5
Lo más importante era no mirar hacia el teléfono o ni siquiera pensar en él. Lo que tenía que hacer era tratar de mantenerse tranquila, imaginar que Billy estaba con unos amigos, como así se lo había dicho Robin, pretender que todo estaba bien y sonreír como si nada hubiera pasado.
Mary Fenwick contempló a Robin que jugaba en la sala de estar y trató de alejar de su mente aquella pesadilla. Robin había volcado su cajón de juguetes y éstos se encontraban diseminados frente a él; soldados de plomo, animales domésticos, una muñeca alemana de llameante cabello rojo a la que llamaba «Cabeza de Cobre», un tren de madera. Habitualmente sólo le permitía sacar algunos cada vez, mas ahora tenía que dejarle hacer lo que quisiera. Cualquier cosa para impedir que siguiera haciendo preguntas, para evitar que pensara cuándo iba a volver Billy, para lograr que no siguiera pensando en Billy.
Y era una habitación tan bonita; la única de la casa que hasta el momento había podido decorar y amueblar a su gusto. Indudablemente toda la casa representaba un lujo innecesario. Los pagos de la hipoteca eran superiores a lo que realmente podían permitirse, y no existía razón alguna para que tuvieran una casa permanente cuando podían ser trasladados al fin del mundo si el ejército así lo quería. Aun así siempre había deseado tener un hogar propio y al enterarse de que Tom estaría destinado en Londres, al menos durante dos años, consideraron que sería maravilloso tener un hogar adonde regresar. Ahora odiaba la casa con toda su alma.
Y lo que todavía empeoraba las cosas era lo amable que todo el mundo se había mostrado al decirle que tenía que abandonar Alemania. El coronel Baxter le daba sin cesar cariñosas palmaditas en el brazo, diciéndole que tenía que comportarse como «una mujercita valiente», y Von Zuler se mostraba visiblemente violento al darle la noticia:
—Mrs. Fenwick, comprendo que desearía permanecer en Hannover para estar lo más cerca posible del lugar donde ha desaparecido su hijo, pero, créame, es mejor que regrese a Inglaterra.
Mientras hablaba se puso un cigarrillo en la boca sin encenderlo y jugueteando con las cerillas como si evitara mirarla.
—Si en efecto han raptado a su hijo, y eso ahora parece lo más probable, los responsables se pondrán pronto en contacto con su marido. A causa de ciertas complicaciones internacionales no es de desear que lo hagan en Alemania y se me ha pedido que la envíe a Londres en el primer avión.
Sí, todo el mundo había estado muy amable. Los funcionarios de la Lufthansa la habían tratado como si fuera realeza y en el aeropuerto de Londres no hubo de someterse a las formalidades aduaneras. Un auto de la Policía la había conducido hasta Richmond. Ahora se encontraba de regreso a su propia casa, a salvo y segura, con el fuego encendido en la chimenea y su hijo más pequeño jugando felizmente delante de ella.
—El tren se ha estrellado, mamá. —Robin levantó la cabeza—. Iba demasiado de prisa y descarriló.
Lo había lanzado contra la pata de una mesa y la locomotora y los vagones yacían en un informe montón.
—¡Pobre tren! —La madre trató de dominar el nudo en la garganta y de hablar con voz normal y alegre—. Deja que el tren descanse un rato, Robin, y juega con los soldados.
Su mirada se mantenía magnéticamente atraída por el teléfono, pero la apartó rápidamente como si sólo su vista pudiera cegarla. «¡Que suene! —rezaba para sí—. ¡Por favor, Dios mío, que suene pronto!»
«El teléfono sonará, Mrs. Fenwick, y cuando lo haga, los dos habrán de mostrarse muy valientes», les había asegurado aquel individuo que, cuando llegaron, los estaba esperando en la casa. Un hombre ya mayor y de aspecto fornido, de rasgos acusados y aristocráticos, bigote gris y un grueso gabán que conservó abotonado a pesar de que la habitación estaba caliente.
—Soy el general Charles Kirk —le dijo— y represento al Servicio Secreto del Ministerio de Asuntos Exteriores. En realidad, éste no es asunto nuestro, mas como la máquina descifradora es propiedad del M. A. E. en situación de préstamo al Ejército, el ministro ha considerado oportuno que vigile la marcha del asunto.
Al observar la tranquila expresión de Kirk, Mary sintió un destello repentino de esperanza. A primera hora parecía ineficaz, casi incluso ridículo, pero algo le decía que era el hombre de más responsabilidad, el que encontraría a Billy si es que aquello era humanamente posible.
—Ahora examinemos de nuevo los hechos, ¿les parece? En primer lugar los más alentadores.
