48

Caminamos con rapidez para salir del Banco y después corrimos por Bahnhofstrasse. Eisler parecía haber cumplido con su palabra de dejarnos salir del Banco (por su propia seguridad y la de sus empleados, claro), pero para este momento, calculaba yo, seguramente ya habría llamado a seguridad bancaria y a la policía municipal. Tenía nuestros nombres reales, pero no los otros, lo cual era una suerte. Sin embargo, el arresto era cuestión de horas, si no menos. Y una vez que las fuerzas de los Sabios supieran que estábamos ahí, si es que no lo sabían ya, no quería ni pensar lo que podía pasarnos…

- ¿Lo conseguiste? -preguntó Molly mientras corría.

- Sí. Pero ahora no podemos hablar. -Yo estaba alerta, con los ojos puestos en todos los que pasaban, buscando la única cara que hubiera reconocido, la del asesino rubio que había visto en Boston por primera vez.

No aquí.

Y un momento después, tuve la sensación de que teníamos compañía.

Hay una docena de técnicas diferentes para seguir a un hombre y los que son realmente buenos, son muy difíciles de detectar. El problema para el rubio era que yo ya lo había "hecho", como se decía en la jerga: lo había reconocido. Excepto de la forma más lejana e insegura, no podía esperar seguirnos sin que yo lo notara. Y yo no lo veía.

Pero, como supe muy pronto, había otros, gente que yo no conocía. En la multitud que nos rodeaba en Bahnhofstrasse, sería difícil encontrarlos.

- Ben -empezó a decir Molly pero yo la miré con furia y ella se calló inmediatamente.

- Ahora no -dije entre dientes.

Cuando llegamos a Barengasse doblé a la derecha y Molly me siguió. Las vidrieras plateadas de los negocios nos daban una buena superficie donde vernos a nosotros y también a quienes nos estuvieran siguiendo pero nadie era demasiado obvio al respecto. Eran profesionales. Seguramente desde que lo había visto esa mañana, el rubio había decidido no participar. Otros lo reemplazaban.

Tendría que descubrirlos.

Molly dejó escapar un suspiro largo, tembloroso.

- Esto es una locura, Ben, es demasiado peligroso…

- La voz era suave. -Mira, me pareció horrendo verte poner el arma en la cabeza de ese tipo. Me pareció horrendo lo que le hiciste. Esas cosas son viles.

Caminamos por Barengasse. Yo estaba alerta a los peatones a ambos lados, pero no había podido separar a ninguno de la multitud habitual.

- ¿Armas? -dije-. Me salvaron la vida más de una vez.

Ella suspiró de nuevo.

- Papá siempre decía eso, sí. Me enseñó a dispararlas.

- ¿Un rifle o qué?

- No, armas de puño. Una.38, una.45. Y era buena tiradora, creo. Un as. Una vez le di en el ojo a una de esas siluetas de policías a unos treinta metros. Entonces bajé el arma que me había dado papá y nunca volví a levantarlo. Y le dije que no tuviera uno en mi casa, nunca.

- Pero si alguna vez tienes que usar uno para protegerme a mí o a ti misma…

- Claro que lo haría. Pero no me obligues.

- No, te lo prometo.

- Gracias. ¿Y eso fue necesario, lo de Eisler?

- Sí, lo lamento pero sí. Tengo un nombre ahora. Un nombre y una cuenta que nos dirán adonde desapareció el resto del dinero.

- ¿Y el Banque de Raspail en París?

Meneé la cabeza.

- No entiendo esa nota. Y no sé para quién era.

- ¿Pero por qué la habrá dejado ahí mi padre?

- No lo sé.

- Pero si hay una caja de seguridad, tiene que haber una llave, ¿sí?

- Generalmente, sí.

- ¿Y dónde está?

Meneé la cabeza de nuevo.

- No la tenemos. Pero tiene que haber una forma de llegar a la caja. Primero, Munich. Si hay alguna forma de interceptar a Truslow antes de que le pase algo, yo la voy a encontrar.

¿Habríamos eludido a quien quiera que fuese?

Dudoso.

- ¿Y Toby? -preguntó Molly-. ¿No tendrías que notificarle?

- No puedo arriesgarme a hacer contacto con él. Ni con nadie de la CIA…

- Pero nos vendría bien un poco de ayuda.

- No confío en su ayuda.

