3
Amara estiró los brazos y arqueó la espalda cuando finalmente dejó atrás los pesados nubarrones sobre la costa del mar de Hielo y salió de la niebla fría y cegadora hacia la calidez gloriosa del sol naciente. Durante unos pocos segundos, los bordes de las nubes formaron remolinos cuando su furia del viento Cirrus la sacó de su seno, y ella pudo ver el aspecto de la furia en el movimiento de las nubes: la silueta fantasmal de un caballo esbelto y de patas largas, rápido, grácil y hermoso.
Las nubes se elevaban en picos y caían en valles como montañas enormes, todo un reino de gracia lenta y belleza sobrecogedora. El brillo dorado del sol de primavera las envolvía en llamas y a cambio ellas dividían la luz en bandas de colores que bailaban y giraban a su alrededor.
Amara rio por la alegría pura que transmitían. No importaba la frecuencia con la que volaba, la belleza de los cielos no dejaba de llenarle el corazón, y la sensación de libertad y fuerza solo se volvía más intensa. Amara llamó a Cirrus y la furia la elevó con tanta velocidad que el viento le estiró la piel sobre las mejillas, y parte de una nube del tamaño de la Ciudadela de Alera se convirtió en una columna a su paso. Amara puso su brazos en ángulo para que el viento al pasar girase a su alrededor en círculos mareantes, hasta que la cabeza le dio vueltas y el aire se empezó a enrarecer y enfriar.
La presencia de Cirrus le permitía respirar sin dificultad, al menos durante algún tiempo, pero el azul del cielo por encima de ella se empezó a oscurecer, y unos instantes más tarde empezó a ver las estrellas. El frío se hizo más intenso, y el propio Cirrus empezó a cansarse a medida que la furia luchaba por conseguir suficiente aire para mantenerla a flote.
Con el corazón desbocado por la excitación, le hizo una señal a Cirrus para que se detuviese.
Sintió cómo se frenaba el ascenso, y durante un segundo delicioso quedó suspendida entre las estrellas y la tierra. Y entonces giró el cuerpo como una buceadora y cayó. El corazón le latió con una aprensión eléctrica, y se apretó fuerte las piernas y los brazos a los costados, con la cara dirigida hacia la tierra que se encontraba a sus pies. Al cabo de unos segundos se precipitaba hacia abajo a mayor velocidad que en la subida, y los ojos se le empañaron con las lágrimas que provocaba el viento, hasta que Cirrus colocó una parte de su ser delante de ellos para protegerlos.
Al hacerse más denso el aire, volvió a llamar a Cirrus para que la impulsara y su velocidad se dobló y redobló, formándose a su alrededor un ligero halo de luz. Ante sus ojos aparecieron las suaves colinas verdes del valle de Calderon, que ya estaban desafiando al invierno con los primeros brotes. El valle fue creciendo con una lentitud engañosa.
Amara se sirvió de la velocidad, concentrando cada ápice de su voluntad en fortalecer su artificio de las furias y se colocó sobre la calzada que recorría toda la extensión del valle hasta alcanzar el asentamiento fortificado en su extremo oriental. Entonces apareció ante sus ojos el puesto avanzado de Guarnición.
Amara aulló de emoción, y extendió su poder hasta el límite, que provocó un trueno repentino y ensordecer. Jadeó y extendió brazos y piernas para detener la caída a unos trescientos metros del suelo del valle. Cirrus corrió a colocarse delante de ella para ayudarla a perder aún más velocidad y entonces ambos abandonaron la caída en picado, aprovechando la inercia para impulsarla como un rayo a lo largo de la calzada como una aullante ráfaga de viento huracanado. Agotada y jadeando por el esfuerzo de conseguir tanta velocidad, Amara se dirigió hacia las puertas de Guarnición, más rápida que una flecha lanzada por un arco. Recogió los vientos que se formaban a su alrededor a medida que se aproximaba a las puertas y el guardia que estaba de vigilancia sobre ella la saludó con la mano sin ni siquiera levantarse de la silla.
