Capítulo VIII: Ya está bien del 23-F

No creo que sin los hechos del año 2007, el rey hubiera acabado el año brindando con los soldados españoles en Afganistán donde acudió acompañado del ministro de Defensa, José Antonio Alonso. Con setenta años se está mejor en casa.

En El País entrevistaron al ministro sobre el viaje y éste lo justificó diciendo que «el rey ha recibido ataques de la extrema izquierda y de la extrema derecha. Porque es el Jefe del Estado, pero también porque tiene un significado histórico preciso. Estuvo al frente del país en momentos difíciles de nuestra transición y a la legitimidad institucional suma la personal. Tenemos rey para rato».

Esta declaración no la hacía el hijo de la duquesa de Alba sino José Antonio Alonso, un juez de León a quien conocí en su día en mi despacho como portavoz de la Asociación de Jueces para la Democracia. Uno de los amigos de Zapatero considerado un rojo por la derecha y que llegado al cargo repitió la cantinela del 23-F. Y así se seguirá mientras alguien de verdad no se tome en serio el ir recopilando todo lo que se ha ido escribiendo y diciendo sobre esta fecha; requiriéndose, también, la necesaria investigación que habría que hacer sobre este episodio que estuvo a punto de costarle el trono al rey, pero que, hábilmente, y por el pacto de silencio existente, se convirtió en la prueba del algodón de la apuesta democrática del monarca.

FUNDAMENTALMENTE UN MILITAR

Como he comentado en el capítulo referente a la guerra de Iraq, el rey nos dijo a Felipe Alcaraz y a mí que él, fundamentalmente, era un militar, un rey soldado. De hecho, en el uniforme que lleva se lee simplemente: Borbón. La palabra va acompañada de cinco estrellas de cuatro puntas, las que identifican al generalato. Se las impuso Franco cuando le designó sucesor suyo a «título de rey» en 1969. Al día siguiente de su discurso en las Cortes franquistas, Franco emitió un decreto nombrando a Juan Carlos general de brigada honorario de los ejércitos de Tierra y Aire y contralmirante de Marina. Don Juan Carlos luce dos más que los tenientes generales, máximo grado del Ejército español. Y una más que dos de esos oficiales, los jefes de los Estados Mayores de Tierra y Aire, ya que el rey es el único capitán general del ejército español. Y dado que también es el jefe de la Armada, en la bocamanga de su uniforme de marino lleva una banda más (una estacha), que los almirantes. Es, pues, un militar y, además, el de mayor edad en activo. Él nunca cesa en el empleo, ni pasa a la reserva. Como el papa.

Eso fue lo que acordó el dictador con su padre cuando desde los 17 años decidieron que estudiara en España, siguiendo cursos resumidos en las tres academias militares. Y se siente más militar que civil. Lo ha demostrado en momentos claves de su vida. Vestido de uniforme se casó; vestido de uniforme juró en las Cortes como jefe del Estado recordando al general que le había llevado a ese momento; y, tras el nacimiento de su hijo Felipe, se fotografió oficialmente por primera vez con sus tres hijos vestido de militar; y siempre que puede se rodea de militares para el desempeño de sus funciones.

Una fragata lleva el nombre de la reina; dos corbetas, hoy patrulleras de altura, los de Elena y Cristina, y el único portaaviones, el del Príncipe de Asturias.

Y para completar los nombres de la familia, el 10 de marzo de 2008, al día siguiente de las elecciones legislativas, los reyes presidían la botadura en Ferrol del mayor buque de guerra de España, el buque de proyección estratégica Juan Carlos I, encargado en los últimos meses del gobierno de Aznar y que costó 360 millones de euros. Ande o no ande, caballo grande y caro.

En todos los actos militares o cívico militares que se celebran en instalaciones del ejército, con un canapé de por medio, el oficial de mayor graduación insta a los presentes a brindar «por el primer soldado de España», gritando «¡Por el Rey!». Es normal, pues, que el hombre tenga asumido su papel.

También a Felipe de Borbón le han dado una educación militar. Y eso que podían haber apostado por una plenamente civil. Sin embargo, pasó de soldado a comandante en trece años, y para eso le saltaron dos grados en el escalafón antes de su boda para tener un rango equiparable a los invitados a la ceremonia. Actos propios de una curiosa democracia sin debate alguno sobre estas cosas.

Todo esto y ese interés en tener una rara relación con el origen de su poder me recuerda un chiste de El Roto donde un personaje le dice a otro: «¿Te acuerdas de cuando vitoreábamos a Franco?». Y el otro responde: «Sí, pero lo mío eran vítores de protesta».

