1989

Ana de Arzaga, inesperadamente, se mató en un accidente de coche cuando se dirigía al aeropuerto para coger un avión a Madrid con la intención de ir a ver a sus hijas. Tenía cuarenta y cinco años.

El choque frontal contra el camión fue tan absurdo que el camionero llegó a declarar a los guardias, obviamente confundido, que habría jurado que aquella señora había acelerado, que parecía querer empotrarse contra él. Que sabía lo que hacía.

Ignacio tuvo la triste misión de comunicar la muerte de su madre a Teresa y María e hizo todo lo posible por ocultarles la posibilidad de que pudiera tratarse de un suicidio.

Las jóvenes, contrariamente a lo que él había supuesto, reaccionaron con serenidad y tristeza y se refugiaron aún más en su padre y en su madrastra, con la que tenían una afectuosa relación de complicidad. Françoise no había llegado a tener hijos, y para Ignacio era un orgullo reconocer que la había elegido bien, que las quería de verdad.

En la ciudad de la bahía, el entierro de Ana se celebró con la misma austera majestuosidad que el de su madre.

Acompañado por sus hijas tras el féretro, y viviendo una escena muy parecida a la de hacía más de veinte años, Ignacio se dio cuenta, estupefacto, de que no sentía nada, absolutamente nada, por ella. Y recordó a Isabel en ese mismo lugar, frente al panteón familiar, aquel día lejano, con Ana junto a ella, jóvenes, guapas, vivas, y supo entender lo vacío de su expresión, aquella carencia de afecto y el alivio de sentirse libre de una carga, de una mujer que durante toda su vida había puesto especial empeño en hacerle daño.

Sus hijas, una a cada lado, con el mismo autocontrol que en su momento tuvieron su madre y su tía, permanecieron impasibles a lo largo de toda la ceremonia y con miedo se fijó en sus caras, esperando no encontrar esa expresión ausente que, para él, auguraría relaciones enfermizas, un peligroso estado anímico al que ya se había tenido que enfrentar en el pasado.

Pero no, ellas eran maduras y serenas, e Ignacio, aliviado, se dijo: «No es igual, las cosas son diferentes. La estética de la ceremonia es la misma, pero ahí se acaba todo».

Después, en la casa familiar, Teresa, Françoise y María se ocuparon de deshacerse de la ropa y algunos objetos de Ana. No querían vender la casa, les gustaba, habían pasado su infancia allí, pero había que bloquear los recuerdos insanos.

Estaba contemplando la bahía desde uno de los enormes ventanales del salón cuando oyó a sus espaldas a Teresa, la más analítica de las dos, avanzando hacia él, frágil y pálida, incongruentemente joven, perdida. Llevaba en la mano una aparatosa pulsera de brillantes.

—Era de mamá, pero no la quiero. María tampoco. Guárdala tú.

Ignacio contempló la muñeca delgadísima, la mano casi infantil que se la tendía. Sonrió:

—La guardaré como todas las joyas de tu madre, y cuando queráis os las daré.

—¿Sabes?, nunca entendimos nada; a veces pensábamos que no nos queríais ninguno de los dos.

Ignacio, sorprendido y culpable, la abrazó.

—Es una percepción infantil, un recuerdo de la infancia trastocado por vuestra imaginación y un montón de verdades a medias que nunca llegamos a explicaros. Pero la realidad es que siempre os quisimos muchísimo, los dos, tanto vuestra madre como yo. Cada uno lo hacía a su manera, pero siempre os quisimos. No lo dudéis jamás.

La esquela de Ana salió en todos los periódicos por expreso deseo de Ignacio. No era tanto por comunicárselo al mundo como a Isabel. Pensaba, soñaba con que de algún modo pudiera, desde donde estuviera, tener acceso a la noticia.

Pero no recibieron noticias suyas ni apareció por el entierro por más que Ignacio se empeñara en buscarla entre la gente.

Ignacio y su mujer volvieron a París, ciudad en la que vivían desde hacía un año. Pasaron dos meses y la rutina se instaló cómodamente en sus vidas, hasta que una mañana, fría e insólitamente luminosa para ser noviembre, su secretaria entró precipitadamente en su despacho de la embajada.

—Hay una señora que le espera fuera y dice que es su prima.

