13
En el lobby del lujoso Hotel Casino Royal Caribbean, sonaba de fondo "Burbujas de amor", de Juan Luis Guerra, acompasada por el ronroneo de los ventiladores dorados del techo. Algunos clientes apuraban sus últimos tragos en la barra o en los suntuosos sillones de mimbre de la sala. Las lámparas del techo, disimuladas en el centro de los ventiladores, y las vigas de madera que sostenían el entramado de listones se reflejaban en el suelo de mármol, encerado como un espejo. Lucas Joswiack estaba sentado en uno de esos butacones de mimbre con tres hombres más, mientras a su alrededor un grupo de guardaespaldas controlaba que nada extraño ocurriese. Hizo un gesto con su mano derecha y la música cesó de golpe.
—¡Coño! Estoy harto de esa música —se acercó el jefe de sala, y Lucas le pidió que sonara Frank Sinatra.
Al cabo de pocos segundos, los primeros acordes de "The summer wind" rebotaban por los lujosos brillos del café. El señor Joswiack se había reunido con sus socios, tres hombres de negocios que aprobaron con una sonrisa la elección del improvisado pinchadiscos.
—Joder, es que no se puede hablar con esa mariconada de fondo.
Santasusanna, el más veterano de los cuatro, recién entrado en los sesenta, y el más elegante con distancia, le dedicó una mirada reprobatoria. El calor en la punta este de la República Dominicana era asfixiante, incluso el personal del hotel estaba rebajado de utilizar americana, pero Marco Santasusanna vestía camisa, corbata y americana de Versace impecable, a juego con los tonos cálidos del lobby y su media melena de color blanco marfil. La imagen a caballo entre un terrateniente tabaquero y un galán maduro de Hollywood.
En la mesa había dos hombres más, Mateo Montalbán, un industrial vasco propietario de las acererías del norte de España, y de la mitad del acero de los nuevos países europeos del este, y Juan de la Vega, un californiano de familia tan antigua como su propia fortuna. Los cuatro eran los propietarios de un holding de empresas conocido en los parquets internacionales como "el clan de los jinetes". El nombre provenía del logotipo de sus sociedades, un caballo encerrado en un pentágono. Sin embargo, esa noche no se reunieron para hablar de negocios, aunque casi con toda seguridad el asunto saldría en un momento u otro de la conversación. Lucas Joswiack los había invitado por otro motivo muy diferente.
Fue Mateo Montalbán el que inició la conversación.
—El millón de euros ha sido retirado de la cuenta y no hemos recibido nada.
—Como temíamos —intervino Marco Santasusanna.
—Es evidente que se trata de un señuelo —dijo De la Vega.
—O un timo —apuntó el italiano.
—¡No jodas, que hemos pagado un millón por nada! —gritó Joswiack.
—Lucas, contrólate —lo reprendió Juan de la Vega—, ¿qué posibilidades hay de que recibamos el códice en los próximos días?
—No hay códice —volvió a la carga Marco Santasusanna—. Creedme, las brujas están detrás, seguro.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Montalbán, que había permanecido en silencio hasta ese momento.
—Yo intervendría de una vez —apuntó Lucas Joswiack.
—¿Como con el cura?
—Pues gracias a él, sabemos por lo menos quién era el otro capullo que pujó por el códice —afirmó Lucas.
—Y por el maestro, que nos llevó hasta el cura y nos describió a la chica —señaló Montalbán.
—Sí, pero ahora la Policía está más interesada en el asunto de lo que estaba antes de nuestra "intervención" —recordó Marco Santasusanna.
—Señores, no creo que un muerto de hambre como ese cura nos deba preocupar —dijo De la Vega—. Si tu hombre hizo bien su trabajo, no debemos tener ningún problema.
—Mi hombre trabajó bien —se excusó Lucas Joswiack—, y deberíamos dejarlo actuar con libertad. Que traiga el códice o el dinero, pero acabamos de una vez con esta tontería que no nos lleva a ningún sitio.
—No estoy de acuerdo, Lucas, creo que debemos seguir la operación sin intervenir hasta que estemos seguros de si realmente el códice está en su poder, o no.
—Yo opino como Marco, no es bueno sembrar el camino de más problemas —De la Vega miró a Lucas, que se agitaba nervioso en el butacón—, ¿qué dices tú, Montalbán?
—Yo pienso como Lucas, que deberíamos acabar ya con esto. Si es el códice que buscamos, bien, y si no, pues ya sabemos que en esa dirección no debemos buscar más, pero tanta estrategia y tanta precaución me parece una tontería si tenemos en cuenta de quién hablamos, un cura miserable y una ladronzuela de vasos etruscos. Además, os recuerdo que el maestro nos dijo que este era el momento de actuar.
—Es cierto, pero también nos aconsejó prudencia, aunque si es así como lo queréis, adelante, no seré yo quien me oponga. Sin embargo, creo que es un error menospreciar sus contactos de esa forma. Si nos acercamos a la chica y la neutralizamos —Marco era muy cuidadoso con el lenguaje—, quizá perdamos la única pista que hemos tenido en mucho tiempo. No creo que nos convenga eso.
—¡Claro que no nos conviene!, pero joder, ya estoy harto de jugar al gato y al ratón —dijo Lucas—. ¿Qué dices tú, De la Vega?
—En parte estoy contigo, Marco, pero ya me he cansado también de este juego. Pienso que deberíamos intervenir.
—Sea —cedió el italiano—. Antes, debemos comunicárselo al maestro. Yo mismo lo haré.
Marco Santasusanna se separó de los otros tres hombres y marcó con su teléfono móvil. Al cabo de unos minutos, regresó y confirmó que la estrategia había sido autorizada por el maestro. Entonces, Lucas Joswiack llamó al jefe de sus guardaespaldas y le susurró unas palabras al oído.
