LA PÉRDIDA DE LOS PODERES

Cuando volví en mí, era de día. Vi la cara plácida y tranquila de Oros, que, inclinado sobre mí, vertía sobre mis labios un líquido que pareció correr por mis venas, dándome nueva vida y descorriendo la oscura cortina que cerraba mi cerebro. Junto a mí estaba Ayesha.

—Habla, por tu vida, habla —dijo con voz terrible—. ¿Qué es lo que ha sucedido? Si tú vives, ¿dónde está pues mi señor? ¡Dímelo, o mueres!

Esta era la visión que tuve cuando perdí mis sentidos al quedar enterrado en la nieve de la avalancha. —¡Aten lo ha secuestrado!—contesté.

—¿Lo ha secuestrado Atene y tú vives?

—No descargues tu ira sobre mí —contesté—; no es culpa mía.

Y en pocas palabras le conté lo sucedido.

Escuchó; después, mirando hacia donde yacían los cuerpos de los individuos de nuestra guardia con sus lanzas sin trazas de sangre, dijo:

—¡Bien por los muertos! Ahora te convencerás, Holly, de cuál es el fruto de la piedad.

Las vidas de aquellos que perdoné son las que han conducido a mi señor a su desgracia.

Después se acercó al lugar donde fue Leo capturado. En el suelo había una daga rota -aquella que perteneció al Khan-, y los cuerpos de dos hombres muertos. Ambos estaban vestidos con una especie de hábito negro, teniendo sus cabezas pintadas de blanco, así como otras partes del cuerpo imitando los calcinados huesos de los esqueletos humanos.

—Buena treta para engañar a los niños —exclamó Ayesha—. Bien has tramado la trampa, Atene... Pero dime, Holly: ¿estaba Leo herido cuando tú lo dejaste? Dime toda la verdad.

¡Oh, es mía la culpa; su sangre caerá sobre mí!

—No, cálmate, Ayesha; sus heridas no eran graves, ninguna creo; sólo unas gotas de sangre caían de sus labios. Mira, por aquí hay algunas.

—Por cada una de ellas tomaré cien vidas. ¡Lo juro por mí misma! —dijo Ayesha, ahogando un sollozo. Después gritó con voy vibrante—. ¡Atrás y a caballo, tenemos muchas cosas que hacer en este día! Tú espera aquí, Holly; nosotros vamos por una senda más corta, mientras el ejército atraviesa el valle. Oros, dale de comer y beber, y cúrale la herida que tiene en la cabeza. No es de gravedad, pues su sombrero y sus cabellos le han protegido de mal más grave.

Oros comenzó a frotarme la cabeza con una loción desinfectante. Después comí y bebí tanto como pude, pues aunque fue grande el golpe, no había perdido el apetito. Cuando estuve listo, trajeron dos caballos para nosotros, y montando comenzamos a marchar por el seco curso de las aguas.

—Mira —dijo Ayesha, mostrándome huellas y trazos marcados en el suelo—. Había un coche esperándolo, tirado por cuatro caballos. La idea de Atene fue bien planeada y llevada a cabo. ¡Y yo que, descuidada y confiada, dormía profundamente!

Aquí las tribus habían comenzado la ascensión antes del alba y todavía continuaba.

Esta colina había sido remontada por cinco mil hombres, cada uno de los cuales llevaba un caballo de la rienda. Ayesha reunió a los jefes y capitanes de tribu, y les habló de esta forma:

—Siervos de Hesea: el extranjero que era mi prometido y huésped ha sido robado por una falsa sacerdotisa que se ha internado en nuestro campamento engañando a los guardianes. Es necesario capturarla antes que pueda hacerle mal alguno. Vamos, pues, a atacar al ejército de la Khania en sus mismas fronteras del río. Cuando éstas sean rotas, yo pasaré por sus brechas con los jinetes, pues quiero dormir esta noche en el país de Kaloon. ¿Qué dices, Oros? ¿Que un segundo y más poderoso ejército defiende sus murallas? ¡Ya lo sé, y si es necesario destruiré ese ejército! Jinetes, venid conmigo, ¡yo os conduciré a la victoria!

