19. Lo que pasó el día siguiente
El día siguiente, viernes, también fue lluvioso. Cuando despertó por la mañana, Bruno se asomó a la ventana y se llevó una decepción al ver que llovía a cántaros. De no ser porque aquélla iba a ser la última oportunidad para él y Shmuel de pasar un rato juntos (por no mencionar que la aventura prometía ser muy emocionante, sobre todo porque incluía un disfraz), lo habría dejado para otro día y habría esperado hasta la semana siguiente, cuando no tenía planeado nada especial.
Sin embargo, las agujas del reloj seguían avanzando y él no podía remediarlo. Además, todavía era temprano y podían pasar muchas cosas desde aquel momento hasta última hora de la tarde, que era cuando solían encontrarse los dos amigos. Seguramente para entonces habría parado de llover.
Durante las clases de la mañana con herr Liszt, Bruno miró una y otra vez por la ventana, pero no parecía que fuera a remitir, pues la lluvia golpeaba ruidosamente los cristales. A la hora de comer, miró por la ventana de la cocina y comprobó que estaba amainando y que el sol incluso asomaba tímidamente por detrás de un nubarrón. Durante las clases de Geografía e Historia de la tarde siguió mirando, pero la lluvia volvió a arreciar aún más y amenazó con romper los cristales de la ventana.
Por fortuna, paró de llover cuando herr Liszt estaba a punto de marcharse, así que Bruno se puso unas botas y su pesado abrigo, esperó a que no hubiera nadie a la vista y salió de la casa.
Sus botas chapoteaban por el barro y Bruno disfrutó más que nunca con el trayecto. A cada paso que daba se arriesgaba a tropezar y caerse, pero eso no llegó a suceder y consiguió mantener el equilibrio, incluso en un tramo del camino particularmente difícil, cuando levantó la pierna izquierda, la bota quedó enganchada en el barro y el pie se le salió.
Bruno miró el cielo, y aunque todavía estaba muy oscuro, pensó que, como había llovido mucho todo el día, seguramente estaría a salvo aquella tarde. Después, cuando llegara a casa, no iba a ser fácil justificar por qué iba tan sucio; pero aquello podría atribuirse a que era el típico niño, como siempre afirmaba Madre; no creía que tuviera muchos problemas. (Madre llevaba varios días más contenta de lo habitual, mientras iban cerrando las cajas con todas sus pertenencias y las cargaban en un camión para enviarlas a Berlín).
Cuando Bruno llegó al tramo de la alambrada donde solían encontrarse, Shmuel estaba esperándolo, y por primera vez no estaba sentado con las piernas cruzadas y los ojos fijos en el suelo, sino de pie y apoyado contra la alambrada.
—Hola, Bruno —dijo cuando vio acercarse a su amigo.
—Hola, Shmuel.
—No estaba seguro de que volviésemos a vernos. Por la lluvia y eso —dijo Shmuel—. Pensé que quizá te quedarías en tu casa.
—Yo tampoco estaba seguro de poder venir —dijo Bruno—. Hacía muy mal tiempo.
Shmuel asintió y extendió los brazos hacia Bruno, que abrió la boca, asombrado. Shmuel le estaba mostrando unos pantalones de pijama, una camisa de pijama y una gorra de tela idénticos a los que vestía él. La ropa no parecía muy limpia, pero se trataba de un disfraz, y Bruno sabía que los buenos exploradores siempre llevaban la ropa adecuada.
—¿Todavía quieres ayudarme a encontrar a mi padre? —preguntó Shmuel, y Bruno se apresuró a asentir.
—Por supuesto —dijo, pese a que encontrar al padre de Shmuel no era tan importante para él como la perspectiva de explorar el mundo que había al otro lado de la alambrada—. No te dejaré en la estacada.
Shmuel levantó la parte inferior de la alambrada y le pasó la ropa, cuidando de que no tocara el suelo embarrado.
—Gracias —dijo Bruno, rascándose la pelada cabeza y preguntándose cómo no se le había ocurrido llevar una bolsa donde guardar su ropa, porque si la dejaba en el suelo se pondría perdida. Pero no tenía alternativa. Podía dejarla allí hasta más tarde y resignarse a encontrarla completamente manchada de barro, o podía suspenderlo todo, y eso, como sabe todo buen explorador, estaba descartado.
