17

—¿Ha habido suerte? ¿Pudiste comunicar con Berlín?

Marcus puso en marcha el motor mientras Tania regresaba presurosa de la cabina telefónica.

—Pude comunicar, pero de nada sirvió. Petrov y Kirk habían abandonado el hospital, aunque no han regresado al cuartel general de la Policía. Dejé un mensaje para ellos.

—Muy bien.

Marcus, consultó su reloj y puso en marcha el coche. Eran casi las nueve y media; habían transcurrido más de veinte minutos desde que Tania le mostrara el aro dental. Se había mostrado inclinada a poner fuera de combate a Goltz y Braun, y conducirlos a casa de Arnim; no obstante, él rechazó aquella idea. Aquellos hombres todavía no habían sido vacunados, y si Billy Fenwick había estado realmente con los Arnim, sería mortal llevarlos allí. Había intentado que Tania se pusiera en contacto con Kirk y Petrov, y ahora todo dependía de él.

Y no es que existiera alguna prueba definitiva. Aquel aro pudo haber pertenecido a cualquier niño; acaso a un sobrino o sobrina de los Arnim que hubiera pasado una temporada con ellos y se lo hubiera olvidado. Ni siquiera estaba seguro de que Billy Fenwick hubiera tenido los dientes salientes.

Aun así… Marcus recordaba la ligera expresión maníaca en el rostro de Arnim al hablar de la reliquia, y a su madre allí oscilante en el vestíbulo con la boca espumante y la radio vociferando a su alrededor. Detuvo el auto al final del camino y se metió el aro en el bolsillo.

—Muy bien, allá vamos. Averigüémoslo nosotros mismos.

Abriendo la portezuela bajó del coche.

Ya había oscurecido mucho. Soplaba un viento del norte, arrastrando jirones de nubes que oscurecían la luna. Sus pies resbalaban y tropezaban sobre el helado sendero, y entre los árboles las zarzas les enganchaban semejantes a manos pequeñas y malvadas. Por encima de las tumbas flotaba la bruma, transformándolas en setos de tejo, cultivados y recortados durante siglos en un parque inglés o en una extraña vegetación fungosa de algún planeta distante.

Pero ¿qué iba a decirles? ¿Qué diablos diría a los Arnim? Una docena de escenas de teatro y cine cruzaron por la mente de Marcus. El gran detective sonriendo cínico al tiempo que el malhechor formula sus negativas insinceras. El peligro inminente, la heredera desaparecida surgiendo de la nada y la presentación triunfante de la prueba condenatoria. «¿Y cómo puede explicar esto?»

—¿Estás seguro de que obramos cuerdamente, Mark? ¿No crees que deberíamos esperar a ponernos en comunicación con Petrov? Después de todo, si esa gente son realmente lo que creemos…

Los dedos de Tania se aferraron a su brazo, haciéndole pensar en cosas cálidas; en chimeneas encendidas, camas dobles y una copa final antes de apagar la luz.

—No, no estoy seguro de nada, querida —manifestó él—. Y si lo prefieres dame la pistola que he visto en tu bolso y vuélvete al auto. No puedo esperar por más tiempo a tomar contacto con Kirk y Petrov. Tengo que averiguar ahora la verdad. Pero, por favor, decídete.

La vio vacilar un momento y luego adaptarse a su paso. Supo que tenía razón. No había tiempo para esperar refuerzos. El aro dental del niño era el único indicio real de que disponían y tenía que comprobarlo.

Al mismo tiempo, casi esperaba que no tuviera el menor significado; que los Arnim fueran tan sólo excéntricos desequilibrados con una explicación perfectamente normal sobre el aro. Y si los Arnim eran inocentes, incluso tenía la esperanza de que la historia sobre María Trude fuera también una estupidez. Esperaba que nada de aquello se debiera a la mano humana y que solamente fuera un fenómeno de la Naturaleza.

Como antes, la pequeña casa seguía apareciendo iluminada y acogedora, con luces centelleando a través de las cortinas y el humo de la chimenea flotando a impulsos del viento. También, por segunda vez, alzó la pequeña aldaba de bronce, tratando de imaginarse cómo conduciría la entrevista. Al dejarla caer la puerta se abrió unos centímetros, como si no estuviera cerrado el picaporte y sólo una cadena la sujetara.

Herr Arnim —llamó— ¿Está ahí, Herr Arnim?

