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Era muy temprano, apenas unos minutos para las seis de la mañana. Me hubiese gustado dormir más, pero un terrible sueño en el que estaba a punto de ser atrapado por un Pantocrátor armado con porra y chapa de policía me despertó. Ahuyenté al Pantocrátor con agua fría y rellené el mismo vaso de la víspera con más leche con cacao. Mientras rebuscaba por los cajones de la cocina cualquier cosa dulce no caducada, puse en marcha el ordenador. Un suave pitido me avisó de la entrada de un nuevo correo; lo abrí y vi que era de Oriol Nomis, pero no desde su dirección habitual, sino desde una tipo web mail de las que se abren on-line con cualquier seudónimo grotesco. Pensé que quizás intentaba no vincular a la fundación con ese asunto y que por ello no utilizaba su dirección oficial.

Me comunicaba los datos de la habitación del hotel, y adjuntaba un fichero con el inventario detallado de las antigüedades y sus precios de salida. Guardé el fichero en mi disco duro, imprimí los datos de la habitación del hotel, y borré el correo.

Ahora tan solo tenía que enlazar esos datos a la cuenta bancaria, pero, a pesar de que mis conocimientos informáticos eran bastante correctos, un trabajo como ese se me escapaba. Había meditado mucho sobre cómo controlar los pagos de la subasta; quizás una opción podía ser a través de mensajes por correo electrónico, pero eran poco fiables y su rastro, muy sencillo de seguir, así que la descarté, igual que hacer un seguimiento telefónico utilizando alias para identificar a los interesados, aunque no me pareció muy apropiado a la naturaleza de la transacción, por lo que al final decidí montar un circuito informático seguro que vinculara los productos subastados a la cuenta corriente de los compradores, de forma que, a medida que se cerraran las subastas y se certificaran los cobros, los artículos se vincularan a un número secreto de operación facilitado por el programa, y que serviría para reclamar el pedido en algún lugar seguro. El único problema es que era incapaz de construir ese circuito en solitario, aunque conocía a la persona perfecta para hacerlo. La única duda que albergaba era si querría ayudarme. Lo llamé.

Quedamos en su casa a las diez de la mañana.

Había conocido a Martí cuatro años atrás, en la presentación de un nuevo proyecto de ayuda para Guatemala. Un tipo callado, sentado en un extremo de la mesa, que a la hora del piscolabis ya había desaparecido. Tardé dos meses en volver a verlo, ya en el barrio de Gerona, en Guatemala. Uno de los epígrafes del proyecto consistía en la instalación de ordenadores en algunos colegios, y él era el encargado de hacerlo. Siempre que me venía a la memoria su cara mientras nos adentrábamos en el barrio, no podía evitar una sonrisa complaciente. Supongo que debió poner la misma cara de gilipollas y de miedo que pusimos todos la primera vez que nos adentramos en un lugar en el que incluso Amnistía Internacional tenía personal secuestrado. Sin embargo, se repuso, conectó uno a uno el centenar de ordenadores y yo certifiqué con mi firma que así se había hecho. Unas cervezas desengrasantes en un tugurio del centro certificaron nuestra amistad.

Abrió la puerta él mismo y dejó que lo siguiera hasta su despacho. Para romper un poco el hielo, me explicó que acababa de ser padre por segunda vez, y que apenas podía dormir más de tres horas seguidas. Reímos un poco, recordamos los viejos tiempos y le expliqué, sin entrar en demasiados detalles, lo que esperaba que montase en menos de doce horas. Me aseguró que antes de medianoche estaría listo. Se lo agradecí con un fuerte abrazo y me dirigí a la fundación.

Si cumplía su promesa, aún tendría tiempo para atar algunos cabos sueltos, por ejemplo, cómo y dónde se iban a enviar las piezas una vez pagadas. Por el capital no había problema, ya había pensado cómo repartirlo. Lo mejor sería hacerlo mediante donativos anónimos por importes inferiores a tres mil euros. Así, los registros contables de las organizaciones beneficiarias no tendrían la obligación de informar a Hacienda sobre la identidad de los donantes. Cuando llegué, la actividad en la calle Rivadeneyra era frenética, como en cualquier otro día de la semana. Decenas de telefonistas encajonadas en mesas de metro cuarenta atendían llamadas a través de sus auriculares inalámbricos, sin más distracción que alguna mirada furtiva a los separadores sobre los que habían pegado postales familiares de las últimas vacaciones, y sin poder moverse más allá de la máquina de café.

