacerle todo eso, muy difícil pero posible. Y barato. El oro es completamente maleable. Pero no lo entiendo, Ben. Estás buscando un cargamento grande de oro que pertenece a uno de tus clientes, ¿y no sabes dónde está?

- Es un poco más complicado que eso. No puedo ser más específico. Dime: cuando uno habla del secreto bancario en Suiza, ¿qué quiere decir? ¿Hasta qué punto es difícil penetrar el secreto?

- Ey, ey -dijo Knapp-, a mí me parece que esto se está poniendo interesante…

Yo lo miré con furia y entonces, me contestó:

- No es fácil, Ben. Algunas de las frases más sagradas de esta ciudad son: "principio de privacidad" y "libertad de intercambio en dinero". Traducción: el derecho inalienable de esconder el dinero. Esa es la razón de ser de la gente de aquí. El dinero es su religión. Quiero decir, cuando Huldrych Zwingli lanzó la Reforma de Zúrich y tiró todas las estatuas católicas al río Limmat, se aseguró de salvar el oro que había en ellas y dárselo a la municipalidad. Así dio nacimiento a los Bancos de Suiza.

"Pero los suizos… bueno, uno tiene que quererlos. Están locos con lo del secreto, a menos que los beneficie romper la confidencialidad. Los mafiosos, los príncipes de la droga, los dictadores corruptos del tercer mundo con valijas llenas del fruto de sus estafas… los suizos protegen los secretos de esa gente como un cura en confesión. Pero no te olvides que cuando los nazis vinieron durante la guerra y empezaron a presionarlos, de pronto cedieron totalmente. Les dieron los nombres de los judíos alemanes que tenían cuentas en Suiza. Les gusta alimentar el mito de que se levantaron contra los nazis, en serio y con fuerza, cuando vinieron a llevarse el dinero judío, pero no es así. No, no. De acuerdo, algunos de los Bancos sí, pero no todos. Muchos no. El Basler Handelsbank lavó dinero nazi y eso está documentado. -Había puesto los ojos en la multitud como si buscara a alguien. -Mira, Ben, estás buscando una aguja en un pajar.

Asentí, busqué un dibujo en la condensación que se había formado en mi vaso.

- Bueno -dije-. Tengo un nombre.

- ¿Un nombre?

- El nombre de un banquero. Creo. -Un nombre que había pensado Orlov con relación al dinero y a Zúrich, pero no le dije eso a Knapp. -Koerfer.

- Bueno -dijo él con voz triunfante-, ¿y por qué no me lo dijiste antes? El doctor Ernst Koerfer es el director gerente del Banco de Zúrich. O por lo menos, eso es lo que era hasta hace un mes o dos.

- ¿Se jubiló?

- Murió. Ataque al corazón o algo así. Aunque yo no juraría frente a nadie que realmente tenía un corazón. Un hijo de puta de arriba abajo. Pero tenía un barco duro de manejar.

- Ah -dije-. ¿Conoces a alguien que esté ahora en el Banco de Zúrich?

Me miró como si yo hubiera perdido la cabeza.

- Vamos, viejo. Conozco a todo el mundo en la banca suiza. Es mi trabajo, hombre. El nuevo gerente es un tipo que se llama Eisler. El doctor Alfred Eisler. Si quieres, te puedo presentar, un llamado y listo. ¿Te parece?

- Sí -contesté-. Me encantaría

- No hay problema.

- Gracias, viejo -le dije.

Conseguir un arma en Suiza me pareció más difícil de lo que había anticipado. Mis contactos eran muy limitados, casi inexistentes. Tenía miedo de llamar a Toby o a cualquier otro que tuviera que ver con la CIA. No confiaba en nadie. Si hubiera sido absolutamente necesario, habría buscado una conexión con Truslow pero quería evitar esa ruta: ¿cómo podía estar seguro de que los canales de comunicación no estaban pinchados? Era mucho mejor no llamarlo.

Finalmente, después de sobornar a un gerente de un negocio de caza y pesca, conseguí el nombre de alguien que tal vez pudiera "ayudarme": el cuñado del gerente, que tenía nada menos que un negocio de libros antiguos.

Lo encontré a unas cuadras de distancia. Letras doradas en la vidriera, en el viejo estilo Fraktur alemán:

ZBUCHHÅNDLER

ANTIQUITÅTEN UND MANUSKRIPTE

Una campanilla en la puerta sonó cuando entré. Era un lugar pequeño y oscuro y olía a musgo y humedad y a ese aroma a vainilla que tienen siempre las cubiertas de los viejos libros.

Altos estantes de metal, recargados con pilas y pilas desordenadas de libros y revistas amarillentas, en todos los espacios disponibles. Un sendero estrecho entre los estantes llevaba hacia un escritorio de roble muy caótico, con montañas de papeles y libros, en el cual estaba sentado el propietario. Habló en voz alta, llamándome:

Guten Tag!

Asentí para devolverle el saludo y miré a mi alrededor como buscando un volumen. Después, le pregunté en alemán:

- ¿Hasta qué hora está abierto?

- Las siete -dijo.

- Volveré cuando tenga más tiempo.

- Pero si tiene unos minutos ahora -dijo él-, hay algunas adquisiciones nuevas en la otra habitación.

Se levantó, cerró con llave la puerta del frente y puso un cartel de "Cerrado" en la vidriera. Después, me llevó hacia una habitación llena de libros de tapa dura, recubiertos en cuero. En varias cajas de zapatos había una selección lamentable de armas. Las mejores eran una Ruger Mark II (una semiautomática decente pero sólo.22), un Smith amp; Wesson, y una Glock 19. Elegí la Glock. Es una pistola con más problemas de los necesarios, o eso me dicen mis amigos de la Agencia, pero a mí me gusta. El precio era exorbitante pero al fin y al cabo, estábamos en Suiza.

Durante la cena en el Agnes Amberg de Hottingerstrasse, ninguno de los dos sacó el tema que pesaba en nuestras mentes. Era como si necesitáramos una tregua en la tensión, ser turistas comunes por un rato. Con las manos vendadas, me parecía difícil, hasta doloroso, cortar la comida.

Siga el oro…

Ahora tenía un nombre y un Banco. Estaba varios pasos más cerca.

Una vez que tuviera una dirección, un camino, podría acercarme un poco a la solución del enigma por el cual habían matado a Sinclair: es decir, ¿cuál era la conspiración que había que cubrir? Y sabría si mi epifanía nocturna era cierta.

Comimos en un silencio amenazante. Después, de pronto, antes de que yo pudiera decir nada, Molly interrumpió mis pensamientos.

- ¿Sabías que en este lugar las mujeres no pudieron votar hasta 1969?

- ¿Y?

- Y yo que creía que la profesión médica estadounidense no se tomaba en serio a las mujeres… No creo que vuelva a decirlo nunca después del médico que vi hoy.

- ¿Fuiste a ver a un médico? -pregunté aunque ya lo sabía-. ¿Por lo del estómago?

- Sí.

- ¿Y?

- Y -dijo ella, plegando la servilleta sobre la mesa-, estoy embarazada. Pero eso ya lo sabías.

- Sí -admití-. Ya lo sabía.