6.
El señor Mateo, el Guanche, es buen amigo de la luna, dicen en La Caleta del Sebo; jala, en la ocasión, del caleo del prójimo, repiten en Los Corrales; anzuela para todo sin respetar, confirman en el Barrio Verde. El señor Mateo, el Guanche, según sus paisanos es un ladrón, y él no se desgracia de serlo. Esta mañana fumaba en una hermosa pipa inglesa, dando humo al azul con la soberbia de un vapor, escupiendo constantemente y enseñando a vivir.
—¡Qué buen sabor tiene la tal! ¡Cómo se cuida el rico! Tenemos mucho que aprender, Roquillo.
Roque es muy mal alumno y le ha recriminado:
—Peor que pirata, peor que morisco.
Al señor Mateo le atragantaba la risa.
—No la van a echar de menos en la cazuela —ha dicho, por fin—. Se supone que en tanta pérdida no hace número. A mí me viene muy bien.
—Te has rapiñado algo más.
—Ni por apuesta, Roquillo, aunque me tentaron unas ropas. Un coño jersey muy rebueno lo tuve en las uñas; pero, ya ves lo que son las cosas, lo dejé por no fardarme con vestidos de muerto.
—Nadie ha muerto.
—Ésos están todos muertos y bien podridos.
—Te digo que te vayas guardando la cachimba en el baúl por si acaso. Eso te digo, porque estos muertos van a estar vivos al mediodía y no vayan a creer que los hemos saqueado.
—Pero no se van a dar cuenta. Tienen que tener mucho disgusto. Sólo estarán pensando en haber salvado el pellejo. Como si muertos para lo que hace al caso.
—Tú guarda lo que has cogido y no vuelvas por allí. No te acerques al barco hasta que la autoridad haga los papeles.
—La mar lo va a robar todo, Roquillo.
—Es lo suyo.
Son las diez y el sol dora, cuartea y a veces almibara la gran masa de somnolienta roca del cantil. Se averiguan las sendas, a simple vista, por donde suben las mujeres cargadas con los sacos de pescado salado. Al pie, frente por frente de La Caleta del Sebo, hay un majano levantado con huesos de camello. Antica avanza pesadamente por el andén del espigón.
—Padre —dice al llegar—, váyase para casa que el herido se queja.
—¿Y los otros?
—Los otros roncan.
—Pues voy para allá.
Me quedo con los demás, esperando ver aparecer por los fariones la falúa que Roque ha enviado en busca de la autoridad y del médico. Roque sabe cómo arreglar las situaciones difíciles y no necesita compañía.
La conversación del muelle ha sido ancha y reflexiva: el naufragio, la espera del Chipirrín y las astucias del señor Mateo. Sobre estas últimas todavía, tras de la marcha de Roque, echa su cuarto a espadas Maestro Juan, con un énfasis de asombro en la voz.
—¡Cómo lo pudo hacer si no tuvo tiempo!
Su ida al raque del naufragio le tiene obsesionado.
Casi son lejanos recuerdos los peligros del día anterior, a los que se refiere como a un gran cansancio.
—Cuando llegamos —continúa y ya varias veces lo ha repetido—, llegamos baldados y muy crecida la noche. Es imposible que haya tenido fuerzas y ganas para irse al barco extranjero.
—Habrá sido su vieja —apunta con sorna Casimiro.
—Ya me lo tenía pensado, pero no. La vieja es buena mujer y sabe que eso no. Ha sido él, que ha escogido entre lo que había lo que le convenía. El que tiene boca de pez de hondura.
—Total ha sido una cachimba —digo trivialmente.
—… que enseña —me corrige Maestro Juan—; y si había dinero, y pudo haberlo, que guarda. ¡Qué agallas tiene el señor Mateo! —dice con admiración—. Viniendo como veníamos, después de todo lo que se peleó. ¡Qué agallas el ladronazo!
