12. Shmuel busca una respuesta a la pregunta de Bruno
—Lo único que sé es esto —empezó Shmuel—. Antes de que viniéramos aquí, yo vivía con mi madre, mi padre y mi hermano Josef en un pequeño piso encima del taller donde mi padre fabrica sus relojes. Todas las mañanas desayunábamos juntos a las siete en punto, y mientras nosotros estábamos en la escuela, mi padre arreglaba los relojes que le llevaba la gente y también fabricaba relojes nuevos. Yo tenía un reloj muy bonito que me había regalado mi padre, pero ya no lo tengo. Tenía la esfera dorada y todas las noches le daba cuerda antes de acostarme, y nunca se atrasaba ni se adelantaba.
—¿Qué pasó con el reloj? —preguntó Bruno.
—Me lo quitaron.
—¿Quién?
—Pues los soldados, ¿quién va a ser? —dijo Shmuel como si aquello fuera lo más obvio del mundo—. Y un día las cosas empezaron a cambiar —continuó—. Llegué a casa y mi madre nos estaba haciendo brazaletes con una tela que le habían dado y dibujando una estrella en cada uno. Así.
Hizo un dibujo con el dedo en el suelo:
—Y cada vez que salíamos de casa, nos decía que teníamos que ponernos uno de esos brazaletes —añadió.
—Mi padre también lleva un brazalete —comentó Bruno—. En el uniforme. Es muy bonito. Es rojo, con un dibujo en blanco y negro.
Hizo otro dibujo con el dedo en el suelo, en su lado de la alambrada:
—Sí, pero son diferentes, ¿no? —observó Shmuel.
—A mí nunca me han dado ningún brazalete —dijo Bruno.
—Pues a mí me lo dieron sin que yo lo pidiera.
—Ya. A mí me gustaría llevar uno. Aunque no sé cuál preferiría, si el tuyo o el de Padre.
Shmuel sacudió la cabeza y siguió contando su historia. Ya no pensaba a menudo en aquellas cosas porque cuando recordaba su antigua vida encima de la relojería se ponía muy triste.
—Llevamos los brazaletes durante unos meses —dijo—. Y luego las cosas volvieron a cambiar. Un día llegué a casa y mi madre dijo que no podíamos seguir viviendo en nuestra casa…
—¡A mí me pasó lo mismo! —exclamó Bruno, alegrándose de saber que no era el único niño al que habían obligado a mudarse de casa—. Un día el Furias vino a cenar, y luego vinimos a vivir aquí. Y yo odio esto —añadió con enojo—. ¿También fue a cenar a tu casa y tuvisteis que marcharos?
—No, pero cuando nos dijeron que ya no podíamos vivir en nuestra casa tuvimos que irnos a otro barrio de Cracovia, donde los soldados levantaron un gran muro y mi madre, mi padre, mi hermano y yo teníamos que vivir en una habitación.
—¿Todos juntos? —preguntó Bruno—. ¿En la misma habitación?
—Y no sólo nosotros. También había otra familia, y la madre y el padre siempre estaban peleando y uno de los hijos era mayor que yo y me pegaba aunque yo no hubiera hecho nada.
—No puede ser que vivierais en la misma habitación —dijo Bruno sacudiendo la cabeza—. Eso no tiene sentido.
—Todos en la misma —insistió Shmuel al tiempo que asentía con la cabeza—. En total éramos once.
Bruno abrió la boca para contradecirlo —no creía que once personas pudieran vivir juntas en la misma habitación—, pero se lo pensó mejor.
—Pasamos varios meses allí —prosiguió el otro—, todos juntos en la misma habitación. Había una ventanita, pero a mí no me gustaba mirar por ella porque veía el muro y odiaba el muro porque nuestra casa de verdad estaba al otro lado. Y aquel barrio de la ciudad era un barrio muy malo porque siempre había ruido y era imposible dormir. Y odiaba a Luka, el niño que siempre me pegaba aunque yo no hiciera nada.
—A mí a veces Gretel me pega —aportó Bruno—. Es mi hermana —añadió—. Y es tonta de remate. Pero pronto seré mayor y más fuerte que ella y entonces se va a enterar.
—Y un día llegaron los soldados con unos camiones enormes —continuó Shmuel, que no parecía interesado por Gretel—. Nos hicieron salir a todos de las casas. Mucha gente no quiso salir y se escondió donde pudo, pero creo que al final los capturaron a todos. Y los camiones nos llevaron a un tren, y el tren… —vaciló y se mordió el labio inferior. Bruno pensó que iba a echarse a llorar, aunque no entendía por qué—. El tren era horrible —prosiguió Shmuel—. Para empezar, había demasiada gente en los vagones. Y no se podía respirar. Y olía muy mal.
—Eso es porque os metisteis todos en el mismo tren —dijo Bruno, recordando los dos trenes que había visto en la estación el día que se marchó de Berlín—. Cuando nosotros vinimos aquí, había otro tren al otro lado del andén, pero creo que nadie lo había visto. Nosotros nos subimos a ése. Si te hubieras subido al mío…
—No creo que nos hubieran dejado —dijo Shmuel negando con la cabeza—. No podíamos salir del vagón.