—Bueno, date la vuelta —dijo Bruno señalando a su amigo, que se había quedado allí plantado—. No quiero que me mires.
Shmuel obedeció, Bruno se quitó el abrigo y lo dejó con cuidado en el suelo. Luego se quitó la camisa y se estremeció ligeramente, pues hacía frío, antes de ponerse la camisa del pijama. Cuando se la pasó por la cabeza cometió el error de respirar por la nariz; no olía muy bien.
—¿Cuándo lavaron esto por última vez? —preguntó, y Shmuel se dio la vuelta.
—No sé si lo han lavado alguna vez —contestó.
—¡Date la vuelta! —ordenó Bruno, y Shmuel obedeció.
Bruno miró a izquierda y derecha una vez más, pero seguía sin haber nadie por allí, así que inició la difícil tarea de quitarse los pantalones mientras mantenía el equilibrio con una sola pierna. Le produjo una sensación muy extraña quitarse los pantalones al aire libre, y no quería ni imaginar lo que pensaría cualquiera que lo viera haciéndolo, pero al final, y con gran esfuerzo, logró completar la tarea.
—Ya está —anunció—. Ahora ya puedes mirar.
Su amigo se volvió en el preciso instante en que Bruno daba el toque final a su disfraz calándose la gorra. Shmuel parpadeó y meneó la cabeza. Era extraordinario. Si no fuera porque Bruno no estaba tan delgado ni tan pálido como los niños de su lado de la alambrada, habría costado distinguirlo de ellos. Casi podía decirse (o eso pensó Shmuel) que en realidad eran todos iguales.
—¿Sabes a qué me recuerda esto? —preguntó Bruno.
—¿A qué?
—A la Abuela. ¿Recuerdas que te hablé de ella? La que murió…
Shmuel asintió; Bruno le había hablado mucho de ella todo aquel año y le había explicado cuánto la quería y cómo lamentaba no haber tenido tiempo para escribirle más cartas antes de su muerte.
—Me recuerda a las obras de teatro que preparaba con Gretel y conmigo —dijo Bruno, y desvió la mirada mientras rememoraba aquellos días en Berlín, que formaban parte de los pocos recuerdos que se resistían a difuminarse—. Siempre tenía un disfraz adecuado para mí. «Si llevas el atuendo adecuado, te sientes como la persona que finges ser», solía decirme. Supongo que eso es lo que estoy haciendo ahora, ¿no? Fingir que soy una persona del otro lado de la alambrada.
—Quieres decir un judío —precisó Shmuel.
—Sí —afirmó Bruno, un poco turbado—. Exacto.
Shmuel señaló las pesadas botas de su amigo.
—Vas a tener que dejar las botas aquí —dijo.
Bruno se horrorizó.
—Pero… ¿y el barro? No querrás que vaya descalzo, ¿verdad?
—Si vas con esas botas te reconocerán —argumentó Shmuel—. No tienes opción.
Bruno suspiró, pero su amigo tenía razón, así que se quitó las botas y los calcetines y los dejó junto al resto de su ropa. Al principio le produjo una sensación muy desagradable pisar descalzo el barro; los pies se hundieron hasta los tobillos y cada vez que levantaba uno era peor. Pero luego empezó a gustarle.
Shmuel se agachó y levantó la base de la alambrada, que sólo cedió lo justo, por lo que Bruno tuvo que arrastrarse por debajo; al hacerlo, su pijama de rayas quedó completamente embarrado. Cuando llegó al otro lado y se miró, soltó una risita. Nunca había estado tan sucio, y le encantaba.
Shmuel rio también y ambos se quedaron juntos un momento, de pie, sin saber muy bien qué hacer, pues no estaban acostumbrados a estar en el mismo lado de la alambrada.
Bruno sintió ganas de abrazar a Shmuel y decirle lo bien que le caía y cuánto había disfrutado hablando con él durante todo ese año. Por su parte, Shmuel sintió ganas de abrazar a Bruno y darle las gracias por sus muchos detalles, por todas las veces que le había llevado comida y porque iba a ayudarlo a encontrar a su padre. Pero ninguno de los dos abrazó al otro.
