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—Estoy de acuerdo, general Kirk. Si esa información es correcta, y observe que subrayo el condicional «si», debemos olvidar por el momento nuestras diferencias.

El teléfono estaba sujeto a un altavoz y un micrófono. Gregor Petrov paseaba de arriba abajo por delante de la ventana mientras hablaba, contemplando a través de ella la ventisca que azotaba Berlín. Al igual que en Londres, el tiempo de buena mañana prometía ser hermoso, pero hacia el mediodía había empezado a llover y a primera hora de la tarde la lluvia se había transformado en nevisca. Ahora una espesa nieve revoloteaba y acababa posándose sobre los árboles y farolas del Unter den Linden empezando a cuajar. A Petrov le gustaba contemplar la nieve. Casi le hacía sentirse como en su casa en Moscú.

—Sí, general. Por nuestra parte estamos llevando a cabo una investigación exhaustiva. Tiene mi palabra. También me gustaría decirle cuanto… cuanto… —luchaba por encontrar la palabra correcta en inglés— cuanto aprecio el que hable conmigo personalmente. Comprendo perfectamente lo embarazoso que debe de haber sido para usted. Y ahora, por favor, permanezca en la línea por un par de minutos.

Desconectó el micrófono, mientras miraba por la ventana. «Al menos la nieve es limpia», reflexionaba. Gotas antisépticas de helada humedad blanqueando al mundo y purificándolo. Claro que aquello era una tontería, pero el pensar en ello le hacía sentirse ligeramente mejor. Sentía su propio cuerpo viejo y húmedo por el sudor y en la boca el regusto acre de la comida que consumiera hacía ya dos horas.

Peste, pensaba. Peste bubónica. Había oído decir que durante una epidemia podían morir, casi en una noche, miles de personas; y, además, una muerte horrible; los cuerpos hinchándose, ennegreciéndose y estallando como frutas caídas del árbol. Se suponía que la transmitían las ratas. Ruines cuerpecillos surgiendo de un agujero en la pared, desgarrando los sacos de cereales, derramando su contenido, contaminando cuanto tocaban. Lo que había comido aquella tarde: Königsberger Klops lo llamaban. «Un plato típico berlinés.» Le había gustado mucho, pero ¿estaban los ingredientes en perfecto estado? La carne, la harina con la que habían confeccionado la cremosa envoltura, la salsa y los vegetales… Sí, una muerte horrible. Oscuras hinchazones en la carne reventando y empezando a oler. Petrov luchó por apartar la idea de su mente y volvió de nuevo a la mesa de escritorio, donde Tania Valina se encontraba de pie junto a un individuo alto que ostentaba el uniforme de coronel «vopo». Había trabajado con Gustav Behr durante años, le llamaba por su nombre, pero tenía la impresión de que en realidad no le conocía. Aun cuando Behr se mostrara siempre cortés, siempre cordial, había cierta frialdad en su actitud que no invitaba a la intimidad.

—Bien, Gustav —expresó—. Ya has oído lo que ese Kirk ha dado a entender; ¿hay algo de verdad en ello? ¿Ha estado tu gobierno realizando experimentos de guerra bacteriológica sin nuestro conocimiento?

—En absoluto. —El pálido rostro del alemán, casi de intelectual, carecía de toda expresión—. En Alemania Oriental jamás se han llevado a cabo semejantes experimentos y no existe laboratorio de investigación alguno dedicado a tal fin.

—Gracias. —Petrov asintió con la cabeza—. Así que esa… esa cosa sea lo que fuere, no es un producto de obra humana de este lado del telón de acero, como ellos lo llaman. Por otra parte, si se trata de una explosión natural, ¿por qué hasta el momento no se han registrado más casos? O Kirk está mintiendo o está ocurriendo algo muy extraño. —Y añadió, dirigiéndose a Tania Valina—: ¿Y de dónde crees tú que procede, querida? ¿Acaso del espacio cósmico? ¿Será posible que los marcianos sean una raza en extremo inteligente de microbios que nos estén invadiendo?

Arrastrando los pies se acercó de nuevo al teléfono, sintiéndose ligeramente mejor con su pequeña broma.

A menos de tres kilómetros del despacho de Behr, una mujer llamada Ruth Eulenburg trataba de dormir. Necesitaba desesperadamente dormir porque ésa era la mejor cura para la gripe y, desde luego, estaba en los comienzos de la enfermedad. Lo había empezado a notar por la mañana: mal en las articulaciones, dolor de cabeza, y la garganta le escocía como si le hubieran pasado papel de lija. Había hecho todo lo posible por detenerla, consumiendo dosis ingentes de vitamina C y aspirina, metiéndose luego en la cama, pero la gripe estaba ganando la batalla.

Si al menos Wilhelm estuviera junto a ella no sería tan malo. Si al menos no se hubiera ido. Desde las paredes del dormitorio el rostro de su marido parecía mirarla. Si al menos Wilhelm volviera pronto a casa.

