13
«Una caza de grillos, una búsqueda inútil, un trabajo en vano.»
Aquellas frases se barajaban en la cabeza de Marcus con el acompañamiento del claqueteo de las cadenas del auto como fondo. «¿Qué diablos —pensaba—, pero qué diablos estás haciendo, y qué es lo que esperas encontrar?» Cuentos de hadas, leyendas, la historia de un monasterio que permaneciera desierto por seiscientos años. Mientras que a cada minuto, en cada boletín de noticias, aparecían nuevos casos y la epidemia iba adquiriendo vigor.
De todas formas, aun cuando no pudiera explicar el motivo, Marcus sabía que hacía bien yendo a Rudisheim. Encendió un cigarrillo mirando a través del parabrisas. A los limpiacristales les costaba mantenerlo claro y la nieve revoloteaba, acabando por posarse en el llano suelo. A la izquierda de la carretera podía distinguir una línea férrea. Posiblemente la misma línea por la que hacía tantos años traqueteara hacia Belsen su vagón de ganado. En las ricas y concurridas calles de Alemania Occidental siempre se sentía consciente de aquel viaje. Sin embargo, hoy, viajando por los mal cuidados caminos y miserables aldeas del Este, le parecía extrañamente carente de importancia, como si lo sucedido le hubiera ocurrido a otra persona.
—¿Quiere que conduzca un rato, querida? —se volvió a mirar a Tania Valina—. Lleva ya al volante mucho tiempo.
—No tiene importancia. Disfruto conduciendo. Además, no creo que su permiso de conducir tenga validez en los países que ustedes llaman del telón de acero. —Le sonrió sin apartar los ojos de la carretera—. Habla muy bien ruso, sir Marcus.
—Gracias. Ha transcurrido mucho tiempo desde que tuve la oportunidad de hacerlo.
Hizo un ademán de asentimiento, tratando de recordar cuantas lenguas conocía. Dos clásicas, cuatro europeas, yiddish, hindi y tres dialectos orientales de los que ella ni siquiera habría oído hablar.
—Acláreme algo, Tania. ¿Por qué la ha elegido Mr. Petrov para acompañarme? ¿Es sólo pura cortesía o es que quiere que vigile mis movimientos alguien de su confianza para evitar que cometa alguna barrabasada?
—Ambas cosas, sir Marcus. Usted quiere ir a ese lugar, Rudisheim, como persona particular… para interrogar a los habitantes, sin que al parecer goce de ninguna posición oficial. Mr. Petrov consideró que yo sería una acompañante nada entrometida y, al propio tiempo, gozando de cierta autoridad en el caso de que se produjera algún enfrentamiento con las autoridades de Alemania Oriental.
Rió para sí, recordando las palabras reales de Petrov.
«Se dice que ese hombre es un gran experto en medicina, mas en otras cuestiones probablemente será un ignorante. De su cargo corre que no plantee ni se meta en dificultades. De hecho, será para él una madrecita.»
—¿Cree que morirá el coronel Behr, sir Marcus?
—Claro que morirá. Posiblemente ya habrá muerto. —Marcus consultó el reloj sobre el tablero. Habían pasado ya más de dos horas y media desde el momento en que Behr apretara el gatillo de su revólver—. Si el general Kirk no hubiera logrado apartarle la mano a un lado, hubiera muerto instantáneamente. La cuestión es si podrán hacerle hablar antes de que muera.
Desde luego aquello era ridículo. La palabra exacta era la de «comunicar», ya que Behr jamás volvería a hablar. La explosión y la bala habían destruido sus cuerdas vocales y destrozado la lengua. Sin embargo, cosa increíble, conservaba todo su conocimiento. Marcus recordaba cómo luchó aquel hombre contra Glauser y él mismo, mientras trataban de salvarle la vida. Mediante alguna extraña percepción extrasensorial casi le había parecido oírle rogar que se desangrase rápidamente y obtener su inmediata muerte.
Eso era otra tontería. La telepatía no existía; no había prueba científica de ello. Era tan absurdo como… Sí, tan absurdo como su propia corazonada… la caza de grillos que les conducía a Rudisheim.
—Pero tiene que hablar. Tiene que obligarle a decirlo todo antes de que muera. —Como para subrayar aquel extremo, Tania aceleró y el auto tomó la siguiente curva como un trineo—. Han de obligarle a decirlo todo. No sólo respecto al muchacho inglés, sino también sobre las rutas de huida y la gente con quien trabajaba. ¡Y pensar que todo este tiempo que trabajó para los «vopos» nos estaba traicionando!