Capitanes: seguidme, y maldito sea aquel que retroceda en la hora de la batalla; la muerte y la vergüenza eterna sean su castigo, y la fortuna y el honor sean para aquéllos que luchen bravamente, pues para ellos serán las hermosas tierras de Kaloon. Yo tomaré el centro del ataque. Dejad que avancen los flancos.

Los jefes, a esta arenga, contestaron con un alarido, pues eran hombres fieros y cuyos antecesores habían amado la guerra durante muchas generaciones. Además, por loca que pareciera la empresa, ellos tenían fe ciega en su Oráculo y en su Hesea, y como todos los pueblos conquistadores, fueron prontamente encendidos con la promesa del próximo botín.

UNA hora de marcha forzada condujo al ejército hasta el borde de las marismas. Por suerte, éstas, por ser la estación de gran sequía, estaban firmes y sólidas, lo que contribuía favorablemente para el ataque por el río, cosa que anteriormente tuve miedo que fuera impracticable. A la orilla opuesta, sobre la ribera, se veían formados, en escuadrones de pie y a caballo, los regimientos de Atene.

Mientras la infantería de los flancos se desplegaba a derecha e izquierda, la caballería hizo alto en los pantanos, dejando que sus caballos se hartaran del verde, que allí crecía abundante, y del agua que había en algunas charcas.

Durante todo este tiempo, Ayesha estuvo en silencio, y desmontando dejó que el caballo fuera a pacer con los otros. Por fin habló, diciendo:

—¿Crees que ésta es una loca aventura, Holly? Di, ¿tienes miedo?

—No; teniéndote a ti por capitán, no. Sin embargo, aquel segundo ejército...

—Desaparecerá a mi voluntad como la niebla a la del viento. Después —agregó con voz baja y temblorosa—, Holly te aseguro que verás cosas que jamás hombre alguno vio sobre la tierra. Acuérdate de lo que te digo cuando yo pierda mis poderes y tú sigas el tremolento velo de Ayesha a través de los destruidos escuadrones de Kaloon. ¿Mas qué podremos hacer si Atene le ha dado muerte? ¡Oh, si ella atacara siempre de frente!...

—No te aflijas —le dije, pensando lo que querrían decir aquellas palabras de pérdida de los poderes—. Creo que lo ama demasiado para matarlo.

—Agradezco tus palabras, Holly, pero temo que como él la ha rechazado y está loca de rabia y celos, todo esto se haya convertido en la fatal sentencia de mi amado. Si esto fuera así, ¿de qué valdría entonces mi venganza? Bebe y come de nuevo, Holly; no, yo no como hasta que pueda hacerlo en Kaloon, y sujeta bien la cincha y la brida de tu caballo, pues tenemos que atacar en una salvaje carrera. Monta en el de Leo, que es rápido y seguro.

Ayesha estaba ahora de pie, contemplando el cielo en tal forma que me era imposible ver su velada cara. Parecía como si toda su atención y voluntad estuvieran concentradas en un objeto desconocido del espacio, pues su cuerpo temblaba como un débil junco al impulso del viento.

Era una extraña mañana fría y clara; tenía una rara pesadez el ambiente, como la que precede a las grandes caídas de nieve, aunque era todavía pronto para las grandes nevadas.

Una o dos veces en medio de esta calma, me pareció oír como un ligero rumor que no era el ruido ordinario de los truenos, pues el cielo estaba tranquilo.

Como una contestación a la estática contemplación de Ayesha, grandes masas de negras nubes fueron apareciendo una por una en el cielo sobre el pico de la Montaña...

Viendo aquellas enormes y fantásticas nubes, me aventuré a advertirle que parecía que el tiempo iba a cambiar; claro está que esto no era nada extraordinario, pero no sé ni cómo lo dije.