Por suerte, en nuestro despacho la actividad era menor. La mayoría trabajábamos a pie de campo, y el trabajo de oficina consistía en cerrar expedientes o preparar nuevas auditorías. Entré y saludé a mis compañeros, que me recibieron con las frases de rigor, "Sí, todo muy bien", "No, es un país muy seguro", "He comido de fábula", "El vuelo un poco pesado", y así hasta que llegué al despacho de Oriol Nomis. En su puerta, figuraba el cartel de "Auditor en Cap". Llamé y entré.

El catedrático estaba sentado de espaldas a la puerta, hablando por teléfono mientras giraba sobre el eje de su sillón. Se había negado a que le instalasen uno de esos pinganillos para la oreja y continuaba con el teléfono de cable rizado de toda la vida, que se enrollaba en el dedo índice de la mano izquierda mientras hablaba. Al escuchar la puerta, se giró, y me invitó a pasar. Su despacho era austero, armarios de persiana, un archivador de cajones, un crucifijo en la pared junto a un cuadro de la Última Cena de Leonardo, un marco en la mesa con la foto de su esposa Marta, y una gran ventana por la que le gustaba observar a la gente en su correteo febril por Barcelona. Pero lo que me fascinaba de su despacho era una antigua bola del mundo que hacía rodar en uno de los extremos de su mesa.

—¿Has descansado? —me preguntó.

—Estoy bien, gracias.

—¿Qué piensas de lo que hablamos ayer? —era un hombre directo.

—Creo que no es muy legal, pero sí lícito, ¿no?

—Yo no lo habría definido mejor, no es muy legal, pero sí lícito —repitió mis palabras en voz baja—. Corren tiempos difíciles, Cècil, todo ha cambiado mucho. Las necesidades de hoy centuplican las de hace solo veinte años, y los recursos son apenas los mismos. Los gobiernos se reúnen en cumbres inútiles mientras los pobres miserables, que no entienden de presiones ni políticas internaciones, simplemente se mueren. Casi desde que tengo uso de razón me he preguntado por qué, y aún no he encontrado la respuesta. Por eso decidí dirigir Diners Nets, Cècil, para que por lo menos las pocas ayudas que se hacen sirvieran de algo. ¿Qué podemos hacer, nos encogemos de hombros mientras el mundo revienta sus recursos en estupideces, o intervenimos? ¿Actores o público? La gran pregunta. En una cena con responsables de Càritas, conocí al que te presenté como señor Navarro, y salió esta misma conversación. Él tenía muy claro que es imposible concienciar a la gente. Al principio, yo no estaba muy de acuerdo, pero sus argumentos me convencieron. Ya no sirven las imágenes de niños muriendo de hambre, ¡por Dios, si las utilizan hasta para promocionar camisetas! Las noticias de hambre, desgracias y desigualdades no valen, no duran en un informativo ni tres segundos, ni aparecen en los periódicos más allá de una columna de breves, como si fuese el preámbulo de sus vidas. La gente tiene tanto ruido en sus cabezas que no escucha, no siente el sufrimiento, ni se inmuta si el que perece no tiene su mismo apellido. ¿Comprendes ahora, Cècil, por qué me ofrecí a ayudarles? Sé bien que no es el mejor camino, pero por lo menos es un camino, y si lo hacemos con cuidado, puede funcionar.

—Si me permite la franqueza, no me gusta. Pone en riesgo nuestra credibilidad profesional, pero puedo comprenderlo. En la mayoría de los lugares que visitamos cuando se potabilizaba agua, faltaban escuelas, si se construían escuelas, faltaban hospitales, y carreteras, y electricidad, y profesionales formados, y una lista tan larga de carencias que dudo de que aun vendiendo todos los bienes de la Iglesia se pudiesen solventar. Sin embargo, no me gusta. Lo haré porque confío plenamente en usted y porque el dinero se gastará de forma honrada, pero esta será la única vez que lo haga. Quería que lo supiese antes de continuar.

Oriol Nomis asintió con la cabeza.

—Te comprendo, yo dije lo mismo. No creo que sea necesario insistir más en este tema, pero antes de continuar con los asuntos más prácticos, ¿me dejas que te haga una pregunta muy personal, Cècil?

—Claro.

—¿Tú crees en Dios?

—¿En cuál Dios? —contesté no sin cierta sorna.

