Verano de 1966
Desde aquella llamada absurda y lastimera de Ana a la vuelta de su desastroso viaje de novios, Isabel sólo sabía de sus quejas, sus exigencias nunca satisfechas y los problemas que cercaban su nueva vida con Ignacio gracias a las escasísimas cartas escritas por ella que recibía o a las llamadas que cada vez con menos frecuencia se entrecruzaban, únicamente para felicitarse en las fechas señaladas o en las fiestas tradicionalmente consideradas familiares. Como la Navidad, que nunca antes habían tenido que pasar separadas hasta que se vieron obligadas a hacerlo debido a la profesión de Ignacio en su primer año de casados y, en el siguiente, a causa de un oscuro incidente político surgido repentinamente justo antes de Nochebuena en el que su embajada tuvo que intervenir y que él mismo se encargó de solventar con su participación directa y comprometida.
La operación diplomática se saldó con considerable éxito y reconocimiento internacional para su marido, pero Ana nunca le felicitaría por aquel triunfo. Ella sólo pensaba en que su viaje a España se había frustrado por segunda vez por su culpa y, por ello, se pasó la mayor parte de las celebraciones sin dirigirle la palabra aunque, por guardar las apariencias, a Isabel le contaría con todo lujo de detalles qué se puso y en qué mansiones se celebraron los bailes y cenas.
El resto del tiempo Isabel se limitaba a tener noticias de la que de hecho era su única familia por las conversaciones que muy esporádicamente mantenía con su tía Ángela, a quien visitaba cada vez que iba a su ciudad, en donde el mantenimiento de la casa de su familia, que su hermana y ella se empeñaban en sostener escrupulosamente para no desvincularse por completo de su infancia, solía reclamarla con cierta periodicidad. La tía Ángela estaba cada vez más mayor y se había vuelto más y más egoísta y neurótica con el paso de los años. De ser una perfeccionista nata en la organización de actos de caridad, funciones solidarias y veladas, había pasado a convertirse en una hipocondríaca en todo lo relacionado con su propia salud. Su afán por vencer el paso del tiempo y conservarse en el mejor estado posible a pesar de su edad la llevaron a transformarse en una obsesiva controladora de todo cuanto comía, de la temperatura de cada habitación, de los estornudos que emitiera casualmente cualquiera que estuviera cerca de ella y, en definitiva, de todo aquello que pudiera enfermarla, lastimarla o simplemente molestarla.
Su sobrina opinaba que vivir sola estaba comenzando a afectar a su cabeza y era el motivo de su creciente número de manías. Al parecer su hijo pensaba lo mismo, porque en más de una ocasión le había ofrecido o incluso rogado encarecidamente que se trasladara a vivir con él y su mujer. Ángela, por supuesto, se negaba en redondo, alegando que no había ningún lugar en el que pudiera estar mejor que en su ciudad, aunque para Isabel aquella negativa enmascaraba el miedo de su tía a vivir fuera de su país.
En cuanto a la propia Isabel, lo cierto es que no echaba de menos a su hermana. Su vida en Madrid estaba demasiado llena de trabajo, deberes y responsabilidades como para disponer de un solo segundo de añoranza y evocación y, por otra parte, sentía que ya no tenían nada en común más que su parentesco, una infancia perdida, extraña y curiosamente feliz.
Muchas veces, al despertar, se sentía culpable por haber soñado con Ignacio, y esa culpabilidad, que no conseguía quitarse de encima desde aquella tarde lejana en que, navegando por la bahía los dos, le había hablado con franqueza, hacía que se sintiera una traidora.
Cuando al final del día llegaba a su piso, que compartía con otras dos estudiantes de Medicina y una compañera que estaba, como ella, a punto de licenciarse, y se tumbaba, rendida pero contenta, Isabel intentaba sacar una fuerza de voluntad que no conseguía encontrar para dirigirse al teléfono y marcar la serie infinita de números que le devolverían la voz de su hermana, pero apenas acertaba a conseguir levantarse y buscar la agenda. Pensaba que era el cansancio; se eximía convenciéndose de que, si de verdad pasara algo importante, serían ellos quienes la llamarían; se enfadaba en ocasiones con ella misma por su egoísmo y, otras, pensaba que los egoístas eran ellos, que se habían ido lejos, muy lejos, dejando a su cargo a la tía Ángela y sus propiedades.
