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«Una guirnalda, una guirnalda de rosas, una talega llena de ramilletes…»

Marcus Levin canturreaba mientras contemplaba la lluvia. Había enviado a sus ayudantes para que tomaran un rápido desayuno, deseando concentrarse, y se encontraba absolutamente solo en el laboratorio.

«Atishoo, atishoo, todos nos caemos.» Casi todas las canciones infantiles registraban un acontecimiento histórico y «Una guirnalda de rosas» no podía ser excepción. En la primera jaula se infectó a los animales a las seis de la tarde y ya se estaban muriendo; uno de ellos yacía sobre uno de sus costados y pataleaba débilmente, en tanto que los esfuerzos de su compañero por escapar perdían fuerza a cada minuto que pasaba. Marcus consultó el reloj y anotó en su cuaderno: Aun cuando en el momento actual no se dispone de información exacta sobre sujetos humanos, la duración de la enfermedad parece ser aproximadamente de tres días y medio. En el caso de las ratas… Había cesado el pataleo y el animal estaba completamente inmóvil: … de doce horas y media. Increíble, pero auténtico.

Los antiguos habían considerado a la peste como un miasma, un contagio enviado desde las estrellas para infectar a la Tierra. Una enfermedad del suelo, que hace que los animales salgan a la luz del día para morir. Eso mismo estaba ocurriendo frente a él, como ya sabía que tenía que ocurrir, a pesar de que no esperaba la extrema violencia que le acompañaría. Se habían construido las seis jaulas semejantes a las madrigueras subterráneas, revestidas de yeso y ladrillos y con una sola salida bloqueada por tres ligeros barrotes de madera. En cada una de las jaulas, salvo en la primera, las ratas todavía seguían luchando por escapar, atacando enloquecidas las barreras y luchando entre sí en sus esfuerzos por salir. El enorme cruce de albino en la quinta jaula había matado a su vecina más pequeña y se dedicaba afanosamente a roer el segundo barrote, aun cuando sus esfuerzos parecían debilitarse. Se preguntaba si los pacientes humanos reaccionarían con la misma violencia. «Jacko» había mantenido al niño Fenwick bajo sedantes, pero su manita, arañando y destrozando las ropas de la cama, parecían afirmarlo. Añadió otra nota a su bloc: Durante las primeras siete horas siguientes a la infección no se observó cambio aparente alguno en el animal, siguiendo luego un período de tres horas de intensa actividad física, agresión y empeño por escapar. A continuación el organismo se hundió lentamente en estado de coma y muerte. Marcus, apartándose de las jaulas se inclinó sobre un microscopio. Se había utilizado un sistema de cuentagotas en lugar de tintura. Aquellas cosas estaban vivas, trabajando afanosas, dividiéndose y reproduciéndose como era natural, pero también conservando su raza para la posteridad, a lo que no tenían derecho. Incluso mientras observaba, otros de aquellos diminutos puntitos se desprendieron de los cuerpos progenitores empezando a girar alrededor de ellos; esporas que en determinadas circunstancias podían permanecer adormecidas durante siglos hasta que la humedad las alcanzaba. Entonces se despertaban y entraban de nuevo en actividad.

¿Sería así como había ocurrido? ¿Era éste un retorno de alguna pasada epidemia que hubiera logrado conservarse durante años, o era acertada su idea original de una mutación debida a obra humana, pese a todas las afirmaciones de Kirk de que no existían laboratorios de investigación en Alemania Oriental? Marcus se sentía ligeramente inclinado hacia la primera de aquellas posibilidades, a pesar de que no tenía base científica real para ello, y sí tan sólo una corazonada, una impresión intuitiva. Lo que tenía que hacer era estudiar aquella cosa y descubrir la forma más eficiente de controlarla y destruirla. Al parecer la inoculación del suero normal para la peste bubónica parecía producir total efecto y de cualquier forma aquél constituía un punto a su favor. A los padres y al hermano menor del muchacho pudieron cogerlos a tiempo, aunque se habían registrado otros dos casos en Alemania; la azafata del avión de la Lufthansa y el ama de llaves del comandante Wood. Constituyó una ardua tarea seguir el rastro de sus contactos antes de que volviera a producirse.

Pero ¿podrían contenerla incluso con una vacunación efectiva? Lo peor de la peste clásica era la velocidad con que actuaba; once días y medio desde la iniciación del ciclo hasta la muerte del paciente, y en esta ocasión ni siquiera transcurrían cinco.

Y todavía no se había encontrado antibiótico posible. Atisbó por el siguiente microscopio. Se había incorporado penicilina al cultivo, mas aquella cosa aún seguía agitándose. Tenían que encontrar pronto la fuente original o poblaciones enteras desaparecerían en casi una noche.

La publicidad tampoco sería de ninguna ayuda. Desde aquellos titulares «PESTILENCIA» que comunicaran la noticia a Londres, las redes de radio y televisión habían transmitido comunicados sobrios y tranquilizadores, pero dudaba de que aquello fuera suficiente. A menos que se anunciara que la epidemia se encontraba bajo control, no tardaría mucho en quebrarse la confianza del público.