Kirk se instaló en un sillón y Mary observó que su mano izquierda estaba prácticamente cubierta de cicatrices y que le faltaban tres dedos.
—Las autoridades de Alemania Oriental nos han dicho que se ha registrado exhaustivamente toda la línea férrea sin encontrar el menor rastro de su hijo. Ello parece indicar que existen grandes probabilidades de que esté vivo y de que alguien lo oculta. ¿No le importa que fume, señora?
Ante el ademán de asentimiento de Mary, se inclinó agradecido y sacó un enorme cigarro.
—Ahora bien, el único motivo del secuestro de Billy sería el de obligar a su marido que entregara los detalles de esa máquina descifradora. Si los secuestradores son de la M. V. D. o la Policía Secreta de Alemania Oriental, todo parece indicar que recobrarán al niño en un futuro inmediato. Mi opinión es que se encargó a alguien que obtuviera el circuito a toda costa y consideró la orden demasiado literalmente. De ser así, no tenemos que preocuparnos demasiado. Con la inauguración de una asamblea de las Naciones Unidas el mes próximo el Gobierno soviético no deseará una publicidad adversa y ya se están haciendo sobre ellos determinadas presiones. Por ejemplo, los americanos han amenazado con retener sus embarques de trigo a Rusia hasta tanto no les haya sido devuelto a ustedes Billy, y muy pronto todos los puertos del Reino Unido quedarán cerrados a sus barcos. Sí, me imagino que en estos momentos, Boris Birileff, su ministro de Asuntos Exteriores, habrá tenido ya un tranquilo intercambio de palabras con los jefes de la M. V. D. y a estas horas alguien está deseando no haber nacido.
—Sin embargo, ha dicho, señor, si los raptores son la M. V. D. o la Policía de Alemania Oriental. —Tom inclinóse hacia adelante—. Tienen que haber sido ellos. Quiero decir, después de todo, ¿a quién más podría interesarle apoderarse de Billy?
—Me temo que a mucha gente, comandante —le interrumpió Kirk, encendiendo su cigarro y siguiendo con la mirada el humo gris que ascendía hacia el techo—. Tanto tras el telón de acero como en Occidente existen cadenas de espías que trabajan por dinero más que por idealismo, y es muy posible que alguna de ellas retenga a su hijo. Como usted bien sabe, comandante, esa máquina es en extremo valiosa, y la notable memoria que usted posee le convierte en auténtico objetivo para el chantaje. Y ahora quiero hacerle una pregunta. Reflexione muy cuidadosamente antes de contestarla.
Su mirada se hizo muy pensativa mientras estudiaba el rostro de Tom. Con sus deformados dedos tamborileaba sobre el brazo del sillón.
—Si las personas que retienen a Billy le llamaran en este momento por teléfono pidiendo los detalles de la máquina descifradora, ¿se los daría?
—Me temo que no es necesario que medite la respuesta, señor. —Tom había enrojecido violentamente—. A cambio de la vida de Billy les diría absolutamente todo cuanto sé.
—Sí, esperaba que diría eso, comandante. —Kirk sonrió aprobador—. Naturalmente, cualquier persona normal obraría así, pero muy pocos se mostrarían francos conmigo. Creo que mientras siga siendo sincero tendremos una oportunidad.
Dio otra chupada al cigarro y siguió con la mirada las volutas del humo.
—De manera que no sólo está dispuesto a traicionar a su país sino también a matar a su hijo, ¿eh? —Descartó con un ademán la protesta de Tom y asintió—. Sí, puede tener la seguridad de que contribuiría a su muerte, muchacho. Una vez que esa gente hubiera obtenido el circuito de la máquina, no estarían dispuestos a correr el riesgo de que Billy hablara. En el instante en que hubieran comprobado que su información era correcta, estaría muerto y enterrado.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? ¡Por Dios Santo, general! ¿Podemos hacer algo? —clamó Mary, sintiendo correr sus lágrimas por el rostro, ya que ni siquiera tenía fuerzas de levantar la mano para secárselas.
—No, querida, me temo que es muy poco lo que podemos hacer. No obstante, los rusos sí que pueden hacer mucho, si es que llegamos a persuadirles de que nos ayuden.
Kirk se sacó del bolsillo un periódico enrollado.
