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El tedio comenzaba a exasperar los ánimos del Negro.

Llevaba dos semanas sin salir de aquella maldita furgoneta más que para vaciar el baño químico en plena noche, por miedo a que se presentara aquel hombre, o bien que las dos mujeres decidieran abandonar justo en ese momento la casa de la que no se habían movido en varios días. Demasiada mierda para él solo.

Las había visto salir únicamente en un par de ocasiones. La primera fue para acudir a un supermercado y hacer acopio de provisiones, que el Negro interpretó como una evidencia de que pensaban permanecer tiempo allí metidas, y la segunda, que todavía reafirmó más su teoría, cuando las siguió hasta el palacete y las vio salir con el coche cargado de ropa en sus asientos traseros. El maestro (se preguntó de qué) lo había llamado un par de veces para que lo pusiese al corriente de cada movimiento. Maldito tipo que se creía su amo.

Se retiró a la parte trasera de la furgoneta y se sirvió un jugo. La ciudad comenzaba a despertar como todos los días. Los más madrugadores, o los más desgraciados, bajaban las calles de Montmartre en dirección al Métro. Todos iguales, con la cabeza refugiada del frío tras las solapas levantadas de sus chaquetas, las miradas bajas, escrutadoras del terreno que pisaban a cada paso. Miserables que dejaban a sus pollitas calientes en la cama y a las que él imaginaba desnudas, o con ligeros pijamas, aprovechando el espacio que les acababan de regalar, estirándose, y abriendo sus piernas a una fantasía que él necesitaba aprovechar. Quería entrar en aquellas casas con olor a sudor y deudas, y hacerlas sentir mujeres por una vez en su vida, francesas de todas las procedencias, ardientes y necesitadas. También a ellas las veía pasar, metidas en sus chaquetas de media temporada, cubiertas por capas de ropa innecesarias para sus ojos expertos de depredador.

Y dentro de la casa aquella putita de ojos verdes. Le parecía verla retozar, gritar de miedo y placer en cada embestida con que la regalaría en cuanto pudiese echarle la mano encima.

Poco a poco, la mañana se fue apoderando de los adoquines y de las fachadas de las casas unifamiliares del barrio. Las puertas se abrían con más frecuencia que en las primeras horas, y el tránsito arrancaba en un devenir de coches y furgonetas de reparto. Vio llegar el camión que dejaba hermanos de piel para recoger la mierda de los franceses. Su rabia ya no cabía en la furgoneta.

A las diez de la mañana, no pudo resistir más el encierro y se decidió a salir. Había visto un pequeño bar en la esquina de la calle desde el que podía vigilar la puerta de la casa sin problemas. Se miró en el espejo retrovisor de la furgoneta, estaba sucio, demacrado por los días de espera y por la tensión acumulada. Peinó sus descuidados cabellos y, tras meterse la camiseta en los pantalones, salió. Toda su ropa estaba arrugada. Pidió un jugo, un café con leche y dos croissants que le supieron a gloria. También se compró un bocadillo de fiambre y un par de botellas de agua para más tarde. Mientras regresaba a su prisión, el bolsillo del pantalón se agitó furioso. ¡Maldita fuera su suerte! Aquel hombre lo llamaba justo en el peor momento. Corrió hasta la furgoneta y entró, cuando se supo seguro descolgó el teléfono.

—¡Te dije que no te durmieras! ¿Es que no entiendes mis palabras? —vociferó el hombre al otro lado.

—No dormía, jefe. Estaba en el clóset —se excusó. Estaba harto.

—¿Cómo va todo? —preguntó el maestro, algo más tranquilo.

—Igual, esas putas no se mueven de ahí dentro. No sé qué hacen, pero no salen ni a respirar.

—Bien, escúchame con atención. Esta noche llegaré a París, quiero que estés listo. Te llamaré cuando llegue. ¡No las pierdas! —le advirtió, y colgó.

Por fin, lo iba a conocer. Más le valía compensarle como le había prometido, o toda la rabia contenida en esos días de encierro se la cobraría cara.