Pero ¿dónde pudo haber pescado el microbio aquel condenado chiquillo? ¿Quién era el portador original? Marcus se dirigió a una estantería de la habitación. Casi todas sus obras de referencia sobre la peste fueron enviadas a los laboratorios y las estanterías estaban repletas de libros. Die Geschichte der Pest de Sticker, Historia de las Epidemias en Britania de Creighton, De la Peste Orientale de Bulard. Sonrió tristemente a los títulos. Sticker y Creighton, así como Bulard fueron observadores experimentados, hombres de ciencia que habían registrado cuidadosamente cada detalle. ¿Qué pensarían de su ciega intuición? De todas maneras ninguno de ellos había visto nada semejante a aquel pequeño monstruo que trabajaba activo a sus espaldas. Abrió un mapa de Alemania Central y lo estudió con toda atención. En alguna parte de aquella línea en zig-zag entre Magdeburg y la frontera, Billy Fenwick había caído del tren. En alguna parte del área se había encontrado con el portador.

Magdeburg, Oberfeld, Raltuna, Rudisheim, Helmstedt. Marcus siguió con el dedo la ruta y de repente se detuvo. ¿Rudisheim? ¿Qué le recordaba aquel nombre? ¿Dónde lo había oído antes? Por el mapa parecía ser una pequeña ciudad sin importancia, o tan sólo una aldea, mas como quiera que fuese había dado un aldabonazo en su memoria. De entre el montón de libros sacó un pesado volumen encuadernado en piel. La Gran Pandemia de la Edad Media, de Vogel, traducida al inglés por Nevison y Butt. Y traducida, por cierto, bastante mal. Siempre tuvo la intención de comprar una edición original, aunque por una u otra causa jamás llegó a hacerlo. No obstante, en el índice encontró al menos lo que quería y buscó la página. Sí, allí estaba.

Ofrece interés la epidemia de peste en Rudisheim, cerca de Magdeburg, no sólo porque parece haber sido una de las primeras apariciones del azote en Alemania, sino también a causa del torrente de creencias y supersticiones y leyendas que invadieron la región durante generaciones.

La primera víctima se dice que fue el abad de un monasterio de benedictinos, un tal Rudolph von Gunter, hombre profundamente odiado en la región a causa de su vida sanguinaria y libertina. Su muerte provocó el júbilo general por considerarla como castigo del cielo y se encendieron hogueras en las calles para celebrarlo. No obstante, al cabo de unas semanas el resto de la comunidad religiosa y la mayoría de la población local siguieron al abad a la tumba.

Marcus encendió un cigarrillo al tiempo que volvía la hoja. La página siguiente estaba ilustrada con un grabado en madera, borroso e indistinto, que parecía representar un calvero en el bosque, de noche, con una delgada Luna sobre las copas de los árboles. Al fondo se distinguía la figura de un hombre desnudo casi doblado bajo el peso de un ser acartonado, con aspecto de simio, encaramado sobre sus hombros.

Durante más de trescientos años se consideraron las ruinas y alrededores del monasterio como un lugar maldito, por el que no era seguro aventurarse, rodeado de ingentes leyendas. Entre ellas estaba incluida la de la Virgen Negra o La Doncella Pestilente que cabalgaba sobre los hombros de un hombre muerto, diseminando rosas de un rojo oscuro por su camino y una monstruosa criatura con la forma de una rata y el tamaño de un lobo que merodeaba furtiva de noche por el área y cuya contemplación era mortal.

Marcus sacudió la cabeza fastidiado. «No andes entre las ruinas, no vayas cerca del parque. Pues algo muy espantoso acaso aceche en la oscuridad.» ¿Qué diablos hacía tragándose todas aquellas estupideces? Su lugar estaba ante el microscopio, no rebuscando entre los relatos de folklore ya muerto. De todas maneras, debió de ser en alguna parte cerca de Rudisheim, cuando Billy Fenwick se esfumó del tren. Siguió leyendo.

Todas esas historias y temores persistieron hasta mediados del siglo XVIII al descubrirse yacimientos de carbón en los alrededores, convirtiéndose Rudisheim en un centro industrial pequeño pero bastante importante. En 1825 las autoridades luteranas compraron parte de los terrenos del monasterio y allí construyeron una iglesia. Al excavar los cimientos apareció la máscara de bronce de la cabeza de un hombre. Algunos eruditos aseguran que tal vez fuera tomada al antiguo abad Rudolph von Gunter en su lecho de muerte. Dicha reliquia se conservó en la iglesia como curiosidad histórica hasta el final de la última guerra en que desapareció.

Una enfermedad del suelo, un miasma, una visita de las estrellas contra un hombre malvado que destruyó a todo un vecindario. Marcus cerró el libro y empezó a medir a grandes pasos la habitación. ¿Era posible que fuera así como había sucedido? ¿Era posible que hubiera existido durante tanto tiempo? Esporas diminutas yaciendo adormecidas sobre un suelo seco o basura hasta que un día algo las despierta y una gota de humedad hace reanudar la reproducción normal.