Pero ella sabía que lo que la ataba, lo que de verdad le impedía descolgar el auricular e interesarse por ellos era el miedo. Miedo a que Ana o Ignacio, cualquiera de los dos, le confirmara lo desastroso de su vida en común, el fracaso enorme de su matrimonio. Y, sobre todo, miedo a alegrarse de recibir esa noticia.
La carta la estaba esperando sobre su escritorio y apenas reparó en ella cuando llegó del hospital. No la esperaba, en absoluto, y quizá fue por eso que, cuando por fin la vio y reconoció su letra, estuvo con ella entre las manos más de media hora pensando qué hacer, si abrirla o no.
Desde la última vez que se vieron a solas, aquella tarde de sol y viento marino en que tuvieron la reveladora, la contundente conversación, se había hecho a la idea de que su relación nunca volvería a ser la misma. Cambiaría, como ellos, con la nueva situación y les vetaría un trato y una sinceridad que antes era una fuente de ilusión.
Por eso no esperaba recibir noticias suyas directamente, contadas por su propia voz. Próximamente haría ya casi dos años que no se veían y había asumido que, cuando lo hicieran, habría demasiadas personas presentes como para que pudieran charlar con tranquilidad, de verdad.
Y ahora aquella carta llegaba como un recordatorio de un tiempo pasado en el que todavía creía que podía cambiar a las personas que la rodeaban, influir en ellas y en su modo de querer, de quererla.
Pensó en deshacerse de la carta. Sí, tirarla era la mejor solución.
Finalmente, acabó abriéndola, vencida por la curiosidad, por un sentido del deber que la obligaba a interesarse por todo lo que afectaba a su familia.
El placer de los viejos tiempos, la anticipación con delectación mientras abría el sobre, esperando reír con sus ironías, saber más de él, dio paso a la sorpresa más absoluta, a la consternación más dolorosa, cuando leyó la carta de Ignacio.
Querida Isabel:
Hace mucho, mucho tiempo que quería hablar contigo, y si no lo he intentado, si no te he llamado nunca, si hasta ahora no me he atrevido a escribirte es porque creo, o mejor dicho, sé que, desde mi boda con Ana, has cerrado la puerta a una amistad que, para mí, era de verdad muy importante.
Te preguntarás por qué te escribo ahora; te lo diré: desde que vetaste nuestra relación —supongo que por un motivo tan simple como el negarte a ser la mejor amiga, la confidente del marido de tu hermana, algo por lo demás totalmente inocente y que nadie, ni ella, ni tú ni yo deberíamos juzgar como reprobable aunque, no te lo negaré, sí entiendo que te resultara violento— me siento totalmente asfixiado, como si se hubiera quedado sin aire el mundo en el que vivo.
Además, y eso es algo que ya sabes de sobra, tu silencio, tu inaccesibilidad coincidió con el inicio de una vida en común con Ana que esperaba gratificante y divertida, y que ha resultado ser una pesada carga.
Y no me veo con fuerzas para seguir soportándola solo, Isabel.
Necesito saber que cuento contigo, que estás ahí al menos para escucharme.
No hace falta que me contestes, no tienes que hacerlo, el simple hecho de saber que tarde o temprano esta carta te llegará y tú la leerás y me comprenderás ya me gratifica.
Si te digo la verdad, me avergüenzo de mostrarme tan débil, tan hundido, pero tú sabes lo demoledor que puede llegar a ser vivir con alguien como Ana, no en vano has convivido con ella —cuando era más joven y feliz, cuando no estaba descontenta con todo, cuando parecía capaz de no amargarse, de disfrutar— y, sobre todo, con Clara, y espero que entiendas esta necesidad de compartir con alguien mis pensamientos y mi soledad.
Comprendería también que me reprocharas mi egoísmo —yo, que tanto se lo echo en cara a Ana— al querer desahogarme cargándote a ti con mis problemas, pero si he de serte sincero, como siempre lo he sido, lo cierto es que tú eres la única persona que creo capaz de entenderme y, sobre todo, la única que sabe realmente cómo es tu hermana y cómo puede llegar a hacer que se sientan quienes la rodean.
