16 de junio de 1964

La boda

La catedral estaba atiborrada de flores distribuidas en racimos de lirios, orquídeas y rosas blancas que se enroscaban en las columnas y se distribuían por todas las hornacinas y baldaquines. El altar, desbordante, acogía a Ignacio y a Isabel, que como madrina de la boda de su hermana asistía con una gran sensación de irrealidad a aquel enlace que las organizadoras habían planificado para que resultara un momento de ensueño y no la pesadilla que era para ella.

Tía Ángela, a quien como madre del novio le hubiera correspondido el honor de ser la madrina, había rechazado desde el mismo instante del compromiso ese papel en favor de la hermana de la futura esposa, pues consideraba que, ya que ambas eran huérfanas y una constituía toda la familia de la otra, era mucho más justo que Isabel ocupara su lugar. A ésta no le cabía duda de que ese gesto había sido un acto de auténtica generosidad en su tía; sin embargo, lo que para su tía era un honor, para ella misma no era sino un suplicio, una especie de broma de mal gusto, una jugada un tanto macabra del destino.

Se sentía culpable, traidora, deshonesta. La tarde anterior había intentado por todos los medios hacer desistir al novio de su intención de casarse, incitándole a él, que era todo un caballero, a que rompiera la promesa que el día de la pedida de mano hiciera a su única hermana, y ahora allí estaban, vestidos los dos de etiqueta, él elegante y sereno, la piel curtida por el sol y la brisa del mar, con una pequeña flor de azahar en el ojal de su chaqué; ella, espectacular de azul turquesa, con un impresionante collar de brillantes y perlas que había pertenecido a Clara y toda la rotundidad de su belleza exótica y morena, aguardando a una novia que, aunque quizá no lo supiera, era la única realmente ilusionada ante aquel matrimonio y que, como era preceptivo en todas las bodas, se retrasaba.

Ana hizo su entrada del brazo del orgulloso y venerable tío Luis, el abogado y viejo amigo de la familia, diez minutos después de la hora prevista para el inicio de la ceremonia.

El vestido de pesado satén blanco hielo arrastraba una cola larga sostenida por varios pajes, niños y niñas con idénticos vestidos y trajecitos de raso azul, hijos de parientes lejanos de los contrayentes o, en algún caso, de amigas de la novia. La espléndida tiara de brillantes, la joya más destacada de la herencia familiar, sujetaba el velo de encaje de Bruselas que numerosas generaciones de mujeres Arzaga habían llevado antes. Bajo el velo, el rostro de Ana sonreía con la satisfacción y el orgullo indisimulado de haber, por fin, alcanzado una meta.

A su paso, todos admiraban su belleza de princesa de cuento.

Cuando llegó al altar del brazo de su padrino y se separó de él para colocarse junto al que sería su marido, Ignacio la contempló sonriente, halagado porque una muchacha tan hermosa fuera a ser suya, y no pudo evitar decirle en un susurro:

—Estás preciosa.

—Gracias, lo sé —contestó ella absolutamente tranquila.

Esa misma tranquilidad, que fue tal vez uno de los aspectos más comentados durante los días que siguieron a la boda en su ciudad, la mantendría a lo largo de toda la ceremonia siguiendo el rito con aparente devoción y también durante la fiesta posterior.

A la salida de la catedral y mientras recibían la consabida lluvia de arroz y pétalos de rosa, su ya marido oyó cómo una invitada comentaba:

—Qué joven es, parece una niña de Primera Comunión.

Por un instante efímero, fugaz, se giró y su mirada se cruzó con la de Isabel, que salía tras los contrayentes y recibía también parte de aquella lluvia de arroz y buenos deseos. Supo lo que ella pensaba sólo con percibir su expresión, y supo también que ella leía en su cara con la misma claridad que si se mirara en un espejo. Acababan de condenarse, los dos, a un exilio forzoso, eran extranjeros de sí mismos, abocados a un silencio voluntario y eterno, a una comunicación sin futuro en un lenguaje muerto. Y Ana, la persona que les ataba, ajena a todo, reía.