- ¿Y buscar a Truslow?

- Sí -dije-. Seguramente va para Alemania. Pero si puedo detenerlo…

- ¿Qué?

En la mitad de la frase giré en redondo hacia un teléfono público en la calle. Era muy pero muy arriesgado hacerle un llamado a Truslow a la oficina de la CIA, claro está. Pero había otras formas, sí. Incluso improvisando, con rapidez. Había formas.

De pie en una calle lateral, con Molly a mi lado, miré a mi alrededor. Nadie… todavía.

Con la ayuda de un operador internacional, llamé a un centro de comunicaciones privado en Bruselas, cuyo número recité con toda facilidad, por supuesto. Cuando me conectaron, disqué una secuencia de números que cambiaron la llamada a un sistema bastante complicado de retorno, una especie de lazo. Cuando volviera a llamar, si alguien rastreaba el llamado, parecería una llamada originada en Bruselas.

La secretaria privada de Truslow recibió la llamada. Le di un nombre que Truslow reconocería inmediatamente como mío y le pedí que me pasara con el director.

- Lo lamento, señor -dijo la secretaria-. En este momento, el director está en un avión militar rumbo a Europa.

- Pero se lo puede alcanzar por conexión de satélite -insistí.

- Señor, no se me permite…

- ¡Esto es una emergencia! -le grité. Truslow tenía que hablar conmigo, yo tenía que advertirle que no entrara en Alemania.

- Lo lamento, señor… -contestó ella.

Y yo colgué: era demasiado tarde.

Y después oí mi nombre.

Me volví y miré a Molly pero ella no había dicho nada.

Por lo menos, creí haber oído mi nombre.

Una sensación extraña. Sí, era mi nombre, sí. Miré a mi alrededor en la calle.

Ahí estaba, otra vez, pensamiento, no palabras.

Pero no había ningún hombre cerca que pudiera…

Sí. No era un hombre: era una mujer. Mis perseguidores creían en la igualdad de oportunidades. Correcto, políticamente hablando.

Era la mujer sola, de pie en un quiosco de diarios, a unos metros, mirando absorta una copia de Le Canard Enchainé, un diario satírico francés.

Parecía de unos treinta, treinta y cinco años, con el cabello rojo y corto, y un traje color oliva que la hacía seria y directa. Poderosa, por lo que yo veía. Sin duda era buena en lo suyo que, según creía yo, no se limitaba a rastrear a una persona.

Pero si estaba siguiéndome, eso era todo lo que yo lograba deducir. ¿Una mujer siguiéndome, empleada de quién? ¿De los que Truslow me había mencionado, de los Sabios? ¿O de gente asociada con Vladimir Orlov, que conocía la existencia del oro y sabía que yo estaba buscándolo?

Ellos, los que la habían empleado para el trabajo, sabían que yo había entrado en el Banco de Zúrich. Sabían que había salido sin nada en las manos…

Sin nada en las manos pero con más información. El nombre de un alemán en Munich que había recibido unos cinco mil millones de dólares.

Ahora era mi turno.

- Mol -dije lo más bajo que pude-. Tienes que salir de aquí.

- ¿Qué…?

En voz más baja. Haz como si no pasara nada…

- Sonreí como si me hiciera gracia algo. -Tenemos compañía. Quiero que te vayas.

- ¿Pero dónde? -preguntó ella, asustada.

- Ve y busca las valijas del depósito cerca de la estación de trenes -susurré y pensé por un segundo-. Después ve al Baur-au-Lac, en Talstrasse. Todos los changadores de Zúrich lo conocen. Hay un restaurante ahí, se llama Grillroom. Ahí te veo. -Le di el maletín de cuero. -Llévate esto.

- Pero, ¿y si…?

¡Fuera!

Frenética, me contestó, en voz baja:

- No estás en condiciones de manejar nada peligroso, Ben. Tus manos… los reflejos…

- ¡Vete!

Ella me miró, furiosa, después, sin decir nada, se volvió y se alejó por la calle a zancadas. Era una buena actuación. Cualquier observador hubiera dicho que acabábamos de pelearnos, por lo natural que había sido la reacción de Molly.

La pelirroja levantó la cabeza del diario, y sus ojos siguieron a Molly, luego se volvieron hacia mí y luego otra vez al diario. Claramente había decidido quedarse conmigo, su primera obligación.

Bien.