—¡Sí —contestó—; esta noche el tiempo se agitará aún más furiosamente que mi corazón!

¡No se elevará más el grito de "agua" en Kaloon! ¡Monta, Holly, monta! ¡El ataque comienza! —y sin vacilar montó en la cabalgadura. que Oros había preparado para ella.

En medio del polvo levantado por los cinco mil jinetes, comenzó el descenso al vado.

Cuando llegamos a sus bordes vi que las dos divisiones de infantería estaban atravesando el río como en una media milla a un lado y a otro. De lo que les sucedió a estas divisiones no me di cuenta en aquel momento, si bien más tarde me enteré de que habían conseguido romper el cerco con grandes pérdidas por ambos lados.

Frente a nosotros se extendía el principal cuerpo del ejército de la Khania, escalonado por regimientos en los diferentes bancales de la ribera. Pronto se encontraron con las furiosas hordas de nuestras tribus. Mientras esto sucedía, Oros llegó hasta donde Ayesha estaba, diciéndole que Leo, prisionero en un carruaje y acompañado de Atene, Simbrí y una guardia,. habían pasado a través del campo enemigo galopando furiosamente hacia Kaloon.

—Ahorra tus palabras; lo sé —contestó Ayesha.

Nuestros escuadrones ganaron la orilla opuesta, habiendo perdido la mayoría de sus hombres entre las aguas, pues tan pronto asentaban su pie sobre la tierra firme, los enemigos atacaban, volviéndoles otra vez al agua, diezmándolos impunemente. Tres veces atacaron y tres veces fueron rechazados en la misma forma. Ayesha estaba impaciente.

—Necesitan un jefe; yo les daré uno —dijo—. Ven conmigo, mi fiel Holly.

Y seguida por la mayoría de los jinetes se internó en el río y esperó hasta que las rechazadas tropas llegaron hasta nosotros. Oros murmuró a mi oído:

—¡Es una locura, matarán a la Hesea!

—¿Lo creéis así? —contesté—. Antes moriremos nosotros que una herida le sea producida a Ayesha.

Al oír esto sonrió Oros y se encogió de hombros. Oros era muy valiente y sabía muy bien que su señora no podía ser herida. Creo que lo hizo para probarme.

Ayesha levantó su mano, en la cual no llevaba ningún arma, e hizo señal de avanzar.

Un gran alarido contestó a este signo de ataque, mientras ella decía algo a su caballo, que se internaba más y más en el agua.

Dos minutos más tarde las flechas y las lanzas pasaban sobre nuestras cabezas en tan grandes cantidades que parecían oscurecer el cielo. Vi caer a hombres y caballos a un lado y a otro, atravesados por las flechas, pero ninguna me tocó a mí ni a la figura cuyas blancas vestiduras flotaban a un metro o dos de distancia. A los cinco minutos ganamos la orilla opuesta, donde comenzó la verdadera lucha.

Era tal la bravura del ataque, que no se vio a la blanca figura de Ayesha retroceder ni un milímetro sobre sus pasos; adonde ella iba allí se dirigían los furiosos ataques de las hordas. Estábamos sobre la ribera, y el enemigo nos rodeaba, pero lentamente íbamos rompiendo su cerco e internándonos en el país de Kaloon.

Pasamos a través del corazón del ejército enemigo mientras. las tribus se preocupaban de deshacer sus esparcidos fragmentos, que se retiraban en huída vergonzosa. Muchos de nuestros guerreros estaban heridos y muchos muertos, pero se había dado orden de que todos aquellos que cayeran heridos debían dar su caballo a los compañeros para reemplazar a los caídos.

Nos rehicimos, y nos pusimos nuevamente en marcha; éramos unos tres mil, no más, llevando como objetivo la ciudad de Kaloon. Marchábamos a un paso largo, que se convirtió en trote y de trote en galope, pues cruzábamos una planicie sin fin, hasta que al mediodía, o un poco después, vimos a lo lejos la ciudad de Kaloon.