Ignacio recordaría años más tarde la tentación de escapar, de huir de la claustrofobia de una decisión trascendentalmente equivocada cuando, tras la celebración del banquete, justo después de despedirse de sus invitados, de las lágrimas de emoción de su madre, del rostro lleno de compasión y fingida alegría de Isabel, mientras la feliz recién casada tiraba a las solteras su ramo de flores, ya sentados en el coche que les llevaría a su hotel y, de allí, a su luna de miel, miró furtivamente la expresión impenetrable de su mujer y tuvo la certeza de que enmascaraba la frialdad total, el vacío más absoluto.

El viaje de novios duró un mes. Su itinerario, al igual que hasta el más pequeño de los detalles de todo lo relacionado con su boda, había sido cuidadosamente planificado por Ana y Ángela e incluía escalas en diversas ciudades y continentes, para contentar los gustos tanto de Ignacio como de su flamante mujer.

Desde su ciudad llegaron por carretera a Madrid y desde allí se trasladaron en tren a París, sin duda la escala preferida de Ana. Tras varios días en la ciudad, comprando en las mejores tiendas y disfrutando de la ópera, el ballet, las exposiciones y los restaurantes, se dirigieron a Londres, donde Ignacio, como siempre que recalaba en aquella ciudad y para desquitarse del desdén que Ana le dedicara al Louvre, recorrió incansable el British Museum y la National Gallery hasta agotar la paciencia de su mujer. Apenas una semana después volaron a Nueva York y, partiendo de esa ciudad que fascinaba a Ignacio y asustaba a Ana, visitaron varias ciudades norteamericanas hasta, finalmente, recalar en el Caribe para descansar del intenso viaje.

Sin embargo, aquel viaje no fue en absoluto tan maravilloso como ambos habían previsto y no cumplió las expectativas de ninguno de los dos.

Desde la misma noche de bodas Ignacio entrevió que Ana rehuía el contacto físico. En un primer momento lo achacó al cansancio tras la ceremonia, y a los innumerables preparativos anteriores. Creyendo que estaba extenuada y previendo que necesitaría reservar todas sus fuerzas para emprender el largo trayecto en tren que les llevaría hasta París, prefirió no agobiarla y dejarla descansar. En la Ciudad de la Luz, calculó haciendo uso de los tópicos, todo sería mucho más fácil y romántico.

Pero nada sucedió como él había imaginado. Pese a haber esperado al momento que creyó más adecuado, en la suite más lujosa del Ritz, tras una estupenda tarde de compras y regalos, y la sorpresa bajo la servilleta a la hora de la cena de la ofrenda de una nueva joya, para Ana el descubrimiento de las relaciones íntimas fue traumático y repugnante.

Sin embargo él no era un hombre ansioso ni inexperto, por lo que, después de aquella primera tentativa fallida y desastrosa, con Ana rota en sollozos y tan rígida entre sus brazos como una muñeca, tomó la decisión de ser paciente y hacer acopio de toda su caballerosidad.

Pero su mujer, la joven ilusionada de tan sólo unos días atrás, se lo ponía muy difícil. Ya no era aquella niña dulce y desamparada que pedía su protección, a la que se le iluminaban los ojos cada vez que lo veía bajar del tren que lo llevaba a su encuentro, la que aguardaba ansiosa sus visitas recopilando anécdotas e historias con que entretenerle, esperando para estrenar sus nuevos vestidos hasta el día en que llegara, escuchándole embelesada describir todas sus expediciones por aquellos exóticos destinos que soñaba compartir con él.

Ignacio asistía horrorizado a la transformación de esa joven adorable en un ser despótico y malcriado. No sabía si se debía a que había estado sometida a mucha presión durante el tedioso proceso de organización de la boda, o tal vez porque el largo viaje de novios la tenía agotada, o quizá por los nervios que le creaba la situación, pues ella misma se daba perfecta cuenta de que su actitud quisquillosa y temerosa hacia el sexo no era la más favorable para crear un buen clima entre ambos.

Nada estaba sucediendo tal y como los dos habían previsto y el viaje se iba convirtiendo poco a poco, día a día, en una experiencia lacerante y humillante para los dos.