AMBIENTE PREVIO

En el año 1981, el ejército que había en España a cuatro años de la muerte del dictador, en su cama del hospital, estaba dirigido e integrado prácticamente por los mismos hombres que lo dirigían y formaban aquel 20 de noviembre de 1975. Sin embargo, psicológicamente muchos de aquellos hombres habían cambiado y se habían radicalizado pues vivían en un mundo de ruptura de certezas absolutas que nunca hubieran imaginado de no ser como una pesadilla. Y no eran pocos los que tras la legalización del Partido Comunista vivían aquello como una traición.

Si a esto se le añade la acción criminal de ETA actuando en aquellos años de forma preferente contra los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, aquel clima empezaba a ser un polvorín con la mecha corta, ya que, en el año 1977, ETA había asesinado a nueve guardias civiles y al primer militar, un comandante de Infantería. En el 78, a veinte guardias civiles y a trece militares. En el 79, a veintinueve guardias civiles y a trece militares. En el 80, a treinta y dos guardias civiles y a trece militares. Terrible.

La Constitución de 1978 apenas cambió en lo referente al ejército lo que ya estaba recogido en las Leyes Fundamentales franquistas de tal manera que el artículo 8 dice: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».

Quizás en esto podría resumirse aquello que dejó escrito Franco en su testamento cuando habló de que todo quedaba «atado y bien atado». Ya se había ocupado él que el Príncipe de España no le dejó a su padre llamarle Príncipe de Asturias, pues aquello era una restauración y no una sucesión. Allí donde había un desfile, estaba Franco con el Príncipe a su lado. De hecho, el 22 de julio de 1969, Juan Carlos, cuando juró los Principios Fundamentales del Movimiento y las Leyes Fundamentales del Reino, tenía al lado al dictador que escuchaba complacido a su sucesor leer con su voz gangosa dirigiéndose a Franco como «hombre excepcional que España ha tenido la inmensa fortuna de que haya sido y siga siendo por muchos años el rector de nuestra política». En Villa Giralda, en Estoril, don Juan no brindó precisamente con champán la traición que le había hecho su hijo a él y a la Monarquía hereditaria. Lo vio en la televisión de un bar del pueblo Montemos-o-Velho delante de una botella de whisky, según el historiador Paul Preston.

EL LIBRO DE LUIS HERRERO

Luis Herrero, eurodiputado, periodista de la COPE, hombre vinculado al PP, hijo de quien fuera el padrino de Adolfo Suárez, Fernando Herrero Tejedor, escribió un libro que fue publicado con el título de Los que le llamábamos Adolfo. Sin apenas salir del cascarón de la imprenta, lo que decía Luis Herrero fue objeto de una agria descalificación por parte del hijo del ex presidente, Adolfo Suárez Illana, un político de invernadero que no sería nada en ese mundo de no haber llevado ese nombre y ese apellido, que dilapidó en cuanto comenzaron a conocerle los ciudadanos al presentarse a las elecciones. Frente a José Bono, fue el clásico peso pluma que no le duró medio asalto al presidente de Castilla-La Mancha en las elecciones de 1996.

Además de decir que Luis Herrero poco menos que se inventaba las cosas, lo que más criticó Suárez Illana fueron los datos que escribió sobre la responsabilidad del rey en el 23-F. Herrero encajó el golpe, no montó ninguna bronca pública, aguantó el chaparrón; pero el libro se vendió y el testimonio ahí está. Más claro, agua.

Sinceramente, yo, entre lo escrito por Luis Herrero y lo dicho por Suárez Illana, me quedo con lo dicho por el primero, que, además, posee un extraordinario valor testimonial, porque está escrito desde el núcleo duro de lo que fue la transición del franquismo a la democracia.

Tras devorar el libro, que se lee rápido, por su interés, le escribí un correo diciéndole que no estaba muy de acuerdo con algún comentario que había escrito sobre Suárez y los nacionalismos, ya que había tenido oportunidad de hablar bastante con el ex presidente durante aquellas dos legislaturas en las que se presentó como presidente del CDS. En un café en la sala Gasparini del palacio de Oriente, después de una cena oficial y ante Txiki Benegas, nos llegó a decir algo que siempre repito: «Sólo cuando estuve seguro de que iba a dimitir, abordé contra viento y marea la devolución del Concierto Económico para Gipuzkoa y Bizkaia». Toda una confesión para la historia.

Luis Herrero me contestó muy amablemente y no creo que le importe que entresaque aquello que más me llamó la atención sobre lo que escribió en relación con el 23-F.

EL REY IMPUSO A ARMADA

Esto es lo que escribió el eurodiputado sobre la responsabilidad del rey en los hechos que ocurrieron el 23-F, una aciaga noche en la que el rey tardó muchísimo en salir al aire diciendo a los generales que obedecieran a la Constitución:

Cuando Suárez tomó la decisión de abrir su partido en canal mediante un Congreso de listas abiertas, sus relaciones con los militares llevaban mucho tiempo siendo horrorosas. Y con el rey, más de lo mismo.

