20
Amara le gritó una orden al sanador más cercano para que cuidase a Heddy y llamó a Cirrus. Su furia se arremolinó a su alrededor y el viento levantó una nube de polvo que delineó la silueta vaga de un caballo de patas largas en medio del viento. Amara gritó y sintió cómo Cirrus la elevaba del suelo hacia el cielo abierto por encima de Aricholt.
Giró en círculos, moviendo los ojos por el suelo que tenía debajo y hacia el cielo por encima, asumiendo lo que estaba ocurriendo.
En el recinto a sus pies, vio a los legionares saliendo a la carrera del enorme granero de piedra. El último hombre dejó escapar un grito y cayó de repente al suelo, golpeando con fuerza el suelo de piedra. Algo lo agarraba por el tobillo y empezó a arrastrarlo de vuelta al interior del granero. El soldado gritó y sus compañeros legionares dieron la vuelta inmediatamente para ayudarle.
Amara levantó las manos a la altura de los ojos, con las palmas enfrentadas, y colocó a Cirrus en el aire delante de su cara, concentrando el viento para que doblase la luz y acercase su visión a varias decenas de metros del granero de piedra.
La espada del legionare golpeaba una extremidad brillante, negra y de aspecto duro como nada que Amara hubiera visto nunca, excepto quizá las pinzas de una langosta. La espada se hundió en la pinza del vord, pero solo un poco. El legionare golpeó una y otra vez, pero solo consiguió reducir la fuerza de la pinza y no la pudo cortar por entero.
Los hombres alejaron a rastras del granero a su compañero herido, con la bota rebotando y girada en un ángulo horrible.
El guerrero vord los siguió y salió a la luz del sol.
Amara miró a la criatura y sintió que se quedaba helada. El guerrero vord era del tamaño de un poni, y debía tener un peso de unos doscientos kilos. Estaba cubierto por unas placas de aspecto resbaladizo y lustre lacado formadas por algún tipo de cuero oscuro. Cuatro extremidades surgían rectas a los lados de un cuerpo central giboso, redondeado y encorvado como el torso de una pulga. La cabeza se extendía desde ese cuerpo sobre un cuello corto y segmentado. Espinas y espirales de quitina rodeaban la cabeza y un par de ojos diminutos, hundidos en unos huecos profundos, miraban con una malevolencia escarlata. Unas mandíbulas enormes y parecidas a un escarabajo sobresalían de esa cara quitinosa, y cada mandíbula terminada en una pinza como la que había herido al legionare.
El vord salió corriendo por la puerta en persecución de su presa, con su aspecto extraño, desgarbado y veloz. Dos de los legionares se dieron la vuelta para encararse con él, espada en mano, mientras el tercero alejaba a rastras al hombre herido. El vord avanzó con un salto repentino que lo llevó encima de uno de los legionares. El hombre se lanzó hacia un lado, pero no con la velocidad suficiente como para evitar que el vord lo derribara en tierra. Aterrizó sobre él y le atrapó la cintura entre las mandíbulas. Se fueron cerrando y el hombre chilló de dolor.
Su compañero cargó contra la espalda del vord, gritando y tajando furiosamente con su gladio corto y letal. Uno de los golpes impactó sobre una protuberancia redondeada en la espalda de la criatura, que dejó escapar un líquido verdoso, translúcido y viscoso.
Una serie de chasquidos parecidos a detonaciones salieron del vord, que soltó al primer legionare para darse la vuelta hacia el nuevo atacante y saltó como antes. El legionare se tiró hacia un lado y al aterrizar el vord le golpeó con dureza en el grueso cuello. El golpe mordió carne, aunque el cuero acorazado del vord casi no se abrió. Pero había sido suficiente para herirle.
Más líquido, nauseabundo y de un marrón verdoso, salió a borbotones de la herida y más chasquidos surgieron del monstruo. Se tambaleó hacia un lado, incapaz de mantener el equilibrio a pesar de las cuatro patas. El legionare recogió de inmediato a su compañero herido y empezó a alejar al hombre a rastras del vord sangrante y tambaleante. Se movía todo lo rápido que podía.
No fue suficiente.