Volvió a llamar, sintiendo que la puerta cedía otro centímetro, y tuvo la certeza de que lo que la entorpecía no era una cadena, sino algo blando y pesado.

—¡Mark, mira! ¡Mira a tus pies, Mark!

El aliento de Tania semejaba humo en el aire glacial y al seguir su mirada se quedó rígido. El suelo del cottage era ligeramente pendiente, y, a la luz que salía de la habitación, pudo ver un reguero del líquido oscuro que se escurría por los peldaños, enrojeciendo la nieve al caer sobre ella. Lanzó su hombro contra la puerta, empujando la cosa que la contenía.

—Déjenme morir. —Frau Arnim yacía sobre un costado, mirándole; ofrecía el aspecto de un niño cansado que quisiera irse a la cama—. Por favor, por favor, déjeme morir. —Todavía tenía el cuchillo en la mano derecha; con la izquierda nada podría haber sostenido. Se había sajado los músculos y la arteria. A través de la sangre que brotaba, Marcus pudo incluso distinguir el blanco del hueso.

—Sí, pronto va a dormirse.

Marcus sacó un pañuelo y se lo enrolló alrededor de la muñeca con la llave de la puerta formando un torniquete. Hizo una seña a Tania al propio tiempo que le decía:

—Busca algo para darle de beber; schnapps, brandy o lo que sea.

—Esto servirá.

Cogiendo la botella de kümmel que le alargaba Tania, la forzó entre los labios de la mujer. Gran parte cayó al suelo al tratar ella de rechazarlo, pero al menos logró introducirle algo.

—¿Se siente mejor, Frau Arnim? —inquirió—. ¿Puede decirme lo ocurrido? ¿Dónde está su hijo?

—¿Mi hijo? No tengo hijo alguno, Herr Doktor. —Sus labios eran semejantes a grises gusanos que se arrastraran por su cara—. Maté a mi hijo hace años y se ha convertido en alguien diferente. Lo destruí. ¿No oyó lo que dijo, Herr Doktor? El palacio de Circe; el lugar donde a los hombres se los transforma en cerdos.

—Sí, recuerdo, Frau Arnim. —Marcus, levantándola, la colocó sobre un sofá junto al fuego—. ¿Qué ocurrió después de que nos fuimos? ¿Por qué ha intentado matarse?

—Porque después de escuchar la radio adiviné lo ocurrido y obligué a Karl a que me lo contara todo… no, eso no le servirá de nada. —Sacudió la cabeza al sacar Tania un revólver de su bolso, dirigiéndose hacia la puerta del estudio—. Karl se ha ido. Se fue tan pronto como me contó lo ocurrido… —Su voz era tan débil que Marcus apenas entendía las palabras—… al muchachito inglés.

—¿A Billy Fenwick? —Se inclinó hacia adelante hasta tocar casi con el oído su boca—. Entonces, ¿estuvo aquí?

—Sí, estuvo aquí. Lo encontramos caído junto a la línea férrea y lo trajimos a casa. ¡Tenía tanto frío y estaba tan asustada la pobre criatura! Cuando me dijo quién era y lo que le había ocurrido, hice preparativos con mis amigos para devolvérselo a su familia. Al principio a Karl no le importó que trajera al niño aquí, pero luego algo le enfureció. Creo que Billy se rió de él; jamás supe el motivo. Sin embargo, nunca creí que fuera capaz de causarle daño alguno. Y ahora, por favor, déjeme morir, Herr Doktor. ¿No comprende que quiero morir? He convertido a Karl en un monstruo y ahora… —Contempló ansiosamente el cuchillo sobre el suelo—. Con frecuencia me preguntaba qué estaría haciendo en la cripta. Jamás pude pensar que llegara a hacer daño a nadie. Déjeme morir, por favor.

—Dentro de un momento podrá dormir, Frau Arnim. La ayudaré a dormir, pero antes tiene que ayudarnos. ¿Adónde se dirigió Karl cuando se fue?

—No lo sé. No me lo dijo: creo que debió de irse a Berlín. Mencionó algo sobre el nuevo túnel que habían hecho nuestros amigos.

—A Berlín.

Marcus alzó la vista. Tania se había apresurado ya a acercarse al teléfono, al final de la escalera, y lo hacía funcionar con la esperanza de lograr comunicación.

—¿Y qué hacía Karl en la cripta, Frau Arnim?