—Vamos, Cècil, hablo en serio. ¿Por qué estás con nosotros, por qué no trabajas para multinacionales en las que ganarías veinte veces más de lo que ganas aquí? —su pregunta me cogió de improviso, y solo alcancé a sacudir los hombros—. Sabes, a veces yo también tengo dudas, pienso en qué hubiese sido de mi vida, y de la de Marta, si hubiese aceptado el cargo de consejero delegado en alguna de las entidades que me lo ofrecieron, o ministro cuando pude; ahora viviría en una mansión, tendría propiedades, promociones inmobiliarias en la costa, y mis herederos legales se estarían frotando las manos. Pero escogí este camino, como tú, ¡y no me arrepiento, porque yo sí lo hice porque creía en Dios! Ahora no sé en qué creer.

—Crea en usted —le dije.

—Los hombres, todos, por nuestra extraña y maravillosa naturaleza, somos vulnerables. No es fácil creer en algo vulnerable. Recuérdalo siempre.

Calló un rato, y cuando lo creí de vuelta, le expliqué cómo pensaba llevar a cabo la subasta. Decidimos limitar las pujas por dos horas, de las doce del mediodía a las dos de la tarde. Pasado ese tiempo, el bien se adjudicaría a la oferta más alta de forma automática. Él se encargaría de hacer saber a los interesados la dirección de Internet de la subasta, y una vez efectuadas las ventas, se enviarían las antigüedades a direcciones postales donde se recogerían contra la contraseña facilitada al realizar el pago. Después, realizaríamos transferencias inferiores a tres mil euros hasta dejar la cuenta en cero, y la anularíamos. Fin de la operación.

A las dos de la mañana, recibí el mensaje de Martí confirmando que había llevado a cabo el trabajo y fui a verlo. Con los ojos enrojecidos, me explicó el funcionamiento completo de la rutina, cómo debían realizarse los pagos, cómo se vincularían las piezas contra los depósitos, cuánto tiempo debía esperar para tener la seguridad de que un pago se había realizado, y cómo la mayor parte se desconectaría y se borraría automáticamente una vez finalizada la subasta. Un trabajo excelente. Debo reconocer que me sorprendió que Martí no hiciese ninguna pregunta, pero lo achaqué a su profesionalidad.

Cuando regresé a casa, envié un correo electrónico a la nueva dirección de mi jefe indicándole la página de Internet que habíamos habilitado para la puja.

Al día siguiente, después de celebrarse la subasta tal y como la habíamos planeado, y apenas unos minutos después del mediodía, en la habitación del Hotel Arts solo quedaba la tensión de dos horas y media de subasta acumuladas en un monitor, ahora inerte, y una gran sorpresa, un saldo de un millón trescientos treinta y siete mil euros parpadeando en la pantalla vinculada a la cuenta en Suiza. ¡Un millón de euros! ¡Alguien había pagado un millón de euros por un trozo de piel de vaca escrita! No podía creerlo. En cuanto los dos observadores abandonaron la habitación del hotel, llamé de inmediato a Oriol Nomis para informarle de la locura que acababa de presenciar, pero su teléfono extrañamente daba señal de apagado, así que decidí ir a verlo a la oficina, donde me encontré con que su despacho estaba cerrado y él, ausente. Saludé al bo d'en Pau y a los pocos que quedaban por la tarde, y, tras un par de llamadas infructuosas, decidí aprovechar la espera contestando algunos informes acumulados en mi ausencia. Me pareció extraño que no se pusiera en contacto conmigo de inmediato al saber acabada la subasta, aunque quizá ya supiera su desenlace…, pero también había otras dudas, incluso más sorprendentes, que me asaltaban desde el último pantallazo, ¿cómo era posible que alguien pagara esa cifra por una hoja de pergamino?, ¿por qué Conversum había realizado una única puja justo después de que Capillus hiciese la suya? Nadie se había interesado en la hoja hasta que Capillus pujó, ¿y por qué no había ofertado cien mil un euros?, ¿quizá sabía el límite de Capillus y de un plumazo lo había barrido? Los últimos minutos habían quedado minimizados en la barra de tareas de mi cerebro, sin respuesta aparente por el momento. Al cabo de un par de horas, llegó Oriol Nomis y, contra lo que hubiese sido normal, no pareció sorprenderse de encontrarme allí, me saludó como cualquier día y se encerró en su despacho. Por supuesto, lo seguí y entré tras él para comentar la increíble resolución de la subasta.

—Pasa, pasa, Cècil —me animó.

—Le he llamado varias veces al móvil —me quejé.

—Lo tenía apagado, estaba comiendo con un par de amigos tuyos —y me guiñó el ojo.

—Así pues supongo que ya estará informado de lo que ha ocurrido, ¿no?

