19
Pompeya, Imperio Romano, año 75 d. C.
El horror tiene bastantes características que lo definen. Una de ellas es que no es inherente a la condición humana, aunque los humanos son los únicos capaces de crearlo por puro entretenimiento. Y otra es que, a pesar de ocupar un lugar difuso en la memoria, queda grabado con fuego eternamente en el alma.
Después de nuestra marcha de Secacah, Vitelio, como se hacía llamar mi dueño, y yo emprendimos el camino hacia la ciudad de Roma. A pesar de que mi condición fue desde entonces la de una esclava, pude admirar maravillas que había conocido solamente por los escritos. Atravesamos Egipto, donde vi las tres grandes pirámides brillar a un sol todavía más potente que el nuestro, y comprendí que esa fuera tierra de grandes sabios.
El viaje duró cerca de un año, casi lo mismo que tardó el general quitim en llegar a Roma tras nuestros pasos. Me explicó Vitelio que, mientras el general Vespasiano derrotaba a los hijos de Abraham en Judea, en la capital del Imperio se habían levantado conjuras y un golpe de Estado que lo obligó a dejar las tropas que arrasaron Secacah, y toda Judea, en manos de su hijo, un sanguinario joven que ordenó la destrucción del Templo. Pocos meses después de nuestro arribo a la ciudad, llegó para proclamarse emperador de Roma.
Para ese entonces, Vitelio se pudo casar de manera oficial gracias a su condición de veterano, y me declaró tutora de sus dos hijas, Aelia y Publia. Roma era una ciudad inmensa, mucho más de lo que podía haber soñado jamás. Miles de personas se agolpaban cada día frente a los comercios en que se podía comprar cualquier tipo de comida imaginable, o realizar los trueques más inverosímiles. Sin embargo, los tiempos eran difíciles y Vitelio no paraba de repetir que ese no era el sueño que lo había llevado a servir durante veinte años, así que un día, de repente, nos comunicó que nos trasladábamos a un lugar más tranquilo para aprovechar lo que le quedaba de su Aerarium Militaris.
Me alegré porque la vida en Roma casi consiguió desquiciarme. Roma era lo contrario, la parte donde el péndulo oscilaba de vuelta. Si bien mi vida era bastante tranquila, la locura de la urbe nos envolvía como una tormenta de arena en el desierto de Perea. En cada esquina de esa ciudad se elevaba un templo de oración a un dios diferente, aunque en realidad eran más parecidos a comercios que a lugares de culto. Así, las mujeres que deseaban quedar encinta depositaban panes bañados en leche frente a la figura de una mujer desnuda, y existía toda una sarta de ritos vacuos según cada petición. Alguna vez, y a pesar de la gravedad del comportamiento de esos hombres y mujeres, no podía evitar una sonrisa al imaginar qué habría pensado Yuhana si los hubiese visto, aunque esa sonrisa caía en tristeza con la sola evocación de su presencia.
Por las mañanas, daba clases de arameo y latín a las niñas. Les enseñaba también los pensamientos de los grandes maestros, y las instruía de igual manera en Matemáticas, Historia, Astronomía y Filosofía. Tuve la gran fortuna de contar con una excelente biblioteca que compró Vitelio con una parte de su paga de veterano para la formación de sus hijas. La primera en devorar todos esos volúmenes fui yo misma. De algunos de ellos tenía referencias por los viejos rollos de Secacah, pero me fascinó leer a Platón, Aristóteles, Homero, Cicerón y algunos sabios más. Gracias a todos estos escritos, pude combinar sus enseñanzas con mi iniciación anterior e instruir a las hijas de mi dueño.
El lugar escogido por Vitelio para iniciar una nueva vida fue Pompeya. Llegamos allí por la Via Apia, después de cruzar más de media península con todas las pertenencias de la familia en dos carretas tiradas por bueyes. Vitelio compró, con lo que le quedaba de la paga de veterano, una pequeña casa cerca de la ribera del río Sarno y de la Thermopolium, y montó un modesto negocio de vasijas de cerámica al que dio el nombre de Numiana en honor del dinero que pensaba ganar. Desde ese momento, toda la familia de Vitelio pasó a conocerse como "los numianos".
Pompeya era una ciudad magnífica, mucho más cómoda que la capital, y aunque sus gentes eran un poco alocadas y concupiscentes, la belleza de la urbe era impactante. Como un gran árbol, tras la ciudad se levantaba una majestuosa montaña a la que llamaban Vesubio y en cuyas cumbres acostumbraran a reposar las nubes mientras vigilaban el valle fértil en frutales, vides y olivos.
