Capítulo IV: Creímos en el pacto con la Corona
Costó que la viuda de Franco, Dª Carmen Polo, saliera de la residencia en la que había vivido con su marido durante toda la dictadura. El 31 de enero de 1976 abandonaba el palacio de El Pardo, recibiendo todos los honores del momento, mientras se hablaba del frenazo Arias Navarro y el príncipe Felipe cumplía ocho años.
Por aquellos días llevaba secuestrado tres semanas el joven de Bérriz José Luis Arrasate, y Manuel Fraga, que era el ministro de la Gobernación y vicepresidente para Asuntos del Interior, le decía al Times de Londres que España tendría elecciones generales basadas en el sufragio universal directo en la primavera del año 77, elecciones para elegir a la cámara baja del futuro Parlamento. Y se atrevió a más. Anunció enfático que, antes de que acabara 1976, el ciudadano participaría en un referéndum para aprobar la creación del nuevo sistema parlamentario. No se equivocó. Lo que ocurrió fue que quien promocionó las dos cosas no fue él, sino Adolfo Suárez.
Europa, por aquellos días, estaba muy lejos y se la seguía viendo como un horizonte de libertad al que había que llegar. En Atenas, tras sacudirse a los Coroneles, trabajaban intensamente por la adhesión al Mercado Común, pero la Comisión Europea recomendaba para Grecia otro periodo de asociación, en vez del estatuto de adhesión que se solicitaba. Atenas criticaba a Bruselas porque veía en esta iniciativa una maniobra para revisar todos sus criterios relativos a la política de incorporación de nuevos miembros. Sin embargo, en Madrid, además de Europa, les preocupaba lo que hacía Hassan II, quien tras la Marcha Verde, cuando Franco agonizaba, imponía sus criterios. De hecho, aquellos días se anunciaba que los legionarios no volverían al Sáhara, ni siquiera en calidad de cascos azules. No se habían repetido combates entre argelinos y marroquíes en el antiguo territorio español, pero la tensión era máxima entre Rabat y Argel.
Así las cosas, en Euzkadi había inquietud. La amnistía no acababa de llegar. El rey daba sus primeros pasos políticos tras su coronación, y el sermón de Tarancón y su promesa de ser el rey de «todos los españoles». Se le veía débil y fugaz, pero ahí estaba y quizás podría hacer algo. Por eso un grupo de personalidades vascas le escribió una interesante carta. Desgraciadamente la amnistía llegó año y medio después. Demasiado tarde.
Las personalidades vascas eran treinta y representaban la vida económica, cultural y política del País Vasco. Suscribían el documento, entre otros, los escritores Blas de Otero y Gabriel Celaya, los notarios José María Segura y Miguel Castells, el entonces concejal José Ángel Cuerda, el industrial Eloy Lobo, el alcalde y teniente alcalde de Pamplona Francisco Javier Erice y Tomás Caballero respectivamente, el escultor Chillida, el entrenador de fútbol Elizondo, el antropólogo Julio Caro Baroja y el portero del Athletic y titular de la selección José Ángel Iribar.
Estas treinta personas le solicitaban una audiencia, mientras le dirigían un documento en el que le exponían la situación política por la que atravesaba Euzkadi, situación que necesitaba de una amplia amnistía. Eso fue en febrero de 1976. El documento, encabezado por el patriarca de la cultura vasca, D. José Miguel de Barandiarán, decía así:
En este largo camino alguien ha de dar el primer paso, y el primer paso lo debe dar la autoridad. Hondamente preocupados por el futuro de nuestro pueblo, hemos sido testigos del fracaso de la política represiva aplicada tenazmente, durante muchos años, en un fallido intento de resolver los problemas. Asustados por la espiral de violencia creemos que seguir aplicando la misma política supondría un alto grado de ceguera e irresponsabilidad. Por el contrario, creemos en la solución democrática y como primera medida para ella la amnistía. Conocemos la dificultad de lo que pedimos a la autoridad, pero no es menor, en nuestra opinión, la trascendencia de la contrapartida que podría conseguirse: propiciar la renuncia a los deseos de réplica y reivindicación de quienes durante años se han considerado vejados y oprimidos. Nuestra gestión responde a esta voluntad de una paz que aún parece posible, abandonando las actividades de enfrentamiento que nos llevan a una escalada de violencia que tienen raíz secular en las luchas de nuestro país.