Por el día, todo parecía fluir con normalidad, se entregaban a los placeres de las mañanas con el fervor de los que quieren entretenerse porque tienen algo que ocultarse a sí mismos. Caminaban. Iban de un lado a otro, no dejaban ni un rincón sin visitar en todas las ciudades que pisaban. Hablaban muy alto, reían con entusiasmo artificial, frecuentaban teatros, jardines, lugares pintorescos, Ignacio pasaba horas en los museos, Ana de compras. Por fortuna, el dinero no era un problema para ellos, aunque sí lo suponía su propio miedo, el que se tenían el uno al otro.

La hora de la comida solía reunirlos, si es que habían pasado la mañana separados, en los mejores restaurantes, donde representaban a la perfección la ficción de la feliz pareja de recién casados. No era difícil parecer felices en público, e incluso había momentos en que creían serlo, momentos fugaces en los que parecía que ella era, efectivamente, la joven frágil y necesitada de protección y él su príncipe elegido.

Sin embargo, a partir de la sobremesa, que transcurría en relativa tranquilidad, la tensión creciente comenzaba a inundarles, impregnando su relación de incomodidad y desasosiego.

Tanto Ignacio como, sobre todo, Ana eran absolutamente conscientes de la inquietud, de la tirantez y el ansia indisimulada entre ellos. Era un malestar definido y preciso que podían identificar a la perfección, y se extendía, cercándolos con congoja y hostilidad.

Durante una de las últimas cenas que disfrutarían en su viaje de novios, sentada ante la magnífica mesa iluminada con velas y rosas del comedor de su hotel de ambiente colonial, tras una noche en blanco en que fue incapaz de dormir preocupada por que Ignacio, harto de su actitud, acabara por perder la paciencia y forzarla o, peor aún, por repudiarla, Ana decidió prepararse para vencer su asco y su turbación, para ofrecerse a su marido, para dar la cara.

Recordó los múltiples intentos de hablar con ella, de instruirla, que había hecho Isabel cuando, la mañana del día de su boda, mientras la ayudaba a vestirse, aprovechando una ausencia de la tía Ángela, intentó sacar el tema y aleccionarla sobre el oscuro acto que tendría lugar la noche de bodas.

—No deseo saber nada —le cortó esquiva, enfadada porque precisamente ella, que tan amiga se había vuelto en los últimos tiempos de Ignacio, que mantenía con él aquella relación extraña de amistad, de camaradería, tuviera que ser quien le hablara del contacto que se produciría entre sus cuerpos—. Todo lo que tenga que saber ya me lo dirá mi marido.

—Es por tu bien… —insistió Isabel tímidamente—. Para que estés preparada, para que sepas…

—¿Y tú cómo sabes lo que va a pasar? —le cortó maliciosamente, con un golpe bajo del que más tarde se avergonzaría—. ¿Es que acaso ya has pasado por esa experiencia sin haberte casado?

Isabel, dolida, se retrajo, quitó las manos de su vestido de novia, como si le quemara, y se defendió intentando mantener la calma, aplacar la ira que poco a poco empañaba su voz:

—Te recuerdo que estoy estudiando Medicina, ya no me falta nada para licenciarme y ser médico. Como comprenderás, tengo que saber en qué consisten y cómo se producen todos los actos relacionados con el cuerpo humano aunque por mí misma no haya llegado a experimentar muchos de ellos.

La novia, a través del espejo, pudo adivinar la decepción en su mirada, y se dio cuenta de que le había hecho daño y había truncado aquel intento de acercamiento de su hermana, tan lejos de ella desde hace tanto tiempo. Cambió de tema de inmediato apartándose, por prudencia y un instinto de conservación perfeccionado con los años, de cualquier asomo de conflicto, y dijo algo del velo y su peinado. Isabel se irguió y la ayudó con las horquillas y aquel momento de intimidad, ese conato de cercanía, se fue para siempre y se llevó con él cualquier posible respuesta a las dudas que ahora asediaban a Ana.

Sin recursos, bebió más de la cuenta durante la cena.

Ignacio, asombrado, obedecía a sus demandas y llenaba la copa de su mujer una y otra vez, primero con vino, luego con champaña. Cuando llegaron a su habitación y Ana se dejó caer, risueña y atolondrada, en sus brazos, pudo percibir su aliento y, en él, el deje amargo, rancio, del alcohol. El recuerdo de Clara, tambaleante y vencida, se abrió paso en su mente y bloqueó cualquier sentimiento que no fuera de desolación.