Salió, temiendo que fuera ella y, al tiempo, que no lo fuera, que se tratara de una impostora, de un engaño o, tal vez, de una mera confusión.

Pero era ella. La vio en la sala de espera y comprendió que nada había cambiado, que sólo habían pasado los años pero que tanto Isabel como él eran los mismos.

Estaba tal como la recordaba, las facciones y la sonrisa congeladas en el tiempo como si la hubiera visto por última vez apenas un par de semanas atrás.

—Al fin estás en París —sonrió Isabel mientras le daba con soltura un beso en la mejilla. Como si nada. Como si se hubiera ido ayer—. Ésta era la ciudad favorita de mi madre, ¿te acuerdas? Creía que tenía que ser el primero de tus destinos y ya ves, parece que será el último.

Ignacio, asombrado, la miraba como si hubiera visto un fantasma.

—¿Dónde has estado? ¿Cómo puedes desaparecer quince años sin dar una explicación? ¿Cómo se puede ser tan egoísta para no pensar en los demás, en las personas que te quieren?

Isabel sonrió con tranquilidad, enigmática y serena.

—Vivo en París. Conocí a un médico australiano y me casé con él. Nos instalamos aquí hace ya tiempo.

—¿Y ésa es tu única excusa?

—Mi nombre ahora es Isabel Shelley —ignoró totalmente el rencor que latía bajo la voz de Ignacio, como si no le importara o, en todo caso, le importara demasiado como para reparar en él—. Sinceramente, hice lo que me pareció mejor para todos. No podía traicionar a Ana, tampoco quería destruirte a ti. No soy tan valiente o tan osada, ya lo sabes. Tú tienes dos hijas, esas niñas te necesitaban muchísimo y yo era un obstáculo. Pensé que lo más sensato era desaparecer. Fue cobarde pero hice lo que pude. Bien —dijo tras hacer una breve pausa—. Ya tienes tu explicación. Y dime ahora, ¿tú cómo estás?

Ignacio, que había recibido cada una de sus palabras como quien lleva muchos años en un desierto y ve por fin el oasis, la miró con frialdad antes de decirle:

—Es curioso; hace un tiempo pensé en ti y me lamenté por haber vivido sólo tres días de auténtico amor en toda mi vida, ¡qué poco!, y ahora apareces como un hada de cuento con tu discurso de no hacer daño a nadie como única justificación para desaparecer y romperme el alma y esperas que lo acepte sin rechistar. ¿Por qué? Dime la verdad. Creo que me la merezco.

—Sí, te la mereces —Isabel decidió entonces tomar asiento frente a él, al otro lado de su mesa, antes de iniciar su relato—: Al mes de separarnos en Indonesia me di cuenta de que la clave de mi vida eras tú. Menudo lío. Tú, separado de mi hermana y con dos hijas, eras el amor prohibido. No había más salida que desaparecer, y eso hice. Tardé mucho en encontrar a un hombre al que no le hicieras sombra, y llegó él, mi marido, que me adora y nunca me hizo preguntas. He vivido feliz con él. Feliz y tranquila, y con lo bien que me conoces sabrás lo importante que es eso para mí. Pero hace poco leí la noticia de la muerte de Ana en un periódico español y me llenó de tristeza. Sentí la necesidad de decírtelo y aquí estoy. Yo la quería —reconoció con sencillez, contundente.

—Lo sé. Y yo te quería a ti —y esta vez su tono no resultó acusador ni rencoroso.

—También lo sé.

—Me he casado con una vieja amiga —empezó a contarle él, sin preámbulos ni rodeos, con la misma simplicidad de quien se encuentra a un amigo de la infancia y, como si no hubiera pasado el tiempo, como quien hace un inventario, le pone al tanto de su vida—; es una relación fácil y cómplice; no es felicidad, pero tengo paz.

—Mi marido es investigador en el Instituto Pasteur. Yo sigo con mis ideas románticas de la medicina, trabajo para una organización de ayuda a niños con deficiencias físicas y mentales. Viajo bastante y hago lo que me gusta. Me encantaría que vinieras a cenar un día con tu mujer. Te llamaré.

Se marchó de su despacho con la misma facilidad con que había entrado en él. Ignacio se preguntó si volvería a verla.

Pasaron varios días sin noticias y, de pronto, una mañana, Isabel le llamó a su despacho para invitarles a Françoise y a él a su casa.