También estás en tu perfecto derecho de romper esta carta y, después, todas las demás que vayan llegando. Me pongo en tu situación y entiendo lo incómodo que puede resultar que el marido de tu hermana vuelque en ti toda la desazón, la frustración que siente debido a un pésimo matrimonio que no ha generado más que malentendidos y conflictos en los dos.
Sin embargo, tengo un argumento que estoy seguro de que te va a convencer definitivamente: vamos a tener un hijo.
Sí, Ana está embarazada de poco más de dos meses.
Un hijo no va a arreglar nada en nuestra situación.
Nuestro matrimonio ha sido como una condena, una cadena que nos ata a ambos, el uno al otro, y que no nos dejará nunca libres a ninguno de los dos. Todo lo que hago, todos mis esfuerzos son inútiles, Ana no está nunca contenta con nada, sólo quiere volver a España, regresar a nuestra ciudad, alejarse de aquí y, posiblemente, de mí.
Además, el embarazo le está sentando fatal, se pasa días enteros llorando en la cama y, cuando me acerco para interesarme por ella, me mira colérica, con rencor. Creo que me odia.
Y, hasta cierto punto, está cargada de motivos para hacerlo y tiene toda la razón. Ella era una niña, sin cabeza, sin sentido común, ilusionada con una boda de cuento. Yo, sin embargo, era, o debería haberme comportado como un adulto; yo debí haberle puesto freno a esta locura, tuve que prever que la diferencia de edad y nuestros distintos caracteres serían completamente incompatibles. Sin embargo me dejé llevar por ella, por su entusiasmo, no usé en absoluto mi sentido común y ahora así estamos: mi mujer, tu hermana, sigue siendo una niña, y yo continuaré siendo su juguete hasta que me haya roto del todo.
Isabel, que hasta entonces había permanecido de pie en el centro de la habitación absorta en lo que leía, notó cómo las rodillas le flaqueaban. Sentía que todo a su alrededor daba vueltas y comenzaba a fallarle su sentido del equilibrio. Buscó con las manos el borde de la cama, como una autómata, y terminó por sentarse torpemente en una de sus esquinas para evitar seguir mareándose hasta caer y perder el conocimiento. Por un lado sentía una alegría salvaje: habría de nuevo niños en la familia, un resquicio a la esperanza y a la cordura, iba a ser tía. Por otra parte, sin embargo, no podía dejar de apenarse por el destino, el tipo de hogar hostil que recibiría a un niño como aquél, hijo de padres que no sólo no se quieren sino que incluso, por lo que sugería Ignacio, se odian.
Y sentada sobre su cama, algo desorientada y con la cabeza todavía dándole vueltas, tras acabar de leer la breve y cariñosa despedida de su cuñado, supo lo que había que hacer sin dudar un instante. Se dirigió a su escritorio y escribió:
Querido Ignacio:
Me gustaría que me confirmaras si tenéis sitio en vuestra casa para una persona más. He decidido pasar una breve temporada con vosotros, ojalá no te moleste. Ana se animará y estará más entretenida y yo me aseguraré de que mi futuro sobrino nazca feliz y perfecto.
Tardaré algún tiempo en gestionar el viaje y, sobre todo, en cambiar todos los horarios y turnos de mis prácticas, pero creo que me necesitáis, los dos, de modo que no voy a fallarle a la única familia que tengo.
Sé que tú, que la tratas a diario, encontrarás el mejor modo de darle a Ana esta noticia, que espero que os alegre a ambos, sin que se altere demasiado.
Mientras llega el momento de nuestro encuentro, os envío besos, abrazos y todo mi ánimo.
Isabel
Ignacio recibió con alivio la carta de su cuñada y se apresuró a responderle confirmándole que, efectivamente, había sitio de sobra para ella en su casa y que, además, tanto Ana como especialmente él estaban más que entusiasmados con su visita.
Los siguientes días fueron frenéticos para Isabel. Explicó a sus compañeras, profesores y tutores que una enfermedad repentina de su hermana hacía inexcusable y urgente su salida del país para atenderla y, como esperaba, nadie puso demasiados problemas a su partida, todo por obra y gracia de una mentira piadosa que, en el fondo, no estaba tan lejos de la realidad.
Sólo cuando embarcó en el avión y se desplomó en el asiento que le correspondía fue consciente del cansancio y la tensión acumulada sobre ella durante los últimos días. Los preparativos para su viaje habían sido una auténtica locura de prisas, papeleos, maletas y cambios de horarios y entrega de trabajos repentinos y apresurados.