Cada vez que regresaba del palacio de La Zarzuela traía el rostro demudado, sobre todo durante los últimos meses. El rey trataba de conseguir desesperadamente que el Gobierno nombrara al general Alfonso Armada segundo jefe de Estado Mayor del Ejército. Adolfo se negaba en redondo. El jefe del Estado estaba convencido de que había un golpe militar en trámite y que la única persona capaz de desbaratarlo era Armada. El jefe del Gobierno estaba convencido, por su parte, de que las cosas eran justo al revés: que el golpe militar lo estaba alimentado el propio Armada, para convertirse en presidente de un Gobierno de concentración, y que lo más aconsejable era mantenerlo alejado de los puestos de mando. El rey y Adolfo discutieron mucho sobre esta cuestión y, a menudo, con cajas muy destempladas. Fueron especialmente duras —hipertensas habría que decir— las conversaciones que ambos mantuvieron en Baqueira a finales de diciembre, y en Madrid el 22 de enero, sólo tres días antes de que Adolfo tomara la decisión de dimitir. Alguna vez se ha especulado con la idea de que en esa reunión el rey le pidió a Adolfo su renuncia. Yo no lo creo. Me parece inverosímil que el monarca, a la cara, le insinuara alguna vez a Adolfo la conveniencia de que le cediera los trastos a otro, aunque no albergo ninguna duda de que sí lo hizo mediante ese mecanismo tan ladino —y tan Borbón— de hablar pestes de alguien ante terceras personas con el ánimo de que esas personas, después, le contaran al interesado lo que habían oído.

Me consta que actuó así, por ejemplo, ante Santiago Carrillo. Me consta porque el líder comunista me lo contó. También me consta que Manuel Prado y Colón de Carvajal, que además de amigo íntimo del rey siempre ha sido un bocazas y un imprudente, defendió la candidatura de Leopoldo Calvo-Sotelo ante colaboradores muy próximos a Adolfo meses antes de su dimisión. A uno de esos emisarios, según dejó escrito en sus memorias Emilio Attard, presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, el rey le dijo en voz alta que Arias Navarro se había portado como un caballero y que se había ido sin protestar cuando él se lo pidió. Sin embargo, don Juan Carlos conocía muy bien a Adolfo y sabía que estaba orgulloso de su legitimidad democrática. Era consciente de que no se habría dejado borbonear. Además, las reglas democráticas, ya con la Constitución en vigor, no eran las mismas que le habían permitido hacer y deshacer durante los tres primeros años de su reinado. No tenía más remedio que guardar las formas. Adolfo, por su parte, fue siempre fiel a los imperativos de la lealtad institucional de la que siempre hizo gala y, en público, no se permitió jamás un comentario crítico hacia el monarca. Y en privado, pocos. Delante de mí, en aquella época, a lo más que llegó, en una ocasión, es a decirme que don Juan Carlos no le hacía todo el caso que debería hacerle y que sus relaciones no eran cómodas. Nada más. Ante sus colaboradores fue menos recatado.

Nunca en mis conversaciones con Adolfo salió a relucir el Congreso de Palma, así que no puedo aportar ningún comentario que ilustre cómo vivió aquellos tres días. En cambio, sí me dio algún dato sobre dos acontecimientos casi consecutivos que ocurrieron muy pocas horas antes. El 3 de febrero Agustín Rodríguez Sahagún firmó a sus espaldas la orden ministerial por la que se nombraba a Alfonso Armada segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Era el nombramiento que Adolfo había tratado de evitar a toda costa y cuyo veto le había costado varias broncas formidables con el rey. Con Adolfo ya dimitido y los ministros en precario, el monarca había puenteado el conducto reglamentario y le había exigido al titular de Defensa que firmara el nombramiento. Rodríguez Sahagún se plegó al requerimiento regio. Adolfo, al enterarse, montó en cólera y descolgó el teléfono: «Le dije que acababa de firmar la autorización para que se produjera en España un golpe de Estado y que cuando viera a Armada al frente de los golpistas recordara que había sido por su culpa», me comentó Adolfo muchos años después, sin entrar en los detalles ornamentales de la conversación, que debió de ser tremenda si tenemos en cuenta que, según me dijo, Rodríguez Sahagún acabó anegado en un mar de lágrimas.