—Las puertas están al final —explicó Bruno.
—No había puertas —dijo Shmuel.
—Claro que había puertas —suspiró Bruno—. Están al final —repitió—. Después de la cafetería.
—No había ninguna puerta —insistió Shmuel—. Si hubiera habido alguna puerta, nos habríamos apeado todos.
Bruno masculló algo del estilo de «claro que las había», pero no lo dijo en voz alta.
—Cuando por fin el tren se paró —continuó Shmuel—, estábamos en un sitio donde hacía mucho frío y tuvimos que venir hasta aquí a pie.
—Nosotros vinimos en coche —explicó Bruno.
—A mi madre se la llevaron, y a mi padre, a Josef y a mí nos pusieron en las cabañas de allí, que es donde estamos desde entonces.
Shmuel se entristeció mucho al contar aquella historia, aunque Bruno no sabía por qué; él no lo encontraba tan terrible, pues al fin y al cabo le había pasado lo mismo.
—¿Hay muchos niños más en tu lado de la alambrada? —preguntó.
—Sí, cientos.
Bruno abrió mucho los ojos.
—¿Cientos? —Se asombró—. Qué injusticia. En este lado de la alambrada no hay nadie con quien jugar. Ni una sola persona.
—Nosotros nunca jugamos —dijo Shmuel.
—¿Que no jugáis? ¿Por qué?
—¿A qué íbamos a jugar? —replicó con cara de desconcierto.
—Pues no sé. A cualquier cosa. Al fútbol, por ejemplo. O a los exploradores. ¿Qué tal se explora por ahí? ¿Bien?
Shmuel negó con la cabeza y no contestó. Miró hacia las cabañas y luego volvió a mirar a Bruno. No quería preguntarle lo que estaba pensando, pero el dolor de estómago lo obligó:
—No habrás traído nada para comer, ¿verdad? —dijo.
—No, lo siento —contestó Bruno—. Quería traer un poco de chocolate, pero se me olvidó.
—Chocolate —dijo Shmuel muy despacio, y se humedeció los labios—. Sólo he comido chocolate una vez.
—¿Sólo una vez? A mí me encanta el chocolate. Comería chocolate a todas horas, aunque Madre dice que se me cariarán los dientes.
—No tendrás un poco de pan, ¿verdad?
Bruno negó con la cabeza.
—Nada —dijo—. La cena no se sirve hasta las seis y media. ¿Tú a qué hora cenas?
Shmuel se encogió de hombros y se levantó del suelo.
—Será mejor que vuelva —dijo.
—Algún día podrías venir a cenar con nosotros —dijo Bruno, aunque no estaba seguro de que fuera buena idea.
—Sí, algún día —dijo Shmuel, que tampoco parecía convencido.
—O podría ir yo a cenar con vosotros —propuso Bruno—. Así podría conocer a tus amigos —añadió esperanzado. Le habría gustado que Shmuel lo hubiera invitado, pero no parecía que fuera a hacerlo.
—Es que estás al otro lado de la alambrada —dijo Shmuel.
—Podría colarme por debajo —sugirió Bruno. Se agachó y levantó la base de la alambrada. En el centro, entre dos postes de madera, se formó un hueco lo bastante grande para que un niño pequeño pasara por él.
Shmuel lo vio hacerlo y retrocedió, nervioso.
—Tengo que volver —dijo.
—Nos vemos otro día —comentó Bruno.
—No debería estar aquí. Si me pillan tendré problemas.
Se dio la vuelta y se alejó, y Bruno volvió a fijarse en lo bajito y delgado que era su nuevo amigo. No hizo ningún comentario sobre aquello porque sabía cuán desagradable resultaba que te criticaran por algo tan banal como tu estatura, y lo último que quería era ser desagradable con Shmuel.
—¡Volveré mañana! —gritó Bruno, aunque Shmuel no contestó; es más, se alejó corriendo y Bruno se quedó solo.
Decidió que ya había explorado suficiente por ese día y echó a andar hacia su casa, emocionado por lo que había pasado e impaciente por contarles a Madre, Padre, Gretel —que se pondría tan celosa que explotaría—, María, el cocinero y Lars su aventura de aquella tarde, lo de su nuevo amigo con aquel nombre tan raro y el hecho de que hubieran nacido el mismo día, pero, a medida que se acercaba a su casa, empezó a pensar que quizá no fuera tan buena idea.
«Al fin y al cabo —razonó—, quizá no quieran que me haga amigo de él, y en ese caso me prohibirán venir aquí». Cuando entró en la casa y olió la carne que se estaba asando en el horno para la cena, ya había decidido que sería mejor no decir nada, al menos de momento. Sería su secreto. Bueno, suyo y de Shmuel.
Bruno opinaba que, cuando se trataba de los padres, y sobre todo de las hermanas, ojos que no ven corazón que no siente.