Pero desde luego aquella era una locura… la fiebre la hacía desvariar y ver cosas raras. Wilhelm jamás volvería. Una bala del rifle de un «vopo» le había destrozado el pecho y murió en sus brazos. Parecía tan sólo ayer cuando iniciaron la huida. La vieja furgoneta recubierta de plancha y chatarra dando tumbos por la Muskauerstrasse abajo en dirección al muro, que aún no había sido argamasado, y lo habían atravesado. Diecisiete de ellos tumbados en la parte trasera y Wilhelm agazapado sobre el volante. Por un momento la alambrada de púas pareció resistirse, pero de alguna forma la furgoneta logró atravesarla, las balas rebotando inofensivas contra la plancha de hierro, hasta que se detuvieron junto a la garita de un centinela americano. Ella se torció un tobillo al saltar por la parte de atrás y correr hacia la cabina abriendo rápidamente la portezuela y gritando con todas sus fuerzas: «¡Lo logramos, querido… lo lograste… somos libres… realmente libres y al fin en Occidente!» Pero entonces el cuerpo de Wilhelm se desplomó de costado y vio que la sangre le brotaba por un desgarrón de su gabán.

Bien, Wilhelm había muerto. Murió como un héroe y de nada servía ya pensar en él. Ahora tenía que consagrar todos sus esfuerzos a combatir la gripe, pues había mucho trabajo por hacer. La semana próxima otro grupo llegaría a través del nuevo túnel hacia la estación Ku’damm y tenía que hacer preparativos para recibirlos. Los «vopos» pronto lo descubrirían, pero antes lograrían hacer pasar una docena de grupos. Fue muy arriesgado sacar a aquel chiquillo por allí, mas Gretel sabía lo que se hacía y estaba segura de que no hablaría. Recordaba cómo había sollozado entre sus brazos en la encrucijada, durante media hora antes de prometerle que trataría de encontrar la oficina del comandante inglés.

Sí, a la mañana siguiente tenía que estar bien. Si al menos pudiera dormir, si la aspirina empezara a hacerle efecto, si la cabeza dejara de darle latidos, si al menos pudiera respirar. Ruth, alargando la mano conectó la radio que tenía a la cabecera de la cama. La pequeña esfera verde lanzó unos destellos reconfortantes y una canción de taberna de Munich sonó a ritmo de su pulso: «In der Nacht —schläft der Mensch— nicht gern alleine…» Se extinguió la melodía y sonó la voz de un locutor: «Buenos días, damas y caballeros. Pasa exactamente un minuto de la medianoche y antes de continuar con nuestro programa de música ligera, hay un boletín de noticias procedentes de Londres. El Ministerio de Sanidad británico informa que…»

—No, Dios mío, por favor, no —se oyó Ruth decir a sí misma, en voz alta en oposición a la otra voz.

«Toda persona de cualquier país que crea haber estado en contacto con ese niño, deberá ponerse urgentemente y de manera inmediata en contacto con su médico.»

—No, no, no.

Había saltado de la cama y contemplaba su rostro a la luz del tocador, sintiendo que el calor le inundaba el cuerpo y que se quedaba cada vez más fría.

«Repito que no existe motivo de alarma siempre que los contactos sean sometidos a inoculación.»

—No, no puede ser verdad. Es imposible.

Al callar el locutor y sonar de nuevo música de baile, Ruth se dirigió tambaleante al teléfono. Parecía sentirse incapaz de dominar sus manos y le costó mucho tiempo marcar el número que quería.

—Profesor Klee —dijo cuando al fin alguien contestó—. Herr Profesor, sé que no debo telefonearle, pero estoy enferma y tengo que hablar con usted… No, no, escuche, por favor.

La voz de Klee sonaba metálica y parecía decir vaciedades; algo respecto a un número equivocado y a colgar el teléfono. Evidentemente estaba tratando de protegerse, no obstante, tenía que hacerle comprender.

—¿No ha oído aún las noticias, Herr Profesor? ¿Respecto al niño inglés que nos envió Clever Gretel? Hemos de hablar con ella, Herr Profesor. Tenemos que averiguar su verdadero nombre para poder descubrir de dónde venía exactamente el muchacho. Dígame su nombre, profesor Klee, Gretel… Clever Gretel…

—Aquí control. Ha marcado un número inexistente. Por favor, cuelgue su aparato y marque de nuevo.

Las autoridades postales de Berlín Occidental se mostraban en extremo orgullosas de su sistema de instrucciones grabadas, pero Ruth Eulenburg sacudió la cabeza con incredulidad.

—Sé que está ahí, Herr Profesor, así que escúcheme. Debemos ponernos inmediatamente en contacto con Gretel. Tenemos que saber lo que le ocurrió a ese niño. Gretel, Herr Profesor. Clever, Clever Gretel…

Las rodillas se le doblaron y cayó al suelo arrastrando consigo el teléfono.

Cuando a la mañana siguiente la encontraron, todavía seguía repitiendo el nombre y continuó haciéndolo en la ambulancia. Poco antes de morir lo intentó de nuevo, mas, para entonces, estaba ya demasiado débil para que nadie pudiera oírla. «Gretel-Gretel-Clever Gretel.»