Y después de todo, ¿qué son las leyendas y supersticiones? ¿Tonterías infantiles o advertencias que una vez estuvieron basadas en la realidad? ¿Historias simbólicas para proteger a la gente sencilla? ¿Existía todavía en Rudisheim una Doncella Pestilente? ¿Pudo haber sobrevivido la enfermedad y algo realmente espantoso acechara en la oscuridad? Marcus se acercó de nuevo a las jaulas. La gran rata había atravesado casi la última barrera, pero parecía muy débil y un hilillo de sangre le caía del hocico. Dio media vuelta al abrirse violentamente la puerta.

—Buenos días, señor. Lamento haber irrumpido de esta forma, mas pensé que debería ver esto en seguida. —Wilson dejó un montón de periódicos de la mañana sobre la mesa—. Está produciéndose un auténtico revuelo.

—Sí, un verdadero revuelo.

Marcus echó un vistazo al primero de ellos. Siguiendo el relato de la noche anterior, la mitad de la población de Inglaterra parecía pensar que acaso estuvieran contagiados y sobre los hospitales había caído una auténtica avalancha pidiendo la vacunación. En Berlín Occidental habían irrumpido en un laboratorio, robando una importante cantidad de medicinas.

—Sí, ya pensé que ocurriría algo semejante después de aquellos condenados titulares —afirmó—. Como siempre, menosprecias las cosas, Peter.

—Lo siento, sir Marcus, pero usted siempre solía decir que era un excelente defecto. —Wilson le alargó una nota garrapateada—. Esto acaba de llegar a la centralilla. Otro caso en Berlín. Los síntomas son similares a los otros.

—Gracias. —Marcus puso la nota bajo la luz—. Ruth Eulenburg… treinta y seis años… viuda, vivía sola… no se ha establecido relación alguna con el niño Fenwick. En cambio los síntomas son similares, idénticos, a los del comandante Wood. La encontró la policía cuando la operadora de teléfonos comunicó que la línea estaba ocupada por una mujer que sollozaba y parecía desquiciada. En la ambulancia seguía repitiendo el nombre de alguien llamado Clever Gretel. Murió a las siete de la mañana, hora de Europa Central.

—Y siguió repitiendo eso, ¿no? Clever Gretel.

Marcus, dejando el papel sobre la mesa, se quedó mirando a Wilson a quien preguntó:

—¿Le dice algo ese nombre, Peter?

—Bueno, en realidad nada, señor. Era evidente que estaba delirando. Creo que Gretel es un personaje de un cuento. Tal vez de Hans Andersen.

—No, no es de Andersen sino de Grimm. Gretel era la mujer que siempre planeaba contra imaginarios infortunios. Como bien dices, probablemente estaba delirando, pero también deliró el muchacho Fenwick. Hablaba sin cesar de alguien llamado Iron Hans, que es otro personaje de Grimm. ¿No crees que podría existir alguna relación?

Poniendo la mano sobre el brazo de Wilson se le quedó mirando fijamente mientras decía:

—Y dime algo más, Peter. Hemos convivido durante largo tiempo y quiero toda la verdad. Esta teoría mía respecto a un retorno del bacilo de la Muerte Negra: ¿crees que en realidad puede haber algo o estoy acaso perdiendo la cabeza?

—No, señor, desde luego no la está perdiendo. Pero de todas maneras creo que es demasiado pronto para afirmar qué puede ser. Creo que acaso esté siguiendo una corazonada… precipitándose a conclusiones sin ningún…

—Sin ninguna prueba real o adecuada observación. —Marcus volvió a coger el periódico—. Desde luego tienes toda la razón, mas ¿qué otra cosa puedo hacer? No tenemos tiempo para una completa investigación. Tan pronto como esta cosa se ponga en marcha puede iniciarse la peor de las epidemias desde el siglo XIV. He de limitarme a seguir mi corazonada y confiar en que sea acertada.

Lanzó una mirada por encima del hombro a las jaulas. La gran rata se había arrastrado hasta el compartimento superior donde una bombilla ultravioleta imitaba la luz del día; indudablemente ya no le quedaba mucho de vida. Por el hocico le manaba un chorro de sangre negra y giraba tambaleante en círculos.

—Ve a telefonear al general Kirk —dijo—. El número está en mi escritorio en la habitación contigua. Dile que quiero inmediatamente un visado para Alemania Oriental.

Permaneció allí observando a la rata mientras Wilson salía presuroso de la habitación. Había caído sobre un costado, pataleando débilmente, y Marcus volvió a coger un bloc.

«Pero ¿quiénes son? —reflexionaba mientras tomaba nota de la muerte del animal—. ¿Quiénes son y dónde está la relación? Iron Hans y Clever Gretel.»

A seiscientos kilómetros de los Laboratorios Centrales otra rata estaba muriendo. No era uno de los ejemplares pulidos y lustrosos de Marcus Levin. Era una vieja e hinchada abuela de las alcantarillas, con pulgas alrededor de las orejas y en su piel las cicatrices de un centenar de batallas subterráneas. Salió arrastrándose lentamente de una madriguera obra del hombre, giró tres veces como un gatito a la caza de su propia cola y cayó sobre un costado. Unos metros más allá Clever Gretel sonreía en su cálido cuartito.