El segundo episodio, al día siguiente, guarda relación con la visita del Rey a la Casa de Juntas de Guernica. Adolfo se había opuesto a que la visita se celebrara, pero el Rey había pasado por alto sus advertencias. El abucheo iracundo que le propinaron los junteros abertzales indignó sobremanera a los militares, que ya de por sí vivían en un clima de permanente indignación, y avivó el fuego sedicioso de los cuarteles. También por teléfono, Adolfo le hizo ver a don Juan Carlos que si seguía desoyendo sus consejos, el golpe no tardaría en producirse, sobre todo después de la promoción de Armada. Aurelio Delgado, que escuchó la conversación telefónica, me aseguró en su día que fue una de las más desabridas que él recuerda entre Adolfo y el Rey. Por añadidura no era el mejor momento para conversaciones pacíficas entre ambos interlocutores. A las diferencias políticas que les separaban había que añadir, en aquel momento concreto, un contencioso personal que les tenía de uñas. Adolfo quería que el rey le concediera el título nobiliario de duque de Ávila, pero el rey no estaba por la labor. El ducado, y más aún con el topónimo unido al título, suele estar reservado para los miembros de la familia real. A Carlos Arias, después de cesarle, le había concedido el título de marqués. Con Adolfo pensaba hacer lo mismo, pero Adolfo exigía más. Los negociadores de uno y otro, Manuel Prado y Alberto Recarte, trataron de limar asperezas pero no hubo forma de evitar el encontronazo de sus mayores. Al final del forcejeo el rey accedió a hacerle duque, con grandeza de España incluida, pero no de Ávila, sino de Suárez. Y, eso sí, con la condición severísima de que su retirada de la política fuera definitiva. Adolfo aceptó la condición para desbloquear el atasco, pero nunca tuvo intención de cumplirla.

Como los hechos son tozudos, no hay más remedio que reconocer que la información que Adolfo manejaba sobre la situación del Ejército, y sobre todo la interpretación que hacía de ella, le acercaba más a la realidad que ningún otro político de la época. Y eso incluye al rey, que todavía seguía convencido de que Armada no era el problema, sino la solución. El día 22 de febrero Alberto Recarte fue a despedirse de Adolfo antes de tomar posesión como consejero delegado de la Caja Postal de Ahorros. Lo que escuchó le dejó lívido: «Me voy —le dijo— con la enorme preocupación de ver a Armada de segundo jefe de Estado Mayor. Agustín Rodríguez Sahagún, por no haberme hecho caso, ha puesto a la zorra a cuidar de las gallinas. Temo lo peor. El Rey está ciego. No se da cuenta de la gravedad de lo que ha hecho obligando a Agustín a firmar el nombramiento de Armada. No descarto que haya un golpe militar, Alberto; y, si lo hay, Armada habrá sido su inductor».

Sólo faltaban veinticuatro horas para que la profecía se hiciera realidad.

En cualquier país democrático europeo la información de este libro, tan clara, hubiera constituido un escándalo de gran dimensión. Aquí se desvió la atención con las declaraciones de Suárez Illana, se echó tierra al asunto y aquí paz y después gloria.

LA CLAVE FUE ARMADA

Independientemente de que hubiera dos o hasta tres golpes de Estado superpuestos, la clave de lo que ocurrió en La Zarzuela la noche del 23-F y el por qué el jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo dijera aquella enigmática frase de que allí no estaba el general Armada ni se le esperaba, es por la especial relación que tenía éste general con el rey. Tras aquella noche, Alfonso Armada ha sido tratado como un maldito, corno si nunca hubiera conocido al rey, y como una especie de aventurero al que se le ocurrió llamar aquella noche a La Zarzuela. Pero la historia no es así, de ahí que Luis Herrero haya escrito con tanta crudeza y con datos sobre la responsabilidad del rey en el nombramiento de su antiguo preceptor como segundo jefe del Estado Mayor.

Y es que la relación databa de 1955, 26 años antes, cuando Alfonso Armada Comyn, hijo del marqués de Santa Cruz de Rivadulla, fue nombrado ayudante del autoritario general Carlos Martínez Campos, duque de la Torre, que era el encargado de un grupo de profesores que en el caserón de Montellano se ocuparon de la educación del joven hijo de D. Juan. Alfonso Armada, su ayudante, fue el coordinador del selecto grupo de profesores y, desde aquella fecha, no se separaría de él. Ayudante del preceptor, ayudante del príncipe, secretario General de la Casa del Príncipe, secretario general de la Casa del Rey, así se le ve detrás de Juan Carlos en diciembre de 1975 cuando el príncipe juraba ante los procuradores franquistas el cargo de rey. Y todo eso hasta el 23-F, donde éste buen señor amigo, preceptor y hombre de confianza que entraba en La Zarzuela como Pedro por su casa, cae en desgracia y aparece como el gran culpable de aquella fallida intentona. En su libro Al servicio de la Corona, el general Armada escribió lo siguiente:

Continué teniendo relación frecuentísima con los Reyes. A Baqueira subí desde Lérida muchas veces. Siempre me llamaban. Baste decir, como ejemplo, que en diciembre del 80 hablé personalmente con Su Majestad tres veces; en enero, una; en febrero del 81, antes del 23-F, hablé por teléfono y el 3, y por diversos motivos que ya detallaré estuve con el Rey los días 6, 7, 11, 12, 13 y 17 de dicho mes de febrero. No cuento las veces que hablé por teléfono el 23 y el 24, pues eso es parte de otra historia. Lo que quiero resaltar es que, contrariamente a lo que se ha afirmado, el Rey me distinguía con su confianza.