—Perdona que no os haya llamado antes, pero he estado con gripe —dijo como única justificación—. ¿Podríais venir pasado mañana a cenar? ¿A las ocho?

—Perfecto, allí estaremos.

—Vivo en la Avenue Raspail, número 14. Os esperamos.

El día de la cena Ignacio se despertó temprano, expectante y desconcertado ante el enigma de la vida de Isabel. Françoise sabía de ella y de su historia, de cómo había sido su vida con Ana, de su belleza y de su inteligencia, de su afán por estudiar y del cariño con que todavía la recordaban, entre las brumas de su infancia, sus sobrinas. Ignacio, con esa confianza que da la amistad, había llegado a confesarle incluso cómo se quisieron durante aquellos tres días de pasión tan lejanos, tan poco peligrosos ahora, con nuevas vidas diferentes y felices.

—No tengo ningún problema en ir, cenar y conocerla —le había repetido Françoise una vez más a la hora del desayuno al verlo tan demacrado, como si no hubiera dormido bien aquella noche—. Somos adultos y somos civilizados. ¿De verdad está todo bien? —le preguntó por enésima vez con prevención.

—De verdad —contestó Ignacio en un susurro con una tímida sonrisa destinada a tranquilizarla—. De verdad.

La casa de Isabel estaba situada en el cuarto piso de un edificio elegante y señorial. Cuando Ignacio entró en el hall en compañía de su mujer, algo de la esencia de la atmósfera familiar de la casa del norte le absorbió intensamente.

A continuación, fueron conducidos a un salón confortable y funcional tapizado en distintos tonos de beige y con paredes cubiertas de pintura abstracta. Isabel y su marido avanzaron sonrientes para darles la bienvenida. Ignacio no pudo evitar fijarse con extrema curiosidad en Ralph Shelley.

Era un hombre imponente, de casi dos metros de estatura y pelo castaño claro. Miraba fijamente, taladrando al interlocutor, a él, con la mirada. Ignacio pensó en los grandes tiburones australianos y, de algún modo, le recordó a un hombre pez.

Las mujeres intentaban por todos los medios romper la tensión. Con unas bandejas de aperitivos secos ante ellos y tras varias copas de champaña frío que les esperaban escrupulosamente colocadas sobre una mesa baja, pareció que la densidad del ambiente por fin se había rebajado un poco. Isabel, afectuosamente, preguntó por sus sobrinas. Cuando supo de su vida y sus estudios, se asombró:

—Estoy deseando verlas, son universitarias ya… Es increíble. ¿Te acuerdas cuando entré en el quirófano para su nacimiento? —dijo dirigiéndose a Ignacio.

La pregunta quedó suspendida en el aire al abrirse la puerta y entrar una adolescente de unos dieciséis años en el salón. Al verla, Ignacio se impresionó. Era su propio retrato en versión femenina. Una mezcla perfecta de sus rasgos y los de Isabel.

El hombre pez le miró con curiosidad y a continuación miró a su hija.

Isabel, enérgica y decidida, se levantó para besar a su hija y a continuación la empujó hacia Ignacio y, con una mirada de advertencia inequívocamente lanzada hacia él, la presentó:

—Clara, éste es tu tío Ignacio, y ella es su mujer, Françoise. Ignacio: mi hija Clara.

La niña sonrió brevemente y habló en castellano con soltura:

—Encantada, tío Ignacio; encantada, Françoise —un ligero acento francés traicionó la perfecta dicción y, mientras ella les besaba y se situaba junto a Ralph, Isabel miró a Ignacio con calma.

—Eres preciosa, Clara —dijo Ignacio, intentando dominar su emoción—, te pareces muchísimo a tu madre cuando tenía tu edad.

Dos días después, abrumado por las dudas, decidió llamar a Isabel. La cena había transcurrido con tranquilidad y, aunque todo había sido impecable, un sentimiento que fue incapaz de descifrar, que oscilaba entre la incredulidad y la furia, hizo su aparición.

«Asombrosamente igual a mí», reflexionó pensativo mientras recordaba a la belleza morena y adolescente que Isabel le había presentado en su casa. «Incluso Françoise se dio cuenta. ¿Cómo me puede hacer una encerrona así y presentarme sin previo aviso a una persona que ni sabía que existía? Ahora mismo llamo a Isabel. Tendrá que explicarme muchas cosas».