Las calles de la ciudad eran rectas, a diferencia de los peligrosos callejones de Roma, y pavimentadas, y a cada banda de ellas se abrían comercios, restaurantes, baños y casas, la mayoría, de recreo para grandes personalidades del Imperio que solo permanecían en ellas durante los meses de estío. En todas partes se alzaban estatuas que representaban figuras humanas y animales como si fuesen de carne, y cuadros y mosaicos tan perfectos que se podía reconocer a las personas representadas en ellos. Las gentes no vestían túnicas gruesas como en Judea, ni mucho menos como las que vestíamos los hermanos de la comunidad de Yuhana. Spuria, la esposa de Vitelio, me obligaba a vestir finas túnicas de hilo casi transparente que llamaban "togas". También me obligaron a llevar una fascia pectoralis que me aplastaba los senos y los marcaba sin pudor contra la toga. Una de las mayores preocupaciones de Spuria era visitar tiendas de telas para comprar vestidos para ella y las niñas, lo que molestaba a Vitelio, que quedaba solo con los clientes que visitaban la Numiana.
Vitelio intentó comprar otra esclava para que realizase las tareas del hogar y ayudara en el comercio, pero Spuria, sobre todo después de ver las candidatas que le presentó su marido, se negó y lo convenció de que yo sola debía bastarme para ejercer de preceptora y sirvienta. La realidad es que nunca me molestó servir a Vitelio y su familia. Desde mi nacimiento, había comprendido que la única sabiduría se consigue con la entrega, pero no entendía cómo esos hombres, que se jactaban de pertenecer a un pueblo superior, no aceptaban la esencia primigenia de la existencia y se creían dueños de otras personas a las que sometían por la fuerza o el miedo al castigo. Nunca comprendí por qué el simple hecho de haber aparecido en aquel terrible instante ante los ojos del soldado me convirtió en un bien de su propiedad. Tampoco tuve jamás la intención de hacerle comprender lo errado de su actitud, pues nadie puede ser dueño de otro ser si este no lo acepta en su interior. Así podían obligarme a bañarlos, a lavar sus ropas, a cocinar y mantener la casa limpia, pero jamás lograrían ser mis dueños, porque nadie pertenece a otro ser, fuera de sí mismo y de Dios. Por exigencias de Spuria me vi obligada a realizar mis interiorizaciones a escondidas de la familia y los amigos, hasta que me fueron dejando lugar a mis propios espacios, satisfechos con la formación que daba a las niñas.
Aelia y Publia se convirtieron poco a poco en mi mayor dedicación. Aelia era un par de años mayor que Publia, que contaba apenas con diez años. Ambas eran dos niñas despiertas que se entusiasmaban ante cualquier indicio de historia nueva que les pudiese relatar. Nunca había tratado con niños, ni menos aún había sentido el peso de la influencia. Cada palabra, cada consejo, cada enseñanza que les daba se escribía en sus rollos apenas vírgenes a esas alturas. De una correcta educación aparecerían dos seres abiertos y entregados a la Ley. Sin embargo, tanto Plinio como Spuria me habían prohibido con absoluta rotundidad cualquier enseñanza de las que ellos llamaban "judías". Alguna vez, intenté hacerles comprender la importancia de la observancia de la Ley, pero en realidad ni yo misma estaba ya convencida de su verdadera esencia. Yuhana cambió la forma de entenderla según lo hacían los hermanos de Secacah, y después Yeixú volvió a variar todas las enseñanzas de Yuhana ignorando no la Ley de Moisés, sino todas las leyes escritas. Además, ahora tenía acceso a las enseñanzas de grandes hombres en las que ninguno hacía siquiera mención a ella.
Sí que les hablé de Yeixú, y de Yuhana, y de su concepción diferente de la vida, pero jamás les hablé de su ofrenda, ni a ellas ni a nadie. Les entusiasmaban sus historias, me hacían repetir una y otra vez cómo había caminado por el lago, o cómo convirtió en un banquete apenas dos mendrugos de pan y un par de pescados. Les encantaban las historias de cómo sanaba enfermos, aunque olvidaban todas sus enseñanzas ante la promesa de una nueva tela por parte de Spuria. Al convivir con personas que no pertenecían a ninguna comunidad, comprendí otras muchas cosas, una de ellas, el significado de la competencia por el cariño y la aceptación de los demás. Spuria competía conmigo constantemente. Quizá se sentía inferior por su nula formación intelectual o espiritual, aunque yo jamás la contemplé así, ni a ella ni a nadie, pero sabedora como era de mis conocimientos, apartaba a las niñas en plena explicación para ungirlas de perfumes y ungüentos, o para llevarlas a los baños y a probarse vestidos que pagaba el pobre Vitelio con horas y horas de trabajo tras la mesa del taller.