Otra media docena de criaturas salieron a la carrera del granero como avispas enfurecidas de un panal y el chasquido zumbador del vord herido se convirtió en un coro extraño y terrorífico. El rugido vibrante aumentó y las espaldas gibosas y redondeadas de esas cosas se partieron de repente para dar paso a unas alas anchas y negruzcas, que les permitieron emprender el vuelo y abalanzarse sobre los legionares en retirada.
Los vord los destrozaron ante los ojos horrorizados de Amara.
Todo ocurrió con rapidez y de principio a fin no duró más que un puñado de segundos, sin que hubiera nada que se pudiera hacer para salvar a los legionares condenados.
Más vord surgieron de los otros edificios del recinto y Amara vio a tres de ellos saliendo por el pozo de la explotación. Oyó cómo Giraldi gritaba por encima del zumbido de crujidos rabiosos y una llamarada repentina se elevó en el aire cuando uno de los caballeros Ignus del capitán Janus descargó furias de fuego sobre uno de los vord atacantes.
Otro grito, este mucho más cercano, desplazó hacia arriba la mirada de Amara para ver a uno de los caballeros Aeris luchando contra un par de guerreros vord alados. El hombre extendió una mano y una ráfaga de viento con la fuerza de un huracán envió a uno de los vord dando vueltas hacia un lado, girando descontrolado hasta caer a tierra. Pero el segundo vord extendió las alas en el último momento y lo golpeó en el pecho, agarrándolo con las patas, mientras que las mandíbulas en forma de pinzas cortaban y arrancaban. El caballero chilló, y los dos se precipitaron hacia el suelo.
Por debajo de ella, los veteranos de la centuria de Giraldi se habían unido de inmediato para resistir juntos, con la espalda apoyada en la muralla de piedra del recinto y con uno de los edificios asegurando uno de los flancos. Ocho o nueve de los vord saltaron hacia delante para encontrarse con un muro sólido de pesados escudos y hojas legionares en la primera fila, mientras que las dos filas posteriores blandían las lanzas en una colaboración letal con sus compañeros del frente. Apoyándose entre ellos, los veteranos de Giraldi detuvieron la carga de los vord con los hombres gritando un desafío mientras blandían el acero frío y mortal. La sangre y el nauseabundo fluido de los vord salpicaron las piedras del patio.
La otra centuria tenía serios problemas. Solo la mitad de los hombres habían conseguido concentrarse y bolsas de una media docena de legionares o de un puñado de campesinos armadas estaban repartidas por la muralla y en el patio. Los vord ya habían dejado una docena de cadáveres desmembrados que se desangraban sobre las piedras. Atrapados y aislados, Amara sabía que los pequeños grupos de aleranos iban a morir en pocos minutos.
Oyó otro gritó justo debajo de ella, el lamento de un niño, y Amara bajó la mirada para ver cómo tres de los vord se dirigían al unísono hacia los sanadores y los supervivientes en el patio. No había nadie cerca para ayudarlos.
Con un aullido de terror y rabia, Amara blandió la espada y se precipitó en un vuelo en picado que habría superado a un halcón hambriento. No recuperó la horizontal hasta el último instante y pasó delante del vord que iba en cabeza. Al pasar golpeó con la espada y aunque no era especialmente fuerte, la velocidad del picado transmitió al golpe la fuerza de la embestida de un toro. La conmoción del impacto le subió por el brazo hasta el hombro y en los dedos sintió una explosión de pinchazos que los dejaron parcialmente entumecidos.
Amara pasó de largo y giró para encargarse de la defensa de los niños y sanadores en peligro. El vord en cabeza había quedado conmocionado por el golpe de Amara, que se había llevado limpiamente la mitad de una de sus mandíbulas, y un icor cenagoso marrón y verde salió a borbotones de la extremidad cercenada.
El vord movió la cabeza con violencia, recuperó el equilibrio y se volvió para cargar contra Amara, mientras sus dos compañeros atacaban a los sanadores.
El vord saltó hacia arriba, intentando aterrizar encima de Amara, pero la cursor ya había visto la táctica. Al saltar el vord, Amara extendió un brazo y llamó a Cirrus. Una ráfaga repentina de viento aullante impactó contra el vord a medio salto y lo precipitó con violencia contra la muralla exterior del recinto. Con un gruñido, Amara volvió a mover la mano y los vientos precipitaron la espalda de la criatura contra las piedras. Al golpearlas, se oyó un crujido y un desgarro. El vord pataleó y consiguió rodar para ponerse en pie con sus cuatro patas, pero ahora un fluido verde luminoso le corría por el recubrimiento de placas y goteaba hacia el suelo. Al cabo de unos segundos, el vord se acomodó suavemente en tierra, como una vela que quedase flácida al perder el viento.