Amara sonrió y alteró el rumbo para detenerse sobre las almenas por encima de las puertas. Los vientos a su alrededor levantaron polvo y desechos que se elevaron en un remolino que iba formando una nube cada vez más grande alrededor del guardia, un centurión canoso llamado Giraldi. El viejo soldado bajo y fornido había estado pelando con la daga la piel arrugada de una manzana procedente de los almacenes de invierno, y dispuso sobre ella una punta de la capa escarlata y azur hasta que se asentó el polvo. Después siguió con la tarea.
—Condesa —saludó de manera despreocupada—. Me alegra veros de nuevo.
—Giraldi. —Le devolvió el saludo mientras se soltaba las correas de la mochila sellada del correo que llevaba a la espalda y la dejaba caer—. La mayoría de los soldados se ponen en pie y saludan cuando la nobleza viene de visita.
—La mayoría de los soldados no tienen un culo tan pelado como el mío —replicó alegre.
«Ni la mayoría de ellos lucen en los pantalones del uniforme los galones escarlatas de la Orden del León, la recompensa personal al valor del Primer Señor», pensó Amara, e intentó no sonreír.
—¿Qué haces de guardia? Creía que el mes pasado había traído los papeles de tu ascenso.
—Así es —confirmó Giraldi y se comió un trozo arrugado de la piel de la manzana—. Lo rechacé.
—¿Tu ascenso?
—Cuervos, muchacha. —Juró con una cierta alegría por su atentado contra la delicadeza que pedía la tradición teniendo en cuenta su sexo—. Me he burlado de los oficiales durante toda mi carrera. ¿Qué tipo de idiota creéis que soy para convertirme en uno de ellos?
Amara no lo pudo resistir más y rio a carcajadas.
—¿Puedes enviar a alguien para que avise al conde de que he llegado con despachos?
Giraldi bufó.
—Me parece que ya lo habéis avisado en persona. No conozco a muchas personas que cuando lleguen provoquen un trueno tan grande que haga temblar todos los platos del valle. Todo aquel que no sea sordo ya sabe que estáis aquí.
—Entonces te agradezco tu cortesía, centurión —se burló de él, mientras pasaba la mochila sobre un hombro y se encaminaba hacia la escalera. Sus cueros de vuelo crujieron al hacerlo.
—Es vergonzoso que una chica guapa vaya por ahí vestida de esa manera —se quejó Giraldi—. Ropa de hombre. Y demasiado ceñida para ser decente. Poneos un vestido.
—Esto es más práctico —respondió Amara mirando hacia atrás.
—Ya me doy cuenta del aspecto tan práctico que tenéis cada vez que venís a ver a Bernard —replicó Giraldi mientras arrastraba las palabras.
En contra de su voluntad, Amara notó que se le ruborizaban las mejillas, aunque entre el viento y el frío del vuelo dudaba que se le notase. Descendió hacia el patio occidental del campamento. Cuando Bernard tomó el mando de Guarnición en sustitución del anterior conde, Gram, ordenó que limpiasen todas las señales de la batalla que había tenido lugar justo hacía dos años. A pesar de ello, Amara siempre tenía la sensación de que aún podía ver manchas de sangre que habían pasado por alto, aunque sabía que toda la sangre derramada se había limpiado.
Lo que permanecían eran las manchas que había dejado en sus pensamientos y en su corazón.
Esta idea la despejó un poco, pero en realidad no le estropeó la sensación de felicidad que tenía aquella mañana. Se recordó que la vida allí, en la frontera oriental de Alera, podía ser dura y difícil. Miles de aleranos habían encontrado la muerte sobre el suelo de ese valle, y decenas de miles de marat. Aquel lugar había sido conquistado con dureza, peligros, traiciones y violencia durante casi un siglo.
Pero eso había empezado a cambiar, en gran parte gracias a los esfuerzos y el valor del hombre que lo supervisaba para la Corona, y por el que ella había cabalgado sobre los vientos más altos para verlo.