De pronto, giré en redondo y me lancé por la calle. Por el rabillo del ojo, vi que la mujer había dejado el diario y sin fingir ya, sin cobertura, corría tras de mí.

Justo adelante, había una calle que parecía un pasaje de servicio, y yo giré hacia allí. Desde Barengasse, oí gritos y los pasos de la mujer. Me aplasté contra una pared de ladrillos, vi a la pelirroja del traje color oliva hundirse en el pasaje, la vi sacar una pistola y solté el seguro de mi Glock y le disparé varios tiros.

Hubo un gruñido, una exhalación. La mujer hizo una mueca, giró hacia adelante, luego volvió a recuperar el equilibrio. Le había disparado en algún lugar del muslo, arriba, y ahora, me incliné hacia adelante. Volví a dispararle, no, en realidad no directamente a ella, sino a su alrededor, sobre la cabeza y los hombros y momentáneamente perdió el equilibrio, se contorsionó, retorciéndose a derecha e izquierda. Luego, recuperando el centro de gravedad, me apuntó con el arma, pero tardó un segundo de más…

…y la mano se le abrió cuando una bala se le hundió en la muñeca y el arma cayó al suelo y entonces, le caí encima, la golpeé contra la calle, le metí el codo en la garganta, la aplasté con mi mano izquierda.

Durante un momento, se quedó quieta.

Estaba herida en la muñeca y el muslo, y la sangre manchaba el traje color oliva en varios lados.

Pero ella era muy fuerte y robusta, y se levantó con una onda súbita de fuerza y casi me sacó de mi sitio hasta que volví a ponerle el codo derecho contra el cartílago de la garganta.

Era más joven de lo que yo había creído, tal vez veinte, veinticinco años, y era una mujer de fuerza extraordinaria.

Con un movimiento fuerte, seguro, le arranqué la pistola -una Walther muy chica- y me la metí en el traje.

Desarmada, y obviamente muy dolorida, la asesina gimió, un sonido animal, gutural, y yo volví la pistola hacia ella, apuntándole entre los ojos.

- Esta pistola tiene dieciséis balas -dije con voz tranquila-. Disparé cinco. Eso significa que me quedan once.

Se le abrieron los ojos pero no por miedo. Era una mirada desafiante.

- No voy a pensarlo mucho antes de matarte -le dije-. Y supongo que me crees, pero por si acaso, te diré que no me importa demasiado que lo creas o no. Te mataré porque es necesario para protegerme a mí mismo y a otros. Por el momento, sin embargo, preferiría no hacerlo.

Los ojos se entrecerraron, como aceptando.

Ahora oía sirenas, cada vez más cercanas, casi encima. ¿Creía ella que la llegada de la policía suiza le daría la oportunidad de escapar?Pero yo no la solté, sabiendo que esa mujer era una profesional y que seguramente tenía un coraje homicida por el cual, por otra parte, le pagaban bien.

Haría casi cualquier cosa, yo estaba seguro, pero de hecho preferiría no morir si no era necesario. Eso es instintivo en los seres humanos, y hasta esa asesina tenía instintos humanos.

La arrastré lo más a un costado que pude para que no nos vieran.

- Ahora -dije-. Quiero que te levantes. Despacio. Y quiero que te des vuelta y camines. Yo te diré adonde ir. Si tratas de hacerme algo, si cometes cualquier error o te desvías de mis instrucciones, no voy a dudar ni un segundo.

Me levanté, le saqué el codo de la garganta medio amoratada, y con la Glock apuntada al centro de su cabeza, miré cómo se levantaba, muy dolorida.

Entonces, habló por primera vez.

- No -dijo con un acento de origen europeo.

- Date vuelta -contesté.

Ella lo hizo, despacio, y yo la revisé con la mano libre. No encontré otro revólver, nada, ni un cuchillo.

- Ahora, adelante -dije, metiéndole la pistola en la nuca y empujándola.

Cuando llegamos a una entrada solitaria y negra al final del pasaje, la empujé adentro, con la Glock en la misma posición, y le dije:

- Ahora, mírame.

Ella lo hizo. Despacio. La cara estaba tensa en un empecinamiento lleno de dolor. De cerca, era una cara cuadrada, casi masculina, pero no fea. Era evidente que se preocupaba por su apariencia, ya fuera por vanidad o por la cobertura. Se había pintado con una sombra de ojos de color azul oscuro y luego celeste, mezclada con un brillito apenas detectable. Los labios redondos, abiertos, estaban pintados de rojo.