Un grito a espaldas de Amara la obligó a darse la vuelta para ver que uno de los vord agarraba a Harger por la pierna con una de sus pinzas, rompiendo el hueso con un movimiento de su horrible cabeza. Amara pudo oír con claridad el terrible crujido.
El otro vord cerraba las mandíbulas alrededor de la cintura de otro sanador, moviendo la cabeza de un lado a otro hasta que se rompió el cuello del hombre. Entonces lo dejó caer y cargó contra los niños y Heddy, que estaban aterrorizados.
Amara quería gritar de frustración, pero entonces le lanzó una mirada al vord que había matado y al otro que había muerto delante del granero y se dio cuenta de algo importante.
Si estaba en lo cierto, había descubierto una debilidad que podía atacar.
Amara llamó de nuevo a Cirrus y salió disparada sobre las piedras del patio, precipitándose sobre el segundo vord, mientras sus ojos buscaban el blanco. Lo encontró y cuando pasaba veloz junto al vord, extendió el brazo con la espada corta para golpear la protuberancia bulbosa en la base del caparazón redondeado.
La espada atravesó la piel del vord y un borbotón repentino de icor verde atravesó el aire y manchó las piedras del patio. El vord parloteó y se quejó de aquella manera tan extraña que había oído antes y se empezó a tambalear adelante y atrás en plena confusión, dando a los niños la oportunidad de apartarse de la criatura. Amara se dio la vuelta a media altura, cambiando de dirección y se precipitó sobre el segundo vord, que había liberado el tobillo de Harger e intentaba atraparlo por la cintura.
Amara golpeó al pasar de largo, y la espada alcanzó de nuevo su objetivo. El icor verde medio luminoso volvió a teñir el aire. Harger salió rodando de debajo de las mandíbulas tremendamente flexibles del vord, a pesar del dolor que le ocasionaban sus heridas. El vord se giró para cargar medio atontado contra Amara, pero ella se elevó en el aire antes de que la pudiera alcanzar. El vord se tambaleó los últimos pasos, como si fuera incapaz de ver que su víctima ya no se encontraba allí, y se derrumbó sobre las piedras del patio.
Amara aterrizó al lado de los niños. Heddy y el sanador superviviente intentaban reunirlos y trasladarlos. Amara corrió hacia Harger.
—¡No! —le gruñó Harger, mientras le salía sangre del tobillo—. Mi señora, llevaos a los niños. Dejadme.
—En pie, sanador —replicó Amara, que se inclinó para agarrar el brazo derecho del hombre y se lo pasó sobre el hombro para poder soportar su peso cuando se levantase—. ¡Hacia la centuria de Giraldi! —les gritó a los otros dos adultos.
Una sombra cayó sobre ellos.
Amara levantó los ojos y vio a más vord que descendían desde el cielo, con sus alas rígidas zumbando como una oleada de sonido furioso. Al menos una docena de las criaturas estaban descendiendo directamente hacia ella y con tanta velocidad que no había posibilidad de huir, aunque hubiera estado sola. Contempló cómo los vord descendían en un momento largo e interminable de miedo y se dio cuenta de que estaba a punto de morir.
Entonces se produjo una explosión y el fuego atravesó el aire, justo en medio de las filas de la formación de descenso de los vord. Se tambalearon y cayeron, parloteando con unos crujidos duros y ensordecedores incluso en medio de la vibración de las alas quemadas. Dos de ellos estallaron en llamas y desaparecieron del cielo. Se precipitaron al suelo en una espiral enloquecida, dejando un rastro de humo negro y nubes de carne abrasada hasta convertirse en ceniza fina.
Más estallidos de llamas letales mataron a más vord, pero una de las criaturas consiguió llegar a tierra sobre las piedras a unos pocos pasos de Amara y el herido Harger. Se dio la vuelta para atacarla y cuando Amara intentó agacharse, el peso de Harger la arrastró repentinamente hacia abajo.
