LA CORTE DE KALOON

Horrorizados por lo que habíamos visto, continuamos la marcha. Ahora no me extrañaba que la Khania odiara a aquel loco despótico que era su marido. Si el Khan era un pobre desequilibrado, atormentado por los celos, la perspectiva que se nos presentaba, si llegase a saber que la Khania estaba enamorada de mi amigo Leo, no era de las más halagüeñas. Bueno era saberlo para precaverse en el futuro.

Llegamos, por fin, al término de nuestra jornada. En una parte de la isla había un desembarcadero, donde atracaron las barcazas, y saltamos a tierra. Una guardia de hombres armados, al mando de un intendente del palacio, nos esperaba para recibirnos. Nos condujo a lo largo de estrechas callejuelas, cuyo pavimento estaba formado por piedras planas, y cuya estrechez nos obligaba a marchar en fila. Aunque era de noche, observé que las casas no tenían estilo arquitectónico definido.

Nuestra llegada, según pude juzgar, era esperada, e intrigaba a los moradores de aquella tierra feliz. La gente, a nuestro paso, salía a los balcones, ventanas y puertas para vernos pasar. Cruzamos la calle, llegando a una especie de plaza. La cruzamos, y me di cuenta entonces que nuestra compañía había engrosado con gran número de curiosos, que nos contemplaban y hacían comentarios sobre nuestras personas. Llegamos a una puerta, en la muralla de una fortificación interior. El paso estaba cerrado, pero a una palabra de Simbrí, se abrieron las puertas, encontrándonos en unos grandes jardines. Seguimos el camino central hasta llegar a una gran construcción que semejaba un palacio muy sólidamente construido, de un deplorable estilo egipcio.

Tras la puerta principal, encontramos una amplia sala. A esta cámara llegaban corredores, a través de uno de los cuales nos condujo el oficial hasta un departamento, compuesto de una sala y dos dormitorios. Sus paredes estaban adornadas con trofeos y motivos egipcios. Unas as primitivas lámparas de aceite alumbraban la estancia.

Simbrí nos dejó, diciéndonos que el oficial esperaría en la habitación inmediata para conducirnos hasta el comedor tan pronto como estuviéramos dispuestos. Entramos en las alcobas, donde encontramos los mismos esclavos, siempre herméticos, pero complacientes, que nos ayudaron a desnudarnos.

Nos vestimos y salimos, avisando al intendente que ya estábamos dispuestos. Nos condujo a través de varias habitaciones, grandes y deshabitadas, hasta una gran cámara, donde grandes lámparas colgadas de la pared y techo esparcían una gran claridad. "Un fuego caldeaba la habitación, haciéndola grata y confortable. En uno de los extremos había una mesa larga y estrecha, cubierta con un tapiz y ostentando un rico servicio de repujada orfebrería.

Esperamos aquí hasta que unos servidores aparecieron para levantar las pesadas cortinas, abriendo paso a un personaje que golpeaba una campana de plata. Tras de él seguían una docena o más de cortesanos, vestidos con trajes blancos, y acompañados de damas, algunas de ellas jóvenes y hermosas. Nos hicieron una reverencia, y correspondimos a ella, a manera de presentación y saludo.

.Hubo una pausa mientras nos observábamos mutuamente. Apareció nuevamente la figura de aquel que podríamos llamar "maestro de ceremonias", y con su campana de plata señaló la entrada de algún nuevo personaje importante. Efectivamente, entre dos filas de esclavos, espléndidamente vestidos, avanzaban lentamente dos figuras de grave majestad, seguidas del mago Simbrí y de otros gentileshombres de palacio. La Khania y el Khan de Kaloon entraron en seguida.

El Khan parecía ahora un hombre pacífico, sin apariencias de loco. Su mirada era serena y sin expresión, como la de un ser de oscura inteligencia; hubiérase dicho que aquel hombre era insensible a toda clase de emociones. La Khania estaba tan hermosa como cuando la vimos en el recinto de la Gran Puerta. Al vernos se turbó un poco, pero rehaciéndose, avanzó hacia nosotros, diciendo a su marido:

—Señor; estos son los extranjeros de quienes te he hablado.

Los ojos del Khan se fijaron primero en mí. Parecía divertirle con mi apariencia, porque, echándose a reír bárbaramente, habló en aquel griego mezclado con palabras del país.

—¡Oh, qué animal más raro! ¡Ja, ja! Es la primera vez que nos vemos, ¿verdad? ¡Ja, ja!

—Perdonad, Gran Khan. Pero os he visto esta noche, antes de ahora, distraído con vuestra caza. ¿Es ése vuestro deporte favorito?

