1985
Teresa y María de Arzaga contemplaron sonrientes el enorme pastel que conmemoraba su dieciocho cumpleaños.
Sus padres, a kilómetros de distancia emocional uno de otro, pero juntos ante la celebración, las miraban con diferentes sonrisas, abierta y orgullosa en él, forzada en ella.
La comunicación entre Ana e Ignacio era completamente inexistente, sumergida en una hostilidad irracional por parte de ella y una indiferencia abrumadora por la de él que iban destruyendo cada vez más su relación en las pocas ocasiones en las que coincidían, agotando cualquier atisbo de afecto o de respeto.
Al parecer Ana, que se había embarcado sin quererlo en una emulación patética de la conducta de su madre poco antes de desvariar para siempre, se dedicaba a beber y jugar al bridge con las cuatro amigas que le quedaban, totalmente ajena a sus hijas y al mundo que la rodeaba.
La desaparición de su hermana Isabel la había sumido en un mar de depresión y desidia, y la combinación de medicación más alcohol iba acentuando cada vez más la hostilidad de su carácter y lo errático y caprichoso de su personalidad, de una inmadurez absoluta, desprovista de voluntad propia o tan siquiera de instinto, que reflejaba un temperamento inestable y acosado por sus propios fantasmas, de entre los cuales el principal era el de su hermana.
Poco a poco se había ido cargando de manías y odios irracionales, de pequeños rencores que vetaban sus afectos incluso a gente muy cercana, como el propio Ignacio.
Ya no se querían, quizá no se quisieron nunca, pero antes al menos se respetaban o guardaban las formas porque, a fin de cuentas, tenían dos hijas en común. Sin embargo desde la desaparición de Isabel y tras admitir él su incapacidad para encontrarla, el odio de Ana hacia su marido se había vuelto totalmente desaforado y virulento, absolutamente visceral.
Creía que no había querido encontrarla, que no llegó a buscarla siquiera, para hacerle más daño a ella. Había llegado a sugerir incluso, en alguna cena tras abusar de la bebida, que alguien, «esos negros o moros con los que trata», la había hecho desaparecer por orden suya.
Durante su infancia y su primera adolescencia, sus hijas pactaban treguas con su madre para facilitar la convivencia. Conseguían lo que querían de ella y, cuando Ignacio se dio cuenta del peligro que suponía que se repitiera la historia de Clara y sus hijas, acosado por su tenebroso recuerdo, tomó medidas al respecto.
Oscilando entre el abatimiento y la irritación, con paciencia infinita y esgrimiendo argumentos como el de darle mayor libertad sin ellas para hacer lo que quisiera, o incluso liberarla de cualquier obligación económica de cara a la manutención y educación de las gemelas, logró su autorización para que las niñas se fueran con él a Berlín, su nuevo destino, por fin en Europa. María y Teresa tenían doce años, y acogieron la medida con infinito alivio.
—Tenía que sacarlas de esa casa como fuera —le comentó poco después a un amigo de su infancia en una de sus breves escapadas a España para explicarle el porqué de una medida tan drástica—. Ana iba totalmente a la deriva, igual que su madre. Tenía que separarla de las niñas antes de que el daño fuera irreparable.
Sin querer, recordó el momento en que le planteó aquel ultimátum. Había tenido que esperar varias semanas desde que tomara la decisión. Nunca encontraba el momento adecuado para decírselo a Ana, pero durante el verano, ya casi cuando éste tocaba a su fin, lo consiguió.
La encontró en el invernadero, que nunca le había gustado hasta ese año, en que se había puesto de moda entre su círculo de amigos jugar a cultivar orquídeas y otras flores exóticas, más como un reto entre ellas y una forma de esnobismo que como un auténtico hobby del que, por otra parte, ninguna sabía nada. Llevaba guantes de jardinería y vestía con un traje de noche de seda manchado de barro y un enorme delantal de hule. Ana estaba agachada y escarbaba la tierra de una maceta con ferocidad. Un gin-tonic apoyado sobre una jardinera era testigo mudo del implacable ataque contra las raíces de un pequeño arbusto decorativo que, posiblemente, terminaría muriendo desecado por su culpa.
—Ana, vengo a hablarte muy en serio, me voy a llevar a las niñas a Berlín. No te veo en condiciones ni físicas ni mentales para seguir con ellas. Creo que es mejor que hagas tu vida y que disfrutes de tu juventud sin su carga. Hasta ahora las has tenido tú, a partir de ahora esa responsabilidad me toca a mí. Las matricularé en una escuela estupenda que queda muy cerca de la embajada y, si les gusta, se quedarán; si no, el curso que viene pensaremos adonde mandarlas. Pero aquí no se quedan. No les conviene en ningún sentido, y creo que tampoco a ti.
Ana lo miró sumergida en su habitual bruma alcohólica:
—Haz lo que quieras, yo ya he cumplido. No creas que me hundes. En el fondo me da igual —reconoció volviéndole la espalda con voz amarga—; todos los que quiero me abandonan, como Isabel. No se lo perdonaré nunca.
Ignacio se dio media vuelta y salió de la atmósfera húmeda y agobiante del invernadero con alivio y un dolor sordo que reconoció que iba mucho más allá de lo que pudieran haberle molestado las palabras de aquel ser perdido que una vez fue su mujer. Le había lanzado un golpe bajo al hablarle, de nuevo, una vez más, de Isabel.