Para los firmantes, el que se excluya de la amnistía lo que llaman «delitos de sangre», sería una solución equivocada, y el error arrancaría de desconocer la situación sociopolítica del País Vasco, donde la violencia, con precedentes históricos de más de un siglo, se ha visto exacerbada a partir de la última guerra civil por una opresión cultural, económica y política, y, particularmente, por un desconocimiento de los derechos humanos con reiterados ataques a la dignidad e integridad física de las personas, que ha empujado a muchos a la vía extralegal, donde actualmente se encuentran situados.
Los firmantes desean estar convencidos de que, si la amnistía no es total, la situación vasca puede degradarse y llegar a un máximo de violencia. Creemos que el momento actual es crítico; hoy existe la posibilidad de una amnistía total que durante cuarenta años se ha estado esperando en el País Vasco y que puede ser un primer paso para la convivencia necesaria y para la paz.
Un buen texto al que no se le hizo caso. En Madrid no tuvieron en cuenta este llamamiento dirigido a la «autoridad» que en aquel año sólo era el rey. En 1976 se perdió un tiempo vital y precioso para haber hecho muchas cosas, entre ellas ésta. Es lo que treinta años después no se cuenta.
FRENAZO ARIAS
Tras unas semanas de optimismo originadas por las declaraciones de varios ministros del gabinete de la Monarquía, el jefe del Gobierno español, Carlos Arias Navarro, dio el miércoles 28 de enero de 1976 un frenazo en toda regla. Repitiendo el concepto de «democracia a la española», señaló al Movimiento Nacional como integración «de las particulares corrientes políticas para el logro de un proyecto sugestivo de convivencia patria».
Traje gris oscuro, camisa color crema y corbata azul, el primer ministro de la Monarquía subía al estrado, ante la mirada expectante de los procuradores, el visible nerviosismo de algunos miembros del Gobierno y el interés de millones pendientes de sus televisores.
Sus primeras palabra fueron: «Ocupo esta tribuna de nuevo en un momento político que, sin duda, será calificado como excepcional en la historia de nuestra patria».
Arias Navarro recordaba a Franco y su obra, y señalaba que debía rebajarse la mayoría de edad para los descendientes del rey Juan Carlos y desaparecer el Consejo de Regencia en aras de la plena regulación de la institución monárquica que era la encargada de designar testamentariamente el regente. Los primeros aplausos apasionados se producían cuando Arias señalaba que no podía volverse a un «imposible e indeseable punto cero». Frente a la ruptura democrática defendida por la oposición, Arias señalaba que la actitud del Gobierno, «que desea la plena normalidad democrática», es la de consolidar todo lo bueno que tenemos; de no rechazar nada que pueda perfeccionarlo o mejorarlo; de abrirse a toda clase de iniciativas y sugestiones; de promover una serie de reformas en el sentido de un avance controlado y no de un cambio improvisado e irresistible; de moverse, en definitiva, sin prisa y sin pausa, hacia lo que es el destino indudable de nuestro gran país; una sociedad más homogénea, con menos diferencias en sus grupos sociales, cada vez más próxima a los países más prósperos y educados del mundo occidental, cada vez más rica, libre y tolerante y, en definitiva, más democrática.
En fin, Arias anunciaba una «democracia a la española»: democracia coronada, representativa (sin olvidar el corporativismo) y social de acuerdo con los esquemas joseantonianos.
En esta democracia «no tendrán cabida ni el terrorismo, ni el anarquismo, ni el separatismo, ni el comunismo».
