Verano de 1954
Una ciudad cantábrica
—La que es muy mona es la pequeña.
Las palabras de su madre se deslizaron perezosamente en el cerebro de Ignacio de Arzaga para fundirse con el ruido de las olas, mientras contemplaba meditabundo el mar, su mar. Ese mar que siempre asociaría a los recuerdos de su niñez y a un tiempo en que todo parecía mucho más sencillo.
La casa familiar, ahora propiedad de sus tíos y que en su momento fue de los abuelos, era un observatorio maravilloso de la bahía; pero para él, también un lugar anclado en un punto del espacio por el que no pasaban los años, un escondite secreto alejado de las presiones de la vida moderna, de las ambiciones y las prisas. Con su incesante trajín de barcos, la isla del faro marcaba el límite de aquel trozo de mar encerrado por la costa, tan importante en su infancia y que, casi como por arte de magia, permanecía igual que en sus recuerdos. Barcos que iban y venían, que se cruzaban con la misma cadencia que cuando era niño; el olor a sal; la brisa; los ruidos del servicio metódicamente entrenado; tras él, las risas y brindis de su padre y sus tíos mientras tomaban el aperitivo bajo la pérgola del mirador, y, como una condena eterna, perpetua, el incesante haz de luz que volvía una y otra vez a pasar ante su mirada, y rítmicamente marcaba el devenir del tráfico en la bahía. Siempre igual, año tras año, día tras día.
Ahora, recién licenciado en Derecho y a punto de entrar en la Escuela Diplomática, con la pesada carga del orgullo exultante con que su madre le presentaba a sus parientes y esa sensación imprecisa de que no era dueño de su destino y no hacía sino alcanzar, como siempre había hecho, las metas que ella le había ido imponiendo, escuchaba con perplejidad sus reflexiones torpes y erráticas sobre la belleza de sus primas y se asombraba de su indiscreción y de la ligereza con que eran evaluadas y comparadas sin el menor disimulo.
«Pobrecillas», pensó. «Ya las están preparando para el mercado matrimonial».
Las niñas, de doce y diez años, jugaban entre los parterres, ajenas a los comentarios que emitían los mayores sobre su físico y, por lo tanto, su potencial para futuros matrimonios.
Para las pequeñas, Ignacio pertenecía al misterioso y blindado mundo de los adultos, y él se dio cuenta de que, igual que él, ambas se sentían allí a salvo, en su propio mundo, rodeadas y protegidas por un muro verde y azul de vegetación y mar, al margen de las órdenes y prohibiciones incomprensibles de los padres o de los deberes de los maestros. Un mundo privado donde sólo ellas dos imponían sus propias normas.
Sin embargo, como si de pronto se percataran de aquellos dos pares de ojos posados sobre ellas, Isabel y Ana hicieron una pausa en sus juegos secretos y atendieron con curiosidad a su tía y a su primo:
—Somos hermanas —dijo de pronto Isabel con solemnidad.
La frase, tan rotunda y obvia, encerraba todo un manifiesto y constataba una verdad: la de que, por más que quisieran diferenciarlas o distinguirlas con adjetivos o valoraciones, los lazos que las unían eran inalterables. Nunca se romperían.
Las dos niñas se alejaron cogidas de la mano y pronto desaparecieron tras un seto, volviendo a sumergirse en el juego, olvidados ya los comentarios que hacían sobre ellas los mayores.
E Ignacio sonrió.
Clara de Arzaga y Ramírez de Albia había sido considerada casi desde su nacimiento como la «reina sin trono» de la sociedad de la ciudad. Guapa y delicada, fue una hija tardía que vino al mundo cuando sus padres llevaban al menos quince años de matrimonio, y tanto para ellos como para su hermano Gerardo su llegada fue una sorpresa feliz e inesperada.
Rodeada de un hermano casi adolescente cuando la cogió por primera vez en sus brazos y de unos padres ricos, de intensa vida social, algo relajados ya en las estrategias de la educación infantil, y dada su gracia y belleza, incluso desde la cuna se instaló en un mundo complaciente acostumbrándose a hacer valer su voluntad y a que sus deseos, por mínimos que fueran, se cumplieran con una prontitud rayana en la adoración. Fue así como convirtieron a Clara en una consentida.
