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El Negro estaba preocupado, hacía más de una semana que Nothos no daba señales de vida. Pensaba en eso asomado a la terraza de su habitación del Hotel Nicolás de Ovando, en Santo Domingo. La brisa nocturna secaba el sudor de sus enormes miembros, todavía impregnados del olor de las dos rusas que escuchaba reír tumbadas en la cama.

Una vez, Lucas Joswiack lo vio con una morena a la que visitaba cuando iban a Kingston y le advirtió de que jamás lo volviera a ver en su presencia con ninguna mujer. Su jefe no estaba casado, ni le había conocido mujer alguna en los años que llevaba a su servicio, pero ahora no estaba allí. El presentimiento de que algo no había salido bien lo tenía preocupado, debía habérselo dicho a su jefe, advertirle de que no tenía noticias de Nothos ni de la "paloma" antes de que él se lo preguntara.

Pazhalusta, yisho ras —lo requirió la más alta de las dos desde la cama.

Krasiva —contestó el Negro.

Hablaba bien el ruso desde su etapa en los campos de entrenamiento para deportistas de Moscú. Sonrió a la chica de carnes blancas y saltó a la cama entre gritos de las dos; por la mañana ya vería cómo se lo diría a su jefe, pero ahora tenía algo más urgente entre manos que no quería dejar escapar.

Lucas Joswiack se levantaba temprano, a las seis de la mañana, pero no abandonaba nunca su habitación hasta las nueve, cuando el Negro debía esperarlo para iniciar una nueva jornada. A pesar de no haber dormido más que un par de horas, acompañó con puntualidad a su jefe hasta el buffet, comprobó que tuviese dispuestos sobre su mesa el abanico de periódicos habituales, y se sentó en la mesa contigua a devorar un par de guineos con un café doble. Cuando Lucas Joswiack terminó de leer el listín deportivo se lo pasó, hizo lo mismo con el Times, el cual el Negro ni siquiera desplegó, y después le tiró el francés Le Monde. El Negro lo agarró al vuelo. Mientras pasaba las hojas de política y sucesos locales, una foto lo hizo detenerse. En la página catorce del periódico galo, había una noticia que lo sobresaltó, un breve en la columna lateral con una pequeña foto de archivo que él conocía muy bien, ¡Nicos Nothos! El artículo explicaba que un antiguo combatiente bosnio, buscado por la Interpol, había aparecido muerto en un descampado a las afueras de París, con evidentes signos de violencia. El Negro suspiró, agarró el periódico y se lo enseñó a su jefe.

El comisario Aripas, a más de seis mil kilómetros de distancia, llegaba en ese momento a uno de los mejores restaurantes de la Ciudad Condal, donde un empleado ataviado con sombrero de copa y chaqué de época le abría la puerta. Se quitó la americana, la estrujó bajo el brazo y entró. Al fondo, en una mesa rodeada por dos pequeños biombos, lo aguardaba su amigo. Sin esperar a ser acomodado, agarró la única silla libre en esa mesa, y se sentó. Oriol Nomis era uno de los pocos amigos que tenía, y casi con toda seguridad, el único que no era policía o que no le repetía una y otra vez lo peligroso de serlo. Se habían conocido años atrás, cuando Aripas era apenas un prometedor inspector de la Policía Nacional envuelto en unas falsas acusaciones por blanqueo de dinero proveniente de la venta de cocaína, y Oriol Nomis, el abogado que el cuerpo destinó en su defensa. El caso le valió el ascenso a inspector jefe, y siempre se sintió en deuda con el catedrático.

—Hola, Antonio, qué gusto verte —lo saludó Oriol Nomis.

—Lo mismo digo, Oriol, siento no tener más tiempo para dejar que me invites más veces a lugares tan poco apropiados como este para un policía, pero vamos de culo.

—Nada de trabajo, recuerdas —le interrumpió Oriol Nomis.

—Lo sé, pero me cuesta no pensar en todas las fullerías que habrán hecho la mitad de estos —movió los brazos en círculo señalando el comedor de la marisquería— para tener tanta pasta que les permita comer aquí.

—Vamos, hombre, ¿y nosotros?

—¡Nosotros somos la otra mitad!

Recordaron viejos conocidos y se rieron con los mismos chistes que se contaban desde hacía más de quince años, mientras el comisario daba buena cuenta de una plancha de gambas de Palamós, dos sepias y media docena de langostinos más rojos que sus mejillas. Un camarero se acercó y tomó nota de los postres.