Especialmente duro en estas referencias y especialmente reiterativo en estos temas, más a la defensiva que a la ofensiva política, más en el deseo de preservar que de construir, Arias insistía una y otra vez en la autoridad y en la jefatura del monarca.
LOS AYUNTAMIENTOS RECLAMAN A LA ZARZUELA
Desde sus orígenes, a principios del siglo XX, el diario madrileño ABC se ha caracterizado como uno de los más encarnizados enemigos de la autonomía, en particular de los pueblos que tienen conciencia de su personalidad y voluntad para hacerla valer. Pero hete ahí que el 20 de febrero de 1976 había vuelto a referirse a temas de trascendencia y lo hizo con un espíritu diametralmente contrario al de su actitud de siempre.
Bajo el título «En defensa del vascuence» realizó un recorrido histórico sobre tal materia que difícilmente podría haberse leído en sus páginas en tiempos anteriores. Declaraba, para comenzar, que, entre la riqueza cultural de España, ocupa un destacado lugar la lengua vasca, cuya persistencia a través de los siglos constituye un fenómeno lingüístico de excepcional importancia, ya que, a pesar de la influencia de elementos extraños, el vascuence ha demostrado extraordinario vigor al conservar casi intacta su personalidad original.
Motivo para tan inesperada defensa del idioma euskérico había sido la decisión del ministro de Educación, Robles Piquer, de reconocer oficialmente la Academia de la Lengua Vasca, a la que desde entonces se denominaría nada menos que Real, no como una afirmación y reconocimiento de un hecho evidente, indiscutible, sino en el concepto de «regia», como patrocinada por el rey, una rey que jamás mostró el menor interés por saber más de dos palabras en euskera.
Para revestir de mayor realce su intervención en favor del idioma vasco, recordaba el ABC que ya el monarca Alfonso XIII asistió el año 1918 al Congreso de Estudios Vascos celebrado en la antigua Universidad de Oñate. Y agregaba que la Academia de la Lengua Vasca llevaba trabajando en la recuperación de este idioma nada menos que impulsada por las alentadoras palabras que en aquella oportunidad hubo de pronunciar Alfonso XIII.
Destacaba también el ABC que en esta ocasión se había registrado la intervención del monarca Juan Carlos a fin de revitalizar el rango de la mencionada Academia conforme al mismo espíritu que inspiró a su abuelo Alfonso XIII en el recordado acto de Oñate.
Con todo lo cual, el ABC se había dado el gustazo de apuntarse un tanto a favor de la Monarquía, no restaurada, sino instaurada. Pero lo hizo de tal manera, que no había podido menos de poner en evidencia el verdadero sentido y finalidad de su salida en aparente apoyo del euskera. Porque, si bien en apariencia simulaba romper lanzas a favor del idioma vasco, lo cierto es que el verdadero objeto de su interesada intervención había sido el de arrimar el ascua de la popularidad a favor de la sardina monárquica, según lo probaba su recuerdo del acto de Oñate y el elogio al modestísimo rasgo ministerial de conceder el rango de Real a la Academia de la Lengua Vasca.
En ese ambiente empezó a recordar que el 21 de julio se cumpliría el centenario de la ley que abolió los Fueros del País Vasco. En 1875 terminó la Segunda Guerra Carlista, consecuencia del triunfo de Alfonso XII sobre su primo Carlos VII. El pretendiente carlista se exilió en Francia el 28 de febrero, lanzando su histórica palabra: «Volveré». Hasta hoy.
Un siglo después, semanas antes de llegar a estas fechas, algunas entidades municipales vascas celebraron sesiones extraordinarias para discutir y plantear varias peticiones, entre las que destacaba la redacción de un proyecto de autonomía parecido al aprobado el 14 de julio de 1931 en Estella.