Sintió un desprecio absoluto por aquella mujer que renqueante se arrastraba hacia la copa. Se giró para despedirse y vio que estaba llorando.
Pero, por primera vez, no le importó ni le conmovió. Sólo le irritó.
La vida en Berlín les resultó agradable e intensa. La ciudad, llena de energía y vitalidad, fascinó a las gemelas y las obligaciones sociales de su padre, parejas a la vida diplomática, les interesaban y divertían. Llenas de alegría y una recién estrenada libertad cargada de euforia que éste interpretaba como la ausencia de temor a Ana, disfrutaban de museos, parques, bibliotecas y amigos con una intensidad que fascinaba a Ignacio. Se adaptaron sin problemas al nuevo ritmo de vida, a «lo» alemán, al colegio, y pronto conocieron la ciudad y todos sus rincones.
Las discretas aventuras amorosas de Ignacio nunca interfirieron en el vínculo cada vez más sólido que unía a los tres y poco a poco se fue cimentando su relación hasta que constituyó, auténticamente, la de una familia de verdad.
Pasaron los años, crecieron, se convirtieron realmente en un par de preciosas adolescentes y en un momento dado, poco antes de cumplir la mayoría de edad, decidieron que querían volver a España, pero no a casa. Berlín les había servido como preámbulo, como plataforma o paso intermedio hacia un mundo de conocimiento, cultura y arte, y las dos tenían muy claro qué querían ser y qué necesitaban para ello: querían regresar a su país, a su auténtico país, para estudiar en él. María eligió la licenciatura en Historia del Arte y Teresa, fascinada por las largas conversaciones que sobre política internacional mantenía con Ignacio, optó por Derecho.
Como había hecho su tía Isabel, a la que recordaban con nostalgia, se instalaron en Madrid en un pequeño apartamento sólo para ellas dos e Ignacio las dejó ir con pena pero, también, con orgullo por haber criado a dos hijas tan independientes y, sobre todo, con la sensación de saber que había hecho las cosas bien y cumplido los objetivos que se trazó cuando las arrancó de la ciudad donde vivía su madre: la transición estaba hecha; hábilmente había conseguido apartarlas de la casa familiar para lanzarlas al mundo.
Así como él comprendió y aceptó su decisión de vivir en Madrid, Ana la ignoró completamente. Todo le daba igual excepto ella misma, la única persona por quien no dejaba de compadecerse.
Ignacio no solía dedicar mucho tiempo a pensar en ella, pero cuando sus hijas le comentaron que, al notificarle por teléfono que volvían a España, Ana asumió los cambios con total indiferencia, se enfureció: ¿realmente las había querido alguna vez? En todo caso, ellas parecían felices y daba la sensación de que, en el fondo, su madre no les importaba mucho o, al menos, habían madurado lo suficiente como para comprender que no podrían nunca llegar a cambiarla.
Cuando volvió a quedarse solo, esta vez estaba en paz.
Después del veintiún cumpleaños de sus hijas, Ignacio se casó con una vieja amiga, la viuda de un diplomático francés a la que había conocido en Yakarta. Su anterior marido y él habían sido buenos amigos, y ella, más que un amor apasionado, representaba para él precisamente la culminación de una buena amistad aderezada por un afecto intenso. Él tenía cincuenta y siete años, pero estaba en plena forma física y mental y conservaba la elegancia innata. Françoise, su mujer, su mejor amiga, tenía siete años menos que él, y era la compañera ideal. Además, para completar aquella imagen de armonía, sus hijas la adoraban.
Los únicos problemas los creó, como no podía ser de otro modo, Ana, que se negó en redondo a concederle el divorcio tras la aprobación de la ley en España que lo contemplaba y con la que tuvo que iniciar un penoso y largo forcejeo hasta que, finalmente, rendida y sin voluntad, acabó por doblegarse, rabiosa pero vencida.
Así pues, por una vez, la vida fluía y transcurría con serenidad y paz para él.
Era feliz con Françoise, vivía en una ciudad que le gustaba, mucho más pacífica que todos sus destinos anteriores, sus hijas estaban encauzadas en sus carreras y gracias a la adecuada gestión de su fortuna sabía que contaban con un soporte económico sólido y seguro, por lo que nunca tendrían que preocuparse por su futuro desde un punto de vista práctico.
Cada vez que acudía a visitarlas o iban ellas a Berlín observaba que las hermanas tenían una relación de profunda dependencia, lo que inevitablemente le recordaba a Ana e Isabel y sus desgraciados destinos.
Pero no, pensaba, no tiene por qué pasar nada malo. María y Teresa eran muy diferentes, pero se complementaban muy bien. Adoraban a su padre y tenían una relación agradable pero distante con su madre, lo que, sin duda, era lo más sano, dado su carácter y las tendencias autodestructivas de Ana. Su infancia, carente de afecto materno y marcada por las circunstancias en las que habían crecido, las había unido aún más, y eso era lógico y normal teniendo en cuenta, además, que eran gemelas.
Muchas veces Ignacio pensaba en Isabel. Su desaparición le seguía inquietando y preocupando, pero la carga de dolor había sido enmascarada por un sentimiento brumoso y melancólico.
«Un amor de tres días», pensó una mañana al cruzarse con una mujer cuyos rasgos morenos le habían recordado brevemente a ella. «En cincuenta y siete años de mi vida, sólo tres días. Pero no puedo quejarme, tengo a mis hijas, y a Françoise, y las adoro a las tres».