Tras una larga niñez seguida de una breve adolescencia y, como única preparación para la vida adulta, una instrucción destinada a convertirla en digno miembro de su clase y de un impecable matrimonio, Clara fue casada a los veinte años con William Tyler, agente de barcos inglés e hijo del socio de su padre en la naviera. A veces, muchos años después, se preguntaría en la soledad de sus noches si había estado en realidad enamorada de él. No sabría decirlo, pero en cambio lo que sí sabía era que el día lejano en que avanzó por el pasillo de la iglesia del brazo de su padre hasta situarse junto al que sería su marido sí estaba profundamente fascinada por él. William simbolizaba un ideal: alto, rubio, con una buena formación y un brillante porvenir. Y, sobre todo, se comportaba como un perfecto caballero.
Muy pronto, a su vuelta de la luna de miel en París, el padre de Clara ofreció a la joven pareja la gran casa familiar que, como un farallón, se descolgaba sobre la bahía. Por aquel entonces, Gerardo llevaba once años casado con Ángela, tenían un único hijo, Ignacio, de nueve, y vivían desde su boda en una casa nueva y espaciosa en el centro de la ciudad, una zona mucho más práctica.
En cuanto se instalaron en ella, la mansión se convirtió en uno de los centros sociales más importantes de la zona: veladas alegres amenizadas por la anfitriona ante el piano, ágapes y tertulias, lánguidas tardes de tumbona y limonada en el jardín contemplando los barcos pasar y, también, importantes cenas con hombres de negocios que venían a fortalecer y estrechar los lazos que, sobre la ciudad y su entorno, tendían los poderosos.
Clara era feliz. A su existencia brillante tanto en lo económico como en lo social pronto se sumaron los nacimientos de dos hijas, que aportaron a la pareja una estabilidad, aunque artificial, deseada por sus ahora flamantes abuelos, no sólo socios sino también amigos.
Lo había conseguido, se decía a veces ante el espejo: lograba mantener su belleza intacta, todos la tenían por una buena madre y una amante esposa además de una hija de la que sentirse orgulloso. Le faltaba muy poco para ser perfecta y, lo mejor, sus dos niñas, Isabel y Ana, no tardarían en parecerse a ella. Pero, entonces, ¿por qué sentía aquel vacío?
Había días en que se miraba incansable en el espejo de su tocador y buscaba arrugas apenas perceptibles. Eran esos días en que, aún en camisón, espiaba tras los cristales de su cuarto los juegos de sus hijas, en busca, tal vez, de dar un cierto sentido a su vida.
Las niñas estaban tan acostumbradas a esos raptos de repentina y obsesiva vigilancia materna como a la habitual falta de atención por parte de sus padres, no inmutándose por los ojos inquisidores que de tarde en tarde las espiaban tras los visillos, ni por el contado afecto que recibían de los mayores en excepcionales ocasiones, casi siempre relacionadas con cumpleaños y otras festividades familiares.
Por lo general, Isabel y Ana convivían con sus padres en la inmensa casa sin apenas verlos, apartadas siempre en las habitaciones infantiles o en su refugio en el jardín y con un calendario y horario diferentes de los que regían la rutina de William y Clara, ocupados en compromisos eternos, charlas y visitas que les mantenían alejados y casi les hacían olvidarse de la existencia de sus hijas.
Pero lo cierto es que ellas no necesitaban mucho más que su compañía mutua. Soportaban a duras penas las horas de clase que las separaban en distintos cursos sólo porque sabían que, al llegar a casa, volverían a estar juntas de nuevo, y aunque su casa era enorme, se empeñaban en dormir en la misma habitación, un gran dormitorio con dos camas iguales cuyo ventanal se abría, como no podía ser de otro modo, a los árboles de su edén particular y a la tranquila y conocida bahía.
Sin embargo, pese a lo sólido de una unión tan intensa que casi les permitía adivinar en cualquier momento qué estaba pensando la otra, las hermanas eran diferentes prácticamente en todo: Isabel, más parecida a la familia de Clara, poseía una rotunda belleza morena que contrastaba con el físico sajón de su hermana, frágil y rubísima. Así, mientras en Ana llamaban la atención sus enormes ojos celestes, en su hermana mayor destacaban los agudos y penetrantes ojos negros heredados de su abuelo y el pelo azabache ondulado e indomable que siempre terminaba enredado en nudos imposibles.
Esa diferencia tan marcada en lo físico se manifestaba también en su personalidad. Isabel, rebelde por naturaleza, no aceptaba las pautas y exigencias que regían cada detalle con exactitud británica y puntualidad exasperante. Horarios impuestos por el padre para todo: para el desayuno, para el baño, hasta para la merienda que la doncella acudía a llevarles, impertérrita, a cualquier rincón de su jardín dondequiera que se escondieran; una excesiva frialdad en el trato que abortaba cualquier atisbo de espontaneidad, de extroversión o incluso de afecto, y un sinfín de protocolos y normas de cortesía casi para cualquier actividad, desde montar en bicicleta, siempre con la indumentaria adecuada, hasta jugar a tomar el té en el mirador con sus muñecas, a las que había que atender con toda la cortesía y urbanidad.