Abriendo el fuego, el Ayuntamiento de Bergara, después de un acuerdo adoptado en sesión celebrada el día 28 de marzo, cursaba al rey una serie de peticiones reactualizando el problema de los Fueros, Estatutos y Autonomía. Lo hacían así porque, como hemos visto al principio del capítulo, era entonces la «Autoridad», y desde Euzkadi se seguían muy de cerca sus primeros pasos, que aunque cortos, tenían algún matiz que otro. Pero todo se frustró en diciembre de 1978. La Constitución no reconoció la reintegración foral plena con la que desde Euzkadi quisimos hacer aquel Pacto con la Corona. Quizás hoy la historia hubiera sido otra.
MENSAJE DE ARZALLUZ AL REY
Tras la extenuante campaña legislativa del año 2000 que le dio mayoría absoluta a José María Aznar, y poco después de constituirse las Cortes Generales, la Casa Real fue llamando a los distintos portavoces parlamentarios con el fin de evacuar consultas en relación a quién debía proponer el rey como candidato a presidente de Gobierno con objeto de que se realizara el Debate de Investidura en el Congreso. Con este cometido he estado en el palacio de La Zarzuela en 1986, 1989, 1993, 1996 y 2000. Se trata de un mero trámite, pero le da al rey la oportunidad de hablar con todos los grupos parlamentarios, cuestión que sólo hace una vez cada cuatro años. No es para herniarse.
En la reunión que mantuve en 1986, el rey fue muy crítico con Juan Alberto Belloch y Margarita Robles a cuenta de haber propiciado éstos que se sacase a la luz el caso GAL. Aquello me extrañó tanto que le pregunté por qué en un Estado de Derecho no se podía saber nada sobre aquel delito de Estado. Y es que aquella salida me pareció insólita, porque en realidad no era creíble que en La Zarzuela lo ignoraran todo sobre el asesinato de 28 personas e incluso que el rey no sólo no supiera nada, no intuyera nada, no sospechara nada, ni preguntara nunca nada, sobre el hecho imperdonable que desde las cloacas de un Estado, del que él era el máximo representante, se asesinara a esas 28 personas a pesar de recibir continuamente información reservada. Por otra parte, en ningún mensaje de Navidad, a la hora de condenar el terrorismo o en los de la Pascua Militar, el rey aludió a semejante cuestión ni condenó a los GAL, mientras en privado me criticaba que se hubiera quitado la tapa al puchero.
El caso es que tras la mayoría absoluta de Aznar tuve que volver a La Zarzuela a decir lo evidente, que no era otra cosa que Aznar debería ser el propuesto. Sin embargo, no quería una reunión más con el monarca en momentos en los que se adivinaba, tras el espléndido resultado del Partido Popular, una legislatura guillotina, dura y bronca, y por eso solicité al presidente del EBB, Xabier Arzalluz, que me escribiera unas letras para el rey. Arzalluz me contestó que aquello no serviría para nada, pero teniendo en cuenta mi insistencia lo hizo, y con aquellas letras en el bolsillo fui el 12 de abril de 2000 a visitar al rey.
Desde la puerta de Somontes al palacio hay seis kilómetros de un parque natural en el que saltan los ciervos y hurgan en la tierra con su hocico los jabalíes. Al llegar al palacio me recibió un teniente coronel que me acompañó al primer piso. Al poco de estar en la sala de espera vino Fernando Almansa, un granadino que había estudiado en la Universidad de Deusto. Hacía cuatro años lo había hecho Ricardo Martí Fluxá y en la primera ocasión recuerdo al marqués de Mondéjar, quien me contó de qué manera el rey recibía cajas de puros de Fidel Castro, mientras yo veía en esa antesala sólo revistas de coches y motos.
Tras una breve espera conversando con Almansa me recibió don Juan Carlos. Departí con él durante tres cuartos de hora. Y le entregué la carta. Esta decía:
Bilbao, 11 de abril de 2000
Señor:
Me permito enviarle un respetuoso saludo aprovechando la visita «protocolaria» de nuestro portavoz Anasagasti.