Otro dato de interés que no se suele mentar a menudo es la especial relación que mantenían Alfonso Armada y Sabino Fernández Campo ya que sirvieron juntos durante muchos años destinados a la Secretaría del Ministerio del Ejército, incluso en el mismo despacho. En éste tiempo nacería su amistad. Con ellos compartía espacio José Juste, el general que el 23-F estaba al mando de la División Acorazada. Todos, pues, se conocían muy bien.

Pero Armada se había enfrentado con Suárez y con el ministro Gutiérrez Mellado; y por eso había perdido su puesto en La Zarzuela como hombre de la máxima confianza del rey al llegar Suárez al poder pero en aquellos meses de 1981, cuando el rey quiso rescatarle tras su periplo como Director de la Academia de Artillería, después en el Cuartel General del Ejército y, algo más tarde, al frente de la División Urgel de Lérida (Lleida), donde esperaba, conspiraba y hablaba con La Zarzuela y en Baqueira Beret.

Por eso decimos que ésta historia está aún sin contar y, por lo tanto, ya está bien del continuo panegírico hacia un rey que fue quien, por sus errores, puso en riesgo la democracia, que no es lo mismo, ni se escribe igual.

LA IMPLICACION DEL REY

La sutil censura que padecemos permite, hasta cierto punto, publicar ciertos libros sobre lo ocurrido aquella noche con tal de que no se discutan en público. Uno de estos casos ocurrió al cumplirse el 25 aniversario de aquel golpe donde hubo un denso silencio sobre la implicación de La Zarzuela en todo aquello, sólo roto por periodistas-historiadores, dispuestos a no seguir añadiendo loas a un monarca, como fue el caso de Francisco Medina, periodista que ha sido redactor jefe y enviado especial a conflictos internacionales al servicio de medios como la Cadena Ser o Antena 3 Televisión, así como corresponsal en Estados Unidos. No es, pues, un insolvente que afirma cosas por decirlas, sino un riguroso profesor de periodismo y corresponsal en España de la cadena de televisión norteamericana ABC.

Francisco Medina escribió un interesantísimo libro que, por serlo, no tuvo más que un relativo eco con motivo de aquella efemérides. En su portada se veía al coronel Tejero, pero sus epígrafes decían: «La implicación del Rey», «La relación entre Armada y el PSOE», «Los intereses de los Estados Unidos en el golpe», «Los periodistas conspiradores». ¡Casi nada! No me extrañó, por tanto, el espeso silencio que se hizo sobre este trabajo de investigación.

Se trata de un libro fundamental que se acerca al avispero de este secreto de Estado con juicio de opereta y del que nadie quiere hablar, porque, de seguir hurgando en la herida, ahí nos encontraríamos con la especial responsabilidad de un señor que jugó con fuego, llamado Juan Carlos de Borbón, y a quien sorprendentemente han convertido en un héroe.

Lo que dice Francisco Medina coincide totalmente con lo escrito por Luis Herrero. En su libro 23-F, La verdad, en la página 72, escribió lo siguiente:

El plan que me dio Alfonso Armada —continúa el general Sabino Fernández— lo que venía a decir era: dada la situación confusa que se vivía, en la que Suárez ya está un poco superado y gastado y que no se encuentra una salida, entonces, lo que conviene es hacer una gran propuesta en la que todo el mundo se involucre. Se había producido ya la moción de censura de Felipe González del mes de mayo, una moción que, como se recordará, Felipe perdió porque las matemáticas parlamentarias no permitían otro resultado, pero que le valió para demostrar que era un candidato con peso, con capacidad suficiente para presidir el gobierno. Se consideraba, sin embargo, que un Felipe que venía desde el socialismo más republicano, significaba una transición demasiado drástica, y es entonces cuando se piensa en esta salida que un constitucionalista entrega a Armada: en lugar de apoyarse una moción de censura por parte de Felipe, lo que se va a hacer es presentar esa moción de censura, pero con una propuesta de que no fuera a ocupar el gobierno el jefe de la Oposición, como debía hacerse por ley, si la moción triunfaba, sino que pasaría a establecerse un gobierno con representación de todos los partidos políticos y presidido por una persona neutral... Se hablaba de un catedrático, un historiador, o también, un general... Esa era la propuesta.