Nunca comprendió Spuria que el amor no se almacena en vasijas, sino que la única manera de hacerlo crecer es a base de desprenderte de él en lugar de acapararlo. Mi trato con ella siempre fue correcto, la trataba como le gustaba y, en todas las ocasiones que salíamos a la vía pública, caminaba dos pasos tras ella. Pero sus quejas a su marido, sobre todo al principio, mientras vivimos en Roma, fueron constantes. Vitelio, sin embargo, intentaba llevar la situación como mejor podía. A escondidas de sus tres mujeres, aprendió de mis manos a leer y escribir con un candil de sebo, en el lugar donde guardábamos los bueyes. Creo que esa experiencia fue de las más felices de su vida. Él amaba a sus hijas y respetaba a su mujer, pero el brillo de Vitelio cuando veía a sus dos hijas recitar a Homero no era comparable a ninguna otra faceta de su existencia.
Poco a poco, la Numiana comenzó a tener fama entre los comerciantes de aceite, vino, especias y granos que hacían escala en la ciudad, y la familia de Vitelio empezó a gozar de un mejor estatus social. A la casa inicial pronto se le unieron las dos vecinas. Trasladó el almacén a la más cercana a la desembocadura del río Sarno y entonces transformó las dos viviendas colindantes en una sola. Hizo construir un hermoso patio con una fuente en el interior, y adornó las salas con suntuosas telas y mosaicos en los que se leían frases como "Salve, lucrum". También hizo pintar la pared principal del triclinio con un fresco de sus dos hijas. Las representó tocadas con dos diademas de oro en sus cabellos, a Publia con una túnica de color morado, a Aelia con otra de color blanco, y a ambas con un rollo en una mano y una pluma en la otra. Era una pintura hermosa, de una belleza tal que me hacía incomprensible que ese mismo pueblo fuese el que arrasó Judea. También hizo grabar en la puerta principal de la casa una inscripción que avisaba a los esclavos de que serían castigados con cien bastonazos si se atrevían a cruzarla sin el permiso de sus amos.
Yo, que hasta entonces había ocupado un modesto jergón en el almacén de las vasijas para que no las robaran, me vi recompensada con una pequeña separación en el mismo almacén y que sirvió, además de mi propio dormitorio, de biblioteca familiar.
El éxito de la Numiana trajo la llegada de más esclavos, y poco a poco me fui librando de las tareas de limpieza, cocina y servidumbre, para ser mi única función la de cuidar en todo momento a las dos niñas.
A pocas casas de la Numiana se levantaba la Thermopolium, una gran taberna en la que remojaban sus gargantas la mayoría de los hombres de la ciudad y los marineros que fondeaban en el puerto. Era un lugar peligroso, sobre todo de noche, aunque de allí llegaban la mayoría de los clientes de Vitelio, que cada vez con más frecuencia se veía envuelto en asuntos de la ciudad. Habían constituido una asociación de comerciantes y querían que Vitelio fuese el presidente, cargo que alegraba más la vida de Spuria que la de él mismo, pues sabía que a ese nombramiento le sucedería toda una serie de gastos y patrocinios de los nuevos edificios que se comenzaban a construir por toda la ciudad. Pompeya no estaba gobernada por un rey, como Judea, sino que eran los propios ciudadanos quienes escogían entre sus miembros de más renombre a aquellos que deseaban para regir los destinos de la urbe, y como bien le recordaba Spuria a cada momento, estaban a punto de iniciarse las carreras para presentarse a tales cargos, por lo que le convenía aceptar la presidencia de la asociación y comenzar con la construcción de algún edificio, unas termas, o cualquier otra cosa que alegrase la vida de los convecinos.
