5.
Ya mengua la luna —dice Roque mientras caminamos hacia Las Conchas—. Saldrá a las playas con nuestra llegada y así podremos verlos si los hay, porque un barco no se queda solo tan fácilmente y es más amparo para el náufrago. También han podido dejarlo buscando población, pero me da que si hay alguien sigue en la costa sin valerse. Se ha movido mucha arena y creo que desde esa orilla estarán tapados para guiarse por las luces de La Caleta.
Caminamos con faroles y linternas. La previsora actitud de Roque hace que seamos una pequeña caravana compuesta de diez hombres y tres camellos, que transportan un breve matalotaje. La curiosidad ha sido dispensada de llegar al desastre: ni chiquillos, ni mujeres, ni mirones. Otra cosa hubiera sido por el día. A la noche es mejor así, para evitar la confusión.
Félix tropieza cada pocos pasos. Va animado de ron y sus palabras se revuelven y se encaracolan, excrementales, desafiadoras, agrias, violentas y risibles. Anda al pairo de uno de los camellos, agarrado al baste y codeándole la barriga. Roque me dice por lo bajo, entrecortando la risa apagada y cautelosa:
—Se le va a tuchir el camello y lo va a aplanar. Está amoroso del todo. Quiere a su compadre y está alegrado de que no haya habido desgracia, pero el camello, como se descuide, lo deja tal que un pescado abierto y seco. Vas a verlo.
Félix, como si lo hubiera oído, se suelta del baste y bandea solo y a perderse en la oscuridad.
—Este gran cabroncito se me va a tuchir y adiós Félix —se dice a sí mismo—. Si no me muerde…
—Agárrate, Félix, que el que caes eres tú y no para hacer daño, como el camello.
—Al cuerno me agarro.
—No te hagas el loco, que igual hay trabajo. Tienes tú mucho aguante para estar ahora con cosas de chico dando esos traspiés.
—Me asoman las copas.
—Qué te van a asomar, hombre. Te asoman las ganas de perecear, de tumbarte a ver. Tienes lo peor de los cangrejos metido en tu alma, hombre. Sigue agarrado y avante.
—Avante voy, Roquillo, avante voy, dando guiñadas, pero voy. Yo siempre voy —y comienza su retahíla salmodiada de malas palabras y a su compás escora, vuelve al equilibrio y escora hasta apoyarse en el animal.
El paso del camello cuenta el tiempo; es solemne y segundero. El camello pendulea el cuello reptílico. Avanza tan seguro que se hace inimaginable cualquier retroceso. Va. Y es la palabra insistente de Félix la que hace su contrapunto:
—Yo siempre voy, Roquillo, siempre, aunque dé boqueadas, aunque esté como en la agonía.
Cuando pasamos las últimas dunas antes de entrar en la suave, casi imperceptible pendiente de Las Conchas, se iluminan la mar y el cielo como por una bujía empantallada por la mano.
—Ahí viene la luna —dice Roque—. En seguida sabremos lo que pasa. Hoy le falta ya un diente, pero tiene todavía mucha fuerza, mucha luz y nos alumbrará bien para ver.
En el roquedo de la playa fosforece la mar contorneando una sombra densa. Es un rincón o un agujero o un eco de la oscuridad de la noche, ya iluminada al ir emergiendo la luna de la vertiente oceánica.
—Ahí está el barco —dice Roque, y nos apretamos a su alrededor esperando sus palabras, adivinaciones y órdenes.
Los palos humillan, partidos los masteleros, hacia la mar, como si hubiesen sufrido un empujón de la tierra, no suficiente para hacerlos caer. Destacan paralelos y lunados. Poco a poco se va viendo el casco de la nave sobre el negror y la crispación de las rocas. La playa es un vientre terso, ahora acariciado por el mar, y es un convite al descanso y es algo demasiado elemental e inocente formando un pequeño arco entre las rocas y el cabo. Dejamos los faroles en el suelo, apagamos las linternas. Las moscas tiemblan el cristal de los faroles. De allí lejos parte un grito. Nos han visto.
—Está muy metido —dice Roque— y no va a tener salvación. Esa costa corta a cuchillo. El barco debe de estar desfondado. Muy maltrecho. Seguramente, todo él con agua. Vamos hacia la gente.
Movemos los faroles dando las brazadas del socorro. Vamos hacia la gente. Félix está que no puede y se retrasa. La luna se apoya en el horizonte. Junto a las rocas, dos personas gritan y aspan los brazos, pero no caminan.
—Ayuden a Félix —indica Roque—. Algo pasa que se quedan y no vienen. Algo pasa para que no busquen el encuentro.
Una de las personas cae a tierra y ya no es más que una mancha de roca, inmóvil en la arena. La soledad en que está el náufrago en pie, gritando, espeluzna. Félix se ha derrumbado totalmente y no hay manera de hacerle levantarse.