—Me lo han comentado, sí. Hemos tenido suerte, Cècil, podemos estar contentos de la cifra conseguida. ¡Ni en el mejor de los casos habríamos imaginado algo así!

—Disculpe, ¿pero no le extraña que alguien pague un millón de euros por un trozo de piel de vaca de no sé qué siglo?

—No seas cínico —me reprendió—, los coleccionistas son gente particular, muy especial. Muchos de ellos, multimillonarios para los que gastar un millón es como para ti gastar cincuenta euros en una buena botella de vino. Les apetece y lo gastan. Punto.

—Pero de la manera como ha ocurrido, dos minutos antes del fin de la subasta, para contrarrestar la oferta de otro coleccionista…

—Cècil, Cècil —me interrumpió—, esa cabeza tuya siempre maquinando, siempre tras la palada de basura bajo la alfombra. No te preocupes más, seguro que se trata de algún loco excéntrico de esos que se han hecho millonarios de golpe traficando con petróleo, ¿qué de malo ves en gastar más de un millón de euros en ayudar a los más pobres del mundo? Deberías dejar de ver fantasmas y pensar en cómo vas a traer el dinero de Suiza.

—¿Voy a traer? —pregunté más asustado que sorprendido.

—Claro, la idea de hacer transferencias de tres mil en tres mil euros ha sido destrozada por nuestro mecenas anónimo, así que hemos, perdón, he pensado que sería mucho mejor ir allí y traer el dinero en efectivo. Una vez lo tengamos aquí, será más sencillo desviarlo a los cepillos de las parroquias en pequeñas cantidades —dijo con una mueca de sonrisa en la boca—. Como sabes, los cepillos son algo solamente entre Dios y la Iglesia —la sonrisa se torció del todo.

Me costaba comprender qué me decía mi mentor y jefe. ¿En verdad no veía nada extraño en la forma como se habían producido los hechos? O es que la posibilidad de "gastar" un millón de euros lo hacía tan feliz que le hacía pasar por alto todas esas extrañezas. Oriol Nomis era un hombre inteligente, una de las mentes más privilegiadas que habían enseñado en la universidad, ¿dónde estaba esa capacidad de análisis que lo había convertido en consultor incluso de diferentes gobiernos?

—Perdona, Cècil, con todo este follón de cifras se me ha olvidado lo más importante, felicitarte. El padre Carles y el señor Navarro me han transmitido también sus felicitaciones más sinceras por tu profesionalidad y la excelencia del sistema que has ideado. Ahora, recoge un poco tus cosas y tómate un par de días de fiesta. ¡No te preocupes! Todo ha salido perfecto, las piezas se enviarán mañana de manera confidencial y, antes de finalizar el mes, esos niños que dejaste en Perú tendrán un buen pellizco para saciar un poco sus carencias. Te lo digo con la mano en el corazón, Cècil, gracias y felicidades —y como era costumbre en él, me invitó a dejarlo solo.

Seguí forzado su consejo y me fui a casa, pero la tarea que mi cerebro había minimizado, dijera lo que dijera Oriol Nomis, no se había detenido. Intenté no pensar demasiado en ello, confiar en su palabra, no analizar todas las consecuencias dimanantes, ni menos aún cómo podían afectar a mi carrera, pero me era del todo imposible. ¿Por qué a Oriol Nomis no le había sorprendido ni, por qué no decirlo, asustado el desenlace de la subasta?, y otra pregunta que corría por mi corteza cerebral, ¿qué había comprado Conversum y quién era para haber pagado semejante barbaridad? Algo se me había pasado por alto. Decidí recuperar el texto que me habían dado para la subasta: "Hoja de pergamino teñida en color púrpura datada alrededor del siglo II d. C., de trece por veinte centímetros, perteneciente a un códice romano (del que no había cita) con escritura en latín por ambas caras", lo había leído una docena de veces; sin embargo, caí en la cuenta de que no había prestado demasiada atención a la imagen. La cargué rápidamente con un programa de retoque fotográfico y la aumenté al máximo que me permitió la pantalla. El resultado no pudo ser más inverosímil, la foto del pergamino era en realidad una especie de programa de fiestas vecinal impreso en forma de pergamino, pero con una antigüedad no superior a un par de meses. Cuando pasé las fotos a la base de datos para la subasta, no me di cuenta por su reducido tamaño. Lo cierto era que la miniatura sí parecía un pergamino como esos que aparecen en los libros, o en los documentales de televisión, pero nada tenía que ver con el texto explicativo, ni mucho menos databa del siglo II. Examiné el resto de las imágenes, y la única que sufría una manipulación evidente tan clara era la del pergamino que había comprado Conversum.

