5. Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones
Sólo se podía hacer una cosa, y era hablar con Padre.
Padre no había viajado desde Berlín en el mismo coche que ellos aquella mañana. Se había marchado unos días antes, la noche del día que Bruno llegó a casa y encontró a María revolviendo sus cosas, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más. En los días siguientes, Madre, Gretel, María, el cocinero, Lars y Bruno se habían dedicado a meter sus cosas en cajas y cargarlas en un gran camión que las trasladaría a su nueva casa de Auschwitz.
Esa última mañana, cuando la residencia había quedado vacía y ya no parecía su hogar, metieron sus últimos objetos personales en las maletas y un coche oficial con banderitas rojas y negras en el capó se detuvo ante su puerta para llevárselos de allí.
Madre, María y Bruno fueron los últimos en salir de la casa, aunque Bruno tuvo la impresión de que Madre no se percataba de que la criada seguía allí, porque cuando echaron un último vistazo al vacío recibidor donde habían pasado tantos momentos felices —era el sitio donde ponían el árbol de Navidad en diciembre, el sitio del paragüero en que dejaban los paraguas mojados, el sitio donde Bruno debía dejar sus zapatos manchados de barro cuando entraba, aunque nunca lo hacía—, Madre sacudió la cabeza y comentó una cosa muy extraña.
—No debimos permitir que el Furias viniera a cenar —dijo—. Hay que ver de lo que son capaces algunos con tal de progresar.
Entonces se dio la vuelta y Bruno vio que tenía lágrimas en los ojos, pero ella se sobresaltó al ver a María allí plantada, contemplándola.
—María —dijo, y frunció el ceño—. Creía que estabas en el coche.
—Ya me iba, señora.
—No he querido decir… —añadió Madre; sacudió la cabeza y comenzó de nuevo—: No pretendía insinuar…
—Ya me iba, señora —repitió María, que no debía de conocer la norma que prohibía interrumpir a Madre, y salió rápidamente por la puerta y corrió hacia el coche.
Madre la miró un momento y se encogió de hombros, como si de cualquier manera nada de aquello importara ya realmente.
—Vamos, Bruno —dijo, cogiéndole la mano y cerrando la puerta con llave—. Espero que podamos volver aquí algún día, cuando haya terminado todo esto.
El coche oficial con las banderitas en el capó los llevó a una estación de ferrocarril que tenía dos vías separadas por un ancho andén. A cada lado del andén se encontraba un tren esperando a que subieran los pasajeros. Como había tantos soldados desfilando por el otro lado y la alargada caseta del guardavía interrumpía la visión, Bruno sólo pudo ver brevemente a la multitud. Entonces él y su familia subieron a un tren muy cómodo en el que viajaban muy pocos pasajeros, había muchos asientos vacíos y entraba bastante aire fresco cuando bajaban las ventanillas. Si los trenes hubieran estado orientados en sentidos opuestos, pensó, no habría parecido tan raro, pero no era así; ambos apuntaban hacia el este. Tuvo ganas de gritar a aquella gente que en su vagón quedaban muchos asientos vacíos, pero se abstuvo porque intuyó que, aunque aquello no hiciera enfadar a Madre, seguramente pondría furiosa a Gretel, lo cual habría sido peor.
Bruno no había visto a su padre desde la llegada a la nueva casa de Auschwitz. Poco antes había creído que quizá estaba en su dormitorio, cuando la puerta se había entreabierto, pero resultó ser aquel joven soldado antipático que había mirado a Bruno con unos ojos que no reflejaban ni pizca de ternura. No había oído la retumbante voz de Padre ni una sola vez, ni el sonido de sus pesadas botas en el entarimado de la planta baja. En cambio sí había gente que entraba y salía, y mientras trataba de decidir qué era lo mejor que podía hacer, Bruno oyó un gran alboroto proveniente de abajo; salió al pasillo y se asomó a la barandilla.
Vio la puerta del despacho de Padre abierta, y a cinco hombres delante, riendo y estrechándose las manos. Padre estaba en el centro del grupo; iba muy elegante con su uniforme recién planchado. Se notaba que se había peinado y puesto fijador en su pelo grueso y oscuro. Mientras lo observaba desde arriba, Bruno sintió miedo y admiración a la vez. El aspecto de los otros hombres le gustó menos. Para empezar, no eran tan atractivos como Padre. Ni llevaban uniformes recién planchados. Ni sus voces eran tan retumbantes. Ni llevaban botas lustradas. Todos sostenían la gorra bajo el brazo y parecían rivalizar por la atención de Padre. Bruno sólo entendió algunas de las frases que decían.
—… Empezó a cometer errores el mismo día que llegó aquí. Al final el Furias no tuvo más remedio que… —dijo uno.