De modo que así consumaron por primera vez su unión: ella vencida por el alcohol, fingiendo una pasión que no sentía; él esmerándose en quererla, fingiendo una atracción en la que de golpe, a menos de un mes de su boda, ya no creía.

Fue un acto mecánico y aséptico que les dejó con la amargura de la mentira. Y sentó las bases de lo que sería, de ahí en adelante, su relación.

A la mañana siguiente despertaron avergonzados, sintiendo odio hacia el otro, y sobre todo rencor, un rencor oscuro enmascarado de indiferencia.

En los días restantes, incapaces de establecer el menor pacto o tregua, la tensión y el conflicto alcanzaron grados infinitos de disparidad. El mínimo espacio común para establecer una relación al menos razonable fue imposible.

El final del larguísimo viaje fue un alivio para ambos: Ignacio se adelantó a Damasco, y esperó allí a Ana, que llegó un mes más tarde.

En Madrid, inmersa en una vorágine de exámenes y largas horas de biblioteca y estudio, concentrada en el empeño de sacar adelante su propio futuro, su nueva vida, Isabel recibió la llamada de su hermana con sorpresa y alegría.

—¿Qué tal ha ido todo, Ana? Sólo he sabido de ti por las escasísimas postales que me habéis ido enviando, estoy deseando saber hasta el último detalle: ¡cuéntame!

—La luna de miel ha estado bastante bien, he comprado montañas y montañas de ropa, de perfumes, de zapatos y bolsos y joyas de lo más chic, y hemos estado en unos restaurantes carísimos tan elegantes, tan cosmopolitas que no te los puedes ni imaginar, ¡yo creo que incluso vi en algunos a varias estrellas de cine, con eso te lo digo todo!

—Supongo que habréis hecho miles de fotos, ya me las enseñarás, seguro que pasamos un buen rato viéndolas en cuanto podáis venir unos días, claro.

—Ojalá sea cuanto antes, llevo poquísimo aquí y ya estoy harta de este sitio —refunfuñó Ana, refiriéndose al nuevo destino de su marido—. Ésta es una ciudad horrible —le confesó furiosa—. Una ciudad de segunda con un régimen casi comunista hasta hace nada, y todo es siniestro, cutre y pobre. ¡Y son moros!

Isabel sonrió ante la ira de su hermana.

—Pero es Próximo Oriente, Ana. No me lo compares con el destino anterior…

—Me da igual, es tristísimo y la vida diplomática no es lo que yo pensaba. Es bastante aburrida, y más en una ciudad como ésta. Nos encontramos siempre a los mismos en todos los cócteles y sin embargo fuera de los actos sociales casi no veo a Ignacio. Estoy sola mucho tiempo, la mayor parte del día, porque las mujeres de este país, aunque sean mujeres de funcionarios locales de la embajada, son unas paletas, así que no voy a perder mi tiempo con ellas. Lo que pasa es que si me quedo en casa, con el servicio, claro, no puedo hablar, y lo mismo pasa si se me ocurre salir a dar una vuelta. No son gente de nuestro nivel; no nos entienden, son de otro mundo. Y además, que ya no sé qué es peor, si los negros o los moros. Luego, a la noche, cuando por fin llega Ignacio me encuentra, como comprenderás, de un humor de perros, pero es que yo ya no sé de qué otro modo hacerle comprender que me tiene encerrada en un infierno.

Pasmada, Isabel escuchaba la queja desordenada de su hermana con creciente aversión y, aunque se negara a reconocerlo, una insólita sensación de alivio. Por fin, tras tantos años, su actitud infantil y caprichosa ya no le preocupaba. Ella no era ya su problema. Ignacio, pese a sus advertencias, se había empeñado en asumir esa responsabilidad, se casó con ella, se la había llevado con él, lejos, y ahora debía complacerla, escucharla y mimarla; era su marido.

Con todo, no pudo evitar compadecerse.

«Pobre Ignacio», pensó cuando colgó. «Se ha atado a mi hermana de por vida, y lo peor es que, a pesar de la actitud de Ana, él aún no tiene ni idea de la que realmente le ha caído encima».