«Estoy agotada», pensó. «Pero veré a Ana, y a Ignacio, y sólo eso hace que valga la pena».
Mientras descansaba contemplando por la ventanilla las nubes, como enormes bolas de algodón, no pudo evitar preguntarse el porqué de esa entrega frenética a un viaje no previsto que, más que unas vacaciones, iba a suponerle días tan agotadores como los que vivía en Madrid. Acudía a la otra punta del mundo en calidad de hermana mayor, o de apaciguadora.
En todo caso, tenía un objetivo, una misión: intentar aplacar los ánimos de los dos, conseguir la paz entre ellos y el sentido común necesario en su hermana para que pudiera llevar su embarazo adelante con la mayor tranquilidad posible.
Pero, en el fondo, ¿a quién quería ver en realidad?
Se convencía a sí misma con énfasis de que a Ana, pero lo cierto es que su hermana, en los últimos tiempos, cada vez le recordaba más a su madre, y ésa no era una comparación agradable ni mucho menos atrayente para Isabel.
Recordó con tristeza el desprecio de su madre por su carrera y su futura profesión y aquella sensación de irritación y abatimiento a partes iguales que siempre le provocaba.
«Ignacio, en cambio, sí me comprende. Y, lo que es más importante todavía, me respeta. Me pregunto cómo puede ser que Ana esté quejándose todo el rato de él. Es la vida que ella quería y sin embargo reniega de ella. Es curioso: antes quería ser una mujer cosmopolita, pero ahora que lo es no quiere más que volverse a casa». Isabel movió con pesar la cabeza, como reprobando en su interior el comportamiento de Ana. «Debe de ser frustrante para un hombre como Ignacio, tan curioso, tan culto, tan inquieto, tener que compartir su vida con ella».
Y decidió de pronto, sin pararse a pensarlo demasiado, que durante el tiempo que pasara con ellos intentaría, además de atender y contentar a su hermana, dedicar algún rato a hablar con su cuñado, a entretenerle, a escucharle todo lo que fuera necesario para compensar la ignorancia y la frialdad con que le trataba Ana.
Se quedó muy tranquila con esta decisión, tan inesperada como firme. «Sí», se dijo. «Esto les ayudará. Él podrá desahogarse, tendrá alguien con quien hablar esos días y así, por su parte, mi hermana podrá descansar y dedicarse a ella y a su embarazo mucho más tranquila sabiendo que yo estoy con Ignacio».
Y a continuación, tan contenta como engañada, con la verdadera naturaleza de sus sentimientos por su cuñado oculta hasta de su propio yo, se durmió.
Ana e Ignacio la esperaban en un aeropuerto modesto y desangelado. Todo era abrumadoramente triste y sucio.
Ana, radiante, la abrazó con fuerza.
—Menos mal que has venido, porque si no me muero. Esto es horrible, pero ahora que estás aquí las cosas irán mejor —le dijo con pasión, e Isabel vio brillar en sus ojos un fondo febril de ira que la asustó.
Ignacio, algo alejado, observaba la escena voluntariamente excluido del círculo de afecto de las hermanas. Mientras las contemplaba sintió una tenue punzada de envidia ante su efusividad.
«Son sus claves», pensó. «Y aunque ellas sean tan diferentes, tienen mil complicidades compartidas en las que yo nunca podré entrar».
Las dos hermanas, cogidas por la cintura y flanqueadas por Ignacio y uno de sus asistentes, que llevaba las maletas de Isabel, se encaminaron a la entrada del aeropuerto, donde les esperaba un sedán negro. Un chófer salió de inmediato del interior del vehículo y se apresuró a abrirles las puertas traseras y guardar en el maletero el equipaje de Isabel. La percepción del estado de pobreza de aquel país era tal que no le costó aceptar un fondo de razón en las palabras de descontento y las quejas de Ana. Con sólo echar un apresurado vistazo a través de la ventanilla, las condiciones infrahumanas de la mayoría de los habitantes de aquella ciudad se hacían evidentes. Niños sucios y harapientos, obviamente sin escolarizar, correteaban por doquier, perros famélicos, edificios desconchados, automóviles que circulaban en paupérrimo estado de conservación y, sobre todo, muchos, muchísimos ciudadanos desocupados poblaban las aceras, charlando en pequeños grupos con un único objetivo, dejar pasar el día, para regresar de nuevo a sus casas, una noche más, con las manos vacías.