Bernard salió sonriendo del alojamiento del comandante en el centro del campamento. Aunque el corte de su ropa era un poco más elegante, y la tela un poco más fina, seguía luciendo los verdes y marrones sobrios del estatúder libre que había sido, en lugar de los colores más brillantes que proclamarían su linaje y relaciones. Era alto y con el cabello oscuro marcado por un principio de gris que, como la barba, llevaba cortado al estilo de las legiones. Se detuvo para sostenerle la puerta a una doncella que iba cargada con ropa para lavar, y después se acercó a Amara con zancadas largas y confiadas. Esta pensó que Bernard tenía la constitución de un oso y se movía como un gato salvaje, y desde luego era más guapo que cualquier hombre a quien hubiera conocido. Pero lo que más le gustaban eran sus ojos. Los ojos gris verdosos eran como el propio Bernard: claros, abiertos, honestos y no perdían detalle.
—Conde —murmuró cuando se acercó y le ofreció la mano.
—Condesa —respondió él.
En sus ojos pudo ver un brillo que provocó que el corazón de Amara se acelerase un poco más cuando él cogió su mano con unos dedos delicados y se inclinó sobre ellos. Amara creyó que podía sentir su voz profunda en las entrañas cuando le dijo:
—Bienvenida a Guarnición, lady Cursor. ¿Habéis tenido un buen viaje?
—Por fin, ahora que ha mejorado el tiempo —respondió ella, y descansó la mano sobre el brazo de él mientras se dirigían a su oficina.
—¿Cómo están las cosas en la capital?
—Más entretenidas de lo habitual —contestó Amara—. El Consorcio Esclavista y la Liga Diánica están enfrascados en un duelo por las calles, y los senadores casi no pueden salir de casa sin verse asaltados por un partido o por el otro. Las ciudades del sur están haciendo todo lo posible por subir los precios de la cosecha de este año, como señal de protesta por la avaricia y las malas artes de los señores de la Muralla, mientras las ciudades de la Muralla exigen un aumento de los impuestos del sur miserable.
Bernard gruñó.
—¿Su Majestad?
—En buena forma —respondió Amara.
Le gustaba inhalar por la nariz mientras andaban, porque Bernard olía a pinaza, cuero y humo de leña, y a ella le gustaba este aroma.
—Pero este año ha realizado menos apariciones públicas que el año anterior. Se han extendido rumores de que al final le está fallando la salud.
—¿Y cuándo no los ha habido?
—Exacto. Tu sobrino es un alumno aventajado de la Academia, según todos los informes.
—¿De verdad? ¿Por fin ha…?
Amara negó con la cabeza.
—No. Y han llamado a una docena de maestros del artificio para examinarlo y trabajar con él. Pero nada.
Bernard suspiró.
—Pero, por lo demás, lo está haciendo de manera excelente. Todos los instructores están muy impresionados con la manera en que funciona su mente.
—Bien —reconoció Bernard—. Estoy orgulloso de él. Siempre le enseñé que no debía dejar que su problema se interpusiera en su camino. Esa inteligencia y su habilidad le llevarán más lejos que el dominio de las furias. Pero a pesar de eso, tenía la esperanza… —Suspiró, dedicando una inclinación de cabeza respetuosa a un par de legionares callidus que pasaron a su lado después de salir del comedor acompañados de sus esposas que oficialmente no existían—. ¿Qué órdenes envía el Primer Señor?
—Los despachos habituales y las invitaciones al Festival para ti y para los estatúder del valle.
Bernard arqueó una ceja.
—¿También ha enviado una para mi hermana?
—En especial para tu hermana —respondió Amara, quien frunció el ceño cuando entraron en la residencia del comandante y subieron la escalera hasta el despacho privado de Bernard—. Hay muchas cosas que necesitas saber, Bernard. Su Majestad me pidió que os informara a ambos sobre las circunstancias que rodean su asistencia. En privado.
Bernard asintió y abrió la puerta.