Yo me mantenía al margen de todos esos movimientos, aunque en el fondo me divertían por la enorme complejidad de que se pompeaban asuntos del todo triviales. Un día Aelia, que ya contaba con dieciséis años, me pidió que la acompañara hasta la Thermopolium para ver llegar los marineros. Me sorprendió su petición y la advertí de que jamás permitiría algo así y que, si seguía con tan absurda demanda, no tendría más remedio que comunicárselo a sus padres, pero al final su insistencia, y quizá mi propia curiosidad, acabó por convencerme. También era cierto que, ante los ojos ciegos de todos nosotros, Aelia se había convertido en toda una mujer. Después de mucho pensar en cómo hacerlo, una noche que Vitelio salió a una de sus reuniones, y cuando estuvimos seguras de que Publia dormía, nos levantamos y fuimos hasta la taberna.
Por el camino, nos cruzamos con gentes que venían del Foro y que se unieron a nosotras en dirección a la Thermopolium. Yo temía vernos reconocidas a cada paso que dábamos, imaginaba en las formas oscuras de los transeúntes al propio Vitelio que venía en nuestra busca o a cualquier otro que en la mañana corriera a la Numiana a relatar nuestra escapada, así que vestíamos nuestras túnicas sobre la cabeza para ocultarnos. Caminamos en silencio hasta la puerta de la taberna y, tras mirarnos la una a la otra, Aelia empujó la puerta de madera prohibida.
El ruido en el interior era ensordecedor. Un grupo de bardos cantaba canciones obscenas en uno de los extremos de la taberna. El hedor a vino agrio, que alcanzaba incluso a veces hasta nuestra casa, nos golpeó como la bofetada de un gigante. En las paredes había pinturas de hombres y mujeres desnudos, formando grupos de hombres con hombres, hombres con mujeres, y mujeres con hombres y mujeres. Creo que la escena me impactó más a mí, aun a pesar de mis largos setenta y tantos años, que a la joven Aelia. Quizás ella había tenido la ocasión de comentar esos juegos con su madre o con sus amigas, pero yo nunca había visto nada semejante. Sin embargo, las pinturas no eran más que una pequeña evidencia de lo que ocurría en el interior de la taberna. Al lado contrario del que ocupaban los músicos, un grupo de personas ponía en práctica los dibujos de la pared en ajados divanes separados del grueso de la sala por una simple cortina de tiras de cáñamo.
Aelia me indicó una mesa que acababan de desalojar unos marineros y me llevó hasta ella, frente a los músicos, y por suerte para ambas, de espaldas al otro extremo de la taberna. Casi todos los clientes de la Thermopolium eran hombres, y las escasas mujeres que había, sin contar las de detrás de la cortina, en absoluto vestían como nosotras. Pensé que nuestro aspecto nos delataría y que alguien correría a despertar a Vitelio para denunciar que su hija y su esclava estaban allí, pero lo único que ocurrió fue que una gruesa mujer, con un deplorable delantal sobre su túnica sucia, nos enseñó las pinturas de la pared para que escogiésemos el menú. Aparecían pintados, a diferencia del otro lado, platos de ganso, pato, cerdo, carnes y pescados delineados con extrema perfección y elegancia para avivar el gusto de los clientes, coloreados con pinturas fuertes para acentuar la suculencia que se les suponía. Aelia pidió a la mujer frutos secos y olivas de prima, y pescado con manzanas de secunda, y dos vasos de mulsum, un vino de bienvenida mezclado con agua y miel que yo conocía muy bien por servirlo a diario a los clientes del padre de Aelia.
Poco a poco, me relajé en ese ambiente tan distinto y que me había golpeado casi con la misma fuerza que las enseñanzas de los maestros. Todavía era temprano cuando nosotras llegamos, y mientras Aelia devoraba las manzanas de su plato, la taberna acabó de llenarse. El ruido era tan intenso que me obligaba a gritar. Junto a nosotras se sentó un grupo de marineros llegados desde Tiro, en las tierras de Fenicia, cargados con granos que cambiarían por aceite para venderlo en la provincia de Tarraco. Imaginé que muchos de ellos vendrían al día siguiente a la Numiana para comprar vasijas. A medida que entraba gente en la taberna, los espacios se hacían más angostos y, poco a poco, los marineros se nos acercaron hasta sentarse casi sobre nuestras rodillas. Yo hacía gestos a Aelia para que terminase su cena y nos pudiésemos marchar, aunque la chiquilla parecía encantada siendo el centro de atención de todas las miradas. Debo reconocer que también yo sentí una sensación nueva para mí al verme observada con los ojos de esos hombres, pero justo es reconocer, quizá porque mi actitud así lo promovió, que la atención mayor la levantaba la joven Aelia.