—Jugaba, Herr Doktor. Siempre quiso ser sacerdote y jugaba a serlo. Ansiaba poder y estima y la seguridad de que no era el cerdo en que yo lo convirtiera. Luego un día me dijo que había encontrado… que había encontrado…

Cerró los ojos y su rostro quedó inmóvil.

—Sí, sé lo que encontró, Frau Arnim. Aquello que le daría todo el poder que ansiaba.

Marcus recordó de pronto una ilustración de un libro de leyendas griegas: una mujer inquisitiva inclinada sobre un cofrecillo mientras buscaba la cerradura. Al fin se abría la caja de Pandora y todos los males del cielo se desplomaban sobre la Humanidad.

—¿Aún sigue interceptada la línea?

Tania asintió al regresar a la habitación.

—Sí, Frau Arnim se recuperará. Acaba de desvanecerse por la pérdida de la sangre y el agotamiento nervioso. Trata de hacer una venda con el mantel, ¿quieres? No puedo dejarla siempre con el torniquete. Muy bien.

Vendó con fuerza el brazo de la mujer y quitándole el pañuelo se levantó.

—Y ahora vayamos a ver lo que Karl encontró realmente en esa cripta —sacudió la cabeza ante el revólver de Tania—. Bueno, llévalo si te sientes mejor, pero no creo que te sirva de mucho. La persona con quien vamos a encontrarnos murió hace mucho tiempo.

Desde luego, la propia iglesia estaba absolutamente en ruinas. Aunque la luna quedaba parcialmente oculta por las nubes, penetraba suficiente claridad para distinguirlo todo. Las puertas estaban arrancadas de sus charnelas y yacían en el suelo cubiertas de escombros. También la mitad del tejado se había desplomado. A través de un agujero en el muro podía verse el reloj caído sobre la nave, marcando con sus manecillas las tres menos veinte. Por las losas del entrecoro habían crecido arbustos y zarzas que ocultaban el altar. Parecía como si nadie se hubiera acercado durante años a aquel lugar.

Mas no era así. Mezclado con el olor de los escombros y de la madera húmeda podían percibir el de incienso quemado y metal caliente. La linterna de Tania recorrió el edificio y tras ella avanzó la muchacha. A la derecha del antecoro un tramo de escalones descendía hacia la cripta, y a la luz de la linterna pudieron ver que los habían barrido recientemente. Al pie de la escalera había una herrumbrosa puerta de hierro, pero la llave estaba por fuera y giró silenciosa en sus bien aceitados goznes.

—Sí, el bribón jugaba realmente a sacerdote.

Marcus miró a su alrededor. La habitación tendría unos sesenta metros de longitud y aproximadamente lo mismo de anchura, con un techo abovedado y lámparas de aceite ardiendo a lo largo de los muros. El efecto general era una mezcla de biblioteca y capilla particular, pues junto a la puerta se veían dos largas librerías y en el muro del fondo una cortina con un primitivo altar de madera delante de ella.

—A sacerdote y también a científico.

Hojeó los libros. La Conquista de la Plaga, de Hirt, Patología Vegetal, de Kuhn, La Historia de la Peste en Prusia Oriental, de Wilhelm Sahm, su propia monografía sobre el fungus Madura. En una percha, junto a la segunda estantería, colgaba una casulla, y al mirarla sintió de súbito una profunda lástima por Karl Arnim. Un hombre obsesionado por la culpabilidad y ocultando la sensación de fracaso. Un hombre rebosante de odio y amargura que debió de haber alcanzado su punto álgido en la acogedora casita junto al cementerio. Y un día, mientras limpiaba aquella cosa que había ocultado, o simplemente cuando examinaba su confección, descubre el secreto y queda abierta la caja de Pandora.

Sí, ahora Marcus tenía la certeza de haberlo descubierto todo. Se dirigió con gran lentitud hacia el altar y el montón de descoloridas vestiduras púrpuras que yacían sobre él. El corazón le latía fuertemente al alargar la mano para levantarlas. Al hacerlo y caer plegadas al suelo, algo brilló; de repente se vio contemplando el rostro de Rudolph von Gunter.

Sin embargo, las crónicas no eran correctas. Aquello era latón, no bronce, y el tiempo y los elementos debieron de darle aquella apariencia rugosa y corroída que ya viera en la fotografía. No obstante, ahora aparecía limpia y pulida, brillando como oro a la luz de la lámpara. Aun moldeada después de la muerte, no cabía error en cuanto a su expresión agónica, ya que cada uno de los inflamados rasgos revelaba la «cara de león».

