2.

Del clorofílico cielo de la amanecida, sobre el perfil del acantilado, pende un nubarrón orondo, cárdeno y frutal. Desprendido rodaría por las laderas, machucándose y esparciendo zumo, hasta las playas de nuestra isla. El río de mar, en la turbiedad de la penumbra, parece canecido y mate. Las mujeres vierten los bacines en las aguas sin despertar de La Caleta, donde moran las falúas; y corren niños madrugadores, camaradas de perros, hacia el espigón del muelle, repeluznando a algún gato tránsfuga y alborotando a las gallinas, que picotean pulcramente en las basuras de la baja marea. Cantando hermosos quiquiriquíes y ahuecando las alas, el muecín de los gallos convoca al sol desde el alminar de una roca solitaria, dominante. En la vacilación de la mañana van a llegar las barcas de la pesca nocturna.

He salido descalzo y camino con inseguridad, con aprensión. Pronto me acostumbraré, pero ahora la debilidad de las plantas de mis pies vence a mi voluntad, y mi andar entre cauteloso y circense atrae las miradas de todos. Los hombres sonríen gozosamente, y bajo los pañuelos que casi cubren los rostros de las mujeres sé que hay sonrisas pícaras, como hay miradas cómplices por la diversión que les ofrezco. Me heriré antes de llegar a las piedras del muelle y haré un paso de pirueta que pondrá lágrimas de risa en los ojos de los chiquillos y atragantará de risas contenidas, elementalmente pudorosas, a las mujeres; risas que serán de alegre tutela en los hombres para el amigo bobo, para el amigo forastero, que cree sentirse de la isla y se desmiente de una manera tan sencilla.

No han tenido suerte. He defraudado un poco a todos. Evidentemente, camino con más garbo porque mi público me abandona. Roque está apoyado en una cuba de sal, de la que coge granos que lanza al agua, turbando la pastura de los cardúmenes de pequeños peces de puerto que a veces son como una llama acuaria. Sonriendo, muestra los lechosos dientes postizos.

—¿Tú aquí…? ¿A estas horas…? ¿Y cómo tan tempranero…? ¿Te falló la cama…? ¿Quieres ver a los pillos…?

Me mira a los pies y continúa:

—Tú te vas a coger un catarro. Te vas a herir. ¡Buen marinero estás tú hecho!

—No me avergüences, Roque —le digo.

Querría creer que he dicho algo muy gracioso porque todos lo celebran con abundantes risas, pero sé que esas risas son de pura cortesía para paliar la pequeña humillación que, a su entender, he sufrido.

Por barlovento se acercan pausadamente al remo las dos barcas que han calado esta noche, aureoladas de gaviotas. Por sotavento, el rebaño de camellos se aduna hacia la llanía.

El patrón de la primera barca aspa los brazos y grita; su voz se pierde en la calma de la mañana como una piedra en la serenidad de un pozo y solamente llega hasta nosotros un cloqueo inútil. Hubiera hecho falta un poco de viento, pero en el muelle, por los milagros de la costumbre, saben ya de qué se trata.

—Ves, Roquillo, hoy entró fuerte el arenque —dice Casimiro.

Roque, ampliando con beatitud su sonrisa habitual, comenta con cachaza:

—Anoche no parecía.

—Debió salir tu barca —insiste Casimiro—. Te lo dije.

—Anoche no parecía, aunque no voy a acertar siempre.

—Con la falueja hubieras hecho algo mayor, ten seguro.

Casimiro es terco y porfía hasta que Roque, sin dejar de sonreír, con una mirada sostenida un instante le hace poner punto final a la conversación.

—Bueno está. Cada uno, de lo suyo hace su gana —dice Casimiro.

Luego se trenza en una charla vitoreada de risas con su compadre Félix, que tiene un tajo de mojarra sobre las cejas como recuerdo de los felices tiempos de La Isleta. Afecto gravedad y digo a Roque:

—Has perdido un buen caleo por hacerme los honores de tu casa.

—Quítate de honores, hombre. Anoche no parecía.

El cielo del acantilado es ya azul, y el nubarrón, bragado de granete, se aleja lentamente hacia el oeste. La penumbra se retira bajo el cantil, todavía oscuro, y la cumbre de Montaña Amarilla se desoxida y dora.

Se acercan las barcas. Los pescadores, fatigados, ateridos, con los mandiles de piel de cabra puestos, hacen las maniobras de atraque. Gritos, explicaciones, encandiladas palabras, que han perdido su obscenidad, que han sido redimidas por el sudor, por la tensión, por las dificultades, por el ánimo, por los peligros y el mar.