—Como he dicho antes, se está ejerciendo una gran presión sobre el Gobierno soviético; la suspensión de los suministros de trigo americano y el embargo de los buques que enarbolen su bandera al entrar en nuestros puertos. Hay también determinadas presiones no oficiales que no les van a gustar nada. ¿Han visto ya la edición del mediodía? —Alargó el periódico en cuyos titulares se decía: Alborotos en París… Apedrean la Embajada soviética. Los comentarios del editor a las negativas rusas respecto al secuestro, eran tranquilos y razonables, pero destacando al pie de la página aparecía en letras escarlata la frase: Demuéstrenlo—. No, el camarada Birileff no querrá presentarse en las Naciones Unidas con semejante amenaza sobre su cabeza, y si podemos prolongar algo más la presión creo que todo agente soviético y policía de Alemania Oriental se consagrará a la búsqueda de su hijo.
Una vez más Kirk se echó la mano al bolsillo y sacó un sobre.
—Sin embargo, hemos de darles tiempo. Tiempo para que se decidan a ayudarnos, cosa que les costará mucho, y tiempo para ponerse a trabajar. Usted, comandante, habrá de facilitarles ese tiempo.
Rompiendo el sobre sacó una hoja de papel cubierta de cifras y símbolos.
—Ahora bien, si mi experiencia sirve de algo, estoy seguro de que la gente que retiene a Billy se pondrá en contacto con usted antes de que pase otro día, exigiéndole los detalles de la máquina a cambio de su vida. Esto es lo que usted les dará. —Alargó el papel—. Es una versión ligeramente modificada de la primera etapa del circuito, pero sin las otras tres etapas nadie puede descubrir que no tiene el menor valor. Antes de entregar las otras tres etapas exigirá una prueba de que Billy está indemne; una carta de su puño y letra y una fotografía. Esto nos proporcionará algo del tiempo que necesitamos.
—Pero ¿eso es todo, general? ¿Todo cuanto podemos hacer?
—Sí, me temo que eso es todo lo que podemos hacer por el momento. —Kirk sonrió a Mary mientras se levantaba—. No puedo prometer nada pero creo que dará resultado. Como saben su teléfono ha quedado desconectado para todas las llamadas, excepto las procedentes del extranjero. Tendrán que esperar a que suene. —Abrochándose el gabán se encaminó hacia la puerta—. Me despido por el momento; traten de no preocuparse. Estoy convencido de que sonará muy pronto.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Cuándo vuelve Billy a casa? —La voz de Robin interrumpió el curso de los pensamientos de Mary, y se quedó mirándolo sobresaltada—. ¡Ha estado fuera ya tanto tiempo, mamá!
—Sí, cariño, ha pasado mucho tiempo, pero pronto estará de vuelta.
Una vez más luchó por contener la emoción, sin lograrlo en esta ocasión. Simplemente, era incapaz de seguir fingiendo.
—Ven, cariño, ven aquí —dijo—. Ven conmigo, chiquitín.
Atrajo a Robin hacia ella, sintiendo su pelo contra su mejilla y sin oír otra cosa que sus propios sollozos. Durante casi un minuto lo mantuvo así. Luego, con gran suavidad, lo apartó, mirando a través de la habitación. Tom ya se había levantado del sofá donde hasta entonces permaneciera tumbado, silencioso e inmóvil, y se dirigía hacia la mesita situada junto a la ventana. Sobre ella, agudo, estridente y amenazador, semejante a los primeros compases de alguna moderna sinfonía en extremo macabra, había empezado a sonar el teléfono.
En el ático de un elevado edificio de oficinas, en Berlín, el comandante «Timber» Wood recorría a grandes pasos la habitación semejante a un inmenso animal enjaulado. Era domingo por la tarde, y aparte de un conserje en la planta baja se encontraba absolutamente solo en el edificio. De vez en cuando se lanzaba a sí mismo furiosos juramentos para desahogarse y calmar sus sentimientos que constituían una mezcla de compasión, lástima de sí mismo e inmensa ira demoledora. En aquel preciso momento la ira era lo que le dominaba.
—¡Malditos! —gritó, encarándose con el archivo situado a un lado de su mesa de escritorio—. ¡Criminales y odiosos malditos!
Volviéndose dio un puntapié a la cesta de los papeles. Luego dejóse caer en un sillón.
«Un niño —reflexionaba con amargura—. Un pobre e inocente chiquillo.»
Desde luego que lo pagarían. Si el Gobierno tuviera la más mínima dosis de redaños, los condenados rusos estarían ya pagándolo en aquellos momentos. «Timber» era demasiado joven para haber tomado parte en la guerra de Corea, y en toda su vida jamás había oído un disparo mortífero. Cierto número de expertos altamente calificados, habían tratado de mostrarle la probable naturaleza de cualquier futuro conflicto mundial, mas sus esfuerzos habían tropezado con tierra muy dura. Aún seguía pensando en las pasadas glorias; tanques ondeando banderas y avanzando penosamente por el desierto y la infantería concentrada esperando para cargar. «Hacia arriba, sargento. Hacedles sentir las bayonetas, muchachos.» Las actuales fuerzas a las órdenes de «Timber» estaban formadas por un cabo y tres empleados alemanes, pero a la más mínima señal del Alto Mando, los hubiera lanzado alegremente contra el muro de Berlín.
