14.

Racimos de arañas febriles, de cuerpo pequeño y largas patas tiritantes, manchan como de humedad los ángulos de la habitación enjalbegada. Estoy echado sobre la cama, son las tres de la tarde y se han acabado los cohetes.

Por las hendijas de las contraventanas penetra una luz agria, pero la alcoba está iluminada por otra luz, licorosa y perlina, en la que mis ojos, como lentos peces de acuario, se mueven sin curiosidad. Esta hora de la siesta —no dormida— ha apagado el deseo de unirme a los náufragos y su séquito, y estoy lejos de aquí y de mí, en otra parte —aunque no podría precisar qué lugar— y en aquel que fui entonces.

Acumulo extraños datos —sorprendiéndome al cabo de que la mayoría sean nimios y pertenecientes a distintas épocas de mi vida—, instauro objetos significativos, que me abruman con su permanencia en el tiempo, y no logro armonizar esta desmayada realidad con el emanante recuerdo que, turbio y cálido, me anega. Busco, durante extensos minutos de fuga y rememoración, lo que este ámbito y esta hora tienen de sutil vínculo con el pasado, y me fatigo y nada encuentro. Pero alguna como chispita o lucecilla delirante debió de encenderse en un momento para que yo iniciara mi viaje a la memoria y que ésta me transmitiera la sensación de estar lejos de aquí y de mí y en otro día.

¿Las arañas de la habitación han extendido sus manchas? No sé. La luz no es licorosa ni perlada, sino una transparente y suave penumbra. Mi mirada se fija y precisa. Alcanzo a ver rebordes, en el enlucido del techo, que trazan costas perdidas. Pienso en el pueblo, en las puertas cerradas, en el silencio de las casas, en el rumor del cabildo de los viejos. Los náufragos y los ingleses, todos chonis, han inaugurado la fiesta con cohetes y con libaciones —siempre quieren estar en trance enajenado— y ahora descansan o velan, en alerta, dejando correr el tiempo para continuar a la caída de la tarde su rutinaria exaltación. En el cabildo, los viejos inocentes de nuestra isla escucharán asombrados y meditativos a los viejos salaces, que esperan de esto, que está sucediendo desde el naufragio, un injerto de energía erótica y que transcurren, imaginativamente, por los más violentos y obscenos sucesos. En el cabildo, hoy, como estos días pasados, no se hablará de barcas, ni de caleos, ni de los nietos mozos que están en el sur, ni de los nietos niños que están en la escuela o corren al muelle a esperar las barcas, o exploran, con sus perros, las rocas, o nadan, al pulpo, en las aguas de La Caleta. En el cabildo habrá un siniestro regocijo y, probablemente, los comentarios más tristes, las confidencias más vergonzosas y los recuerdos más para olvidar.

Las mujeres de la isla, tal que un coro acusador, saldrán desde sus casas a las tapias orladas con macetas y botes de la escasa flora de la isla y geranios para, ante ellas o desde ellas, contemplar, hasta la entrada de la noche, cómo crece el embrión del desorden y se agiganta hacia el disparate.

Se entreabre la puerta de la habitación y oigo la voz de Roque, susurrada y urgente:

—¿Duermes, duermes? ¿Estás dormido?

—¿Qué, Roque?

—Salte para acá.

—¿Para qué tantas prisas?

—Es larga la hablilla.

Y salgo, abandonando la placentaria alcoba, a lo híspido y solar. Camino tras de Roque, que vuelve la cabeza, una y otra vez, invitándome a seguirle hasta el patio, oloroso a plantas recién regadas. Aturdido de luz, cierro los ojos y me estoy quieto, mientras todo se mueve en ondulada navegación.

—Vamos —pide Roque.

Inclino la cabeza y persigo, como en una marcha agotadora, sus pies calzados de alpargatas. Cruzamos el terrazo encalado, con la boca del aljibe en su mitad cubierta por unas tablas. Hollamos el tendedero de Enedina, para desembocar por la puerta pequeña y trasera en la calle Mayor.

—¿No quieres pasar por el cabildo de los viejos? —pregunto.

—No, no quiero verlos.

—¿Pero por qué, hombre?

—Preguntan demasiado, hablan demasiado y todo lo enredan. Son peores que murenas. Llevan días de silboteo, todos en la misma nasa, todos revueltos. Sin vergüenza y a dos paladas de la muerte. ¡Qué humanidad!

—¿Dónde vamos?

—A la tienda.