¡Quizás el negocio había sido blanquear un millón de euros! No, no era posible porque Conversum se había deshecho de un millón, pero no lo había blanqueado, lo había gastado, y si no me habían engañado más incluso de lo que yo empezaba a creer, nadie le iba a enviar una factura oficial por un programa de fiestas valorado en un millón.

Consulté en Internet acerca de los pergaminos y supe que su nombre se debía a la ciudad italiana de Pérgamo, donde al parecer hubo una industria floreciente de fabricantes de pergamino. Me enteré también de que desbancó al famoso papiro y que se podían confeccionar con la piel casi de cualquier animal, aunque las vacas eran las preferidas. En las páginas que consulté había muchas fotografías, todas más creíbles que la utilizada en la subasta. Aprendí de pergaminos, pero no aclaré qué podía contener el que había comprado Conversum.

De las tres preguntas, dos no tenían respuesta. No sabía por qué Oriol Nomis no se había inmutado tras la subasta, ni qué aparecía en el pergamino, así que solo me quedaba la tercera, saber quién se escondía tras el nombre en clave, y yo mismo me había asegurado de garantizar su anonimato. La tercera pregunta también sin respuesta. Claro que… Una idea me asaltó. Me vestí de prisa y salí. Tenía que hablar con Martí.

—Necesito encontrar a uno de los que pujaron —le dije nada más verlo.

—Imposible. Tú mismo me pediste que nadie, bajo ningún concepto, pudiese localizar a ninguno de ellos. Por eso, les permitimos entrar con nombres en clave y funcionar contra la cuenta corriente numerada que me diste.

—Lo sé, pero en ese nadie no te incluí a ti, ¿verdad? —su rostro cambió a una mueca. Había dado en el clavo.

—¡Claro que me incluía! Fuiste muy claro en eso.

—Martí —lo interrumpí—, estoy convencido de que puedes recuperar algún dato de los ordenadores que se conectaron, ¿es así o no?

—Quizá, con mucha paciencia y después de varias horas podría encontrar la IP remota de conexión, ¡pero eso no significa conocer quiénes son! —él mismo debía proteger su trabajo.

—Comprendo, esa IP no nos dirá quiénes son, pero sí nos puede acercar mucho al lugar desde el que se conectaron, ¿me equivoco?, ¿y me equivoco también si supongo que has guardado algún registro con esas IP?

—No —aceptó resignado—. ¡Pero no las guardé por nada en especial, solo como seguridad de conexión, por si alguno de ellos se desconectaba, para permitirle entrar de nuevo a la subasta sin abrir una nueva sesión! Lo siento.

—No te disculpes, el trabajo ha sido excelente. ¿Aún guardas esas IP —asintió, y yo seguí—, y crees que podremos rastrearlas?

—Podremos seguirlas hasta el servidor que hayan utilizado; después, dependiendo de la seguridad de ese servidor, podremos acercarnos más o quedarnos allí.

—Bien. Necesito encontrar al que entró con el alias de Conversum. Es importante.

Martí me miró y me pidió que lo siguiera hasta su despacho. Era una sala no muy grande en la que el desorden se apreciaba en los detalles. Conté cuatro monitores y seis teclados. La luz natural, que podría haber entrado por la única ventana exterior, estaba barrada por una cortina metálica de tiras, y toda la iluminación provenía de dos fluorescentes que colgaban de un falso techo. No había plantas y sí miles de CD, libros y carpetas colocados con prisa por las estanterías. De todas las cosas que se mantenían sujetas a la pared con cinta adhesiva, destacaba una hoja con trazos de tiza de colores poco precisos, en la que una cabeza deforme, sin nariz ni orejas, observaba lo que parecía un monitor.

Martí tecleaba y hacía correr el ratón a una velocidad parecida a la de un hombre con seis o siete brazos.

—Ese Conversum es muy listo, o está muy bien asesorado —hablaba sin dejar el teclado y con la vista fija en la pantalla—. Sea quien sea, lo ha hecho muy bien. He conseguido rastrear solo tres de los puentes que utilizó antes de conectarse.

—¿Puentes?

—Mira —me dijo mientras giraba el monitor para que lo pudiese ver con claridad—, el servidor desde el que se conectó a nuestro URL era un servidor canadiense, pero a este se había conectado desde un servidor ucraniano, al que había accedido desde un servidor de Liechtenstein. Ahí le pierdo la pista. Liechtenstein no permite rastrear sus IP ni informa de sus servidores.