Compasión. Sí, realmente la sentía en grandes dosis. Tom y Mary Fenwick eran viejos amigos suyos y también estaba encariñado con Billy. Un extraño diablillo, en ocasiones algo tímido y retraído, pero con una sonrisa realmente simpática. Resultaba terrible pensar que hacía sólo dos días le había tirado de la oreja, deseándole buenas noches en aquel condenado tren.
¿Dónde diablos estaría ahora y quién lo retendría? No, «Timber» ni siquiera quería pensar en ello, recordando las lecturas espantosas de su juventud en las que los raptores enviaban las orejas de sus víctimas en demanda de rescate. Una vez más atravesó su mente la imagen de cargas de infantería británica contra las hordas rusas.
También sentía lástima de sí mismo, ya que se encontraba en el tren con el mayor honor de su vida. El equipo de rugby de Nueva Zelanda había estado de gira por Alemania y a él lo habían seleccionado para jugar en Servicios Combinados contra ellos. Tan pronto como se supo la noticia del secuestro, se ordenó a todo el personal en Berlín que se reintegrara a sus puestos, y allí se encontraba detrás de su escritorio con el partido jugado y perdido sin su intervención.
Claro que tampoco había motivo alguno para que estuviera en la oficina. Los domingos por la tarde solían encontrarle en el «Malborough Club»; sin embargo, ahora no le atraía en absoluto aquel lugar. Estaba invadido de periodistas que le asediarían de nuevo preguntándole su opinión respecto al secuestro o si conocía bien a los Fenwick. La noche anterior estuvo a punto de sacudir a uno de ellos.
No, el trabajo era lo único capaz de apartar de su memoria a Billy y dedicó su atención a los expedientes que tenía sobre el escritorio. Al cierre del día anterior la cuenta del coronel Mackenzie excedía en ciento noventa y dos libras, tres chelines y ocho peniques, y la del teniente Smith, tres libras y un penique. Con el coronel había que ir con pies de plomo, pero un insignificante teniente ya era harina de otro costal. Le haría un gran favor a Smith diciéndole exactamente hasta dónde podía llegar. Insertó una hoja de papel en la máquina de escribir y luego frunció el ceño, pues acababa de oír de nuevo un ruido en la oficina exterior.
¡Condenado Herr Schlott! Hacía días que prometiera hacer que arreglaran el picaporte de aquella puerta, y ya estaba otra vez zarandeada como en medio de una galerna. Probablemente, Schlott lo había olvidado a sabiendas para fastidiarle. El hombre se había mostrado malhumorado, incluso en ocasiones rudo, desde que le arrancara un galón por llegar tarde el mes anterior. A la mañana siguiente diría algunas cosas a Herr Schlott, que no iban a gustarle nada.
Clac, clac, clac. No, aquello empezaba a resultar insufrible. «Timber» apartó su sillón y salió furioso a la oficina de recepción. Con las luces apagadas y el cielo oscurecido por nubes de nieve, las máquinas de escribir tapadas y los archivos ofrecían, bajo la ambigua luz, un aspecto siniestro y ligeramente amenazador. Sin embargo, la puerta estaba bien cerrada, tenía que hacer justicia a Schlott, pero a pesar de todo sonaba… más bien como si la golpearan, como si algo o alguien diera sobre ella. Claro que aquello era absolutamente imposible. Walther, el vigilante, era la única otra persona que se encontraba en el edificio y hubiera tocado el timbre de haber querido hablar con él.
No obstante allí había alguien o algo. Podía escuchar el sonido de una respiración rápida a través del panel de madera y los golpes eran a veces más bien como si alguien arañara, como si un animal tratara de entrar.
«Timber» tenía pocos nervios en su inmenso cuerpo, pero sintió una ligera excitación mientras corría el pestillo y abría la puerta. Al punto se transformó en dolor y asombro cuando una figurilla que parecía cubierta de harapos se echó en sus brazos, pisándole fuertemente al hacerlo.
—¡Tú! —Es cuanto pudo decir por un momento, contemplando el rostro, sucio por las lágrimas, que se alzaba hacia él bajo la tenue luz—. ¡Santo cielo! ¿Realmente eres tú?
—Sí, sí, soy yo. Y por favor, por favor, llévame a casa, tío «Timber» —dijo Billy Fenwick.