Al volver a casa, nos prometimos que jamás en la vida le explicaríamos a nadie nuestra visita de esa noche. Aelia me dijo por primera vez que me amaba y me abrazó antes de entrar con cuidado de no despertar a nadie. Yo necesité varios minutos para superar esas palabras que me envolvieron como una soga.
En efecto, en la mañana siguiente, a excepción de un dolor de cabeza que preocupó a Spuria, no había rastro de nuestra escapada nocturna. Yo, como todos los días, después de desayunar, me llevé a las dos hermanas a la trastienda de la Numiana y comenzamos las clases en el punto que las habíamos dejado la jornada anterior. Mandé a Publia que leyese en voz alta un fragmento de Zenón de Elea. En ese fragmento, Zenón exponía un problema a sus alumnos, como yo hacía ahora con ellas.
—En una carrera entre Aquiles y una tortuga, ¿quién creéis que ganaría? —les pregunté.
—¡Aquiles! —respondieron al unísono las dos.
Justo estaba a punto de ordenar el inicio de la lectura, cuando escuché la voz de un cliente que se había colado hasta nuestra pequeña aula sin que nos diésemos cuenta de su presencia.
—Imaginaos al gran Aquiles —dijo— sobre una roca observando en la distancia a una tortuga. La ve caminar con lentitud, sacar la lengua mientras arrastra con dificultad su caparazón, y decide correr hasta el lugar en donde se encuentra la tortuga. ¿Creéis que lo alcanzará? —preguntó el hombre.
—¡Pues claro! —respondieron las dos.
—Creo que no, señoritas, y creo que eso mismo os iba a aclarar vuestra tutora, ¿no es así? —me miró y asentí. Vestía la toga de procurador anudada sobre su hombro izquierdo. Le pedí que continuara la enseñanza por mí—. Pues bien, atended, si Aquiles salta de su piedra y corre tras la tortuga, cuando llegue al lugar en donde estaba la tortuga, esta habrá caminado un poco, ¿verdad? —les preguntó, y las dos asintieron—. Entonces no la habrá alcanzado.
—Pues que camine un par de pasos más y ya lo habrá hecho —argumentó Publia.
—Si hace lo que dices, cuando llegue, la tortuga habrá avanzado otro poco y ya no estará en el lugar en donde la vio Aquiles —la contradijo Aelia.
Yo sonreí. Me sentía orgullosa de las mentes de esas mujercitas.
—En efecto, es como dice la joven, Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga porque siempre que intente llegar al lugar en donde estaba, esta se habrá movido, por lo que podemos deducir que la tortuga es más rápida que Aquiles, ¿no es cierto? —y la pregunta flotó entre los libros que se apilaban en la biblioteca del aula.
Las niñas me miraron, como esperando que fuese yo quien le quitase la razón al recién llegado, pero me limité a sonreír y dejar que debatiesen durante un rato, observadas con agrado también por el procurador, hasta que diesen con la respuesta.
—Aquiles nunca debió pensar en alcanzar a la tortuga, sino en adelantarla —sentenció Aelia.
—¡Bravo! —aplaudió el procurador—. La felicito por estas dos alumnas tan brillantes.
—Muchas gracias —respondí.
En parte, Zenón tenía razón con sus paradojas, pero su enseñanza era más profunda de lo que nuestro invitado había hecho notar. Zenón quería demostrar con sus ejemplos imposibles que la razón no siempre es la respuesta a las preguntas de la vida, ni siquiera es la respuesta para analizar los hechos más cotidianos y sencillos de nuestra existencia. Sin el conocimiento de las leyes universales, o de la Ley, la mente se puede perder en miles de trucos y callejones sin salida que la hacen contradecirse una y otra vez. Pero estaba contenta porque las dos niñas habían sido capaces de pensar con inteligencia hasta dar con una respuesta razonable.
—¿Quién es usted? —me atreví a preguntar—. Sabe mucho de Zenón por lo que veo.
—Mi nombre es Cayo Plinio Segundo, pero casi todo el mundo me llama Plinio el Viejo por culpa del nacimiento de otro Plinio en la familia. Ya se sabe, nada tiene edad ni medida si no es comparado con otra magnitud, ¿no es cierto? —asentí y le di pie a que se sentara con nosotras. Me pareció una buena compañía para mis discípulas.
