8. Por qué la abuela se marchó furiosa
Las dos personas de Berlín a quienes más añoraba Bruno eran los abuelos. Vivían en un pisito cerca de los puestos de fruta y verdura, y en la época en que el niño se mudó a Auschwitz, el Abuelo tenía casi setenta y tres años, lo cual, según él, lo convertía en el hombre más anciano del mundo. Una tarde había calculado que si vivía ocho veces los años que había vivido hasta entonces, seguiría teniendo un año menos que el Abuelo.
El Abuelo regentaba un restaurante en el centro de la ciudad, y uno de sus empleados era el padre de Martin, el amigo de Bruno, que trabajaba de cocinero. Aunque el Abuelo ya no cocinaba ni servía mesas, se pasaba el día en el restaurante; por la tarde se sentaba a la barra y charlaba con los clientes, y por la noche cenaba allí y se quedaba hasta la hora de cerrar, riendo con sus amigos.
La Abuela parecía mucho más joven que las abuelas de los otros niños. De hecho, cuando Bruno se enteró de la edad que tenía —sesenta y dos años— se llevó una sorpresa. Ella había conocido al Abuelo cuando era joven, después de uno de sus conciertos, y éste la había convencido para que se casara con él, pese a todos sus defectos. La Abuela tenía el cabello largo y pelirrojo, asombrosamente parecido al de su nuera, y los ojos verdes, y aseguraba que aquello se debía a que en su familia había sangre irlandesa. Bruno siempre sabía cuándo una reunión familiar estaba a punto de animarse: la Abuela se situaba cerca del piano hasta que alguien se sentaba en la banqueta y le pedía que cantara.
—Pero ¡qué dices! —exclamaba ella, poniéndose una mano sobre el pecho como si la idea le cortara la respiración—. ¿Me estás pidiendo que cante una canción? Imposible, imposible. Me temo, joven, que mis días de cantante han pasado a la historia.
—¡Que cante, que cante! —la animaban los invitados, y tras una pausa apropiada, que a veces duraba hasta diez o doce segundos, la Abuela cedía y se volvía hacia el joven que se había sentado al piano mientras decía con desparpajo:
—La Vie en Rose, en mi bemol menor. Y no pierdas el compás en los cambios.
En casa de Bruno, el momento culminante de las fiestas era cuando la Abuela cantaba, que por algún extraño motivo siempre coincidía con el momento en que Madre abandonaba el salón donde estaban los invitados y se iba a la cocina con alguna de sus amigas. Padre siempre se quedaba a escuchar, y Bruno también porque nada le gustaba más que oír a la Abuela cantar a pleno pulmón y, al final, empaparse de los aplausos de los invitados. Además, La Vie en Rose era una canción que le producía escalofríos y le erizaba el vello de la nuca.
A la Abuela le gustaba pensar que Bruno o Gretel seguirían sus pasos y serían artistas, y en todas las Navidades y fiestas de cumpleaños montaba una pequeña obra de teatro que los tres interpretaban para Madre, Padre y el Abuelo. Ella misma escribía aquellas obras, y en opinión de Bruno, siempre se quedaba para ella los mejores papeles, aunque a él no le importaba. Siempre había alguna canción —«¿Me estás pidiendo que cante una canción?», preguntaba ella antes— y una oportunidad para que Bruno hiciera algún truco de magia y Gretel bailara. El niño se encargaba de poner el broche final a la obra recitando un largo poema de algún Gran Poeta; le costaba mucho entender aquellas composiciones, pero, curiosamente, cuanto más las leía más bonitas sonaban las palabras.
Sin embargo, eso no era lo mejor de aquellas pequeñas funciones. Lo mejor era que la Abuela hacía disfraces para Bruno y Gretel. Fuera cual fuese el papel, y aunque el de Bruno resultara muy pequeño comparado con el de su hermana o su abuela, él siempre se disfrazaba de príncipe o de jeque árabe, y en una ocasión hasta de gladiador romano. Había coronas, y cuando no había coronas había lanzas. Y cuando no había lanzas había látigos o turbantes.
Nadie sabía con qué los sorprendería la Abuela la siguiente ocasión, pero, una semana antes de Navidad, hacía ir a Bruno y Gretel a su casa todos los días para ensayar.
Claro que la última obra de teatro que habían interpretado terminó como el rosario de la aurora y Bruno todavía la recordaba con tristeza, aunque no estaba muy seguro de qué había desencadenado la discusión.
Aproximadamente una semana antes, se había notado mucho nerviosismo en la casa, algo que tenía que ver con que, de pronto, María, el cocinero y Lars —el mayordomo— debían dirigirse a Padre llamándolo «comandante», igual que todos los soldados que entraban, salían y utilizaban la casa —o al menos eso le parecía a Bruno— como si vivieran allí. Durante semanas todos habían estado muy nerviosos. Primero, el Furias y la hermosa rubia habían ido a cenar, algo que había paralizado la casa por completo, y luego aquello de llamar a Padre «comandante». Madre había dicho a Bruno que felicitara a Padre y él lo había hecho, aunque sinceramente (y él siempre procuraba ser sincero consigo mismo) no entendía muy bien el motivo de esa felicitación.
El día de Navidad, Padre se puso el uniforme nuevo, el almidonado y planchado que ahora llevaba todos los días, y la familia al completo lo aplaudió cuando hizo su primera aparición vestido de esa guisa. Era verdaderamente especial, hacía que destacara entre los otros soldados que entraban y salían de la casa, y daba la impresión de que ellos lo respetaban más desde que llevaba su uniforme nuevo. Madre se acercó a él, lo besó en la mejilla y le pasó una mano por la parte delantera de la chaqueta, admirando la calidad de la tela. Los galones del uniforme fue lo que más impresionó a Bruno, y tras comprobar que tenía las manos limpias le dejaron ponerse la gorra un rato.