Lo que se quería era una persona absolutamente ajena a la política. Y ese documento que, como digo, Armada me entrega, se le pasa al Rey, que es para lo que me lo dio. Y lo ve el Rey. Pero después, en lugar de hacerse eso, lo que se hace es el golpe del 23-F.

¿Era éste el documento del que me habló en una de nuestras conversaciones el propio general Alfonso Armada? Él me había hablado de pasada de un documento, realizado por un constitucionalista, aunque por las fechas..., no concordaba. No fui capaz entonces de darle su importancia adecuada; una trascendencia que ahora la encontraba no sólo por su contenido —había gente en la sombra trabajando para encontrar una manera «legal» de «echar» a Suárez de la Presidencia del Gobierno, puesto para el que le habían elegido los españoles—, sino, sobre todo, porque hubiera quizás gente «trabajando» para Armada, o gente que viera ya en Armada la forma de empujar sus deseos. Ahora, al pensar en aquella recomendación de mi interlocutor —«sería interesante saber quiénes andaban a su alrededor en aquel entonces»—, el documento tomó más relevancia a mis ojos.

NO FUE UN GOLPE CONTRA EL REY

Vistas las cosas con perspectiva nadie hoy en su sano juicio puede pensar que aquel golpe, o aquellos golpes, iban contra el rey. Y si no iban contra el rey y si se sabía que aquello tenía un cierto beneplácito real, ¿no fue ésta la razón por la que se organizaron?

Medina, en la página 169, da esta clave:

Tiene que pensar que, aunque se había aprobado la Constitución, que limitaba mucho los poderes del Rey —resume sus ideas mi confidente—, don Juan Carlos seguía siendo una figura de enorme peso en la vida política. Esto, por un lado, porque él mismo así lo quería, pero también porque los demás de alguna manera le incitaban a ello... Por ejemplo, aunque los militares no fueran mayoritariamente de ideología monárquica, ni los viejos generales en las alturas, ni entre la oficialidad más joven, a nadie se le ocultaba que el ejército respondería a las órdenes del Rey disciplinadamente. Franco así lo había dejado dispuesto. Ésa era una razón de mucho peso, aunque ahora pueda parecer casi increíble. Cualquier militar que estuviera en activo entonces se lo confirmará... Y además, la Monarquía, en tiempos que los militares percibían como de «disgregación de la Patria», les parecía una garantía de unidad y estabilidad... Entonces, como le digo, tiene que darse cuenta de que el Rey cumplía en ese año 1980 un papel mucho más activo en la política diaria que el que tiene ahora. Incomparable. Y muchos personajes, de todo el espectro social, se veían con él, e interesadamente le hacían partícipe de sus ideas, temores, proyectos... y, luego, estaban otros que también le sugerían soluciones.

SE ENCONTRÓ CON EL BORBÓN

En las páginas 313 a 316 hay información suficiente y coincidente con la de Luis Herrero en relación con la obsesión del rey de nombrar a Alfonso Armada:

El 22 de enero el presidente tiene cita en la Zarzuela. Antes, por la mañana se desayuna con la publicación en El Alcázar del segundo artículo de «Almendros», el que, se piensa en el CESID, ha escrito el coronel San Martín. Por la tarde, después del almuerzo con el Rey, le espera un buen quebradero de cabeza: una reunión del Comité Ejecutivo de UCD para cerrar los preparativos del Congreso. Con esa agenda, Suárez sale desde el palacio de la Moncloa, por la carretera de El Pardo, hacia el palacio de la Zarzuela. Se trata, eso parece, de un despacho rutinario más de los que mantiene con el Rey. A priori, casi el momento más relajado del día para Suárez. Pero la conversación entre ambos al poco de iniciarse da un giro que la carga de trascendencia.

El monarca pregunta por el proceso de nombramiento de Armada como segundo JEME y no oculta su deseo de que se concrete lo antes posible, aunque sabe que no puede ordenarlo: es una decisión que debe tomar el ministro de Defensa. El presidente vuelve, lo hizo en Baqueira, a mostrar su resistencia al cambio de destino del general. Argumenta que resultará mucho más adecuado esperar a que éste ascienda del rango de general de división al de teniente general y que entonces podría ser nombrado incluso para algún puesto de más relieve en el ejército. En resumen, deja claro que no quiere tener a Armada en Madrid en esos momentos, en los que suena por todas partes su nombre como jefe de un gobierno de coalición. El Rey es crudo también en su exposición a la hora de hablar de la necesidad de tenerle en Madrid para poder controlar cualquier movimiento involucionista. No existe hasta el momento certeza de que sea así, pero se puede deducir, por un hecho posterior, que es posible que incluso el Rey sea más contundente de lo que lo ha sido pocas semanas antes en Baqueira, y a la hora de buscar salidas a la crisis patente que vive España, y la no menor, que vive el partido que dirige plantee o insinúe a Suárez la necesidad de su relevo. Como hacía siempre en estas ocasiones, Suárez se queda a almorzar en la Zarzuela, y aprovecha la sobremesa para acabar de tratar con el monarca. Cuando sale esa tarde, quienes lo ven, dirán que el presidente lo hace «preocupado y triste».