Pero ¿cómo se abría? ¿Cómo descubrió Arnim el demonio que realmente encerraba? Marcus cogió la linterna de Tania y la enfocó hacia la reliquia. En la curva posterior del cráneo, donde la tonsura se unía al pelo, encontró lo que buscaba: una especie de mancha como si la mano del artista hubiera fallado con el cincel; una línea de rasguños que podían significarlo todo o nada. Sacando su lente de aumento, se inclinó todavía más. Los rasguños se fijaron convirtiéndose en palabras; cuatro líneas de verso grabadas con una aguja en el reluciente metal.

Con minucioso cuidado, Marcus copió cada una de las letras en su cuaderno de notas, y luego observó el resultado. Al principio no parecían tener el menor sentido; tan sólo una serie de palabras escritas en algún lenguaje que no podía reconocer, aunque parecían tener cierto aire español.

Fincá los Inogos

Que yacé allí l’Arca

Do tusé una Marca

Sobré los tus Ojos.

Sí, naturalmente. Asintió al hacerse la luz. El verso no le decía nada porque estaba escrito en un lenguaje arcaico. Las palabras eran del Cid, español medieval del siglo XII. Y aquello era extraño, porque la reliquia era del siglo XIV. Debieron de resultar tan incomprensibles para un alemán de aquel período como para un inglés actual. El mensaje debió de ser escrito de aquella forma para que sólo pudiera leerlo una persona de elevada educación.

Pues bien, lo iba a leer una persona de muy alta educación. Lo iba a leer sir Marcus Levin, cuyos conocimientos del español medieval podían ser escasos, pero no así ciertamente su habilidad lingüística. Se inclinó sobre el cuaderno de notas, concentrándose y marcando cada una de las palabras que podía reconocer en su forma moderna.

«Marca, —su significado era evidente—. Inogos» eran rodillas y «Ojos», ojos; en tanto que «Arca» era cofre, acaso el cofre de un tesoro. Su mano se deslizaba sobre el papel y pronto logró lo que imaginó que sería una traducción primitiva.

Dobla las rodillas

El tesoro yace

Donde hice una marca

Sobre tus ojos

«Dobla las rodillas.» ¿Por qué? ¿Acaso él no distinguía mucho mejor aquella cosa poniéndola bajo la luz? No, desde luego que no. La cuestión era que la luz se concentrara por encima de los ojos y recordó el fin para el que la reliquia fuera diseñada. Tenía que colocársela en el porche de una iglesia y ante ella los fieles se hincarían aterrados. Probablemente la intención de los que la hicieron fue que quienquiera que realmente pudiera leer el mensaje viera lo que contenía; sin embargo, la comunidad religiosa se había ido extinguiendo, el monasterio había quedado en ruinas y el óxido ocultó las palabras hasta que Karl Arnim, con su operación de pulimentación, las dejó al descubierto.

Muy bien, se pondría de rodillas si era eso lo que había que hacer. Marcus se arrodilló ante el altar y al fin comprendió. En aquella posición, la luz se reflejaba desde la pulimentada barbilla hasta la curva del inflamado y arrogante labio y mostraba lo que había debajo de él: una diminuta abertura, fina como un cabello, en la que sólo podía insertarse la uña. Allí introdujo la suya y con mucha suavidad presionó hacia arriba. La parte frontal de la reliquia se alzó semejante a una visera y el demonio de Rudisheim le contempló desde dentro.

—Sí, aquí está. Ahí tenemos a tu guardián. Ahí está la Gorgona «capaz de convertirte en piedra».

Marcus tenía la frente cubierta de sudor, pero no había sentido horror, ni siquiera asco. Aquella cosa resultaba demasiado triste, demasiado patética para eso. Aquella espantosa cosa como de cuero, encajada en su estuche con dos inmensos rubíes, que constituían su tesoro, centelleando desde las cuencas de los ojos y dientes ennegrecidos haciendo una mueca entre los dos caballetes que un día fueron labios. El rostro de un hombre, muerto hacía seiscientos años, con todo el aspecto de un monje torturado, enterrado vivo en el reluciente latón.

—Pero ¿cómo logró descubrir que la materia aún estaba activa?

Marcus habló para sí, y luego volvióse rápidamente al oír el alarido de Tania. Tuvo el tiempo justo de ver a Karl Arnim lanzarse y caer luego sobre él, sumiéndole en la inconsciencia.