Isabel no soportaba esa meticulosidad asfixiante que se hacía notar en todos los momentos de su vida; la necesidad de independencia y libertad, quizás heredada también del abuelo, que había demostrado tanto en la vida como en los negocios su afán emprendedor y su osadía, contrastaba enormemente con la pasividad de Ana, siempre tan complaciente y tranquila. Para Isabel era sorprendente esta actitud de su hermana pequeña, ya que Ana se zambullía en su forma de vida, no la elegida por ella sino la que le marcaban los demás, con aceptación y placer.
De este modo transcurría su infancia: aisladas de todo lo que no fuera impecable, aséptico y perfecto, encerradas en una burbuja cómoda pero plana, con una relativa falta de atención dentro de los muros de su casa pero ceñidas hasta el último minuto de su vida a un complejo entramado de usos, costumbres y horarios aplicados con rigor.
Es posible que las hermanas, entre la frialdad de sus familiares, que consideraban de mal gusto cualquier muestra de cariño, y el respeto distanciado del servicio, echasen de menos algo más. Tal vez por eso, por la más pura necesidad, se querían y apoyaban tanto y habían creado ese círculo de afecto impenetrable para cualquiera ajeno a su mundo infantil.
Educadas en el colegio más elitista de la ciudad, la única imposición de su padre en cuanto a su formación académica había sido la exigencia de que adquiriesen un perfecto dominio del inglés. En cuanto a su ocio, ni Clara ni él conocían el nombre de sus muñecas.
Sólo una vez William se preocupó de bautizar uno de los juguetes de sus hijas. Fue durante la organización de la botadura de un barco de vela regalo de sus dos abuelos navieros. La fiesta en el embarcadero que se abría desde el jardín a la bahía fue durante mucho tiempo la comidilla de la ciudad, que consideraba demasiado osado no ya el gesto de permitir que las niñas rompieran una botella de champaña contra la quilla del barco sino, y sobre todo, que dos niñas pudieran llegar a gobernarlo solas, por pequeño que fuera. Clara dudó antes del acontecimiento y estuvo tentada de no enviar las invitaciones y cancelar el acto. Sin embargo, William, que habitualmente delegaba todo lo relativo a la intendencia doméstica y a la gestión y organización de las celebraciones en su mujer, fue inflexible en este sentido. Las niñas tenían que aprender a navegar, a navegar cuanto antes.
El resto, es decir, llevar a su aplicación el complicado entramado educativo tejido con precisión y rigor, correspondería a la madre, quien, a su vez, tenía una única meta: casarlas y educarlas para matrimonios social y económicamente adecuados, aptos para administrar con acierto la gran fortuna que las dos heredarían en su momento.
La vida de Isabel y Ana se desenvolvía sin roces ni fisuras en un mundo de buen gusto y refinamiento reflejo de su propia casa, un ambiente alejado de toda muestra de vulgaridad, ostentación o alarde propios de nuevos ricos, el grupo social más despreciado y detestado por sus padres y abuelos. Partidos de tenis, clases de ballet, labores, piano, francés… inundaban su tiempo y dejaban muy poco espacio para la libertad; apenas las horas que lograban escapar al jardín en las estaciones de buen tiempo y las conversaciones a solas en su dormitorio o en el cuarto de juegos, su otro paraíso privado, el único lugar de la casa en el que podían comportarse con cierta libertad, siempre vigilada.
—¿Qué te ha parecido el primo Ignacio?
Ana hizo la pregunta al día siguiente de la fiesta familiar. La mañana había amanecido repentinamente lluviosa, impidiendo así la tarde de juegos en el jardín. Encerradas en su cuarto, tenían la consigna de no molestar mientras su madre, agotada tras los preparativos y toda la jornada anterior ejerciendo de anfitriona, dormía la siesta. Ana vestía con parsimonia a su Mariquita Pérez con un traje igual al que llevaba ella. Su hermana leía un cuento ilustrado en una silla junto a la ventana.
—Mayor —contestó lacónicamente Isabel. «Parece aburrido y mayor», pensó. Por eso añadió, sin saber muy bien por qué—: Y triste. Sí, creo que muy triste.