El Chipirrín asoma la proa a la altura de los fariones y comienza a crecer como en un juego. Si aparto la mirada unos segundos hacia el fondo de La Caleta, donde está la casa de Roque o más allá, a Los Corrales, o la vuelvo hacia el Barrio Verde, cuando regreso al Chipirrín es como si fuera otro barco el que viene. Se va transformando como un embrión y desde el óvulo oscuro se desarrolla a medida que avanza.
En seguida está atracado y la gente de la Comandancia y el médico sobre el muelle.
—¿Qué son esos brutos? —pregunta un tipo galoneado que hace ostentación de autoridad.
—El señor le dirá —contesta Maestro Juan señalándome.
Y yo no sé explicarme porque, por alguna extraña razón que no descubro, quiero ocultar que la tripulación estaba borracha e, inocentemente, describo la tormenta, que conocen tan bien como yo, y me precipito a dar detalles de la marcha a la playa de Las Conchas, hasta que llega Roque y con la serenidad, con la misteriosa y objetiva serenidad de la verdad, cuenta sencillamente lo que ha visto.
—Hay uno que tiene la mano rota o muy dañada —dice al médico—, y los otros se están despertando. Las mujeres acompañan a Roque, al médico y a los de la Comandancia, mientras nosotros nos encaminamos a la tienda. La comitiva va ya por el grao de La Caleta y a ella se unen niños y perros acompañantes de niños, que formarán el coro expectante y murmurador a la puerta de la casa de Roque.
El señor Mateo, el Guanche, está en la tienda y tiene audiencia. Advertido por Roque ha calado, según dice, al fondo del baúl la pipa robada.
—No la encuentran ni arrastrando —termina.
—¿Y el dinero? —pregunta Casimiro con los labios humedecidos del ron.
—No se ha visto, puedo jurarlo.
—¡Quién te va a creer! —dice Maestro Juan—. Si lo había…
—Qué más hubiera querido, cristiano; lo hubiese repartido ya o estaría organizando una parranda. Organizar parrandas es lo mío, aunque ustedes ni están para muchas, sólo verlos. Para parrandear hace falta menos carga de años y más ganas.
—Ya se te verá —diagnostica Casimiro.
Luego, la conversación se perfila en los acaecimientos de la noche y en quiénes irán con las autoridades hasta la playa del naufragio.
—Nosotros estábamos en la mar —explica Maestro Juan—, y eso nos salva de todo este pleito.
La pareja de ingleses entra en la tienda, huyendo del espectáculo de casa de Roque.
El hombre hace un comentario a los sucesos:
—Americanos locos.
La mujer sonríe para todos y su extensa sonrisa conforta del apocamiento producido por su entrada. Amigable y alegre cambia unas palabras con el hombre y éste invita a la reunión de marineros.
—Ron y vino para los que quieran.
El señor Mateo toma la palabra, dirigiéndose a la pareja, y su disertación, primero protocolaria, luego técnica y al cabo confusa, les hace reír.
—No ha pasado nada —silabea el inglés.
El señor Mateo busca más ron a cuenta de la mano generosa.
—Usted podría hacer un buen pescador. Usted es fuerte y le gusta la mar. A todos los de su tierra les gusta la mar. Usted tiene que salir con nosotros una noche, y si su señora quiere, también. ¿Verdad, Maestro Juan?
Maestro Juan encoge los hombros, significando que acaso no es lo más conveniente invitar a una barca descubierta a una pareja acostumbrada a comodidades.
—Diles algo tú —me indica el señor Mateo—. Convénceles.
El inglés ha comunicado a la reunión que se llama de nombre David y que su mujer se llama de nombre Laurel y que quieren ser amigos de todos y que no les molestaría, sino muy al contrario, salir una noche a pescar, porque es una gran aventura para ellos, y que invitan a otra ronda. Maestro Juan y Casimiro no aceptan.
—Tú pon lo de todos—insiste el señor Mateo a Francisca—. Alguien se lo beberá —añade con ingenua picardía.
Dejo la tienda y me encamino a casa de Roque. El friso de mujeres y niños se extiende a lo largo de las tapias de La Caleta y forman una ordenada y silente fila de espectadores. Los perros juegan y alguna vez son ahuyentados, pero regresan.