Se ordenó hacer alto, pues aquí existían unas albercas en las cuales había aún bastante agua, y donde los caballos saciaron su sed, mientras los jinetes reparaban sus mermadas fuerzas con carne seca y pan de cebada. Aquí, dos espías más se nos reunieron diciendo que el gran ejército de Atene estaba apostado a la entrada de los grandes fuertes, y que atacarlos con nuestras escasas fuerzas era ir a una segura destrucción. Ayesha no quiso escuchar estas palabras ni prestó casi atención a ellas. Únicamente ordenó que todos los caballos que estuvieran fatigados fueran sustituidos por los que se llevaban de refresco.

Marchamos adelante hora tras hora, en perfecto silencio. Las formaciones nubosas se habían agrandado tanto y tan espesas se habían hecho, que todo el campo se veía envuelto en la sombra. Marchaban sobre nosotros como si fuera un ejército de los cielos, mientras de vez en cuando, se desgarraban jirones de nubes que se alargaban como puntas de gigantescas espadas...

Bajo ellas reinaba una gran tranquilidad. Parecía como si la vida muriese bajo aquel palio bermejo.

Nos aproximábamos cada vez más a Kaloon. Las avanzadas del enemigo estaban cada vez más próximas, y podíamos ver cómo levantaban sus jabalinas, siendo contestadas sus frases de burla con estentóreos ecos. Veíamos los sedosos penachos de los jefes agitados por el viento y los escalonados destacamentos de caballería...

Una embajada se acerca, y a una señal de la mano de Ayesha hicimos alto. Iba dirigida por un señor de la corte, cuya cara reconocí en seguida. Detuvo su caballo, y dijo, insolentemente:

—Escucha, Hesea, las palabras de Atene. Tu amado extranjero está prisionero en su palacio. Avanza y te destruiremos a ti y a tu pobre ejército; pero si por algún milagro tú alcanzas la victoria, él morirá. Márchate a tu Montaña, y la Khania te dará la paz y a tu pueblo sus vidas. ¿Qué contestas a estas palabras de la Khania?

Ayesha murmuró algo a Oros, que dijo:

—Nada hay que contestar. Márchate de prisa si amas tu vida, porque la muerte pasa cerca de ti.

Al oír estas palabras se marcharon rápidamente. Por unos momentos Ayesha permaneció pensativa. Se volvió, y a través de su fino velo pude ver que su faz estaba blanca y tenía un aspecto terrible, y que sus ojos brillaban como brillan los del león en la negrura de la noche. Me habló, y sus palabras silbaban por entre sus apretados dientes:

—Holly, prepárate a asomarte a la boca del infierno, quisiera poderlo evitar, te lo juro, pero mi corazón me obliga a ser cruel e impía y usar de todo mi secreto poder si quiero ver a Leo todavía vivo. Te digo, Holly, que en estos momentos tratan de asesinarlo.

Entonces, levantándose sobre su silla, gritó:

—Nada temáis, capitanes; somos pocos, pero con nosotros va la fuerza de cien millones de hombres. Ahora seguid a Hesea, y, suceda lo que suceda, no desmayéis. Repetid esto a los guerreros: que nada teman y que, suceda lo que suceda, sigan a la Hesea a través del enemigo, de los puentes y de todos los obstáculos hasta llegar a la ciudad de Kaloon.

Los jefes hablaron unos y otros, y por un momento se armó una terrible algarabía; poco a poco se restableció el silencio y —se oyó gritar:

—Nosotros, los que te hemos seguido a través de las aguas, te seguiremos también a través de la llanura. Adelante, Hesea, que la noche se cierne sobre nosotros.