Pienso que desde Madrid se nos ve cada vez más lejos. Lejanía que puede ir aumentando hasta no poder ya vernos, si sigue la política cerrada y la absoluta incomunicación del Gobierno Aznar.
No quisiera aumentar sus preocupaciones. Pienso que Anasagasti podrá comentarle mucho más directa y competentemente nuestros problemas, que lo son también de Su Majestad.
Afectuosamente,
Fdo:
Xabier Arzalluz
Estas correctas letras me dieron pie para que le contara cómo estábamos viendo la situación y cómo la frase de Arzalluz de que cada vez estábamos más lejos era una buena descripción de la situación, que además iría a más. El rey estuvo receptivo y amable y, sobre todo, sonriente cuando le pedí que se mojara más, que hiciera gestos de distensión, que no fuera tan neutral ante una situación de atropello, que si bien el enemigo era ETA, él era el jefe de un Estado que se decía plural, en teoría, pero no era así en la práctica.
Cogió la carta, me dijo que la estudiaría. Hasta hoy. Nunca más supe de ella. Arzalluz había vuelto a tener razón. Todo aquello era una pérdida de tiempo.
Tras la reunión y a la entrada de palacio, a los periodistas les habían situado en una gran carpa para la habitual rueda de prensa. Por allí pasábamos los portavoces para repetir las generalidades de costumbre. Estuve en un tris en decir que le había entregado al rey un sobre con una carta de Arzalluz. Me mordí la lengua. Hubiera sido toda una primicia informativa y sólo hubiera servido para que los tratadistas constitucionales y los periodistas del pensamiento políticamente correcto me dijeran que el rey es una instancia intocable.
Y, sin embargo, era el día en el que Aznar pedía la dimisión de Ibarretxe desde Bratislava, capital de una Eslovaquia que se había separado por las buenas en 1993 de Chequia, con el simple argumento de que ejercitaba su derecho a la autodeterminación, hecho que el Gobierno español había reconocido inmediatamente.
Al ser preguntado por estas acusaciones, les dije a los periodistas que, si por Aznar hubiera sido, no habría habido transición, ni una Constitución con capítulo VIII, ni hechos diferenciales, sino la «España Una, Grande y Libre» de los Reyes Católicos. Con semejante cerrazón no se hubiera legalizado al PC, ni se hubiera desmontado el Movimiento. No había más que haber leído los artículos de Aznar en el periódico Nueva Rioja de Logroño en los tiempos en los que era un inspector fiscal con querencias neofalangistas. Comenzaba a ser normal que un presidente de Gobierno pidiera nada menos que la dimisión de un lehendakari porque no le gustaba lo que decía. Dije también que era más fácil hablar con el rey que con Aznar y que ya estaba bien de que todo un Gobierno tuviera tan poco respeto institucional hacia una Comunidad Autónoma. Aquello al PP le sentó fatal, sobre todo por el lugar desde el que lo dije y por el eco que aquellas palabras habían tenido en momentos de euforia y machaqueo al PNV por parte del Partido Popular.
MÁXIMO Y TABUCCHI
Sin embargo, en esta España de recurrente silencio respecto al rey suelen ser raras las voces que se escuchan indicándole lo que debe hacer. Una de ellas es la del editorialista y dibujante gráfico de El País Máximo, quien, en mayo de 2003, en su esporádica sección «Diario Regio» y bajo una corona, se hacía la siguiente reflexión poniéndose en los zapatos del Rey: «Soy Rey de todos los vascos (con perdón) y me preocupa que unos lo acepten más que otros. ¿Debo permanecer pasivo ante esta disyuntiva? ¿Debo hablar con unos y con otros? Ya sé que el Gobierno tiene las atribuciones constitucionales, pero yo tengo las atribuciones de la historia de España. ¿O no? La Reina y yo (no sé si el Príncipe) estamos hechos un lío, Máximo».