Esperaba que uno de los esclavos de Vitelio cargara un pedido de ánforas para su mansión de Misenum, al otro lado de la bahía, de donde había sido prefecto de la flota del emperador Vespasiano, y, al escucharme hablar de Zenón, se había atrevido a intervenir en nuestra clase. Nos preguntó también si conocíamos a Homero y Cicerón, y se sintió feliz cuando Aelia recitó uno de los versos de Homero. A esa primera visita siguieron otras, y entre ambos, una esclava y uno de los maestros, como después supe que era, más grandes del Imperio Romano, nació una hermosa amistad. Cayo Plinio tenía la virtud del trabajo, me explicó que de cada libro que leía hacía un resumen porque "no existía un solo escrito, por malo que fuese, que no contuviera algún valor". Discutimos, en sus siguientes visitas al comercio de vasijas, sobre la existencia de Dios.
Cayo Plinio me dejó leer alguno de sus trabajos; así conocí el arte de la retórica descrito en su Studiosus, y una parte de su gran trabajo vital, Naturalis Historia, más de ciento cincuenta libros con un resumen de toda la sabiduría de una vida entregada a la observación de la naturaleza, y a la lectura y comprensión de los escritos de los maestros. Decía no tener la certeza de la existencia de Dios, si bien loaba que la gente creyera en Él porque consideraba que el miedo al castigo por el pecado ennoblecía a la ciudadanía. Cuando tuvimos más confianza, le hablé de las ideas de Yuhana, que pareció compartir en algunos aspectos, sobre todo en la comprensión de la vida desde el ascetismo y el rechazo al lujo y la soberbia, aunque no compartiera su aceptación de la Ley, ni de Dios, ni del final que tanto había profetizado. Sí se interesó sin embargo acerca de nuestras costumbres, tanto en la comunidad de Yuhana como en la de Secacah. Lo vi tomar notas en pequeños pergaminos que siempre llevaba protegidos entre los pliegues de su capa.
Vitelio y Spuria no solo permitían las visitas del joven anciano, sino que las esperaban e invitaban a sus amigos y clientes para que lo vieran entrar o salir de la tienda. Spuria decía, mientras hacía restallar sus brazaletes de oro, que ese era el empujón que necesitaba su marido para ocupar un cargo público. En una de esas visitas, que comenzaban con la presencia de las niñas, pero que acababan a la hora de la cena en un diálogo solitario entre nosotros dos, se produjo un hecho insólito y terrorífico, un temblor de tierra como nunca antes habíamos sentido. Pompeya rugió de rabia, y la casa reventó como las vasijas de arcilla defectuosas. En pocos minutos, el pánico se apoderó de la ciudad, que salió a la calle envuelta en gritos de horror. Mucha gente todavía guardaba en su memoria los terremotos que casi habían destruido a la urbe apenas quince años atrás. Nosotros también dejamos como pudimos el almacén y salimos a la calle. Cayo Plinio me hizo ver que, aunque la tierra había callado, los pájaros habían dejado de piar y no se veía ninguno en el cielo.
Cuando todavía no nos habíamos repuesto del primero, un nuevo temblor, superior al que hacía pocos minutos nos había hecho correr al exterior de las casas, conmovió la tierra en un rugido intenso. El suelo se agitó como si alguien tirase del otro lado del mundo produciendo un terrible estruendo. Al retumbo de la sacudida, muchas casas de ambos lados de la calzada se abrieron por la mitad. Algunas cayeron en un estrépito que quedó apagado por el grito de la tierra al abrirse. Los adoquines de la calzada saltaban impulsados por el aire, y una profunda grieta atravesó la Via Causa ante nuestros incrédulos y aterrorizados ojos.
Todo pasó muy deprisa, demasiado para el espantoso horror que nos había helado los corazones. Poco a poco, los más osados comenzaron a observar atónitos el desastre. Se escuchaban gritos ahogados en toda la ciudad, que aparte de los alaridos de sus habitantes, había recuperado un macabro silencio. Los hombres sollozaban ante sus viviendas destrozadas, y las mujeres buscaban con desconsuelo a sus hijos. Se oían voces de fondo solicitando la intervención del ejército, y algunos se afanaban en arrancar a los suyos de debajo de los escombros en que se habían convertido las paredes de sus casas.