—Se tendió la mar y fue en el segundo caleo —dice un viejo que escupe la mascada del tabaco—. Un bonito caleo por la guarda de los fariones, a medio amparo, donde se sabe…

—Está bueno, Maestro Juan. Abusen unas copas de mi cuenta —dice Roque— y que les aproveche.

Los niños madrugadores quieren ayudar a los tripulantes, pero el chico de faena de la segunda barca toma toda la labor con furioso celo, sin dejarles intervenir:

—Fuera gente. Fuera arrebatiña. A mear…

—Ustedes —dice Roque a los niños— ayuden llevando los cestos de dos en dos y con cuidado hasta el codo del muelle. Los bajan con cuidado a la costa, pegados a la marea, y los desocupan con cuidado. Uno se queda y después se verá.

Acompaño a Roque hasta su tienda. Sus dos hijos arreglan nasas sentados en el secadero. Luisita barre la arena de la entrada de la tienda con una escoba de palmito.

—Buenos días, Luisita —digo.

—Mi madre te está esperando para que desayunes.

—Ahora prefiere una copa para echar la mañana. Está muerto de frío el hombre. Es caprichudo más que un güelfo —explica Roque para Luisita y sobre todo para mí—. Esa descalzadura que no le traiga cosa peor.

Bebemos. Luisita busca en el dial del aparato de radio las emisoras de la península. La diferencia horaria hace posible escuchar Madrid o Sevilla poco después de amanecer en el Atlántico. Lejana lección de inglés, anuncios, perdida memoria de una vieja canción iniciadora de programa… Luisita sigue entre labios la canción mientras ordena alpargatas en los estantes. No sé por qué, en estos momentos me encuentro desazonado por un tacto de nostalgia.

—¿Te gusta? —pregunto.

Se encoge de hombros y continúa su labor.

—Aquí no hay más que esto —dice Roque— y lo aprovechan. Éste es el último rincón del mundo. Sólo a ti se te ocurre…

El timbre de la voz de Roque desarticula su aparente desdeño; una emocionada gratitud, una dulce indulgencia, y el temor de que haya vuelto a su último rincón del mundo por algo que sospecha malo para mí y que yo difícilmente podría razonárselo como otra cosa que una huida.

Entra una anciana, que es toda ella luto y antaño, y urge a Luisita en su despacho.

—Mi niña, date prisa… ¿No duermes en la cama? —dice, canturreando las palabras—. Despierta, cristiana… Anda, vamos, que ya volvieron los hombres…

—Voy, señora Candelas.

La mujer se vuelve a Roque:

—Ésos parece que trajeron pescado. Si necesitas gente, se viene mi nieta. Mejor es ganar un chavo que no ganar nada.

—Bien —responde calmosamente Roque—, envíela para acá.

La mujer da su queja, monótona y suficientemente, apretando contra sí el pequeño bulto de su mercancía.

—Y a mi Juan, a sus años… Qué sé yo… Los viejos estamos esperando, pero en tanto hay que trabajar en todavía… Tenemos la barca lista —con un breve ademán señala la duna del cementerio—. Va a ser mucha gala un año más. Lo que se ha pasado aquí y cómo ha cambiado todo. Dichosos los que tenéis vida para gozar la holgura.

Deja unas monedas sobre el mostrador sin consultar a Luisita. Para las compras humildes se lleva el dinero, exacto, vivo y amargo como un pajarín, cogido en un puño.

—Van a cambiar los vientos, Roque —dice al despedirse—. La entrante va a ser dura en la mar. Cuando me ofenden las piernas es que hay mudanza.

Cuando sale, Roque me aclara:

—Es la mujer de Maestro Juan, que fue un pollo muy arrequintado para la lucha. El viejito de la barca grande…

Vienen los pescadores.

Cuando la tienda se adensa del humo de las cachimbas, que huele a quemazón de otoñada en parques de ciudad, de una humedad salitrosa con dejos de sudor, de los huelgos de ron y cazalla; cuando todos están aquí, formando un coro primero y luego una multitud, entregados a los ritos del regreso: detallando la pesca, calculando las ganancias, malhumorados de cansancio y bienhumorados de arribada, satisfechos y quejosos, blasfemantes y jaculatorios…; cuando el verbo, por exceso, se precipita en ruido y sólo los bruscos ademanes, las gesticulaciones vacías y una tensión obscena —acaso la fatiga azuzada por la resurrección del alcohol— se manifiestan, los viejos se van.

Han cumplido y se van.

Estoy en la rinconada, soslayado y aturdido en esta manifestación. Roque se abre paso hasta mí. Sonríe y dice:

—Todo tiene su por. Luego te vienes a oírles. Hoy echamos el día a limpiar y salar el pescado.