- ¿Quién eres? -le pregunté.

Ella no dijo nada. Tenía un tic debajo de su ojo izquierdo, pero aparte de eso, la cara estaba congelada, inmóvil.

- No puedes resistirte. No te conviene -le dije.

La mejilla le temblaba, pero los ojos me miraban con aburrimiento.

- ¿Quién te paga? -le pregunté.

Nada.

- Ah, una profesional -me burlé-. Son tan escasas en estos días. Deben de haberte pagado muy bien…

Ella tembló otra vez. Silencio.

- ¿Quién es el rubio? -insistí-. El pálido.

Más silencio.Ella me miró, como a punto de hablar, y luego volvió a mirar a lo lejos. Era buena para esconder el miedo.

Durante un momento, pensé en insistir con las amenazas, pero después me acordé de que tenía otras formas de averiguar lo que quería. Otros talentos y recursos. Me había olvidado de lo que me había llevado allí.

Con la pistola metida entre sus ojos, me le acerqué.

Enseguida recibí ese flujo de sonido indistinto que había empezado a reconocer, esa mezcla de sílabas y ruidos, pero yo sabía que eran los pensamientos "audibles" de alguien que no tenía miedo. Y en un lenguaje que yo no conocía.

La mejilla derecha de la mujer empezó a retorcerse de tensión, pero no de miedo, emoción que cada uno experimenta a su modo. Esa mujer acababa de sufrir un ataque con una pistola y la habían empujado a un zaguán oscuro con el arma en el cuello y, sin embargo, no tenía miedo.

Hay varias drogas que administran los clandestinos a los agentes para que estén tranquilos, lógicos, una farmacopea de betabloqueantes y ansiolíticos y demás que convierten a los agentes de campo en seres humanos tranquilos que no por eso pierden sus reflejos. Tal vez esa mujer estaba bajo la influencia de algo así. Y tal vez, era naturalmente tranquila, uno de esos especímenes humanos, sociópatas o como quiera que se los llame, que no experimentan el miedo de la forma en que lo hace el resto de nosotros, y que por lo tanto, son especialmente buenos para esa extraña línea de trabajo. Ella había capitulado pero no por miedo, sino por cálculo racional, por lógica. Planeaba sorprenderme apenas yo bajara las defensas.

Pero nadie deja de tener algo de miedo.

Sin miedo, no somos humanos. Todos experimentamos algún grado de miedo. El miedo nos mantiene vivos.

- El nombre del albino -susurré.

Retorcí el dedo sobre el gatillo, despacio, y me dije que si hacía falta, tendría que matar a esa mujer.

Max.

Lo oí, claramente, en ese timbre cristalino, una sílaba muy clara. Max. Un nombre que se entendía en cualquier idioma.

- Max -dije en voz alta-. ¿Max qué?

Sus ojos buscaron los míos, indiferentes, sin miedo ni sorpresa.

- Me dijeron que usted podía hacer esto -dijo ella, hablando por fin. Tenía un acento europeo. No francés… tal vez escandinavo, finlandés… o noruego… Se encogió de hombros. -Sé muy poco. Por eso me dieron este trabajo.

De pronto reconocí el acento: holandés o flamenco.

- Sabes muy poco -dije-. Pero no es posible que no sepas nada. O no servirías. Tienen que haberte dado instrucciones, códigos, y todo lo demás. ¿Cuál es el apellido de Max?

Oí otra vez, Max.

- Trate de descubrirlo -dijo ella, un poco impertinente.

- ¿Cuál es el apellido?

Ella contestó, los labios apenas entreabiertos:

- No lo sé. Y seguramente Max no es su nombre verdadero.

Asentí.

- Seguramente. ¿Pero con quién está?

Otro gesto de indiferencia.

- ¿Quién te paga?

- ¿Me está preguntando el nombre de la compañía que aparece en el cheque a fin de mes? -preguntó, burlándose ahora.

Me incliné más hacia ella y sentí el aliento caliente en la cara, mientras seguía apuntándole con la Glock, la mano derecha apoyada en su pecho para que no se separara de la pared.

- ¿Cómo te llamas? -pregunté-. Supongo que sabes eso.

La expresión de la cara de ella no había cambiado.