—Ya me parecía, porque ya ha hecho las maletas para el viaje. La avisaré y llegará esta tarde.
Amara entró en la habitación, mirando de reojo.
—¿Esta tarde?
—Hummm. Quizá no llegue hasta mañana por la mañana. —Bernard cerró la puerta a sus espaldas, y por casualidad corrió el pestillo, mientras se apoyaba en ella—. Sabes, Giraldi tiene razón, Amara. Una mujer no debería vestirse con cueros tan ajustados como esos.
Ella parpadeó con inocencia.
—¡Oh! ¿Por qué no?
—Hace que un hombre empiece a imaginarse cosas.
Ella se movió con lentitud. En el fondo, Bernard era un cazador y un hombre dotado de gran paciencia cuando era necesario. Amara había descubierto que hallaba gran placer en poner a prueba esa paciencia.
Y resultaba aún más placentero el que la perdiera.
Amara empezó a soltar de la trenza el cabello color miel oscura.
—¿Qué tipo de cosas, Vuestra Excelencia?
—Que deberías llevar un vestido —contestó con una voz en la que empezaba a aparecer un ligerísimo tono semejante al gruñido de una bestia. Le brillaron los ojos mientras la veía soltarse el cabello.
Amara deshizo los enredos del cabello con una precisión deliberada y se lo empezó a peinar con los dedos. En el pasado había llevado el cabello mucho más corto, pero se lo había dejado crecer desde que descubrió que a Bernard le gustaba que lo llevase largo.
—Pero si fuera con un vestido —le explicó—, el viento lo haría jirones. Y cuando viniese a verte, mi señor, Giraldi y sus hombres se quedarían mirando todo lo que los jirones no cubren. —Volvió a parpadear y dejó que el cabello le cayera en ondas desordenadas sobre los hombros, enmarcándole la cara. Contempló cómo sus ojos se entornaban de placer ante esta visión—. No podría ir por ahí con ese aspecto delante de una multitud de legionares. Como le he explicado al buen centurión, tan solo es una cuestión práctica.
Bernard se apartó de la puerta y se acercó a ella con pasos lentos. Se inclinó sobre ella y cogió la mochila de correo que aún llevaba colgada. Las puntas de los dedos se entretuvieron ligeramente sobre su hombro al hacerlo, y ella apenas tuvo la sensación de sentirlas a través de la chaqueta. Bernard era un artífice de la tierra de un poder formidable, y ese tipo de personas siempre llevaban consigo cierta sensación de algo puramente instintivo, de un deseo físico ciego que los rodeaba como su fuera un perfume tangible. Amara lo había sentido la primera vez que lo vio, y muchas más veces desde entonces.
Y cuando él se esforzaba, conseguía que su paciencia fuera la primera en desaparecer. No era justo, pero debía admitir que no tenía por qué quejarse de los resultados.
Bernard dejó a un lado la mochila de los despachos, y siguió avanzando hasta que su cuerpo presionó las caderas de Amara contra el escritorio y la obligó a que se echara un poco atrás para apartarse de él.
—No, no lo es —replicó en voz baja, y ella sintió cómo le recorría un escalofrío lento y animal ante su presencia.
Bernard levantó una mano y le tocó la mejilla con la punta de los dedos. Después la fue deslizando hasta su hombro, y bajó por el costado hasta las caderas. La caricia de sus dedos dejó un rastro, y le hizo sentirse sin aliento y con una necesidad urgente. Bernard dejó la mano sobre la cadera y le dijo:
—Si fuera práctico, lo podría apartar de mi camino con un solo gesto. —Se inclinó hacia delante y rozó su mejilla con los labios, ocultando la nariz y la boca en su cabello—. Hummm. Tenerte con un solo gesto. Eso sí que sería práctico.
Amara intentó alargar el momento, pero no lo veía desde hacía semanas y, casi contra su voluntad, sintió el placer sinuoso de su cuerpo que ansiaba y se amoldaba al de Bernard, con una pierna que se enredaba en su pantorrilla. Entonces él inclinó la boca sobre la suya y la besó, y la calidez lenta y sensual del delicioso sabor de su boca alejó cualquier otro pensamiento.