Cayo Plinio también había caído, su voz parecía haberlo abandonado y tenía los ojos inyectados en sangre, tan abiertos que daba la sensación de que se le iban a salir de las cuencas mientras solo podía señalar hacia el Vesubio. Después de ayudarlo a levantarse, me giré y vi cómo la montaña parecía hervir de rabia. Despedía chorros de nubes en su cumbre, pero no tuve tiempo de ver mucho más porque de repente un grito cercano me hizo volver la vista a la Numiana. La pared exterior del almacén seguía intacta, pero la de la vivienda se había desmoronado como tantas otras. Al principio, no reaccioné; el impacto de las dos sacudidas, la grieta que se abría a nuestros pies y el desconcierto de ver a mi nuevo amigo tirado en el suelo me hicieron olvidar por un segundo a las niñas, pero el grito que llegó desde el interior de la Numiana me golpeó con su dureza. Era Vitelio quien gritaba junto a Spuria. Dejé a Cayo Plinio y crucé por los escombros que habían deshecho la puerta interior. El patio había desaparecido, anegado por las piedras de las paredes que habían caído sobre él, y del triclinio solo quedaba en pie la pared con la pintura de las niñas. El resto de la construcción se había precipitado al interior del comedor de la casa.
Spuria yacía de rodillas frente a las ruinas y lloraba mientras se arrancaba mechones de pelo a tirones. Vitelio gritaba "Mis niñas, mis niñas", y sacaba piedras de la pila de escombros. No sabía qué hacer; me acerqué a Spuria, que parecía haber entrado en trance y gritaba en una voz mezclada con lágrimas y escupitajos, así que comencé a arrancar piedras de la pila. Pronto, entró gente atraída por los gritos de Spuria y, con la ayuda de los otros esclavos, comenzamos a desenterrar los cuerpos de Publia y Aelia que habían quedado atrapados por el desprendimiento. Cayo Plinio también entró, y la presencia de los cadáveres de las niñas semienterrados en lo que había sido una hermosa mansión lo destrozó. Vitelio alzó el cuerpo de Aelia, y Cayo Plinio se recompuso para hacer lo mismo con Publia. Yo despejé el almacén, en donde no había quedado ni una sola vasija entera, ni un solo códice en su estantería. Con un par de mantas, improvisé un pequeño lecho en el suelo y tumbaron los cuerpos de las dos niñas. Mi tristeza era enorme. Me giré para ver a Spuria, que no se había movido del antiguo comedor y continuaba gimoteando tumbada en el suelo, vencida por la tristeza y el horror de la pérdida. Vitelio abrazaba a sus niñas sin que estas obedeciesen las súplicas de su padre. La tristeza se apoderó de mi interior y no pude evitar añadirme a un llanto profundo mientras abrazaba a Vitelio y las niñas.
Entonces, comprendí algo que parecía haber olvidado en lo más hondo de mi memoria, que Yuhana tenía razón en sus avisos apocalípticos y que yo también había muerto un día. Dejé a Vitelio y a Spuria que velaran los cuerpos difuntos de sus hijas, que los lavaran una vez hubiesen recobrado un poco de calma y les buscasen un mejor acomodo. Salí de nuevo a la calle. La noche era oscura, y solo la gran montaña se había encendido en su cima con una fuerte luz roja que bañaba la desgracia de tonos ocres y un fuerte olor a salitre. El desorden era absoluto. Busqué un lugar tranquilo y me desaté del cuello la bolsa de piel con los cabellos de Yeixú.
La puse con sumo cuidado sobre mi mano izquierda y, poco a poco, retiré el envoltorio. Entonces, cerré los puños y miré en mi interior. La sonrisa de Yeixú me aclaró el siguiente paso. Volví a la casa y entré en el almacén. Vitelio y Spuria estaban sentados en el suelo. Ni siquiera se habían atrevido a mover a las niñas. Me acerqué a Vitelio y le pedí que me dejaran un instante con ellas. En un principio, ninguno de los dos aceptó, pero alegué el amor que les tenía, más incluso que si hubiesen sido mis propias hijas, y accedieron. Me senté primero junto a Publia y la abracé. Estaba fría y su piel, golpeada por los cascotes que le habían costado la vida, comenzaba a tomar un color violáceo; miré a Aelia y vi que, bajo sus cabellos rubios y sus múltiples golpes y heridas, empezaba a adquirir el mismo color que su hermana. Quizá lo que iba a hacer no era lo más correcto, quizás el camino de esas dos niñas debería haber finalizado allí, pero en lo más profundo de mi corazón sentía una tristeza infinita y la necesidad de mitigarla. Me tomé un último momento para comprender que lo que estaba a punto de acometer no lo hacía por interés propio, ni por mi necesidad de amarlas o de que ellas me amasen, sino porque las amaba de verdad. Entonces, cogí la mano izquierda de Publia y la abrí. Estaba agarrotada, pero con cuidado de no quebrar ninguno de sus jóvenes huesos, conseguí desanudar su palma, coloqué un cabello de Yeixú en ella y la cerré. Una luz blanca brotó del puño y en un instante cubrió todo el cuerpo de la niña, que se incorporó con la pereza de quien despierta de muchas horas de sueño. Realicé el mismo ritual con su hermana, y en pocos instantes, las dos niñas estaban abrazadas a mi cuello.