Fantástica reflexión políticamente incorrecta, como lo fue al mes la carta que el escritor italiano Antonio Tabucchi le dirigió al presidente de la República Italiana Cario Azeglio Ciampi a cuenta de Berlusconi:
Yo soy un ciudadano y usted un presidente de la República; dirigirse al propio presidente en una democracia es cosa normal, al menos mientras ésta exista. Y le ruego que disculpe las molestias si ha asumido la carga de convertirse en presidente de la República en una coyuntura histórica como la actual, a su venerable edad, sin carrera política a sus espaldas. Debía de estar usted muy convenido a la grave tarea a la que hacía frente. Su alto cargo, aunque en Italia haya muchos que preferirían verle relegado a un empíreo equivalente al del papa, donde la palabra no es discutible siendo dogma, prevé en una democracia normal pelmas como yo. La democracia significa también reciprocidad: usted es el garante de mi Constitución, yo le pido cuentas por ello. Y así, a mi manera, me convierto en garante de lo que usted debe garantizar. En caso contrario, como decía Paul Celan, ¿quién ha de testificar por el testigo?
Aquella carta abierta, cuyo título era tan sólo un «Señor Presidente», se le habría podido ocurrir a algún intelectual español. Sin embargo, esto no ha sucedido nunca, salvo en el caso de Máximo, y dudo que suceda. Sobre todo que alguien hubiera descrito a Aznar como Tabucchi había descrito a Berlusconi:
Berlusconi no parece tener rémoras; evidentemente, tiene las espaldas bien cubiertas. Y no sólo por la «honorable sociedad» que lo sostiene, sino a nivel mundial. Ha entrado en nuestra Unión Europea como ciertos kamikazes entran en un autobús con un cinturón de explosivos.
Algo así había estado a punto de hacer Aznar con relación al tema vasco. Sin embargo, en Italia se denunciaba públicamente por un intelectual, pero en España sólo cabía entregarle de tapadillo al rey una carta en palacio y sin que se enterara nadie. «Pienso que desde Madrid se nos ve cada vez más lejos...», le decía Arzalluz.
Y el rey en silencio.
SILENCIO, SÓLO SILENCIO
En la Nochebuena de 1975 hacía un mes que había fallecido Francisco Franco. Tras cuarenta años de dictadura la gran novedad era la aparición, en el mensaje navideño, de un joven rey designado por el dictador que borraba las imágenes de los últimos años de éste con su voz aflautada, sus tópicos al uso y su brazo derecho subiendo y bajando de manera mecánica. Allí estaba el futuro deseando un nuevo año y diciéndole al pueblo español:
El año que finaliza nos ha dejado un sello de tristeza, que ha tenido como centro la enfermedad y la pérdida del que fue durante tantos años nuestro Generalísimo. El testamento dirigido al pueblo español es, sin duda, un documento histórico que refleja las enormes calidades humanas y los sentimientos llenos de patriotismo sobre los que quiso asentar toda su actuación al frente de nuestra nación.
Todo un mensaje democrático el de aquel año 1975.
En 1977, tras las elecciones generales de junio, tuvo que cambiar radicalmente de registro, y en 1997 nos indignaba aquella Navidad cuando nos decía que aquel año el pueblo vasco había dicho «Basta ya» a la violencia terrorista de ETA. No analizaba don Juan Carlos que el nacionalismo vasco democrático y mayoritario había estado siempre en contra de la violencia, incluso de la que a él le había hecho rey con su apoyo a la dictadura. El PNV ya en 1978, antes de ser aprobada la Constitución española, había organizado una gran manifestación en contra de ETA.
Esa Navidad, además de olvidarse del secuestro de Cosme Delclaux, también se le olvidó, como se le olvida siempre y no me canso de repetirlo, que, además del castellano, son cooficiales el euskera, el catalán y el gallego. ¿Le cuesta tanto un «Zorionak», un «Boas Noites», un «Bon Nadal»? Puede parecer una anécdota menor, pero evidencia la profunda castellanidad de un Estado que no admite convivir en serio con la pluralidad.