—Sí, supongo que fue un traidor y estoy de acuerdo en que, de ser posible, debe dar toda su información. Pero ¿no cree que también era un patriota? Arriesgó su vida en todo momento; cuando al fin fue descubierto trató de matarse antes de denunciar a sus camaradas. ¿No se da cuenta de ello, Miss Valina?
—No reconozco nada en tales seres. —Se acercaba otra curva y de nuevo puso el pie en el acelerador—. Para mí son auténticos gusanos.
—Comprendo. Me temo, camarada, que es usted una mujer dura. —Marcus aspiró su cigarrillo y luego se agarró con fuerza al tirador de la portezuela, mientras el auto zigzagueaba por la carretera, evitando por un pelo un poste de telégrafo—. ¡Por Dios, ándese con cuidado! En cualquier instante hará que pasemos a mejor vida.
—No se preocupe. Soy buena conductora y éste es un coche muy seguro; un coche maravilloso. —Sonrió posesiva mirando al capó de su baqueteado «Zia»—. ¿Tiene coche propio en Inglaterra, sir Marcus?
—Sí, tengo un auto. —Ante los ojos de Marcus surgió la imagen de su reluciente «Ferrari»—. Un coche mucho más bonito que éste, camarada Valina.
—Comprendo. Entonces usted es un fanfarrón, un hombre muy rico. Creo que ambas cosas. Sí, sir Marcus, el acaudalado judío inglés.
—Exacto. Soy bastante rico. ¿Tiene algo que objetar a que sea judío?
—¿Que si tengo algo que objetar? —Tania frunció ligeramente el entrecejo—. Sobre la cuestión del problema semita sigo, naturalmente, la línea del Partido. En cuanto a mi opinión personal sobre el asunto… —Su aspecto era de profunda concentración—. Mr. Petrov tiene la manía de que su personal hable un inglés coloquial y el año pasado seguí un curso. Vamos a ver si acierto a expresarme.
Apartando por un momento la mirada de la carretera, lo observó atentamente.
—No, sir Marcus, maldito lo que me importa, de una u otra forma, el que sea judío. Además, se me ha dicho que todos los judíos occidentales son ricos.
—Entonces, si me permite contestarle en la misma forma, le han tomado realmente el pelo, encanto. —Marcus rió y se tranquilizó cuando finalmente el auto enfiló por un trecho recto de carretera—. «¡Oh, Luba! —dijo tarareando ligeramente al compás del ronroneo del motor—. ¡Oh, Luba, mi pequeña muchacha bolchevique!»
—Mi nombre es Tania. —Frunció de nuevo el ceño, mas luego sonrió—. Ya veo. ¿Conoce esa canción, sir Marcus? Sobre la mujer que merodea por los campamentos de campaña. ¿Dónde la oyó?
—Hace mucho, muchísimo tiempo, querida. Probablemente antes de que usted naciera.
Marcus rememoró. Parecía como si las tropas soviéticas fueran a permanecer en la ciudad definitivamente, pero un buen día la desalojaron, siendo sustituidas por un regimiento de las SS.
—La oí en Polonia durante la primavera del cuarenta —prosiguió él—. Déjeme ver si puedo recordar la letra. Sí: «Aun cuando tu cuerpo sea como un saco de heno y estés medio loca, tu vigor hace insignificante el costo. Eres la médula de nuestro poderoso ejército ruso. Sin ti el bolchevique… Sin ti el bolchevique…» —Marcus agitó el cigarrillo semejante a una batuta y Tania se le unió con una voz profunda y vibrante de contralto: «Sin ti el bolchevique estaría perdido…»
El coche traqueteó sobre un puente de madera, tomó una curva y dejó atrás un letrero en el que se leía: Rudisheim, 16 km
—Dentro de una hora, camarada, acaso dos, incluso en unos minutos. ¿Quién sabe?
El doctor se incorporó junto a la mesa de operaciones. Bajo la serie de vendajes alrededor de su cuello, Behr parecía como si ya estuviera muerto, y su cuerpo se encontraba conectado por tubos a redomas y cilindros.
—Si quiere mi opinión, es un milagro que todavía siga vivo. Sin el oxígeno y las constantes transfusiones, hace tiempo que estaría muerto.