Tras la reunión con la Ejecutiva de «su» UCD, que se desarrolla de una manera tan agria como Suárez podía haber imaginado, vuelve a salir de La Moncloa. Esta vez se traslada a Barajas, donde debe tomar el avión hacia Sevilla. Al día siguiente tiene que recibir allí al presidente mexicano, López Portillo. Es entonces, mientras está el presidente en Barajas, cuando se produce la prueba de lo duro que ha resultado el encuentro entre los dos hombres: el Rey le llama en persona. Quiere saber cómo se encuentra. Suárez debe de estar ya para entonces rumiando la decisión que tomará a lo largo del fin de semana siguiente: su dimisión.

El fin de semana no sirve para rebajar la temperatura. En El Alcázar hablan de que se está preparando una operación Galaxia 2, pero lo que preocupa es la noticia de que un grupo de generales, se habla de nada menos que de diecisiete, se han reunido en Madrid.

Y, sin embargo, la gran noticia se está gestando sin que nadie lo sepa. El sábado 24 es el día en el que Suárez decide no resistir más y se rinde. Su mujer, Amparo Illana, es, al parecer, la primera persona con quien, esa misma noche, comparte su decisión. Aparte de quejarse de la delirante situación que vive en su partido, el presidente le comenta que ha notado que el Rey ya no confía en él, que teme un golpe militar. Calvo-Sotelo, ya el lunes, durante el almuerzo, es el segundo a quien confía su decisión.

Pidió a todos discreción y después llamó a la Zarzuela para anunciar que quería tener una audiencia con el Rey al día siguiente. Habla también con Sabino Fernández Campo, al que pregunta si estará en la Zarzuela cuando vaya él, porque quiere hablarle.

«Cuando llegó el presidente, el Rey estaba aún en la audiencia previa, si no recuerdo mal con algún general —lo cuenta el general Fernández Campo—. Y entonces Suárez me lo dijo: venía a presentar la dimisión. Y me enumeró las razones que le llevaban a hacer aquello. Primero, la oposición se mostraba cada vez más enfrentada a él, y cada vez más dura. Segundo, me dijo, dentro de mi propio partido tengo una mina llena de traidores. Tercero, el ejército no me puede ver, no me perdona la legalización del PCE. Y cuarto, como hemos hablado ya antes, estoy convencido de que he perdido la confianza del Rey. Yo le dije, en fin, lo que se puede decir en una situación así: que si estaba convencido... Pero entonces llamó el Rey, que había quedado libre. Subimos hacia el despacho del Rey, yo le acompañé. La costumbre era que hablaran un rato breve, luego comían y, después, volvían a acabar el despacho. Yo aquel día, claro, ante las circunstancias, me quedé a comer en Zarzuela. Al poco me llamó el Rey y cuando entré en el despacho me dijo algo así como: "Oye, que Adolfo me dice que se va... ¿Qué es lo que hay que hacer en este caso?". Lo dijo con frialdad, sí, sí, con Suárez delante... Yo vi que se le quedó una cierta cara de sorpresa... Y entonces, al marchar, Suárez me dijo: "¿Ves? Qué te decía yo... Mira qué frialdad. Lo único que ha preguntado es por los procedimientos para sustituirme". Suárez en aquel momento estaba abandonado por todos...» Según recoge Carlos Abella en su ya citado libro biográfico sobre el presidente, Adolfo Suárez había dicho a sus íntimos, tras la entrevista en Baqueira con el Rey, «antes de que me eche, me voy», y una de esas personas cercanas al presidente interpreta así su dimisión: «Cuando Adolfo buscó el amparo del Rey, se encontró con el Borbón».

UN PROBLEMA DE ESTÉTICA

La explicación que le dan a Medina sobre el fracaso del golpe tiene todos los visos de ser verdad. En la página 352 lo resume así:

La Operación Armada comienza a quebrarse por "un problema de estética, una operación que se suponía palaciega no podía incluir aquellos gritos, aquellos empujones a un hombre, teniente general, ya mayor, al que ni siquiera se derriba y, sobre todo, aquellos disparos... Esa no era una imagen aceptable para que nadie se prestara a liderarla.