Por eso decimos que el rey simplemente está. ¿Cuánto durará esta situación? Quizá hasta que seis intelectuales como Tabucchi empiecen a denunciar su pasividad o el portavoz de un grupo parlamentario de ámbito estatal se atreva a decir lo que dije en la tribuna, o cuando desde dos periódicos comiencen a decirle que se gane el sueldo o se rompa la cortina de silencio que le envuelve y ésta comience a correrse para dejar ver lo que hay.
Yo lamento que don Juan Carlos no hiciera caso a la carta que le entregué en 2000. Quizá las cosas no habrían ido tan lejos. Por eso es bueno recordar que el Arzalluz que en 2000 le avisaba sobre quién era Aznar, era el mismo que finalizaba aquella intervención de 1978 explicando el espíritu de la enmienda presentada al proyecto constitucional sobre la restauración foral el 20 de junio de 1978 de la siguiente manera:
Los que tenemos empeño en que efectivamente lleguemos a una concordia, a una satisfactoria integración, dejando otras líneas mucho más expuestas y discutibles, hemos creído absolutamente necesario plantear en estas Constituyentes el tema de la restauración foral. Con esto queremos ser fieles a una constante histórica, porque, como vascos, al menos a nosotros —cada cual tiene su filosofía, sus puntos de vista perfectamente respetables— nos pesaría la conciencia el no hacer en este momento este planteamiento. A través de esta restauración foral pensamos en nuestra propia identidad política, en nuestro modo de entender la inserción de los territorios forales en el conjunto del Estado.
Somos perfectamente conscientes de que la idea de pacto produce en muchos algo así como si aquí viniéramos a discutir de tú a tú con el Estado un determinado territorio. Y, sin embargo, no es así. Es simplemente la afirmación de que el Estado, el Reino, se formó de una manera determinada. Esa manera determinada que realmente daba satisfacción por lo menos a esos ámbitos del país y que se vieron distorsionados unilateralmente, esa manera de integración ha de ser reproducida para que, efectivamente, el Estado —y otra vez el Reino, puesto que estamos en una Monarquía— a través de una fórmula de siglos pueda encontrar un acomodo, una integración consensual y pacífica.
Además nos fuerza a ello también la coyuntura, el momento. Es evidente, y está en la mente de todos, la situación desagradable, por no decir trágica, que se vive en el País Vasco, que no sólo afecta a nuestra vida de vascos, sino a todo el mismo ser del Estado. En ese sentido, quisiéramos en este momento encontrar un entronque de esta plurinacionalidad, que al fin y al cabo se abarca en la unidad del Estado en el artículo 2.°, con estos derechos históricos que son para nosotros absolutamente imprescindibles.
Éste es el espíritu de nuestra enmienda. Yo no puedo llamarme a engaño y pienso que ésta enmienda no va a prosperar, lo cual lamentaré profundamente. Yo quisiera que el futuro no nos demostrara que con este rechazo tal vez hemos perdido en esta ocasión constitucional un gran momento para arreglar un problema que no es de hoy, un problema que tal vez tampoco hoy ha vivido sus puntos más virulentos, y que efectivamente su solución nos ayudaría a esta consolidación de la democracia, a esta formación solidaria de un Estado que, por supuesto, es uno, y que todos aceptamos y estamos colaborando precisamente en esta tarea.
Y nada más, señoras y señores.
Pocos analizan hoy que éste era el meollo del llamado Plan Ibarretxe. Treinta años después, lo vasco sigue sin encontrar encaje, mientras el Rey sigue en silencio. Y eso que en la Constitución le piden que arbitre y que modere. Pero lo más que hace es invitarle a El Pardo en su setenta cumpleaños y, eso sí, sentarle en sitio preferente para que luego el presidente de Cantabria diga al día siguiente que el lehendakari brindó por España.