—Déjenme, cristianos —y canta la balbuceada salmodia de sus malas palabras—. Déjenme, por sus madres…
—Vamos, con prisa. Dejen a Félix; él se remozará. Déjenle un ratito. No sabía que había tomado tanto. Vamos, pues.
Hemos llegado y formamos corro en torno a las dos personas. La caída es una mujer, vestida con un jersey de cuello marinero y pantalones, descalza, pero el rostro no se le ve porque está echada de bruces, con el pelo mojado y arenado cubriéndola como una toca.
—¿Hablan español? —pregunta Roque.
El hombre sólo tiene una camisa azul desabotonada sobre el cuerpo. Es difícil entender su respuesta. Está borracho y se sostiene muy difícilmente sobre sus piernas. A su lado hay una botella de whisky. Roque insiste y el hombre da con el pie a la caída, farfullando algo.
El yate está en las rocas a unos doscientos metros de nosotros. No está embarrancado, sino abierto en canal, tendido sobre su matadero. Es barco ya sin vida y a la luz de la luna todavía tiene algo hermoso, aunque como disecado. El hombre se sienta en el suelo y mueve la cabeza con ademán negativo. Luego empuja dificultosamente a la mujer, pretendiendo despertarla o volverla de espaldas. Le ayudamos. Su rostro es muy bello, pero está señalado. Hay al mismo tiempo en él horror y beatitud; la sentencia del naufragio temido, entrevisto y sufrido, y el estatismo del coma de la borrachera. El hombre intenta golpearla con las palmas de las manos para reanimarla, pero se derrumba con el esfuerzo definitivamente.
—Estamos buenos —dice Roque—. Quédense dos con ellos y arrópenlos; le ponen unos calzones al desventurado. Tres busquen por las cercanías. Los demás vengan al barco.
Subimos al lomo del roquedal. Las olas parecen aquí mayores que las que llegan a las arenas. Hay un gran tronco de limoncillo aprisionado. Alguien dice:
—Hurtado de un maderero por el temporal. Está nuevo y es un buen montón de duros.
Avanzamos lentamente, salpicados por la espuma y recomendados por Roque; recomendación especialmente dedicada a mi ignorancia.
—No se arrimen, que a cada tiempo habrá una ola grande. Apártense del rompiente y vayan más para tierra.
Roque y yo subimos por estribor desde una roca que penetra en el costado; los demás dan la vuelta al barco y se aúpan por babor. En la cámara de proa todo es desorden, fractura y desgracia. Por las escotillas atisbamos la saleta. Hay un hombre tendido en una litera y el agua y la grasa olean casi a su altura. Paquetes de cigarrillos deshechos, papeles, fundas de discos, botellas, revistas que tienen movimientos de rayas, libros, cajas vacías en permanente zozobrar, ropas que se hinchan y recogen como bolsas de pulpo, y la vaciedad de un salvavidas forman la fauna de este extraño y alborotado mar prisionero.
Izan al hombre a cubierta y lo transportan cuidadosamente por las rocas. Alumbrados por la luna, los faroles y las linternas, la conducción es un siniestro raque.
—No está muerto, pero entre el alcohol y el agua va a tener un largo vómito.
—Más merece.
—Locos, son todos locos. Por la mar y borrachos es ir buscando a la muerte.
—Se han salvado de milagro. Da pena un barco tan lucido.
—Son pocos tres para llevarlo. Alguno se habrá ahogado. Nada se va a aprovechar de este naufragio.
—Acaso el motor, aunque está muy herido por las rocas, me pareció.
—Mañana se verá —dice Roque—. Mañana, aunque toda la noche la mar va a estar trabajando esta ruina.
Llegamos a la arena. El mar golpea todavía la popa del yate. El mar robará cosas que irán apareciendo poco a poco en la playa de Las Conchas, en la playa del tesoro del pirata, durante muchos meses. Los niños de La Caleta vendrán a buscar objetos inservibles, corroídos, que tendrán el encanto de lo encontrado y el misterio de lo naufragado.
—¿Pudiste leer a popa? —me pregunta Roque.
—Bloody Mary, Florida.
En la playa, el hombre y la mujer yacen envueltos en mantas. Los camellos descansan genuflexos, y su rumia suena a pasos en la arena, que ni se acercan ni se alejan, que están fijos y son un horizonte. La gente de Roque fuma en alertado silencio.
—Lo ponen boca abajo —ordena Roque, arremangándose—. Vamos a hacerle echar la porquería que ha tragado.
Y Roque cabalga, aprieta, frota, palmea, desentumece y, ahorquillando los dedos, los introduce en la garganta del hombre encontrado en el barco hasta que su naturaleza responde con un corto vómito estertoroso.
—Va bien. Va a echar la misma alma, si la tiene.
Es un largo vómito caudal hasta la queja. Cuando ésta sucede, da Roque por terminada su labor con el náufrago.
—Ya está. Lo cubren que ahora le vendrá una tiritona. Va a sufrir lo suyo.
Por la playa avanza Félix, dando traspiés, cayendo, levantándose y cantando.
—Otro que tal.
