7.

Ahora rememoro, encontrando una suerte de compasión gozosa, todo lo que ha sido encastillado desastre y orgulloso cansancio de mí mismo. ¿Hasta dónde el orgullo puede desarraigarnos? Ahora rememoro, estando a muchas millas de mar, a muchos quilómetros de mi tierra, la ciudad de desasosiego que he abandonado. Aquí, en esta isla y en esta mañana bruñida, comienzo a comprenderme distanciado de la imagen que tengo de mí, allá, lejos, como en una historia sucedida a otro.

Apacible y enmimismado siento transcurrir años náufragos, meses delirantes, semanas llenas de gemas empolvadas, días de estiércol y aun horas, minutos, segundos, milésimas de segundos o simples fulguraciones de mi vida, que no sé si alcanzan a ser contadas en tiempo. Pero en todo solamente hay amargura e insolidaridad.

Cuando me distraigo veo a tres de los americanos y a las gentes del pueblo pulular en torno al derrelicto del yate, y desde la Duna de la Fardela divido dos mundos: uno a mis espaldas, el del pueblo, y otro frente a mí, el del barco. Estas dos consecuencias no son únicamente imágenes proyectadas de lo organizado, firme, vital, y de lo desorganizado, anárquico y mortuorio, sino símbolos contrapuestos y enemigos, entre los que está mi debate.

Huyo una vez más, encaminándome hacia el yate, y llego hasta las gentes que contemplan la montonera de objetos diversos que acumulan los americanos sobre las arenas de la playa.

—Bueno, ¿qué te hacías en la duna? —me pregunta Roque.

—Una necesaria centinela —respondo sonriente—. Desde allí se os ve muy bien y es mejor que una fiesta.

—¿Una fiesta? Han perdido, también, su dinero. La mujer está como loca. La mujer riñe constantemente con el que se llama Jerry, al que echa la culpa de todo. El otro está más tranquilo, el otro es el que estaba dormido de borracho…

Por el momento no quieren ayuda. Maestro Juan, Casimiro y Félix han salido a la mar a la madrugada. El señor Mateo anda a la husma, seguido por la atenta mirada de Roque. Las mujeres, los chiquillos y algunos de los hombres que han venido hasta la playa tienen oscilaciones de marea, según los movimientos de los americanos. Cuando regresan de la ruina, calados y enfurruñados, se retiran como una ola de la montonera, y cuando ellos vuelven al barco se acercan para no perderse detalle alguno de la busca. A veces hay un comentario de admiración por lo que sacan.

—El muerto está en venta —dice el señor Mateo, acercándose—. Si Roque lo compra, va a sacarle algunos pesos. Hay buena madera…

—Para corrales —dice Roque—. Nada hay que sirva en cuanto lo vacíen.

Al hombre de la mano rota le han llevado a la Isla Mayor. Parece que no es grave la cosa y volverá a reunirse con sus amigos en cuanto le hagan las primeras curas. Todos deben esperar algunos días entre nosotros, porque han perdido los papeles y hay que comprobar las declaraciones.

Al tiempo nos vamos Roque, el señor Mateo y yo.

Antes de partir, Roque casi ordena, casi ruega a las mujeres y a los chiquillos.

—Dejen a los chonis. Va para largo porque tienen un empeño muy grande en encontrar lo que la mar se ha hurtado. Dejen a los chonis en sus asuntos.

Al llegar al pueblo nos enteramos que la barca que patronea Maestro Juan ha entrado con una gran calada de arenques. Otras dos barcas han llegado también con mucha pesca. Desde el muelle a las rocas de Los Corrales, las gentes del pueblo transportan, en seras y cajas, la milagrosa pesca.

—Ha sido una suerte —explica Maestro Juan, agitando los brazos, brillantes de escamas—. Nada más hacer el caleo vimos que iba para grande y tendimos otra red por fuera, por si se rompía. Y hasta eso a nuestro favor: nada se ha roto, nada se ha escapado. Hay trabajo para largo. Nos vinimos sentados en el pescado y de aquí cerquita. Pocas veces he visto yo la lotería.

—La mar es de ley —dice Roque—. Tras del susto del otro día son ustedes los que sacáis el oro. Se perdió por ambición y latrocinio un buen jornal el señor Mateo.

—Otra vez será —se resigna el interesado.