Se dieron algunas órdenes, y las compañías se pusieron en marcha, afectando la forma de una gigantesca cuña, siendo Ayesha el mismo vértice del ángulo, pues aun cuando Oros y yo marchábamos junto a ella, nunca llegábamos a marchar con nuestras cabalgaduras más allá que la silla de su caballo.

Frente a nosotros brilló un blanco penacho, siguiéndole un torrente de negras sombras.

Un alarido salvaje sonó, y como si fuera ésa la señal convenida, escondidos de entre los árboles y todas las defensas naturales salió disparada hacia nosotros la caballería enemiga, mientras el centro del ejército se dirigía a envolvernos, como si fuera una enorme ola coronada de metálica espuma. Eran muchos, muchos, incontables, como si fuera un verdadero mar de hombres que sembrasen la muerte.

Nuestro fin estaba próximo. Estábamos perdidos, o al menos, así parecía.

Ayesha dejó caer el velo que la cubría y que flotó como un enorme penacho el empuje del viento.

Densas y más densas se tornaban las nubes sobre nuestras cabezas, mientras cada vez más cercano se oía el fuerte galopar de los caballos en la tierra de los diez mil jinetes que, como una avalancha, se dirigían hacia nosotros. La cumbre de la Montaña comenzó a vomitar bocanadas de fuego.

La escena era terrible. Frente a nosotros se veían los planos tejados de Kaloon, iluminados rojizamente como si fuera por una monstruosa puesta de sol... Arriba, todo negro como si fuera un eclipse... A nuestro alrededor las tinieblas y la muerte al acecho...

Los jinetes de Atene avanzaban, avanzaban; la destrucción de nuestro diminuto ejército era inevitable.

AYESHA dejó caer las riendas de su caballo, y con sus manos agitó el blanco velo que antes la cubría, como haciendo una señal a lo invisible.

Instantáneamente las negruras de la noche se vieron rasgadas por un relámpago que iluminó trágicamente el espacio...

Ayesha dejaba sentir el peso de su poder sobre los hijos de Kaloon. El terror llegó en tal forma, como ojos humanos no lo vieron ni lo verán. Enormes corrientes de aire se desataron, que levantaban a su empuje pesadas piedras, llevando consigo árboles, tejados, casas... Todo iluminado por la tétrica luz de los relámpagos que en el cielo lanzaban sus destellos para estallar en horribles truenos que conmocionaban la mente...

Todo era como ella lo había previsto. Parecía que el infierno hubiera volcado todos sus males sobre la tierra, pero sin que éstos nos perjudicasen en lo más mínimo. Efectivamente, todas estas furias pasaban ante nosotros, dejándonos indemnes. Ni una jabalina se había arrojado. El terrible ciclón era el heraldo de nuestra llegada. Sus efectos eran nuestras espadas y nuestras armas, y su sonido el terrible sonido de un millón de seres que gritaban:

"¡Guerra!", en un espantoso y cruel grito de lucha.

Nuestros enemigos habían desaparecido.

Aunque la oscuridad era grande, a la luz de los fieros relámpagos los vi correr de aquí para allá aterrados, envueltos en el torbellino, espantados y aterrorizados por sus propios gritos de agonía. Vi cómo los caballos rodaban en terrible confusión por el suelo los unos sobre los otros, y como si fueran hojarascas apiladas por el viento vi a montañas de hombres revueltos y hacinados por el ciclón de una manera monstruosa. Vi en los bosques los árboles tronchados y arrancados de cuajo, y vi las altas murallas de Kaloon derrumbarse como un castillo de naipes, mientras las casas, con sus tejados incendiados, hundíanse bajo la espantosa fuerza de la lluvia, y vi cómo enormes llamas de fuego se precipitaban por el aire sobre las pobres ruinas de Kaloon.

Junto a mí Ayesha gritó, con voz clara y potente:

—¡Te prometí mal tiempo, Holly! Dime, ¿no crees que ya es hora de abandonar estas aprisionadas fuerzas del Universo?