La arena cruje al ser pisada, pero más atenuadamente que la nieve. El cielo azul agobia, pero pesa menos que las nubes cuando forman una bóveda baja, compacta y gris. La calle no tiene el atractivo, hecho de misterioso anonimato y de una posible sorpresa de las calles de allá y de entonces. Voy por este perfilado arenalejo hacia la tienda de Roque, caminando dentro de un documental cinematográfico. Al entrar en el callejoncillo, la luz pierde vigor y descanso unos instantes de la fulguración.

Roque abre la puerta y me invita.

—Entra. ¿Qué vas a tomar?

—Nada. ¿Qué es lo que me vas a decir?

—Poco, cristiano. Son dudas. Siéntate. Unas pocas dudas…

Me siento en el banquillo, desde el que suele perorar el señor Mateo para los que gustan de historias —más o menos inventadas— de valientes tabernarios, de donjuanes épicos y del mar, sus trabajos y sus monstruos. Roque se sirve una copa de ron. La tienda es una conjugación de aromas y sabores muy distintos que forman, al cabo, uno solo, que será recuerdo. Agrio, dulce y salado: coloniales. De vez en vez, un vaho de orina.

Chasquea la lengua Roque en la probatura del ron.

—Lo necesitaba. Está muy bueno. Y tú, ¿cómo no quieres?

—No lo necesito.

—Bueno, hombre, no te enseries. Ten una poca calma. Hay que tener paciencia. Ahora suelto trapo, pero primero al remo, como es de ley. Vamos allá.

—Hay tiempo, Roque. Bebe tranquilo.

Sigue mi consejo y apura lentamente la copa de ron. Por su rostro nubla la melancolía. Apoyado en el mostrador, su figura se achica y oscurece. La puerta entornada deja entrar la luz, que divide el suelo e ilumina los desperdicios de las horas de la mañana: espinas, colillas, manchas pegajosas de las bebidas derramadas, que atraen a las moscas. Fuera de la tienda, los viejos en el cabildo de la playa, y, en el muelle, soledad.

—No quería —me dice Roque— hablar de esto en casa. Los chicos, Enedina, podrían escuchar, tendrían inquietud.

—¿Es tan importante?

—No, cristiano; es una desazón que me ha entrado, o algo así.

—No tienes mucho motivo.

—No lo sé. Ése es el caso. Algo que yo no entiendo. Una vez, estaba nuevo, veintitantos años, por ahí por ahí, no creo que más. Ni casado. Era yo nuevo, como te digo; no tenía la vida detrás. Salíamos con las barcas. Alguna ocasión a la Isla Mayor. Pescábamos aquí, en el banco. Las barcas grandes se aventuraban en el moro, pocos días, no como ahora. Esto estaba dejado de la mano de Dios. No lo puedes pensar. Las casas eran chozas. Después se hizo Pedro Barba. Luego dejamos Pedro Barba. Yo creo que he sido de los primeros en venirme para La Caleta. Esto tiene más resguardo. Hay que pensar en los barcos. Los que nos vinimos primero, acertamos. Pedro Barba fue una equivocación y allí se fue el dinero de muchos…

Roque hace una pausa y añade:

—Me voy del cuento.

—No, no; continúa.

Se sirve otra copa de ron. Me explica:

—La necesito. ¿Tú no bebes?

—Todavía no.

—Es muy difícil contar lo que a uno le pasa por el alma.

—Sí, es muy difícil.

—Hay que ayudarse, y así y todo… Te iba hablando del dinero de los de Pedro Barba. También mi padre lo sufrió y un poco yo. Fueron dos o tres años malos, muy malos. Luego se fue recomponiendo la gente, proa adelante y poco a poco. Nada de esto tiene que ver con lo presente. Lo pasado, pasado y Santas Pascuas. Pero te lo cuento…

Se oye arrastrar de pies rasgando la arena.

—Ya está aquí el cabildo para hacer su caleo —me advierte Roque—. Ya están aquí para pescar.

Alguien golpea suavemente en la puerta y asoma la cabeza.

—¿Se puede pasar, Roquillo?

—Adelante. Pase la comisión. ¿Qué se les tercia?

—Nada, hombre; como hoy va a haber una gran fiesta —dice desde la puerta un viejecillo engurruñado, compañero de Maestro Juan—, como hoy va a haber una gran fiesta —repite—, queríamos también celebrarlo.

—Pasen, pasen, pasen —dice Roque con solemnidad.