—Sí, eso ya lo ha dicho. —Petrov asintió—. Sin embargo, antes de que muera, ¿existe alguna posibilidad de poder hacerle hablar? Posee cierta información que es esencial…
—¿Hablar? —El doctor sonrió ante aquella inaudita ignorancia del profano—. No hay la más mínima probabilidad de que hable, camarada Petrov. Las cuerdas vocales han quedado destrozadas y hemos tenido que extirpar la mayor parte de la lengua antes de poder detener la hemorragia. Aunque quisiera hablar… aunque lo saturáramos de EX3, sería imposible. Y, además, el hombre no quiere en absoluto hablar. —Inclinándose de nuevo sobre Behr sacudió la cabeza—. Lo único que desea es morir.
EX3. Kirk aguzó el oído con interés profesional. De manera que aquélla era la denominación de la última droga de la verdad. «¡Pobre diablo!», pensó. Behr tenía los ojos abiertos y en ellos parecía leerse una súplica de que llegara la muerte. Una súplica de que le permitiera proteger a su organización y los nombres de las personas que trabajaban con él. Mientras lo contemplaba sintió que le invadía una inmensa compasión.
Pero, aun así, tenían que lograr que se comunicara con ellos de alguna forma. Tenían que reconstruir los movimientos de Billy Fenwick desde el momento en que cayera del tren. En alguna parte de aquella ruta debió de haber contraído la enfermedad, y tenían que descubrir a todos sus contactos; Iron Hans y Clever Gretel, así como todo aquel que pudiera haberle ayudado. Los nuevos boletines de noticias habían denunciado nuevos casos: cuatro en Londres y tres en Alemania Occidental. Siete cuerpos ennegreciéndose paulatinamente, con el sarpullido semejante a una guirnalda de diminutas flores rojas sobre el pecho y aquella tumefacción obscena en las ingles creciendo como si tuviera vida propia.
Y pronto aparecerían nuevos casos… pronto la epidemia aumentaría en espiral. La vacuna parecía actuar a satisfacción, pero ¿hasta cuándo durarían las disponibilidades? No hacía siquiera una hora, un médico de Hannover fue apaleado casi hasta matarlo, porque se le había terminado el suero. Una vez establecido el contagio no existía medicina alguna capaz de combatir la enfermedad, y no pasaría mucho tiempo antes de que se extinguiera la confianza pública. Tenían que localizar el origen, el primer portador, y aun cuando Marcus Levin se hubiera desplazado a Rudisheim, siguiendo su corazonada, Kirk estaba seguro de que Behr era la única persona capaz de ayudarlos. Había que lograr de alguna forma que transmitiera su información.
—Perdone un momento, doctor —dijo—. Ha afirmado con toda claridad que este hombre es incapaz de hablar, pero también ha dicho que la espina dorsal no ha sufrido daño y existe relación motora entre el cerebro y el resto del cuerpo. Ahora bien, si quisiera comunicar, ¿es posible que sea capaz de escribir las respuestas a algunas sencillas preguntas?
—¿Escribir? —Esta vez fue Kirk el receptor de la conmiserativa sonrisa—. Este hombre está ya prácticamente muerto, Herr General. Se encuentra bajo el más alto estímulo artificial posible. Si lo hiciera cabría igualmente esperar que de un momento a otro se levantara y atravesara la habitación. Vea usted mismo. —Cogiendo una sonda de la bandeja la colocó entre los dedos de Behr. Tan pronto como apartó su mano, éstos se abrieron dejándola caer al suelo—. ¿Lo ve, Herr General?
—Sí, lo veo, doctor. Creo que realmente al fin comprendo.
Kirk sintió un súbito relámpago de esperanza mientras contemplaba a Behr. Durante las dos últimas horas el cuerpo del hombre había permanecido absolutamente inmóvil, mas ahora se había movido. Durante unos cinco segundos después de que la sonda cayera, su índice derecho había golpeado contra el costado de la mesa.