—¡… Disciplina! —dijo otro—. Y competencia. Nos ha faltado competencia desde principios del cuarenta y dos, y sin eso…
—… Está claro, los números no mienten. Está claro, comandante… —dijo el tercero.
—… Y si construimos otro —dijo el último—, imagínese lo que podríamos hacer entonces… ¡Imagínese…!
Padre alzó una mano e inmediatamente los demás guardaron silencio. Era como si él fuera el director de un conjunto de voces masculinas.
—Caballeros —dijo, y esa vez Bruno entendió todas y cada una de las palabras que oyó, porque no había sobre la tierra ningún hombre capaz de hacerse oír mejor que Padre desde un extremo al otro de una habitación—. Agradezco mucho sus sugerencias y sus palabras de ánimo. Y el pasado, pasado está. Empezaremos de nuevo, pero lo haremos mañana. Porque ahora será mejor que ayude a mi familia a instalarse, o tendré más problemas aquí dentro de los que tienen ellos ahí fuera, ya me comprenden.
Los otros rieron y le estrecharon la mano. Antes de marcharse, formaron una hilera, como si fueran soldaditos de juguete, y saludaron estirando un brazo al frente, como Padre había enseñado a saludar a Bruno, con la palma de la mano hacia abajo, levantando el brazo con un firme movimiento mientras gritaban las dos palabras que a Bruno le habían enseñado que debía decir siempre que alguien se las dijera a él. Entonces se marcharon y Padre volvió a su despacho, donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones.
Bruno bajó despacio la escalera y vaciló un instante frente a la puerta. Estaba triste porque Padre no había subido a verlo durante la hora, más o menos, que él llevaba en la casa nueva, aunque ya le habían explicado que Padre estaba muy ocupado y no había que molestarlo por tonterías como un saludo. Pero los soldados ya se habían marchado y pensó que no pasaría nada si llamaba a la puerta.
En Berlín, Bruno había estado en el despacho de Padre en contadas ocasiones, generalmente porque se había portado mal y había que leerle la cartilla. Sin embargo, la norma que se aplicaba al despacho de Padre en Berlín era una de las más importantes que Bruno había aprendido, y no era tan tonto como para pensar que no fuera a aplicarse también allí, en Auschwitz.
Con todo, como llevaban varios días sin verse, pensó que no le importaría que por una vez llamara a la puerta.
Quizá Padre no lo oyó, quizá Bruno no llamó lo bastante fuerte, pero nadie abrió la puerta. Así que llamó de nuevo, esta vez un poco más fuerte; entonces oyó una retumbante voz al otro lado de la puerta: «¡Pase!».
Bruno entró y adoptó la postura acostumbrada de ojos muy abiertos, labios formando una O y brazos extendidos hacia los lados. El resto de la casa quizá fuera un poco oscuro y triste y sin muchas posibilidades para la exploración, pero aquella habitación era otra cosa. Para empezar, el techo era muy alto y en el suelo había una alfombra en la que Bruno pensó que se hundiría si la pisaba. Las paredes apenas se veían, recubiertas de estantes de caoba oscura llenos de libros, como los que había en la biblioteca de la casa de Berlín. En la pared del fondo había unas enormes ventanas saledizas que se proyectaban sobre el jardín y permitían colocar un cómodo asiento delante; y en el centro de todo aquello, sentado detrás de un enorme escritorio de roble, estaba Padre, que levantó la vista de sus papeles y esbozó una ancha sonrisa.
—¡Bruno! —exclamó. Acto seguido rodeó el escritorio y le estrechó la mano con firmeza, porque Padre no era de la clase de personas que dan abrazos, a diferencia de Madre y la Abuela, que los daban casi con demasiada frecuencia, acompañándolos de húmedos besos—. Hijo mío —añadió.
—Hola, Padre —dijo él en voz baja, un poco intimidado por el esplendor de la habitación.
—Bruno, pensaba subir a verte ahora mismo, te lo aseguro. Sólo tenía que acabar una reunión y escribir una carta. Veo que habéis llegado bien, ¿no?
—Sí, Padre.
—¿Has ayudado a tu madre y tu hermana a cerrar la casa?
—Sí, Padre.
—Estoy orgulloso de ti. —Asintió en señal de aprobación—. Siéntate, hijo.
Señaló el amplio sillón que había enfrente de su escritorio y Bruno se sentó en él —sus pies no llegaban al suelo—, mientras Padre volvía a su asiento detrás del escritorio y lo miraba fijamente. Hubo un momento de silencio, hasta que Padre dijo:
—¿Y bien? ¿Qué opinas?
—¿Que qué opino? ¿Qué opino de qué?
—De tu nuevo hogar. ¿Te gusta?
—No —contestó Bruno sin vacilar, porque siempre procuraba ser sincero. Además, si vacilaba aunque sólo fuera un instante no tendría valor para decir lo que de verdad pensaba—. Creo que deberíamos volver a casa —añadió con coraje.