TODO pasó. Sobre nosotros brillaba el cielo tranquilo, y ante nuestro camino se abría el amplio puente que daba paso a la ciudad de Kaloon, Pero, ¿dónde estaban los ejércitos de Atene? Allí, convertidos en informes masas de carne humana.

Sin embargo, ni uno solo de nuestros jinetes había sufrido el menor daño. Tras de nosotros galopaban temblorosos, pálidos, como hombres que, cara a cara, han luchado con la vida, y han resultado triunfantes del azaroso encuentro.

Al llegar a la entrada del puente, Ayesha detuvo su caballo y. esperó que todos llegasen, descubriéndoles su peregrina hermosura. A la vista de aquella extraña radiación que coronaba su cabeza y que sus tribus veían por primera. vez, los salvajes prorrumpieron en un grito al unísono:

—¡La diosa! ¡Adoremos la diosa!

Ayesha,, volviendo la grupa a su caballo, se internó seguida de sus adictos, por las largas y estrechas calles de la incendiada ciudad, en dirección al palacio.

Llegamos a su entrada principal. En el jardín todo era silencio; por todos los sitios, silencio, interrumpido únicamente por el crepitar de las hogueras y los aullidos de los Mastines de la Muerte presos en sus jaulas.

Ayesha, saltando de su caballo y despidiendo a todos menos a Oros y a mí, se internó por las desiertas salas del palacio.

Todo estaba vacío: o habían muerto, o .habían huido. Sin embargo, Ayesha no pareció dudar mucho ante esta situación, pues, internándose rápidamente, tan rápida, que apenas la podíamos seguir, subió por la ancha escalera de piedra que conducía a la cámara alta de la torre. Por fin llegamos a la habitación que servía para los estudios del viejo Simbrí y de su sobrina Atene.

Su puerta estaba cerrada, sus cerrojos echados; sin embargo, con la sola presencia de Ayesha los cerrojos y clavos saltaron como atraídos por un formidable imán, cayendo la puerta por su propio peso y dejando libre el marco de su entrada.

Sentado en un sillón, pálido, herido, pero con la mirada fiera y retadora, estaba Leo; inclinado sobre él y con una daga en la mano, pronta a ser sepultada en el cuerpo de su víctima, se hallaba el viejo Simbrí, y sobre el duro suelo, mirando hacia arriba con sus hermosos ojos, yacía muerta, pero majestuosa hasta en la misma muerte, la Khania de Kaloon.

Ayesha, con un leve movimiento de su mano, hizo caer el cuchillo de la mano de Simbrí, que en unos instantes quedó inmóvil como si se hubiera convertido en piedra.

Entonces, con rápido movimiento, tomó la daga y de un solo golpe cortó las ligaduras que sujetaban a Leo; después, como rendida por el esfuerzo, cayó sentada sobre un banco, quedando en silencio. Leo se levantó, mirando a su alrededor, extrañado, como aquél que despierta de un pesado sueño; después, con voz doliente, dijo:

—Llegaste a tiempo, Ayesha; un segundo más, y ese perro asesino —y señaló a Simbrí— me hubiera dado muerte. Dime, ¿cómo fue la batalla? ¿Cómo pudiste llegar hasta aquí a través del huracán? ¡Oh, Horacio, gracias a Dios que al fin estás conmigo; pensé que aquellos asesinos te habían matado!

—La batalla fue bien para algunos —dijo Ayesha—. No vine a través del huracán, sino en sus alas. Dime; Leo, ¿qué ha sucedido desde que nos separamos?

—Prisionero y herido me trajo hasta aquí, diciéndome que te debía escribir ordenándote detener el avance, o morir; desde luego me negué obstinadamente a ello; después... —y miró al cuerpo que yacía en el suelo.

—¿Después?... —repitió Ayesha.

—Aquella tempestad tan horrible que pareció querer destruir la ciudad entera. Era espantoso sentir temblar al fuerte empuje del viento la mole del palacio, arrancando las piedras como si se tratara de seca hojarasca... ; después los rayos que caían como si fuera una lluvia de fuego...