Bajo la luna, el caminar de Félix es una extraña danza. Cuando se aproxima al mar, invoca; cuando se aparta de él hacia tierra parece llegar de un naufragio; cuando viene hacia nosotros, amenaza; cuando retrocede y cae, huye y es empujado por el miedo. Va a los cuatro puntos cardinales, y rota y se traslada con los movimientos que el despertar de la voluntad, el instinto y el alcohol le infunden. Voluntad, instinto y alcohol trazan su órbita en esta extensión de arena y, aunque estamos aquí esperándole, parece no ir a parte alguna, y podría continuar hasta su muerte en tal laberinto e inutilidad. Como un loco, como un ciego abandonado en el desierto, como un mecanismo alterado que responde a otra lógica que aquella para la que fue construido. Solamente humaniza, en la distancia, y brujulea este disparate la canción que le acompaña. La canción hace que no sea más que un borracho.
—Dentro de un rato alzamos a las artolas a esta gente —dice Roque—. En cuanto se vengan los que salieron a buscar, que a mí se me hace que van a encontrar algo…
—Puede que haya un ahogado.
—No; estaban todos en la saleta y el barco al garete. Eso se ve bien. Y tres son pocos para llevarlo. Tiene que haber otro u otros dos. Se hubieran metido en playa con sólo que uno estuviese cuerdo. Habrían salvado el barco.
El hombre encontrado en el yate sufre violentos escalofríos. La mujer entrecorta su respiración de quejillas, de una débil congoja, que es el despertar del coma. El hombre de la camisa, ronca.
—No ha habido males mayores —dice uno de los pescadores de Roque—. Esta gente tiene buena suerte en lo que cabe, porque todo lo demás se arregla con dinero, cosa que también deben de tener.
—Acércame la porrona, que ahora cuadra un trago.
La porrona, la boya metálica de red encontrada en la mar y agujereada para hacerla vasija, pasa de mano en mano. Todos bebemos con gusto, indiferentes a la cercanía de Félix y a su danza. Busca entrada en el grupo por algún lugar no ocupado y cómodo y da vueltas en nuestro torno. Teme empujar, ser empujado, irritar a alguien, airarse después. Quiere entrar sigilosamente, como si nada hubiera pasado, y participar, pero le traicionan los prólogos: su maldecirse constante, su pirotecnia blasfematoria. Impotente, llama a Roque y Roque sale a su encuentro, le coge del brazo, le sostiene y conduce amistosamente.
—Siéntate aquí, cristiano. No se suponía que estabas tan calado. Anda, sienta mientras llegan ésos.
Félix quiere conversar, dar sus opiniones, y todos le escuchamos no escuchándole, atentos en la espera. Las palabras de Félix acaban siendo un monólogo que va bajando de tono hasta transformarse en nana, en la que se briza y duerme. Ya está en su sueño cuando todavía balbucea palabras bajas e inconexas.
—Ahí parece que vienen —advierte alguien.
Han ido tres y regresa uno adelantado y tras él, a medio centenar de metros, una prieta sombra movediza.
—Roque, lo encontramos —anuncia antes de unirse a nosotros—. En la Duna de la Fardela, perdido y como loco. Tiene una mano rota y se nos ha desmayado. Éste habla español.
—Menos mal que podremos entendernos.
—Andaba buscando pueblo y ha debido de beber mucho.
—Como todos ellos. La cebada debió de ser de días. ¿Ha dicho cuánta era la tripulación?
—Cuatro, con la mujer.
—Menos mal. Ya no hay que buscar más. Suban a esta gente a las artolas y vámonos para La Caleta. A Félix también lo suben, y los cinchan a todos. Cuando se levanten de la cama no va a haber uno que se tenga en pie. Peor que apaleados, después del embarranque y de esta caminata a camello.
Al hombre de la mano rota, en cuanto llega, lo montan directamente en el camello, no le dejan reposar un segundo y ni le miran la lesión.
—Adelante —ordena Roque, y la pequeña caravana se pone en marcha.
Al levantar los faroles, las mosquillas pegadas a ellos se desparraman y regresan al instante para revolar las luces, para ser sustituidas por otras, para posarse y perderse. La alegría de la luz es la penitencia y la lucha por la luz. Llevamos los faroles bajos y nuestras piernas y las patas de los camellos producen sombras que transcurren graves por la arena. La luna ilumina todo lo demás. Los náufragos y Félix tienen como desarticuladas las cabezas, que al paso de los animales oscilan, afirman, niegan, con la mecanicidad y ebria violencia de los títeres.
—No se queden atrás —pide Roque—. Vamos a llegar todos juntos. Ese último camello. Azúcenlo, que es muy lento.
Entramos en el pueblo por la Duna Grande, soslayando el Barrio Verde, para ir directamente a la casa de Roque. Las tapias del cementerio parecen más pequeñas que de costumbre. Debe de ser porque el viento ha almacenado demasiada arena en ese obstáculo. Brilla muy fuerte un lucero a sotavento.