La sonrisa de su padre se apagó un poco, echó un rápido vistazo a su carta y luego volvió a levantar la cabeza, como si meditara bien su respuesta.
—Es que ya estamos en casa, Bruno —dijo al fin con voz dulce—. Auschwitz es nuestro nuevo hogar.
—Pero ¿cuándo volveremos a Berlín? —preguntó el niño, desanimado tras oír aquello—. Berlín es mucho más bonito.
—Vamos, vamos —dijo Padre, que no estaba para tonterías—. No me vengas con bobadas. Un hogar no es un edificio, ni una calle ni una ciudad; no tiene nada que ver con cosas tan materiales como los ladrillos y el cemento. Un hogar es donde está tu familia, ¿entiendes?
—Sí, pero…
—Y tu familia está aquí, Bruno. En Auschwitz. Ergo, éste es nuestro hogar.
Bruno no sabía qué quería decir ergo, pero no necesitaba saberlo porque se le ocurrió una respuesta muy hábil.
—Pero los abuelos se han quedado en Berlín —adujo—. Y ellos también son nuestra familia. O sea que éste no puede ser nuestro hogar.
Padre reflexionó y asintió con la cabeza. Hizo una larga pausa antes de responder:
—Sí, Bruno, ellos también son nuestra familia. Pero tú, Gretel, Madre y yo somos las personas más importantes de la familia, y ahora vivimos aquí. En Auschwitz. ¡Vamos, no estés tan triste! —Porque era evidente que Bruno estaba muy triste—. Ni siquiera le has dado una oportunidad. Estoy seguro de que esto acabará gustándote.
—No me gusta.
—Bruno… —repuso Padre con voz cansada.
—Karl no vive aquí, ni Daniel ni Martin, y no hay otras casas cerca ni puestos de fruta y verdura ni calles ni cafeterías con mesas fuera ni nadie que te empuje al caminar los sábados por la tarde.
—Bruno, en esta vida a veces hay que hacer cosas que no nos gustan —explicó Padre, y el niño se dio cuenta de que se estaba cansando de aquella conversación—. Y me temo que ésta es una de ellas. Esto es mi trabajo, un trabajo importante. Importante para nuestro país. Importante para el Furias. Algún día lo entenderás.
—Quiero irme a casa —se obstinó Bruno, las lágrimas a punto de aflorarle. Sólo quería que Padre entendiera que Auschwitz era un sitio espantoso y que ya era hora de marcharse de allí.
—Tienes que aceptar que ahora éste es tu nuevo hogar —insistió su padre—. Éste será tu hogar en el futuro inmediato.
Bruno cerró los ojos un momento. Pocas veces en la vida se había empeñado tanto en salirse con la suya, y desde luego nunca había ido a hablar con Padre tan decidido a hacerle cambiar de opinión respecto a algo, pero la idea de vivir en un sitio tan horrible donde no había nadie con quien jugar era insoportable. Cuando abrió de nuevo los ojos, Padre se levantó, rodeó el escritorio y se sentó en un sillón a su lado. Bruno vio cómo destapaba una pitillera de plata, sacaba un cigarrillo y le daba unos golpecitos en el escritorio antes de encenderlo.
—Cuando yo era niño —dijo entonces— había ciertas cosas que no me gustaba hacer, pero si mi padre decía que lo mejor para todos era que las hiciera, yo me esmeraba y las hacía.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Bruno.
—Pues… no sé. —Se encogió de hombros—. Cosas normales de la vida diaria. Sólo era un niño y no sabía qué era lo mejor para mí. A veces, por ejemplo, no quería quedarme en casa a terminar los deberes, quería salir a la calle para jugar con mis amigos, igual que tú. Ahora miro hacia atrás y veo que era una tontería.
—Entonces sabes cómo me siento —dijo Bruno, esperanzado.
—Sí, pero también entendía que mi padre, tu abuelo, sabía qué era lo que más me convenía, y que yo siempre estaba más contento cuando lo aceptaba. ¿Crees que habría tenido tanto éxito en la vida si no hubiera aprendido cuándo he de discutir y cuándo obedecer las órdenes sin rechistar? Dime, Bruno, ¿qué crees?
El niño miró en derredor. Su mirada se posó en la ventana situada en una esquina de la habitación y pudo divisar el espantoso panorama que había fuera.
—¿Has hecho algo malo? —preguntó al cabo—. ¿Has hecho enfadar al Furias?
—¿Yo? —dijo Padre mirándolo con asombro—. ¿Qué quieres decir?
—¿Has hecho algo mal en tu trabajo? Ya sé que todos dicen que eres un hombre importante y que el Furias tiene grandes proyectos para ti, pero no te habría enviado a un sitio como éste si no hubiese tenido que castigarte por algo.