Cuando quise avisar a Vitelio, lo vi apoyado en el umbral del almacén, con los ojos abiertos como el cuello de una de sus famosas vasijas, y, aunque lo único que hizo fue correr a abrazar a sus hijas mientras llamaba a gritos a su mujer, supe de inmediato que jamás debería haber dejado que nadie conociese el secreto. Sus gritos atrajeron a los vecinos y en menos de un minuto se congregó, en lo que quedaba de la Numiana, una multitud. También Cayo Plinio volvió sobre sus pasos atraído por la algarabía y lo vi conversar con Vitelio, por cuyos gestos supe que le narraba lo que había sucedido. Antes de marchar, Plinio me llamó a gritos por toda la calle, pero yo había buscado un lugar tranquilo donde ocultarme y aceptar lo que había ocurrido.
Con las primeras luces de la mañana, intenté acercarme hasta la Numiana, cubierta para no ser reconocida, mas la encontré desierta. Después, supe que el bueno de Cayo Plinio había enviado a toda la familia a su residencia de Misenum, al otro lado de la bahía. La mañana sirvió para hacer recuento de daños y celebrar las exequias por las muertes nocturnas, pero no había alcanzado el sol el mediodía cuando el Vesubio, que resoplaba nubes desde la noche anterior, comenzó a rugir de nuevo. El estruendo de la montaña creció de golpe hasta contagiar a la tierra, que se sumó a su ira y empezó a temblar. La gente se levantó y corrió despavorida en busca de refugio, aterrorizada por el recuerdo de la última noche, pero no existía lugar de cobijo, no contra esa fuerza que comenzaba a desatarse.
Una terrorífica explosión reventó la montaña y nos destrozó los oídos. La onda de la detonación nos lanzó a varios metros, y una gigantesca columna de humo negro se elevó desde la cima de la montaña, abierta por la mitad, en forma de hongo macabro premonitor de lo que se avecinaba. Empezaron a llover pedazos de tierra, piedras y cascotes, y se levantó un polvo negro tan espeso que cubrió el sol envolviéndonos a todos en una profunda oscuridad que acabó por enloquecernos. El aire se estancó y de la cumbre reventada del Vesubio emergió un mar encendido, el aliento de un Dios vengativo y cansado de que sus hijos ignorasen sus mandatos una y otra vez. Ya no quedaban oportunidades y Yeixú se había equivocado. Era el fin de todo. Recordé los escritos sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, pero en Pompeya no se salvarían ni aquellos puros de corazón que tuviesen el valor de no mirar atrás.
La gente aprovechó un segundo de paz después de la primera explosión y corrió en dirección al puerto: si existía alguna posibilidad de salvación, quizá fuese el mar. Las madres abrazaban a sus hijos en un intento vano por protegerlos, y los esclavos corrían liberados de sus dueños, que procuraban cobijarse en la falsa seguridad de sus casas. No se movía ni una pizca de aire, y las brasas que vomitaba el Vesubio caían a peso sobre la ciudad en forma de cenizas ardientes. Los barcos se incendiaban con los pocos atrevidos que habían conseguido encaramarse a sus cubiertas, y los techos de los edificios cedían al impacto de las piedras para dejar paso franco a las cenizas que se colaban por todas partes. De tanto en tanto, las llamaradas que brotaban de la montaña iluminaban la ciudad por unos segundos, y después desaparecían escupiendo más y más cenizas y piedras ardientes.
Un aire denso y envenenado de azufre hizo el resto. Los que no murieron por el impacto directo de alguna roca, estallaban por dentro al respirar ese aliento ardiente, o caían envenenados a pesar de sus intentos por cubrirse la cara con telas y paños. Los ancianos tuvieron la fortuna de morir primero, al igual que los niños, incapaces de almacenar tanto terror en sus pulmones. Pero solo fue cuestión de tiempo que cayeran todos los demás. En pocas horas, las cenizas alcanzaron más de un metro de altura, y los que habíamos conseguido sobrevivir a las primeras embestidas, incluidos los perros que jadeaban encadenados a las argollas de sus amos, dejamos nuestras vidas enterrados en una capa de fuego divino convertida en polvo maldito.