—Alea jataes —dijo Joswiack.
—Alea jacta est —lo corrigió Marco Santasusanna, y sus carcajadas inundaron el lobby, ya despojado de clientes.
Continuaron la conversación por temas livianos, como el precio del acero y otras materias primas que vender a los chinos.
—Jodíos chinos —sentenció Joswiack.
La orden de Lucas Joswiack corrió por la línea segura del teléfono satélite de su guardaespaldas. Confirmó el gigantesco cubano que la "paloma", como la llamó, se encontraba todavía en territorio imparcial, y le pidió a su contacto en Europa que no actuara hasta salir de Suiza. Los hombres del clan del caballo tenían demasiados intereses en ese país como para cometer cualquier torpeza allí. El Negro era un cubano medalla olímpica en decatlón. ¡Todo un héroe de la Revolución! Lucas Joswiack lo había reclutado para que le ayudara a solucionar algunos pequeños contratiempos en su deseo por hacerse con algunos miles de metros en las costas de la Isla. El Negro, además de una personalidad con numerosos contactos en el partido, sabía muy bien dónde apretar para conseguir lo que le habían encargado. Su labor fue premiada por Joswiack, que lo adoptó como hombre de confianza para todos aquellos asuntos que un buen cheque era incapaz de solucionar.
Desde hacía varios años, se encargaba también de la seguridad personal de su jefe y de algunos asuntos del grupo, paralelos a la explotación empresarial.
A la pregunta de su contacto, un antiguo soldado bosnio, sobre hasta dónde podía llegar, la respuesta del Negro fue contundente, "Hasta el final". Y cortó una comunicación a la que no era necesario añadir más texto.
El bosnio era Nicos Nothos, de madre bosnia y padre griego. Había combatido en la Guerra de los Balcanes, a sueldo un tiempo para Bosnia y otro para Serbia. Ahora se había convertido en un profesional de los que sobran en Europa y había preferido actuar por su cuenta en lugar de desvalijar chalets de lujo en España o el sur de Italia. Cuando recibió la llamada del Negro, ya estaba listo. Había seguido a la "paloma" desde que salió de Barcelona, tal y como le habían ordenado que hiciera. Al principio, le costó saber quién era el contacto porque lo habían ocultado bastante bien, pero tal y como había aprendido de su sargento en la milicia bosnia, el problema siempre radica en saber dónde hacer presión para conseguir algo, así que, con la ayuda de un destornillador, supo presionar hasta que el cura soltó el nombre de la chica.
Sacó un palillo del bolsillo de su camisa y se hurgó los dientes, feliz por las excelentes perspectivas que le brindaba la tarde. Solo le preocupaba que había cometido un pequeño fraude ocultándole al Negro que la "paloma" iba acompañada de un tipo, el maromo que se la cepillaba. Ya le había hecho una visita a su apartamento por si acaso, pero por el precio de la operación estaba dispuesto a hacer un trabajo extra con él.
Cuando acabó de hablar con el Negro, hacía apenas unos minutos que los había visto salir del banco contentos, señal inequívoca, junto a la bolsa de él, de que habían retirado el dinero. Ahora, los seguía por la autopista en dirección a Francia. La primera idea de Nothos fue abordarlos en plena autopista, cuando ningún otro coche circulara en ese tramo, y sacarlos de la vía, pero el exceso de celo de las autoridades de tránsito europeas, que habían sembrado de cámaras hasta el último kilómetro de asfalto, le disuadió de hacerlo. Ya llegaría el momento, siempre llegaba.
La furgoneta había salido de Suiza apenas hacía una hora y subía por la autopista A-40 en dirección a París. No quería perder el contacto visual y la seguía a una distancia prudencial. Aprovechó una parada a la altura de Mâcon para comprobar el estado de sus herramientas de trabajo. Escogió una de sus favoritas, una Beretta corta de nueve milímetros, y le introdujo en el vientre un cargador con ocho balas. Suficiente para intimidar a alguien en una distancia de hasta ocho o diez metros. No pensaba estar demasiado más alejado de su objetivo cuando llegara el momento. Había planeado subir a la furgoneta y forzar a la pareja a abandonar el camino. Sería mucho más fácil si conseguía apartarlos hasta algún lugar deshabitado. Después de repostar, entraron en el área de servicio y decidió ir tras ellos como cualquier otro viajero en busca de café. En la sala había quince personas, aparte de él, y en la tienda al lado de la cafetería, veintitrés. Dejó que se le adelantaran frente a la máquina expendedora de brebajes calientes y los examinó con detenimiento. Fue el maromo quien sacó dos cafés con leche mientras la "paloma" lo esperaba en una de las mesas circulares del establecimiento. Nothos metió un par de euros, sacó lo que equivalía al primer botón de la máquina, y se colocó en la mesa contigua. Él no parecía muy fuerte, ni tampoco muy rápido. Estaba convencido de que, cuando viera la pistola, suplicaría como un niño, ya lo había visto muchas veces. Ella le preocupaba más, desconocía el estado de entrenamiento de la chica. Podía saber artes marciales e incluso ir armada. El Negro no le había advertido de nada de eso. Era más bien alta, sobre todo para ser mujer, de piel oscura y el cabello negro recogido en una cola no muy larga. También vio sus ojos, le gustaron. Quizás en otra ocasión, o si trabajara para otro cliente, se habría cobrado una tarifa más elevada, pero con el Negro convenía no jugar demasiado, así que se metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y abortó con un fuerte apretón la erección que comenzaba a ser inminente.
Tiró su vaso de cartón a la papelera y salió, se metió en su Toyota todoterreno y encendió el motor. Sentía que el momento se aproximaba.