—Estás haciendo trampas —susurró Amara un momento después, jadeando mientras deslizaba las manos bajo su túnica para sentir los músculos pesados y calientes de su espalda.
—No lo puedo evitar —gruñó Bernard. Él le abrió la parte delantera de la chaqueta y ella se arqueó hacia atrás, dejando que el aire frío traspasara el lino fino de su ropa interior—. Te deseo. Ha pasado demasiado tiempo.
—No pares —murmuró Amara, aunque el tono parecía un gemido muy bajo—. Demasiado tiempo.
Resonaron unas botas que subían por la escalera ante el despacho de Bernard.
Un escalón cada vez.
Ruidosas.
Bernard dejó escapar un gruñido de irritación con los ojos cerrados.
—¡Ejem! —tosió la voz de Giraldi desde el exterior—. ¡Atchis! Menudo resfriado he pescado. Sí, señor, un resfriado. Tendré que ver a un sanador.
Bernard se enderezó y Amara tuvo que obligar a sus dedos a que se alejasen de él. Ella recuperó la vertical y perdió un poco el equilibrio, así que se sentó sobre el borde del escritorio de Bernard, con la cara enrojecida e intentando ajustar de nuevo todos los cierres de la chaqueta.
Bernard volvió a meter la túnica más o menos bajo el cinturón, pero los ojos le brillaban con una rabia tranquila. Se acercó a la puerta, y a Amara le sorprendió el enorme tamaño del hombre mientras la abría y se quedaba en el quicio, encarado con el centurión que se encontraba en el exterior.
—Lo siento, Bernard —se disculpó Giraldi—. Pero… —Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro y Amara no pudo escuchar el resto.
—Cuervos —soltó Bernard en una maldición repentina y salvaje.
Amara alzó la cabeza ante el tono de su voz.
—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó el conde.
—Menos de una hora. ¿Zafarrancho de combate? —preguntó Giraldi.
Bernard apretó las mandíbulas.
—No. Despliega tu centuria en las murallas. Uniforme de paseo.
Giraldi frunció el ceño con la cabeza inclinada a un lado.
—No nos disponemos a luchar. Formamos una guardia de honor. ¿Entendido?
—Perfectamente, Vuestra Excelencia —respondió Giraldi con una voz gangosa a causa de su nariz varias veces rota—. Queréis a nuestra mejor centuria con el equipo de combate completo para que les pueda dar una patada en el culo a los marat si alguno tiene la intención de luchar; pero si no lo hacen desea que el centurión más hermoso y encantador presente los saludos para que se sientan muy bienvenidos.
—Buen hombre.
La sonrisa de Giraldi desapareció y bajó la voz con una expresión franca pero sin miedo.
—¿Crees que se está preparando un combate?
Bernard dio una palmada en el hombro del viejo soldado.
—No. Pero quiero que le digas en persona al capitán Gregor de los caballeros y a los demás centuriones que podría ser una buena idea el que realizaran una inspección de equipos y armas en sus barracones durante un rato, por si estoy equivocado.
—Sí, Vuestra Excelencia —confirmó Giraldi, quien golpeó el puño contra el corazón en un estricto saludo legionare, se despidió de Amara con un movimiento de cabeza y se fue.
Bernard se volvió hacia un armario de madera grande y fuerte, y lo abrió. Sacó una chaqueta de combate vieja y desgastada y se la puso con movimientos precisos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Amara.
Bernard le entregó una hoja corta y ancha en una funda que iba unida a un cinturón.
—Puede que tengamos problemas.
El gladio era la espada corta de los legionares, y el arma más común en el Reino. Amara estaba muy familiarizada con él, y se ajustó el cinturón sin necesidad de mirarse los dedos.
—¿Qué quieres decir?
—Hay una partida de guerra marat en la llanura —respondió Bernard—. Vienen en esta dirección.