EL JUICIO DE CAMPAMENTO

Cuando ya está muy avanzado 1981, el comandante José Luis Cortina y el capitán Vicente Gómez Iglesias pasan a ser detenidos. En el entorno del primero se dice que se los acusa porque son la vía que «lleva al Rey», vía que eligen los abogados defensores de los acusados para exonerarlos de culpa a través del atenuante de «la obediencia debida»; los encausados, así, se hubieran limitado a cumplir «órdenes» que venían de la Zarzuela. Es cierto que durante la causa, inútilmente, los abogados defensores y los encausados intentarán demostrar que —título que, no por casualidad, da Pardo Zancada a su libro sobre el tema— el rey es «la pieza que falta» en el puzzle del golpe. ¿Se trataba tan sólo de una estrategia de defensa?

La investigación judicial del 23-F distó mucho de ser ejemplar. Y, sin duda, en ello tuvo que ver no poco aquella decisión que se tomó en los días inmediatamente siguientes al fracasado golpe: implicar al menor número de militares posible y a ningún civil, como si nunca hubiera habido otra «trama civil» que la que representaba el falangista García Garres en absoluta soledad. El que a menudo los eventos cruciales de la trama se desarrollaran en conversaciones con tan sólo dos protagonistas, es decir que acababan reducidas a un «yo digo, tú dices» sin, por tanto, valor probatorio, aún hizo más difícil desentrañar un laberinto en el que a veces parecía que lejos de derribarse muros, lo que se hacía era añadir nuevos rencores.

Todo esto se corrobora asimismo con meridiana claridad en la página 339 del libro de Josep Carles Clemente El Pecado Original de la Familia Real Española. Dice así:

Cuando en marzo de 1981 se inicia el juicio por el golpe de Estado de Tejero, Milans del Bosch y compañía, el general Fernández Campo hace esfuerzos denodados para que el Rey no tenga que declarar ante los jueces. Sabino convenció a los funcionarios y a los más altos representantes de las instituciones del Estado de la inconveniencia de tal acto, especialmente porque la defensa de los militares acusados de perpetrar el golpe defendían que los encausados habían actuado «por obediencia al Rey». La mayoría de los abogados defensores eran de la opinión que Don Juan Carlos declarara, aunque lo hiciera por escrito. Sabino se ofreció a hacerlo por el Monarca. Ello no fue óbice para que los militares de más alta graduación —a excepción de Armada— declararan que el Rey estaba informado de la ejecución del golpe y que, incluso, llegó a participar en su elaboración. Al tiempo que declaraba, Sabino llevó a cabo una intensa política de protección de Su Majestad, entrevistándose con los directores de los medios y los columnistas de primera línea para que evitaran cualquier referencia al Rey.

Cuando el 3 de junio de 1982 se dio a conocer la sentencia del 23-F había desaparecido cualquier referencia al Monarca. La labor de Sabino Fernández Campo había dado sus frutos. El general apareció citado en lugar del Rey en alguna de las actas del juicio. Parecía que, durante aquellas horas intensas para la historia de España, el Rey no hubiese desempeñado ningún papel.

Más claro, agua.

Sólo con estos dos testimonios, con estos dos libros, que se deberían haber discutido en universidades, en academias, en debates parlamentarios, en programas de radio y en televisión, en artículos de opinión, hay materia suficiente para que se termine esa patraña del rey salvador de la democracia.

Habiéndole escuchado a Antonio Carro lo que le escuché en el palacio de Oriente, habiendo conocido al rey, sabiendo de su ligereza, los puntos de éste puzzle me encajan y se resumen en la frase dicha por el general Milans del Bosch: «Yo soy monárquico —exclamaba—, pero esto no es tolerable, porque el rey nos ha engañado, porque nosotros hemos avanzado y él se ha echado atrás...».

Seguramente Milans del Bosch, que había hablado de todo esto decenas de veces con Armada y éste con el rey, estaba convencido de que todo lo que decía Armada era por boca del rey, y por eso sacó los tanques a la calle.

Milans del Bosch falleció. Armada cultiva camelias y no abre la boca, pero la modélica democracia española sigue teniendo como su clave de bóveda lo que hizo el rey aquella noche, que no fue más que ponerse el uniforme y decir a los suyos que volvieran a los cuarteles después de haber creado las condiciones para que todo aquello se produjera. Y, además, lo hizo muy tarde, de madrugada. ¿Por qué?

¿Por qué todos los complotados usaron el nombre del rey? ¿Por qué y en calidad de que fue Armada a negociar con Tejero al Congreso? ¿No sabía nada el rey de lo que ocurría en los Cuarteles?

¿Sabremos alguna vez la verdad?

¿Por qué no dejan de mentirnos con el equívoco papel del rey aquel lejano 23-F?