—¿Me quieres decir que Conversum, antes de conectarse con nosotros, ya había previsto un circuito imposible de rastrear?

—"Imposible" es una palabra muy dura, pero sí había preparado una buena defensa ante miradas indiscretas.

—¿Podemos seguirlo más allá?

—En una hora, no. Necesitaría bastante más tiempo y no estoy seguro de que me puedas compensar —Martí no escatimaba favores, pero su tarifa no era de las más económicas.

—No te preocupes, si necesito acercarme más, te lo diré.

Ya iba a marcharme, cuando de pronto se me ocurrió una nueva estrategia.

—¿Y Capillus, puedes encontrarme a Capillus?

Me devolvió una mirada comprensiva y se puso de nuevo a teclear. Me explicó que, como ya tenía todas las rutas abiertas, esta vez sería más rápido, siempre que Capillus no hubiese diseñado también un sistema de antilocalización.

—¡Et voilà, Capillus no ha sido tan previsor! Además, está relativamente cerca.

—¿Cómo de cerca? —pregunté.

—La conexión se realizó desde un cibercafé de la calle Ballesteries, en Girona. Te puedo decir incluso que lo hizo desde el ordenador número siete del café. ¿Alguna pregunta más? —me desafió en tono burlón.

No ubicaba bien las piezas del rompecabezas y supuse que la cara de asombro fue lo que hizo carcajear a Martí. Le di las gracias de nuevo y me marché.

Estaba por irme a casa, pero la curiosidad y la cercanía de Girona me animaron. No había comido, así que podía llegar hasta allí, comer, y luego tomar un café en ese ciber. Quizá descubriría algo o a alguien que me ayudase a seguir con el hilo. Sabía que era una idea sin pies ni cabeza, pero ¿qué lo tenía desde que llegué?

Me costó, como siempre, encontrar aparcamiento en el centro. La calle Ballesteries estaba en la parte más turística y frecuentada de la capital, cerca del Puente de Sant Feliu, un lugar desde el que los visitantes desplegaban sus cámaras para tomar una y otra vez la foto de las casas de colores reflejadas en el río Onyar. Continué el paseo entre las tiendas de libros de viajes, comida dietética y figuras de santos y vírgenes de resina, hasta la misma calle Ballesteries. Mientras buscaba dónde almorzar, había cruzado distraído la Plaza del Correu Vell para llegar justo frente a un local con la fachada pintada de verde fluorescente. En la acera, un cartel en forma de "V" invertida anunciaba las excelencias de la comida cibernética; pizzas ADSL y bebidas reconstituyentes con nombres tan diversos como Root o Directory eran sus ofertas estrella, amén de conexión gratuita a la red siempre que la consumición superara los diez euros. Capillus había realizado su puja desde una de aquellas sillas de aluminio que se adivinaban en el interior del local. Entré.

El cibercafé no era muy grande; conté siete mesas enganchadas a la vidriera con vistas al río, todas individuales, y cuatro más dobles en la parte interior del local. Al fondo, una pequeña barra de servicio y una chica con una camiseta con lemas pro independencia de Catalunya, que supuse sería la camarera. Doce ordenadores, si contaba el suyo. La decoración, a diferencia de la camiseta, necesitaba de más imaginación que tiempo para gozarla. Me senté en la última mesa, la más cercana a la barra, y la activista me sirvió una pizza Google Earth. Éramos cuatro personas obrando el milagro de mantener la bebida, los cubiertos, el plato, el teclado, el ratón y el monitor en la mesa de tres por tres palmos. Mientras arrancaba trozos de pizza con una mano, e intentaba mover el ratón con la otra, estuve tentado de preguntar a la camarera si conocía algún cliente que se conectara desde allí con el sobrenombre de Capillus, o cuál de los once ordenadores era el número siete, pero no lo creí oportuno, así que probé por acceder al servidor de red del local. Por desgracia, ni mis conocimientos informáticos eran suficientes, ni la seguridad tan deficiente, así que no conseguí nada de nada. Pagué y me marché.

Deshice el camino en dirección al centro y, ya que no había conseguido mi peregrino propósito, decidí aprovechar la tarde visitando el Call, el magnífico barrio judío de Girona. Me encantaban los recodos de sus estrechas calles, las escaleras en penumbra que adivinaban el acceso a lugares secretos, niveles mágicos apenas unos escalones más arriba. Me fascinaban los soportales de las casas burguesas, con sus piedras grabadas con el año de construcción sobre los arcos mudéjares. Muchas de esas casas se habían reconvertido en cafés, chocolaterías, tiendas de antigüedades y librerías esotéricas judías. Raro era el escaparate en donde no hubiera una menorá, el candelabro sagrado judío de siete brazos, o una estrella de David.