El Abuelo se mostró muy orgulloso de su hijo cuando lo vio con su nuevo uniforme; la Abuela fue la única que no parecía impresionada. Después de cenar y después de que Gretel y Bruno hubieran representado su nueva obra, ella se sentó con aire taciturno en una butaca y miró a Padre, sacudiendo la cabeza como si su hijo le hubiera dado un tremendo disgusto.
—Quizá me equivoqué en eso, ¿no crees, Ralf? —le dijo—. Quizá las obras que te hacía interpretar cuando eras niño te condujeron a esto. A disfrazarte como una marioneta.
—Por favor, Madre —repuso Padre, comprensivo—. Sabes muy bien que no es el momento.
—Qué orgulloso estás de tu uniforme —continuó ella—, como si te convirtiera en algo especial. En realidad ni siquiera te importa lo que significa. Lo que representa.
—Nathalie, antes ya hemos hablado de esto —intervino el Abuelo, aunque todos sabían que cuando la Abuela tenía algo que decir, lo decía, por muy inoportuno que resultara.
—Antes has hablado tú, Matthias —precisó la Abuela—. Yo no era más que la pared vacía a la que dirigías tus palabras. Como siempre.
—Estamos en una celebración familiar, Madre —dijo Padre exhalando un suspiro—. Es Navidad. Tengamos la fiesta en paz.
—Me acuerdo de cuando empezó la Gran Guerra —comentó el Abuelo con orgullo, contemplando el fuego y moviendo la cabeza—. Recuerdo el día que llegaste a casa y nos anunciaste que te habías alistado. Yo estaba seguro de que te pasaría algo.
—No le pasó nada, Matthias —insistió la Abuela—. Y si no, échale un vistazo.
—Y mírate ahora —continuó el Abuelo, haciendo caso omiso de su esposa—. Me enorgullece verte ascendido a un cargo de tanta responsabilidad. Ver cómo ayudas a tu país a recuperar su orgullo después de las grandes injusticias que se han cometido contra él. Los innumerables castigos…
—¿Pero tú te estás oyendo? —exclamó la Abuela—. ¿Cuál de vosotros dos es el más necio?
—Nathalie —terció Madre para serenar los ánimos—, ¿no crees que Ralf está muy guapo con su nuevo uniforme?
—¿Guapo? —repitió la Abuela, inclinándose hacia delante y mirando a su nuera como si ésta hubiera perdido el juicio—. ¿Has dicho guapo? ¡Qué ingenua eres! ¿Crees que eso es lo que importa? ¿Estar guapo?
—¿Y yo? ¿Estoy guapo con mi disfraz de presentador? —preguntó Bruno, porque eso era lo que llevaba aquella noche en la fiesta, el traje rojo y negro de un presentador de circo, y estaba encantado con él. Sin embargo, lamentó inmediatamente haber hablado, porque todos los adultos los miraron, a él y a Gretel, como si hubieran olvidado por completo que se encontraban allí.
—Niños, arriba —dijo rápidamente Madre—. Subid a vuestras habitaciones.
—¿Por qué? —protestó Gretel—. ¿No podemos jugar aquí abajo?
—No, niños —insistió ella—. Subid a vuestras habitaciones y cerrad la puerta.
—En fin, eso es lo único que os interesa a los soldados —continuó la Abuela, sin prestar atención a los niños—. Estar guapos con vuestros elegantes uniformes. Disfrazaros y hacer esas espantosas cosas que hacéis. Me dais vergüenza. Pero no te culpo a ti, Ralf, sino a mí misma.
—¡Niños, subid ahora mismo! —los apremió Madre dando palmadas, y ellos no tuvieron más remedio que obedecer.
Pero en lugar de ir derechos a sus habitaciones, se sentaron en el rellano de la escalera y trataron de oír lo que decían los adultos abajo. Sin embargo, las voces de Madre y Padre llegaban muy amortiguadas, la del Abuelo no se oía, y la Abuela arrastraba mucho las palabras y apenas se la entendía. Al final, pasados unos minutos, la puerta del salón se abrió de golpe y Gretel y Bruno subieron rápidamente unos escalones mientras la Abuela cogía su abrigo del perchero del recibidor.
—¡Vergüenza! —gritó antes de marcharse—. ¡Que mi propio hijo sea…!
—¡Un patriota! —gritó Padre, que quizá no había aprendido la norma de que uno no debe interrumpir a su madre cuando habla.
—¡Eso, un patriota! —replicó ella—. Mira qué gente viene a cenar a esta casa. Me dan ganas de vomitar. ¡Y cuando te veo con ese uniforme me dan ganas de arrancarme los ojos! —añadió antes de marcharse furiosa y cerrar con un portazo.
Bruno no había visto mucho a la Abuela desde aquel día, y ni siquiera había tenido ocasión de despedirse de ella antes de viajar a Auschwitz, pero la echaba tanto de menos que decidió escribirle una carta.
Un buen día tomó papel y pluma, se sentó y le contó lo desgraciado que se sentía allí y cuánto deseaba volver a su hogar de Berlín. Le habló de la casa y el jardín y el banco con la placa y la alta alambrada con los postes de madera y los rollos de alambre de espino y el árido terreno que había detrás y las cabañas y los pequeños edificios y las columnas de humo y los soldados, pero sobre todo le habló de la gente que vivía allí y de sus pijamas de rayas y sus gorras de rayas, y por último le dijo cuánto la echaba de menos y firmó así: «Tu nieto que te quiere, Bruno».