Isabel cogió el teléfono a la primera.

—¿Ignacio?

—¿Cómo sabías que era yo? —contestó perplejo.

—Te conozco demasiado bien, llevo dos días esperando tu llamada. Era lo lógico.

—Tenemos que vernos, dime cuándo y dónde.

—El bar Hemingway del Ritz. Te espero a las siete.

Cuando Isabel entró a las siete menos diez, el bar estaba prácticamente vacío. Una pareja de americanos bebía martinis sosegadamente en una esquina. Se instaló en una mesa apartada, debajo de una vitrina con libros y manuscritos personales del escritor.

—Un bloody mary, por favor, muy picante. Si no le importa me trae el tabasco aparte —su perfecto francés sorprendió al camarero, que, imprudente, le preguntó:

—¿Es usted de las Antillas?

Isabel rió con espontaneidad:

—No, si lo dice por mi físico, soy española.

—Cuando te vi por primera vez pensé que parecías mexicana —la voz de Ignacio llegó por detrás con cierto tono de diversión—. Y ahora de las Antillas.

—Nuestros físicos nos delatan, ¿verdad? —le respondió con un fondo de risa todavía bailándole en el fondo de los ojos.

—Sí, a nosotros y a nuestra hija, una hija que increíblemente me habías ocultado.

—No te enfades —se puso seria de pronto—. Te lo voy a explicar porque quiero que lo sepas, no porque tenga que hacerlo.

Ignacio la observó sombrío y se tomó un tiempo para sentarse con calma y esperar a que le sirvieran la bebida antes de hablar con prudencia:

—Ahora entiendo todo: la huida, la desaparición total, el cortar cualquier lazo y el no dar señales de vida, el no llamar ni dejar que te encontrara nadie…

—Sí, no podía hacer otra cosa. Al mes de dejarte en Lombok me enteré de que estaba embarazada. Iba a tener un hijo del marido de mi hermana, que me odiaría para siempre si se enteraba de mi traición. En ese momento me sentí como Saturno devorando a sus hijos. Yo era Saturno, claro, y sus hijos erais vosotros, Ana y tú, las personas que más quería y a las que más podía herir. Y también vuestras hijas. Así que huí —confesó con calma apabullante—. Huí con sólo una meta: simplemente desaparecer. Y elegí el destino más lejano, Sydney. Una vez allí entré en contacto con colegas que había conocido en Somalia. Un puesto de trabajo en un hospital infantil al norte de Australia y conocer a Ralph fueron la consecuencia de ese viaje a ninguna parte. Éste es el fin de la historia —concluyó—. Lo demás ya lo sabes.

—Tu hombre pez ¿sospecha algo?

—Ralph jamás preguntó nada, quiere a nuestra hija como si fuera suya y ya está. Es una persona de una generosidad increíble y a mi manera soy feliz con él.

—¿Y qué papel diabólico tengo yo en esta historia y por qué he de aparecer en escena precisamente ahora?

—El que tú quieras, Ignacio. Clara cumplirá dieciséis años en dos meses, eres su padre y tienes derecho a que lo sepa. Si quieres, se lo dices, y si no, no. Piensa qué va a ocurrir con tus hijas y valora la que podría ser su reacción y en qué lugar te dejaría. Imagínate, de pronto se toparán con una hermana que no conocen y una tía de la que apenas se acuerdan. Yo ya no sé cómo son ni cómo se lo tomarán. Por eso te dejo a ti la decisión. Tú sabrás mejor que nadie qué hacer. Piénsalo, y yo lo aceptaré.

Durante más de cinco minutos ninguno de los dos dijo nada. Finalmente, él habló con lentitud mientras sacaba un billete de la cartera que dejó sobre la mesa antes de irse. Ya de pie, le dijo a Isabel:

—Dame un poco de tiempo y te llamaré; Teresa y María vienen a pasar las Navidades aquí, sería un buen momento para contarles la verdad.

La llamada repentina a las ocho de la mañana despertó a Ignacio.

—Ignacio, soy Isabel, ¿qué te parece si celebramos las Navidades en casa, junto a la bahía? Creo que será el lugar ideal para que entiendan todo. Di que sí, por favor.

E Ignacio aceptó.