Subí hasta la Catedral de Girona por su parte trasera, por los escalones de la Pujada de les Escales, y me senté un rato mientras observaba a los numerosos turistas disfrutar del recién restaurado monumento. Imaginé los números de esta catedral, los cepillos vacíos y las cuentas corrientes llenas. Los turistas no acostumbran a dejar limosnas fuera de sus parroquias. Los observé mientras subían y hacían bromas entre fotos y resbalones simulados. Sería fácil colocar el millón largo de euros en esos cepillos ricos en espacio.

El frío de la tarde me ayudó a levantarme y volver a casa, rendido a la evidencia y dispuesto a dedicar mi tiempo en asuntos más productivos. Ya estaba apenas a doscientos metros de mi coche cuando sentí un escalofrío horrible, como si un alma en pena me hubiese atravesado. Todo el vello de mi cuerpo se erizó. Me paré, giré la cabeza hacia el otro lado del río, y la vi. No había duda. Estuve a punto de tirarme al suelo, recé para que no me hubiese visto y volteé de golpe contra el escaparate de una tienda. Quizás había conseguido que no me viera, pero desde luego no pensaba darme vuelta para averiguarlo. Maldita sea, ¿qué hacía ella allí? ¿Qué hacía Azul en Girona? Hice ver que miraba los escaparates de los comercios vecinos y aceleré el paso hasta casi correr en dirección al coche.

De camino a casa, solo tenía una pregunta en la cabeza, ¿qué hacía Azul allí? Era demasiada casualidad encontrarla de nuevo y justamente frente al café desde el que se había conectado Capillus. Algo olía a podrido y Oriol Nomis tenía que saber el porqué. Activé el manos libres del coche y lo llamé.

—Azul está frente al café desde el que se conectó el gancho en la subasta —fui directamente al grano.

—Lo sé, me acaba de llamar para decirme que ha visto tu coche. Ven a casa, es mejor no hablar de esto por teléfono.

Llegué a la casa de mi jefe a la hora de cenar. Tenía la sensación de haber pisado una mierda del tamaño de un campo de fútbol, o por lo menos, de estar metido en un asunto que apestaba igual.

Oriol Nomis y su esposa Marta vivían en un pequeño pueblo a veinte minutos de Barcelona, en una antigua casa de pagés reconvertida en vivienda. Ella era una mujer muy hermosa, más cercana a mi quinta que a la del catedrático, del que se enamoró siendo su alumna. No era un hecho insólito el affaire de un profesor con una alumna, pero que ese profesor fuera el Cacoca revolucionó a la Universitat. Ahora hacía bastante de eso y a nadie parecía extrañarle la desigual pareja. No habían tenido hijos.

Fue la propia Marta quien abrió y me saludó con un par de besos sinceros. Me avisó de que Oriol me esperaba y me acompañó hasta la sala comedor donde, además del propio catedrático, el padre Carles y el señor Navarro parecían haber gozado de una buena cena.

—Pasa, ¿quieres cenar alguna cosa? Marta, por favor, prepara un poco de pan con tomate y queso para Cècil —negué el ofrecimiento—, ¿no?, bueno, comprendo que no tengas mucha hambre, quizá después. Ahora siéntate con nosotros, creo que te debemos una explicación.

—Azul estaba en Girona, frente al café desde el que se conectó el gancho —le dije.

—Lo sabemos, la enviamos nosotros. Ella es Capillus.

—Permítame, deje que sea yo quien le ponga al corriente —intervino el señor Navarro—. Mi nombre real es Antonio Aripas, comisario Antonio Aripas. Como bien puede imaginar, todas las obras de arte y antigüedades están sometidas a un constante acoso por parte de los coleccionistas privados, en especial, aquellas relacionadas con la Iglesia, y aquí nos sobran iglesias —lo dijo sin tono alguno, como la simple constatación de un hecho—. Creemos que no tanto por el componente religioso, sino por la mayor facilidad de hacerse con ellas. Sabe usted muy bien que no disponen de las mismas medidas de seguridad el Museo del Prado y una iglesia románica aragonesa.

—No, yo no sé nada. Maldita sea, me han utilizado y ni siquiera sé para qué.

—Cècil, deja acabar al comisario, por favor —me interrumpió Oriol Nomis.