—Gregor Ilyavitch —dijo volviéndose hacia Petrov. Había apeado el tratamiento a partir del momento en que Behr se pegara el tiro—. ¿Se ha dado cuenta de la forma en que acaba de mover el dedo? En su calidad de policía conocerá probablemente el alfabeto Morse, y si es capaz de mover los dedos podría…
—Sí, sí, comprendo. Ésa podría ser nuestra salida. —Petrov permaneció un momento con el ceño fruncido y luego su mano gordezuela y pequeña oprimió el brazo de Kirk—. Bien, realmente muy bien. Es usted un tipo inteligente, amigo mío. —Volvióse a su ayudante que se encontraba en pie junto a la puerta—. Ve al cuartel general y tráete un receptor y dos manipuladores Morse. Ve lo más rápido posible. Y ahora, doctor —manifestó—. ¿Qué pasará si le administra ese potingue suyo, el EX3? ¿Le hará querer comunicar con nosotros, aun cuando esté incapaz de hacerlo?
—Le hará hacer cuanto le pida, camarada Petrov, aunque está tan débil que…
Tomó el pulso de Behr y se encogió de hombros.
—EX3 es una variante de la Psilocybina administrada con acelerador. Durante años ha sido utilizada en el tratamiento de determinadas enfermedades mentales, y sólo en forma muy reciente lo ha adoptado su profesión. El efecto general que produce es el retorno del sujeto al pasado de tal forma que recuerda cosas olvidadas durante años, los terrores infantiles o la oscuridad, el pezón de su madre mientras lo amamantaba. Todo ello se revive en cuestión de minutos, y luego uno se siente tan libre, tan satisfecho y purificado que ansía contestar a cualquier pregunta que se le haga. De cualquier forma no creo que debamos ponerle una inyección. En su condición el shock inicial probablemente lo matará.
—No se preocupe por eso, doctor. Asumo toda la responsabilidad. De todas maneras usted dice que se está muriendo, así que no tenemos nada que perder.
Petrov bajó la vista hacia el rostro de Behr. «Y confiaba en ti, Gustav —reflexionaba—. Durante años confié en ti. Casi te consideraba mi amigo, mientras que en todo momento nos estabas traicionando ante nuestras propias narices. Ahora vas a hablar conmigo. Será el último acto de tu vida, pero vas a decírmelo todo.»
—¿Y cuánto tiempo transcurrirá después de la inyección hasta que sepamos que ha superado el shock inicial, doctor? Comprendo. De diez a quince minutos. Entonces inyéctele. Como le he dicho, asumo toda responsabilidad.
Observó al doctor que empezaba a cargar la jeringa y luego volvióse hacia Kirk.
—Bien, general —le dijo—, esperemos que su idea dé resultado. No sé si es usted hombre religioso; si lo es le aconsejo que rece. Como buen materialista dialéctico que soy, se supone que niego la existencia de un Dios personal, mas en este momento me siento más inclinado a unirme a usted.
La droga había sido ya administrada, y ambos clavaron la mirada en el gran reloj eléctrico que había sobre la pared. Un minuto, dos, tres, y ni el menor cambio. Cuatro, cinco; el párpado izquierdo de Behr aleteó levemente, pero nada ocurrió. Seis, siete; un ligero espasmo de dolor cruzó su rostro y lanzó un gemido. Ocho, nueve; por un momento su rostro adquirió absoluta rigidez y los ojos empezaron a abrirse más y más hasta casi desorbitarlos. Diez, once, doce; todo su cuerpo se relajó y los ojos se cerraron. El doctor le tomó de nuevo el pulso.
—Lo ha superado, camarada —dijo—. Es todo suyo, pero no tengo la más ligera idea del tiempo que durará.
—Gracias. Sí, démelos a mí, por favor.
Había vuelto el ayudante de Petrov y éste le cogió el equipo de Morse de las manos.
—Ahora apártese, doctor. Ya ha hecho bastante.
Colocó una silla junto a la mesa, depositó el transmisor junto a la cabeza de Behr y con gran suavidad le colocó un dedo sobre el manipulador Morse.
—Me imagino que lo mejor será que trate de ponerme en contacto con él en Morse. De esta forma, tal vez los reflejos sirvan de ayuda. Bien, ¿está todavía rezando? —Hizo una mueca a Kirk mientras cogía el otro manipulador—. Dudo mucho que sirva de algo, no obstante, ésta es nuestra única posibilidad.
Raya, raya, punto - punto, punto, raya - punto, punto, punto - raya. El levísimo sonido del transmisor reverberó por la habitación.
—Debes decírmelo todo, Gustav. ¿Cómo llegó el niño al Berlín Occidental? ¿Quiénes lo trajeron? Punto, punto, punto, punto - punto, raya - raya, punto - punto, punto, punto. ¿Quién es Hans, Gustav? ¿Quiénes son Iron Hans y Clever Gretel?