Echaron a andar hacia el interior del campo alejándose de la alambrada, un recorrido que Shmuel había hecho casi todos los días desde hacía un año, desde el día que burló a los soldados y consiguió llegar a la única parte de Auschwitz que no parecía estar vigilada constantemente, un sitio donde había tenido la suerte de encontrar a un amigo como Bruno.
No tardaron mucho en llegar a donde iban.
Bruno abrió bien los ojos, dispuesto a maravillarse ante las cosas que vería. Había imaginado que en las cabañas vivían familias felices, algunas de las cuales, al anochecer, se sentarían fuera en mecedoras para contarse historias y comentar que todo era mejor antes, cuando ellos eran pequeños y tenían respeto por sus mayores, no como los niños de hoy en día. Pensaba que todos los niños y niñas que vivían allí estarían en diferentes grupos, jugando al tenis o al fútbol, brincando o trazando cuadrados en el suelo para jugar al tejo.
Había imaginado que habría una tienda en el centro y quizá una pequeña cafetería como las de Berlín; y se había preguntado si habría un puesto de fruta y verdura.
Pero resultó que todas las cosas que esperaba ver brillaban por su ausencia. No había personas adultas sentadas en mecedoras en los porches.
Y los niños no jugaban en grupos.
Tampoco había ningún puesto de fruta y verdura, ni ninguna cafetería como las de Berlín.
Lo único que había era grupos de individuos sentados, con la mirada clavada en el suelo y expresiones de espantosa tristeza; todos estaban terriblemente delgados, tenían los ojos hundidos y llevaban la cabeza rapada, por lo que Bruno dedujo que allí también había habido una plaga de piojos.
En una esquina vio a tres soldados que parecían estar al mando de unos veinte hombres; les estaban gritando. Algunos hombres habían caído de rodillas y permanecían en esa postura, protegiéndose la cabeza con las manos.
En otra esquina había más soldados, riendo y manipulando sus fusiles, apuntando hacia un lado y otro pero sin disparar.
De hecho, allá donde mirase, lo único que veía era dos clases de personas: alegres soldados uniformados que reían y gritaban, y personas cabizbajas con su pijama de rayas, la mayoría con la mirada perdida, como si se hubieran dormido con los ojos abiertos.
—Me parece que esto no me gusta —declaró Bruno al cabo de un rato.
—A mí tampoco —coincidió Shmuel.
—Me parece que debería irme a casa —dijo Bruno. Shmuel se detuvo y miró fijamente a su amigo.
—Pero ¿y mi padre? —preguntó—. Dijiste que me ayudarías a buscarlo.
Bruno se lo pensó. Le había hecho una promesa a su amigo y él no era de los que faltan a su palabra, sobre todo tratándose de la última vez que iban a verse.
—Está bien —dijo, aunque se sentía mucho más inseguro que antes—. Pero ¿dónde lo buscamos?
—Dijiste que teníamos que encontrar pistas —le recordó Shmuel; pensaba que Bruno era la única persona que podía ayudarlo.
—Sí, pistas. —Bruno asintió con la cabeza—. Tienes razón. Vamos allá.
De modo que Bruno cumplió su promesa y los dos niños pasaron una hora y media buscando pistas. No estaban muy seguros de qué andaban buscando, aunque Bruno seguía sosteniendo que un buen explorador sabe cuándo ha encontrado una pista.
Pero no encontraron nada que los orientara acerca del paradero del padre de Shmuel, y empezaba a oscurecer.
Bruno miró el cielo, que volvía a estar cubierto, como si fuera a llover.
—Lo siento, Shmuel —dijo al final—. Lamento que no hayamos encontrado ninguna pista.
Shmuel asintió con la cabeza tristemente. En realidad no estaba sorprendido. En realidad no esperaba encontrar nada. Pero de todas maneras le había gustado que su amigo pasara al otro lado de la alambrada para ver dónde vivía él.
—Creo que debería irme a mi casa —añadió Bruno—. ¿Me acompañas hasta la alambrada?
Shmuel abrió la boca para contestar, pero en ese momento se oyó un fuerte silbato y unos diez soldados rodearon una zona del campamento, la zona en que se encontraban Bruno y Shmuel.