Zanna Huygens, pensó.

- ¿De dónde eres, Zanna?

Fuera, hijo de puta, oí. En inglés.

Fuera.

Hablaba inglés, alemán, flamenco. Probablemente una de las asesinas flamencas que les gusta buscar a las agencias de espionaje mundiales, como talentos independientes. La CIA usaba a los flamencos y a los holandeses, no porque fueran, buenos, sino porque tenían facilidad natural para hablar en varios idiomas, lo cual les permitía pasar inadvertidos en cualquier parte, sumergir en la nada su verdadera identidad.

Había algo que no entendía. Una frase flotante, repetida, varias veces: el nombre el nombre el nombre el nombre

el nombre hijo de puta dame el nombre

el nombre dame el nombre

- No sé nada -espetó y la saliva me salpicó la cara.

- Te dijeron que me sacaras un nombre, ¿verdad?

Un movimiento en la mejilla izquierda, apenas algo leve en los labios carmín. Después de pensarlo un momento, habló.

- Sé que usted es algo así como un fenómeno. -De pronto, las palabras empezaron a salir con fuerza, en un acento cantarín, flamenco. -Sé que lo entrenaron en la CIA. Y sé que tiene… que puede oír voces dentro de las cabezas de otros, dentro de las mentes de los que tienen miedo, no sé cómo ni por qué, ni de dónde salió eso, ni si nació usted con…

Estaba hablando de más, inundándose de palabras, y de pronto, entendí la maniobra.Llenaba el centro del habla de la mente con palabras y más palabras probablemente ensayadas porque si uno habla, el cerebro está demasiado ocupado produciendo eso como para pensar otra cosa que pueda leerse.

- …ni por qué está aquí -siguió diciendo-, pero sé que se supone que es usted sanguinario, rudo y sé que no va a volver a los Estados Unidos vivo. Seguramente yo puedo ayudarlo pero por favor, por favor, no me mate, por favor, no me mate. Yo estoy haciendo mi trabajo y no le disparé de frente ni para matarlo, como habrá notado, yo no…

¿Estaba rogando realmente? Me lo pregunté por un momento. ¿Era miedo lo que había en sus ojos? ¿Se le había terminado el efecto del ansiolítico, o era que el terror y el estrés habían terminado por dominarla? Mientras yo pensaba en cómo responder, me metió las manos en la cara, las uñas me buscaron los ojos y gritó con fuerza, un chillido impresionante, ensordecedor, me golpeó con la rodilla hacia la entrepierna y todo eso sucedió en un solo instante terrible, sorpresivo. Reaccioné, un poco tarde, pero no del todo, poniendo la pistola a nivel, con el dedo vendado en el gatillo. La asesina trató de torcerme la mano y de quitarme la pistola pero no pudo, y en lugar de eso me dobló el dedo sobre el gatillo. La cabeza de la mujer explotó y un sonido líquido de aire le salió de los pulmones, y ella se dejó caer al suelo.

Tranquilo, me agaché, la revisé pero no encontré documentación, nada de papeles ni monederos, excepto una pequeña billetera que contenía una pequeña cantidad de dinero suizo, probablemente sólo lo que necesitaba para esa mañana. Después, salí corriendo.

Durante un rato largo, un momento terrible, lleno de ansiedad, busqué a Molly en el Grillroom de Baur-au-Lac. Sabía que estaba muerta. Sabía que la habían atrapado. Eso ya me había pasado antes: yo sobrevivía a los intentos de muerte pero mi esposa no.

El Grillroom es un.lugar cómodo, casi un club con un bar estilo estadounidense, una gran chimenea y hombres de negocios sentados a las mesas, comiendo émincé de turbot. Yo estaba decididamente fuera de lugar allí, salpicado de sangre y todo desprolijo y rotoso, y recogí una serie de miradas de desaprobación hostiles.

Cuando me volvía para alejarme, una joven en uniforme de camarera se me acercó corriendo y me preguntó:

- ¿Usted es el señor Osborne?

Me llevó un momento recordarlo.-¿Por qué me pregunta?

Ella asintió, con timidez, y me dio una nota plegada.

- De la señora Osborne, señor -dijo y se quedó ahí, esperando mientras yo abría el papel. Le di un billete de diez francos y ella se alejó.

El Ford Granada azul enfrente, decía la nota, en la letra de Molly.