Aunque para Isabel aquel paisaje desolador no hacía sino reafirmarla en su decisión, aquella que la había llevado tantos años atrás a enfrentarse a su madre para estudiar Medicina y ayudar a la gente, a la más pobre, como aquélla, a salir adelante, no le costó mucho ponerse en el lugar de su hermana y comprender que, para Ana, la estancia en aquella ciudad fuera una condena. La pobreza, la suciedad, la fealdad, todo aquello le suscitaba rechazo, incluso miedo, y seguramente por el simple temor de enfrentarse a aquellas visiones, preferiría quedarse en casa, encerrada.
Era normal que deseara cualquier cambio en su rutina, desde las visitas de las esposas de otros miembros del cuerpo diplomático de la ciudad a los viajes por la zona en compañía de Ignacio o, como ahora, el recibir a diplomáticos españoles en su casa, para los que ofrecía cenas y recepciones.
Isabel nunca había visto a su hermana tan contenta ante su visita. Cuando ella estudiaba en Madrid y Ana todavía no había salido de su ciudad natal, sus visitas a la casa familiar formaban parte de una rutina de encuentros y separaciones durante tanto tiempo asumida que las despedidas o los regresos, el juntarse y separarse, se habían convertido para ellas en algo habitual.
Ahora, en cambio, la visita de Isabel había sido largamente anhelada ya que, por supuesto, ninguna de las dos pensó el día de la boda que tendrían que estar separadas tanto tiempo. De ahí que no quisieran ni soltarse de la mano a lo largo de todo el trayecto y que, en cuanto franquearon la verja que rodeaba su casa —una construcción de considerable tamaño en la zona diplomática, distribuida en dos plantas, con un añejo aire señorial y rodeada de un pequeño y cuidado jardín— y se bajaron del coche, con la excusa de ayudarla a deshacer las maletas, Ana aprovechara para subir con ella al dormitorio destinado a los invitados y, ya allí, se pusiera a hablar y contarle su vida y sus cuitas con tanto lujo de detalles que se les pasaron las horas de aquella tarde y por poco se olvidan casi hasta de bajar a cenar.
Ana no paraba de lamentarse y quejarse por su situación.
—¿Ves como todo esto es horrible? Ya te lo dije mil y una veces por teléfono, y ahora podrás comprobar que no te mentía.
—Sí, tienes razón, pese a su exotismo comprendo que al cabo de un tiempo, ahora que ya conoces la zona a fondo, te hayas cansado de la ciudad y de tratar siempre con la misma gente —concedió Isabel, en parte para aplacarla—. Pero míralo por el lado bueno: en cuanto nazca tu niño estarás mucho más entretenida cuidándolo y te dará totalmente igual el ambiente de la ciudad, o que las salidas sean limitadas, o no encontrar gente afín con quien tratar, créeme.
—No creas que yo voy a vivir aquí con mi hijo —le reveló furiosa, en un arrebato caprichoso de genio que le hizo descuidar lo que decía y desenmascarar ante su hermana la realidad de sus planes—. Ni lo sueñes, yo me vuelvo a España contigo y que Ignacio venga después, cuando pueda o cuando quiera.
Isabel la observó consternada y sintió de nuevo aquel vértigo tan familiar que la invadía provocando la sensación de que el mundo se desmoronaba a sus pies. Qué curioso, hacía mucho tiempo que no lo sentía, y era sólo algo que ocurría, además, cuando estaba cerca de Ana o recibía noticias relacionadas con ella.
La veía mirándola con gesto de sorpresa, sin acertar a reaccionar, incluso puede que sin percatarse de lo que le estaba ocurriendo, de que un nuevo ataque de pánico se apoderaba de ella. Acababa de darse cuenta de que sus esfuerzos sobrehumanos por llegar hasta allí, su afán por aplacar los ánimos de los dos seres más importantes de su vida, no habían servido de nada. Es más, su irrupción en aquella casa llena de rutinas y desdenes, en vez de suavizar, había ahondado aún más la fractura entre su hermana y su cuñado.