Entonces se oyó el zumbido profundo del arco pesado de un maestro en el artificio de la madera y una flecha se hundió en el ojo izquierdo del vord, penetrando a tanta profundidad que solo se veían las plumas marrones y verdes. El vord chasqueó en lo que parecía un grito de agonía, mientras sufría convulsiones, y un latido más tarde una segunda flecha se alojó en el otro ojo de la criatura.
El capitán Janus cargó contra el vord cegado con un pesado mandoble de dos manos que sostenía solo con la mano derecha. Janus gritó, movió la espada con un poder sobrehumano y golpeó con limpieza a través del cuello acorazado del vord, cortando la cabeza del cuerpo, mientras se derramaba el icor apestoso.
—¡Vamos! —gritó Bernard, y Amara levantó la mirada para ver como se acercaba corriendo, con el arco en la mano y las flechas verdes y marrones saltando en la aljaba de guerra que le colgaba de la cadera.
Bernard agarró a Harger, se lo colocó sobre un hombro y se precipitó hacia la puerta de la gran sala de la propiedad.
Amara se puso en pie para seguirlo y levantó la mirada para ver que dos de los caballeros Ignus bajo el mando de Bernard flanqueaban la puerta abierta. Uno de ellos se concentró en uno de los vord voladores, cerró de pronto el puño y cobró vida otra flor de fuego que abrasó la carne de la criatura.
Amara se aseguró que se habían recogido todos los niños y se mantuvo cerca de Bernard. Detrás de ellos, oyó cómo Janus gritaba una orden y miró atrás para ver que el capitán de caballeros trotaba de espaldas espada en mano para defender la retaguardia. Dos artificios de fuego rugieron por encima de ellos cuando Amara entró corriendo en la gran sala, y otra explosión, esta vez más lejana, añadió su rugido sombrío al caos ensordecedor de la batalla.
Amara cayó de rodillas en cuanto estuvieron seguros en el interior, porque de repente su cuerpo estaba demasiado débil y cansado para soportar su peso. Se quedó tendida durante unos instantes, jadeando con fuerza, hasta que oyó cómo Bernard se acercaba a ella y se arrodillaba a su lado. Le tocó la espalda con una mano ancha.
—Amara —murmuró—, ¿estás herida?
Ella negó en silencio con la cabeza.
—Cansada —consiguió susurrar al fin—. Demasiado artificio por un día. —El mareo y las náuseas siguieron al cansancio, y le resultó en extremo difícil pensar en la idea de levantarse—. ¿Qué está pasando?
—No va bien —reconoció Bernard con voz sombría—. Nos han cogido desprevenidos.
Otro par de botas se acercaron con rapidez y Amara levantó la mirada y vio a Janus a su lado.
—Su Excelencia, mis caballeros han salvado a todos los que han podido de los que habían quedado aislados de la centuria de Félix, pero hasta ahora ha perdido a la mitad de sus hombres. La formación de Giraldi aguanta por el momento.
—¿Los auxiliares? —preguntó Bernard con voz tensa.
Janus negó con la cabeza.
El rostro del conde palideció.
—¿Doroga?
—El marat y su gargante se han unido a lo que queda de la centuria de Félix, junto con mis hombres. Sus defensas se están afirmando.
Bernard asintió.
—¿Los caballeros?
—Diez han caído —respondió Janus con una voz tranquila y sin emoción—. Todos nuestros caballeros Aeris cayeron intentando detener la llegada de la segunda oleada. Y Harmonus ha muerto.
El vientre de Amara le dio un retortijón nervioso. Un tercio de los caballeros de Guarnición estaban muertos y Harmonus había sido el artífice del agua más poderoso del destacamento. Los caballeros y las legiones se apoyaban mucho en la capacidad de sus artífices del agua para devolver a la acción a los heridos, y la muerte de Harmonus era un golpe demoledor tanto contra la capacidad táctica de las tropas como contra su moral.
—Por el momento los estamos manteniendo a raya —prosiguió Janus—. Los veteranos de Giraldi han perdido a un hombre y el apestoso gargante del marat está aplastando a esas cosas como si fueran insectos. Pero los artífices del fuego se están cansando y no podrán mantener este ritmo durante mucho tiempo.
Bernard asintió con un gesto seco.
—Tenemos que concentrar las fuerzas. Indica a Giraldi que se una a la centuria de Félix y tráelos aquí. No vamos a encontrar un sitio mejor para defendernos.