Hoy, nadie hace la comida del mediodía en el pueblo. En alegre cabildo, sobre las rocas, abren pescados, limpian, salan y apilan en ordenados mogotes. Las conversaciones se mezclan y tan pronto se habla de la cuantía de la pesca como del naufragio de los americanos, como de la dudosa virtud de la mujer del yate. El señor Mateo está a la labor para enjugar el jornal perdido. Lleva la voz.

—Más de una quisiera tres para sí.

—Con uno como usted —dice Candelaria—, a cualquier mujer le sobra.

—Yo soy como de plata fina.

—No lo digo por eso. Sino por lo pesado que se pone con su misma canción.

—Pues de qué voy a hablar sino de los chonis. La mujer tiene café puro en la sangre, pero parece hembra para todo.

—Y dale… —bisbisea una vieja muy arrugada.

—Pues de eso hay que hablar, de lo que hay que hablar. Ya me confesaré cuando venga el cura de la Isla Mayor, y ustedes, también, por haberme escuchado.

Las rocas se tintan de sangre y cardúmenes de peces pequeños se acercan hasta donde se diluyen los regueros en nubecillas rosadas. Las gaviotas gritan revolando a la espera del banquete. Los gatos, ahítos, duermen o caminan perezosamente buscando la solana de las tapias. Canta Domingo, que ha abandonado la construcción de su casa para echar una mano en el trabajo comunal, pero no se le ve la cara bajo el sombrero de pleita, hundido en la faena.

—Hoy entrarán más por levante, pegados a los fariones —augura Maestro Juan.

—Vamos a perder el culo —dice el señor Mateo.

Félix se ha ido un rato a la taberna para celebrar los caleos y vuelve con paso lento y desganado.

—Félix —grita Casimiro a su compadre—, ven a roer el hueso con los demás. No te apestes todavía.

—En cuanto puede se embrinca con otro viento —bisbisea la vieja muy arrugada.

Félix es hombre de la mar y de la tienda de Roque y no le gustan los trabajos de la costa. Su mujer, la señora Vicenta, lo pone al pairo.

—Cuando en la tierra en el ron. Así lucimos.

—El carro de mujer —responde Félix, ofendido.

Pero Félix se acuclilla y comienza su tajo, mientras Casimiro le embroma.

—Los arenques tienen las fatigas negras como tú las tienes.

—Yo las tengo de podre.

—Tu vieja, de oro, y un día te pone un huevo para hacerte rico y que te bebas el mundo con tranquilidad.

—Con ella no tengo tranquilidad.

—Búscate otra, que hay mucha necesitada.

—No me menees, Casimiro, que tengo el humor agriado. Luego, las mujeres dicen que hablo mal y peor.

David y Laurel contemplan el faenar del pueblo. Los niños enredan y ayudan y gritan y cantan. La horda de niños entra en frenesí y corre hacia las barcas, vuelve a las rocas, usa como proyectiles los pescados que lava, persigue a los perros y es perseguida. En los mogotes, Roque extiende sal sobre las capas de pescado, que destilan un humor aloque.

La felicidad suele ser palabra vana, pero aquí, en estos momentos, en este trabajo, en esta isla del Atlántico, cubre musgosamente las rocas, en las que la gente del pueblo la siente bien venida. El tiempo, el trabajo, la compañía y el dinero compartidos, las dificultades dadas de lado en esta hora, la suerte que corre para todos, son la felicidad, su felicidad, que demuestran en un apagado coro salmodiando una canción cuya letra es inadivinable.

—Vamos a la tienda —dice de pronto Roque.

Félix se apunta a la convocatoria, pero no los demás.

—Luego, Roquillo —disculpa Maestro Juan.

Roque hace un ademán a David y Laurel y éstos se nos unen.

—Una pesca muy grande —balbucea David—. ¿Siempre así? ¿Mucho así?

—No —responde Félix—. Hoy ha habido una gran suerte. A veces se pasan días y más días calando mucho y pescando poco.

David es un tipo sonriente y amable. Laurel vive en ausencia, y en su sonrisa, casi grabada en el rostro, hay una declinación permanente a compartir su vida con lo que le rodea.

—¿Y los americanos? —pregunta.

—No tardarán —responde Roque—. Allí no tienen mucho que hacer, aunque les costará dejar el barco. Y volverán mañana.