—Ellos eran mis mensajeros. Los envié para salvarte —dijo Ayesha, con sencillez.

Leo la miró sorprendido, pero nada dijo, y después de una pausa, como si hubiera estado pensando lo que había oído, continuó:

—Algo de eso dijo Atene, pero no le creí. Pensé sencillamente que había llegado el fin del mundo. Bien; Atene, al ver todo aquello, se volvió más loca de lo que ya estaba. Me dijo que su pueblo era destruido sin que pudiera luchar contra el poder del infierno. Pero que yo pagaría todas las culpas, y se dispuso a darme muerte, tomando ese cuchillo. Yo le dije: "Puedes matarme"; pues sabía que a cualquier lugar que yo fuera, tú me seguirías, y estaba tan enfermo por la pérdida de sangre de una herida que recibí en la lucha, que me abandoné a mis fuerzas. Cerré los ojos, esperando el golpe fatal; pero en vez de darme muerte noté que sus labios se posaban en mi frente, y le oí murmurar: "No, no haré eso. No te mataré; cumple tu propio destino como yo cumplo el mío. Por esta vez, la suerte me es adversa..." Abrí mis ojos y la miré sorprendido. Atene, ante mí, estaba de pie con un vaso en la mano, ése cuyos fragmentos están junto a ella. "Vencida, ¡pero yo soy quien gano! —gritó—. Pues no hago sino marchar delante de ti para prepararte la senda que nos conducirá, a ti y a mí, por el Bajo Mundo. Estoy destruida; los jinetes de mi enemiga están en las calles de la ciudad envueltos en rayos, y a cuyo frente marcha la misma Ayesha gritando venganza" Bebió y cayó muerta. No hace mucho. Mira su pecho, todavía alienta. Después, ese viejo quiso matarme; no pude luchar, pues estaba agarrotado; gracias al cielo, la puerta se abrió y llegaste tú. Perdónalo; es de su misma sangre y la quería.

Leo volvió a caer de nuevo en el sillón, donde lo hallamos herido, quedando sumido como en una especie de desmayo, y mirándonos con ojos angustiados.

—Tú estás enfermo -gritó Ayesha-. ¡Oros, tus medicinas, la droga que te ordené traer! ¡Rápido, te lo suplico!

El sacerdote hizo una reverencia, y sacando de un bolsillo interior de sus amplias ropas un frasco, se lo dio a Leo, diciendo:

—Bebed, señor mío; esta bebida os devolverá la salud y la fuerza.

—Estoy sediento, pues nada he bebido desde la pasada noche, y la tormenta ha secado mi garganta de tal forma que parece de fuego.

Con mano trémula tomó la botella, y llevándosela a los labios vació su contenido.

Alguna virtud debía de tener aquella poción, pues el efecto que en mi amigo produjo fue admirable. En unos minutos, sus ojos, antes mortecinos, brillaron intensamente, volviendo el color a sus pálidas mejillas.

—Muy admirable es la medicina de Oros —dijo Leo a Ayesha—; pero más admirable para mí es verte a ti de nuevo sana y salva junto a mí, para expresarte todo el amor de mi alma, mi bien amada. Allí hay algo que comer —agregó, señalando una alacena en la que se veían varias viandas—. Di, ¿puedo comer de ellas? Estoy desfallecido.

—Sí, come; tú, Horacio, también debes comer: estaréis sin fuerzas.

Así lo hicimos, sí; aun en presencia de aquella mujer muerta, majestuosa aun en' su misma muerte; del viejo mago que allí estaba impotente y quieto, como petrificado, y de Ayesha, aquel ser admirable que podía destruir un ejército con las temibles armas de que se servía a su voluntad.

Únicamente Oros nada comió. De pie, nos sonreía benignamente. Ayesha ni tocó la comida.