La calle Ancha no tiene nombre. Es la calle Ancha y Larga y Mayor y Única. He salido a ella por un callejoncillo de apenas una veintena de metros, entre una tapia y la tienda de Roque. En la calle Ancha, que conduce al Barrio Verde, están la iglesia y la escuela. La iglesia, como un blocao antiguo, y la escuela, con algo de edificio de SEÑORAS y CABALLEROS en una pequeña estación de ferrocarril. A la iglesia viene cada tres semanas un cura de la Isla Mayor a decir misa, y en la escuela el maestro y la maestra domestican a los niños robinsones del poblado.

Camino hacia la casa de Roque, que distingo entre todas por los dos altos mástiles de la antena de la estación de radio. Es allí donde llegan los simples telegramas de la Bahía del Galgo, los telegramas del cabildo de pesca de la costa sur del Sahara con las noticias de las grandes caladas, de los naufragios, de las averías, de las enfermedades…; con los recuerdos para las familias y con los besos de amor que Antica escribe torpemente en papeles azules dos veces al día.

Acuña la calle el sol y hay como unas aceras de humedad en la arena que bordea las casas. Un rebañito de cabras sale a las dunas conducido por su pastora, niña, huidiza y de mirada hostil. La pastora vuelve varias veces la cabeza antes de perderse tras de un bardal y una tapia, alta y costrosa. Desde lo alto contemplará el pueblo, oteará la calle buscándome, buscando al desconocido forastero, que es una extrañeza y no llega a ser una pregunta en su rutina. Ingrato destino el de esta chiquilla, nacida para monologar desparramando los días de mano a mano en puñados de arena por el breve desierto de esta isla, caligrafiando con su varilla las horas muertas del pasturaje, entreviendo los reflejos de las aguas y las casas, que consuelan el aburrimiento. Pero no es una soledad. La soledad es de los insolidarios, de los de abatido corazón.

Y le acompaña una cierta melancolía cuando le veo ascender la primera duna, que es ahora como un pergamino arrugado, y seguir volviendo la cabeza a cada pocos pasos y otra vez desaparecer para mirarme desde otra distancia, sucediendo todo como una despedida.

Estoy en el umbral de la puerta trasera de la casa de Roque. Una puerta barrigona y mal ajustada hecha con el costado de una barca, retal de abandono o de naufragio, en cuya descascarillada pintura se precisa todavía la línea de flotación perpendicular a la tierra. Enedina esparce ropa blanca por el terrado, rápida y sembradora, y vuelve su rostro congestionado para advertirme:

—No pises. Mira dónde pones los pies —y continúa con tibios denuestos casi maternales—: No me estropees la labor, cochinazo… Anda a aquel lado, vago… Échate para allá… ¿A qué hora vas a desayunar? Los ingleses ya han desayunado… Tú eres el último —y se despierta su interés por enterarse de mi opinión—: Todavía están ahí. Date prisa, si los quieres conocer. A ver qué te parecen… Y ponte unas chanclas, que te vas a enfriar.

Probablemente habría que añadir a su monólogo etcéteras, porque ella no cesa, y ya sin dirigirse a mí, como un murmullo, engarza reflexiones, consejos, suspiros, quejas y todo su baratillo de condicionales: «Si no fuera por una, si una se descuidara un día, si una…».

El comedor de los huéspedes es la habitación más oscura de la casa. A los huéspedes de Roque y Enedina nos molestan las moscas de la isla. Contra las moscas, pequeñas, hirientes como chispas, que el viento del este enloquece y desparrama, no hay más refugios que las penumbras hondas. Mientras ellas repiquetean en los cristales, entrampadas por las contraventanas, podemos comer tranquilamente. A veces, por descuido, un rayo de luz es el vial que les da acceso a nuestros dominios. A las horas del desayuno están más excitadas y la crepuscular mermelada de cerezas y el jarrito de leche de cabras, amenazador como un pantano, y el azucarero y la mantequera y el café tenebroso, que los pescadores que están en el sur traen como modesto surtido y contrabando, se pueblan de asco e irritación.

Los ingleses se levantan de la mesa en el instante en que entro. Cruzamos un saludo y una vacilación de paso. Deslumbrado por la luz exterior, no acierto a distinguirlos bien, y se van como dos sombras altas y blancas, en las que destaca el pentágono rojo del short de la mujer. Poco después aparece Enedina con mi desayuno.

—¿Qué te han parecido? Ella es muy guapa.

—Está demasiado oscuro cuando se entra de la calle.

—Van a la playa —dice, volviéndose hacia la puerta—. A veces quieren ir en camello. Se conoce que para ellos es divertido.

—Así lo pueden contar.

—Roque ha prohibido a los chicos que vayan por aquellas playas. Dicen que se bañan en cueros vivos… Dicen los hombres que, llevando la vecera, les han visto.