Janus asintió y se golpeó el corazón con el puño en señal de saludo, antes de darse la vuelta para regresar al caos ensordecedor de la lucha.
Pero al hacerlo, Amara oyó un chillido muy agudo, casi como el grito de un halcón. Antes de que se hubiera dispersado el sonido, un trueno siseante atravesó todo el recinto. Amara levantó la cabeza en dirección a la puerta y sin mediar palabra Bernard la cogió del brazo y la ayudó a ponerse en pie, antes de acercarse a su lado hasta la entrada.
Al llegar a ella, el trueno empezó a remitir y Amara levantó la mirada para ver a los vord en vuelo, docenas de ellos levantándose en el aire y retirándose hacia Garados.
—Huyen —comentó Amara en voz baja.
Bernard negó con la cabeza.
—Se están retirando de la incursión —le explicó en voz baja—. Mira el patio.
Amara frunció el ceño y lo hizo. La escena era de pesadilla: la sangre corría a través de las grietas en el patio embaldosado, marcando de escarlata el contorno de cada piedra y dejando aquí y allá pequeños charcos de un rojo intenso bajo el brillo del sol. El aire apestaba a sangre y vísceras, y al hedor acre y penetrante de los vord abrasados.
Los cadáveres destrozados y mezclados de caballeros y legionares cubrían el suelo. Mirara donde mirase, Amara vio los restos de soldados que habían estado vivos bajo el sol matinal. Ahora los muertos yacían en una maraña confusa de carne sin vida que hacía que fuera imposible que descansaran en una tumba que no fuera común.
En cuanto a los vord, habían matado a menos de treinta. La mayoría de ellos habían sido barridos del aire por los caballeros Ignus, aunque los hombres de Giraldi eran responsables de dos más y cuatro yacían aplastados en el extremo más alejado del patio bajo las patas con garras del gargante del jefe, Caminante.
Amara contó veintiséis vord muertos. Al menos el doble habían levantado el vuelo cuando se retiraron. Tal vez algunos hubieran muerto extramuros, pero no podían ser muchos.
Amara ya había visto antes la sangre y la muerte. Pero aquello había sido tan salvaje, tan repentino y mortal que sintió como si lo que había visto hubiera penetrado en su mente antes de tener la oportunidad de blindarla contra el horror. Su estómago se retorció de asco, y eso fue todo lo que pudo hacer para controlarse. No tuvo voluntad suficiente para evitar que las lágrimas le nublaran la visión y, misericordiosas, diluyeran aquella escena horrorosa en una neblina acuosa.
La mano de Bernard le apretó el hombro.
—Amara, tienes que descansar. Te enviaré a un sanador.
—No —se negó en voz baja—. Hay heridos. Primero deben ocuparse de ellos.
—Por supuesto —asintió Bernard—. Frederic —llamó—. Trae y monta algunos camastros. Traeremos aquí a los heridos.
—Sí, señor —respondió Frederic en algún punto situado a sus espaldas.
Lo siguiente que supo Amara fue que estaba tendida en un camastro, y Bernard extendía una sábana encima de ella. Estaba demasiado cansada como para protestar.
—Bernard —dijo.
—¿Sí?
—Ocúpate de los heridos. Que los hombres coman. Después nos tenemos que reunir para decidir el próximo paso.
—¿El próximo paso? —murmuró.
—Sí —respondió Amara—. Los vord nos han hecho daño. Otro ataque puede acabar con nosotros. Tenemos que considerar la posibilidad de retirarnos antes de conseguir más ayuda.
Bernard se quedó en silencio durante un momento.
—Los vord han matado a los gargantes y a los caballos, condesa —explicó—. De hecho, sospecho que ese era el objetivo del ataque: matar a los caballos y a los sanadores y herir a todos los legionares que pudieran.
—¿Por qué iban a hacer algo así? —preguntó Amara.
—Para dejarnos con un montón de heridos.
—Para atraparnos aquí —concluyó Amara.
Bernard asintió.
—Podemos huir, pero tendremos que dejar atrás a los heridos.
—Nunca —se negó Amara en redondo.
Bernard asintió.
—Entonces lo mejor será que descanses mientras puedas, condesa. No vamos a ninguna parte.