—¿Qué pasa? —susurró Bruno—. ¿Qué significa esto?
—A veces pasa. Organizan marchas.
—¿Marchas? Yo no puedo participar en una marcha. Tengo que llegar a casa antes de la hora de cenar. Esta noche hay rosbif.
—¡Chist! —dijo Shmuel llevándose un dedo a los labios—. No digas nada o se enfadarán.
Bruno frunció el entrecejo, pero sintió alivio al ver que todos los ataviados con pijama de rayas de aquella parte se estaban congregando, y que a la mayoría los juntaban los soldados a empujones, así que Shmuel y él quedaron escondidos en el centro del grupo, donde no se los veía.
No sabía por qué parecían todos tan asustados (al fin y al cabo, hacer una marcha no era tan terrible). Le habría gustado decirles que no se preocuparan, que Padre era el comandante, y que si él quería que la gente hiciera aquellas cosas, no había nada que temer.
Volvieron a sonar los silbatos y el grupo, formado por cerca de un centenar de personas, empezó a avanzar despacio, con Bruno y Shmuel en el centro. Se oía un poco de alboroto hacia el fondo, donde algunas personas parecían reacias a desfilar, pero Bruno era demasiado bajito para ver qué pasaba y lo único que oyó fueron unos fuertes ruidos que parecían disparos, aunque no lo sabía con certeza.
—¿Dura mucho la marcha? —susurró, porque empezaba a tener hambre.
—Me parece que no —contestó Shmuel—. Nunca he vuelto a ver a nadie que haya ido a hacer una marcha. Pero supongo que no.
Bruno arrugó la frente. Miró el cielo y entonces oyó otro fragor, el ruido de un trueno, y de inmediato el cielo pareció oscurecerse más, hasta volverse casi negro, y empezó a llover a cántaros, aún más fuerte que por la mañana. Bruno cerró los ojos un instante y sintió cómo lo mojaba la lluvia. Cuando volvió a abrirlos, ya no estaba desfilando, sino más bien siendo arrastrado por toda aquella gente. Lo único que notaba era el barro pegado por todo el cuerpo y el pijama adhiriéndose a su piel por efecto de la lluvia. Anheló estar en su casa, contemplando el espectáculo desde lejos, y no arrastrado por aquella multitud.
—Bueno, basta —le dijo a Shmuel—. Aquí me voy a resfriar. Tengo que irme a casa.
Pero apenas lo dijo, sus pies subieron unos escalones y, sin detenerse, comprobó que ya no se mojaba porque estaban todos amontonados en un recinto largo y sorprendentemente cálido. Debía de estar muy bien construido porque allí no entraba ni una sola gota de lluvia. De hecho, parecía completamente hermético.
—Bueno, menos mal —comentó, alegrándose de haberse librado de la tormenta aunque sólo fuera por unos minutos—. Supongo que esperaremos aquí hasta que amaine y que luego podré marcharme a casa.
Shmuel se pegó cuanto pudo a Bruno y lo miró con cara de miedo.
—Lamento que no hayamos encontrado a tu padre —dijo Bruno.
—No pasa nada.
—Y lamento que no hayamos podido jugar, pero lo haremos cuando vayas a visitarme. En Berlín te presentaré a… ¿cómo se llamaban? —se preguntó, y sintió frustración porque se suponía que eran sus tres mejores amigos para toda la vida, pero ya se habían borrado de su memoria. No recordaba ni sus nombres ni sus caras—. En realidad —dijo mirando a Shmuel—, no importa que me acuerde o no. Ellos ya no son mis mejores amigos.
Miró hacia abajo e hizo algo poco propio de él: le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza.
—Tú eres mi mejor amigo —dijo—. Mi mejor amigo para toda la vida.
Es posible que Shmuel abriera la boca para contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que dijo porque en aquel momento se oyó una fuerte exclamación de asombro de todas las personas del pijama de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo la puerta se cerró con un resonante sonido metálico.
Bruno arqueó una ceja; no entendía qué pasaba, pero dedujo que tenía que ver con protegerlos de la lluvia para que la gente no se resfriara.
Y entonces la larga habitación quedó a oscuras. Pese al caos que se produjo, de algún modo Bruno logró seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría soltado por nada del mundo.