—Oriol, ¿ya sabes algo de tu empleado, o de la chica? —preguntó el comisario.

—La verdad es que no, ni Cècil ni Azul se han puesto en contacto conmigo ni han respondido a mis mensajes.

El comisario se limpió los dedos en una servilleta con aroma a limón, y miró a los ojos a Oriol Nomis.

—Tu muchacho nos la ha hecho buena.

—Antonio, no sé a qué venía tanta prisa, vosotros mismos lo asustasteis sin necesidad. Cècil es un buen muchacho, incapaz de hacer daño a nadie.

—Sí, y su novia tampoco. Vamos, Oriol, tengo la sensación de que sabes más de lo me quieres dar a entender y solo te voy a pedir un favor por la amistad que nos une: no te metas en nada sucio. Hay un cura muerto de por medio y eso no es como vender vasos de cobre del año de la catapún en el Mercado de Sant Antoni, esto es mucho más grave. No se deja pudrir un caso como este sin cortar alguna cabeza, y no va a ser la mía, te lo aseguro.

—Me conoces bien, Antonio. ¿Crees que dejaría que alguien de mi confianza matase gente por ahí y además lo encubriría?, ¿de verdad crees que haría una cosa así? —Oriol Nomis sintió que los ojos que lo escrutaban ya no eran los de su amigo Antonio, sino los de un hombre acostumbrado a ver la verdad allí donde los demás la escondían, y se estremeció.

—No, claro que no.

La charla se suavizó en el postre, y al llegar al café ya habían cambiado por completo de tema, pero antes de subir al coche patrulla que lo vino a recoger, el comisario Aripas le pidió a su amigo que si recibía cualquier noticia de Cècil Abidal o Azul Benjelali, lo avisase de inmediato. Se despidió y entró en el vehículo policial, agarró su teléfono móvil y llamó a la oficina del juez de primera instancia para solicitar una orden de escucha telefónica. Desde ese momento, cada palabra que se transmitiera por los teléfonos de Diners Nets, de la casa, o por el móvil de Oriol Nomis quedaría registrada por la División de Escuchas de la Policía Nacional. Aripas era perro viejo, tenía tanto de uno como de otro, y le daba en su olfato que había algo sucio. Sabía que traicionaba la confianza y la amistad que lo unía al auditor, pero también que su amigo le escondía algo.

Llegó a su despacho de la Via Layetana casi a media tarde, satisfecho del almuerzo, pero cabreado por las horas que le había hecho perder. Recordó además que llevaba todo el día sin revisar sus correos, y el solo pensamiento de la lista que tendría en la bandeja de entrada lo encendió todavía más. Maldita burocracia. Conectó su ordenador y comenzó a comprobar todos los mensajes. Uno de ellos era una petición de la Gendarmerie francesa. Habían hallado el cadáver de un sicario bosnio, conocido como Nicos Nothos, alias el Griego, alias Caín, alias Cárpatos y alguno más, destrozado en el interior de una furgoneta. Al parecer, al tipo le habían encontrado, además de una pistola a la que le faltaban dos balas, una cartera llena de billetes y un trozo de papel con una dirección de Barcelona escrita a mano. Aripas miró fijamente la pantalla y leyó de nuevo la dirección que la Policía francesa le pedía investigar, resopló un par de veces y soltó alguna maldición. La dirección correspondía a la vivienda del cura asesinado. Imprimió el correo y lo leyó con detenimiento.

El informe afirmaba también que no había testigos y que el cadáver presentaba un cuadro clínico post mortem de traumatismo cráneo-encefálico múltiple producido por algún tipo de bate o barra metálica forrada de tela. No había pistas, ni huellas de ningún tipo. La nota, con una dirección de Barcelona, y la furgoneta con matrícula española eran el motivo de la petición de información y colaboración por parte de la Gendarmerie. Antonio Aripas terminó de leer el resto del informe y cruzó los brazos sobre su cabeza mientras se reclinaba en su ajado sillón. No había nada relacionado con la venta ni con el tráfico de obras de arte o antigüedades en la ficha de Nothos. Parecía evidente que alguien lo había contratado para que le diera pasaporte al cura. ¡Joder, cada vez se complicaba más la puta historia! Llamó de nuevo a su asistente, el inspector Rojas, un andaluz cachondo que se esforzaba por hablar catalán sin perder su acento, y le pidió que redactara inmediatamente un informe sobre la muerte de Julio Canals López, "el cura del destornillador", le aclaró.