—Gracias, señor Nomis. Como le decía, señor Abidal, en estos últimos meses nos hemos visto superados por una oleada de robos de antigüedades a gran escala. La prensa ha filtrado algunos de aquellos sobre los que ha tenido conocimiento —recordé el robo del Códice de Liébana—, pero todavía andan lejos del alcance real de lo que está ocurriendo. Muchas iglesias, sobre todo de Catalunya, Aragón y del sur de Francia, están siendo asaltadas para robar pequeñas figuras de santos o vírgenes, pero sobre todo manuscritos antiguos, y códices. Por eso, montamos toda la subasta, queríamos cazar, o por lo menos tener una pista de quién está tras la oleada de robos.

—Sigo sin comprender qué pinto yo en todo esto. ¡Señores, soy un auditor! ¡No un policía!

—Tenemos la sospecha de que alguien muy metido en la jerarquía de la Policía, o de la Iglesia, es quien facilita la información para realizar esas acciones. Saben qué buscan, y aunque eso no es ningún secreto porque la información se encuentra en los Archivos Generales de Patrimonio, saben con exactitud cómo entrar y salir de los archivos, dónde se encuentran las cámaras y los sensores de alarma, todo el sistema de seguridad les es conocido.

—El comisario Antonio es un viejo amigo y en una comida me comentó lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando les "ofrecí" tus servicios. Estaba seguro de que no te negarías a echar una mano, aunque fuese de esta forma, en favor de los más pobres. Pensamos simplemente que eras uno de los mejores para montar la subasta, y que después ya continuaríamos nosotros con la búsqueda. No creímos que te lo tomases tan, no sé cómo decirlo, a la tremenda.

—Pinchamos la red del hotel para tener un control de todos los que interviniesen en la subasta —¡no podía creerlo!—. Sin embargo, la presa mayor se nos ha escapado de nuevo.

—Sí, en Liechtenstein. ¡Me has utilizado como a un imbécil! —señalé a Oriol Nomis.

—No teníamos alternativa, señor Abidal —ahora fue el padre Carles quien intervino—, no sabíamos si podíamos confiar en usted. Sea comprensivo.

—¿Cómo sabe usted lo de Liechtenstein? —preguntó el comisario.

—No me gusta dejar las cosas a medias, y en este asunto hay demasiados cabos sin resolver. El señor Nomis también debería haberlos avisado de eso, puedo ser muy tenaz cuando no comprendo alguna cosa —vi al catedrático esbozar una gran sonrisa.

—Les avisé, Cècil, les avisé.

—¿Y Azul?

—La metimos en esto antes que a ti. Sabes bien de sus cualidades, pensamos que sería un buen gancho. Conoce este mundo.

Yo también conocía ese mundo de Azul, lo había vivido muy de cerca, hasta que la arrestaron.

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—Usted ya ha cumplido con su cometido. Sentimos profundamente haberle embarcado en esto y esperamos que sea comprensivo. Como usted, nosotros también antepusimos un bien mayor a la opacidad del camino. Además, no debemos olvidar que el millón de euros es real y está dispuesto para que alguien lo recoja y le dé un uso más, digamos, lícito.

—Si me hubiesen advertido, habría dejado alguna puerta para seguir la pista del dinero… —alegué.

—Si le hubiésemos advertido, el millón de euros ahora no estaría en esa cuenta, créame.

—Pero cuando Conversum sepa que el manuscrito es falso, intentará tomar represalias, buscará al contacto que le dio el aviso.

—No tiene por qué saberlo nunca. Quizá no sea el que él deseaba, pero nadie ha dicho que sea falso —aclaró el padre, que sin duda no conocía la fotografía del programa de fiestas.

—De todas formas, y ustedes lo saben muy bien, si en verdad todo lo que me han contado es cierto, dudo mucho de que una persona capaz de pagar un millón de euros por una pieza robada se quede sentada en su sillón observando un trozo de pergamino que no es el que ha comprado.

—Lo tenemos controlado. Por favor, señor Abidal, solo le vamos a pedir dos cosas más: una, que se olvide de este tema, y otra, que mantenga la discreción adecuada a un caso de este calibre. Le reitero nuestras disculpas, y ahora, si me perdonan, debo regresar a mi unidad. Buenas noches, señores.

El comisario se marchó y Marta lo acompañó hasta la puerta. Aproveché que todavía estaba abierta para marcharme yo también. No sabía qué estaba más, si enfadado, confundido, asustado, o todo a la vez.

De camino a casa, fui incapaz de apartar los ojos de Azul de mi recuerdo.