Padre rio, lo cual molestó aún más a Bruno; no había nada que lo enfureciera más que un adulto se riera de él por no saber algo, sobre todo cuando él estaba esforzándose por averiguarlo.
—Veo que no entiendes la importancia de un trabajo como el mío —dijo Padre.
—Bueno, pero si todos tenemos que irnos de una bonita casa, dejar a nuestros amigos y venir a un sitio tan horrible como éste, no puedes haber hecho muy bien tu trabajo. Si has hecho algo mal, deberías ir y pedir disculpas al Furias, pues a lo mejor así se arreglaría todo. A lo mejor, si fueras muy sincero con él, te perdonaría.
Pronunció aquellas palabras sin pensar antes si eran sensatas o no, y al oírlas le pareció que no decían exactamente lo que quería decir a Padre, pero allí estaban, ya las había dicho y no había forma de borrarlas.
Tragó saliva con nerviosismo y, tras un breve silencio, miró de nuevo a su padre, que lo observaba fijamente, imperturbable. Bruno se pasó la lengua por los labios y desvió la vista. No le pareció buena idea sostenerle la mirada.
Tras unos minutos de incómodo silencio, Padre se levantó despacio del sillón y volvió a su asiento del escritorio, dejando el cigarrillo en un cenicero.
—No sé si pensar que eres muy valiente —dijo con voz queda al cabo de un momento— o muy irrespetuoso. Quizá seas muy valiente, lo cual no es malo.
—No he querido decir…
—Ahora calla y escucha —lo interrumpió Padre elevando la voz, porque a él no se le aplicaba ninguna de las reglas que regían la vida familiar—. He sido muy atento con tus sentimientos, Bruno, porque sé que este cambio es difícil para ti. Y he escuchado tus opiniones, pese a que tu juventud e inexperiencia hacen que expreses las cosas de un modo insolente. Y has visto que no me he enfadado por nada de eso. Pero ha llegado el momento de que sencillamente aceptes que…
—¡No quiero aceptarlo! —gritó Bruno y parpadeó asombrado, porque no sabía que iba a ponerse a gritar (es más, se había llevado un auténtico susto). Se puso en tensión y se preparó para salir corriendo si fuera necesario. Pero aquel día, por lo visto, no había nada que hiciera enfadar a Padre (si Bruno era sincero, tenía que reconocer que Padre casi nunca se enfadaba: se quedaba callado y distante, pues en cualquier caso siempre acababa saliéndose con la suya, y en lugar de gritarle o perseguirlo por la casa, se limitaba a mover la cabeza dando por terminada la discusión).
—Vete a tu habitación —dijo Padre en voz baja, y Bruno comprendió que lo decía en serio, así que se levantó, con los ojos anegados en lágrimas, y se dirigió hacia la puerta, pero antes de abrirla se dio la vuelta para hacer una última pregunta.
—Padre… —empezó.
—Bruno, no pienso seguir con… —repuso él con fastidio.
—No; es otra cosa —se apresuró a aclarar Bruno—. Quiero hacerte una última pregunta.
Padre suspiró e hizo un gesto animándolo a formular la pregunta, al mismo tiempo que le advertía que se trataba de la última y que luego el tema quedaría zanjado.
Bruno se concentró, pues quería formularla bien para que no pareciera maleducada ni despectiva.
—¿Quiénes son todas esas personas que hay ahí fuera? —preguntó al fin.
Padre ladeó la cabeza, un poco desconcertado.
—Soldados, Bruno —respondió—. Y secretarias. Empleados. No es la primera vez que los ves.
—No, no me refiero a ellos, sino a las personas que veo desde mi ventana. En las cabañas, a lo lejos. Todos visten igual.
—Ah, ésos —dijo Padre, asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa—. Esas personas… bueno, es que no son personas, Bruno.
El niño frunció el entrecejo.
—¿Ah, no? —dijo, sin entender.
—Al menos no son lo que nosotros entendemos por personas —explicó Padre—. Pero no debes preocuparte. No tienen nada que ver contigo. No tienes absolutamente nada en común con ellos. Instálate en tu nueva casa y pórtate bien, eso es lo único que te pido. Acepta la situación en que te encuentras y todo resultará mucho más fácil.
—Sí, Padre —asintió Bruno, insatisfecho con la respuesta.
Abrió la puerta y entonces Padre lo llamó. Se levantó y enarcó una ceja, como si su hijo hubiera olvidado algo. Bruno lo recordó en cuanto él hizo el saludo. Lo imitó a la perfección: juntó los pies y levantó un brazo antes de entrechocar los talones y articular con voz fuerte y clara —lo más parecida a la de Padre— las palabras con que siempre se despedían los soldados:
—Heil, Hitler! —Lo cual, suponía él, significaba algo como «Hasta luego, que tengas un buen día».