Se echó a reír, diciendo, mientras frotaba sus manos:

—Sí, eso es. La caza de esta noche nos ha hecho correr un poco; pero al fin, mis perritos lo cazaron y ¡ham! ...

Cerró la boca, e hizo ademán de comer.

—Cesa ya tu brutal conversación —dijo la Khania con indignación, y dirigiéndose hacia Leo, hizo ademán de presentárselo.

El Khan, a la vista de aquel buen mozo, pareció quedar sorprendido. Dirigiéndose a Leo, le dijo:

—¿Sois vos el amigo de la Khania a quien fue a ver a la Gran Puerta de las Montañas?

Ahora comprendo por qué se tomaba tanto interés; pero tened cuidado, no sea que tenga que cazaros a vos también.

Leo, indignado, hizo ademán de contestarle, pero sujetándole por el brazo, le dije en inglés:

—¡Calló, por Dios! ¿No ves que este hombre está loco?

—Borracho, dirás. ¡Como me hable otra vez de la jauría, le rompo la nuca!

La Khania interrumpió para invitar a Leo a sentarse junto a ella; al mismo tiempo que me indicaba sitio entre ella y su tío, el viejo Simbrí. El Khan sentóse en un sillón, a la cabecera de la mesa, entre dos de las más hermosas damas de la reunión.

La comida fue abundante, compuestos la mayoría de los platos de pescado, carnero y confituras, todo ello presentado sobre bandejas de plata repujada. Como bebida, se sirvió una especie de alcohol destilado del grano del maíz, de la cual los comensales bebían más de la cuenta. Después de cruzar unas palabras conmigo respecto a nuestro viaje, la Khania se volvió hacia Leo, conversando con él casi todo el resto de la noche. Yo pasé la velada hablando con el viejo Simbrí.

En sustancia, lo que supe de nuestra conversación fue lo siguiente: Que Kaloon se encontraba aislado del resto del mundo por estar rodeado de montañas y haberse roto el único puente que en la antigüedad lo unía al mundo exterior. Que el país no era muy grande, y tenía una población muy densa. Que aunque existían minas de metales preciosos, que se trabajaban y se convertían en artículos de útil uso, el dinero no se conocía.

Todas las transacciones se efectuaban por medio del intercambio de productos.

Entre los diez mil aborígenes del país de Kaloon, existían algunos que podríamos llamar de sangre azul, o sea los descendientes de Alejandro Magno.

Su sangre, sin embargo, se encontraba mezclada con la de los primitivos pobladores del país. A juzgar por la apariencia de los descendientes, los antepasados debieron ser individuos pertenecientes a algunas de las ramas de la gran raza tártara.

Que el gobierno, si así podíamos llamarlo, era de la más despótica constitución, residiendo todo el poder en las manos del Khan, cuyo título era hereditario, fuera mujer o varón el descendiente.

Religiones existían dos: la del pueblo, que adoraba al espíritu de la Montaña, y la de los aristócratas, que creían en la magia, la astrología y la adivinación.

La Khania era la última descendiente directa del primer conquistador, y su marido y primo era descendiente de una manera indirecta; por este motivo, la Khania contaba con casi todos los habitantes del país como partidarios suyos. Digo casi todos, porque había algunos descontentos por la falta de descendiente, lo cual, a la muerte del Khan, había de causar trastornos por la sucesión del trono. Por lo demás, la Khania era justa, equitativa y compasiva con los pobres, que eran numerosos en el país, debido a la densidad de población.

—Verdaderamente. —dijo Simbrí, mirándome de soslayo—, sería una gran cosa, como dice el pueblo, que el Khan, que tanto nos oprime y a quien odiamos, muriera, pudiendo entonces la Khania tomar otro esposo ahora que todavía es joven y hermosa. Aunque está loco, él lo sabe, y por eso está siempre celoso de cualquier hombre que agrade a la Khania; eso, amigo Holly, ya lo habéis visto esta noche. Cualquiera que gozara de este favor, dice Rassen, gozaría también del de la muerte.

—Quizá ame a su esposa —dije a Simbrí.

—¡Quizá! Pero si es así, ella no le ama ni a él ni a ninguno de estos cortesanos —contestó, señalándome con la mirada a los que estaban en la sala.

Ciertamente, ninguno de ellos era capaz de inspirar una pasión. A esa hora, en su mayoría estaban borrachos y hablaban entre sí a grandes voces y reían estrepitosamente.

Las mujeres habían bebido más de lo suficiente, y ofrecían un lastimoso espectáculo. El Khan, tumbado en el sillón, comentaba, entre risas, los detalles de la lúgubre caza.

Atene, en aquel momento, miró a su marido, y con un gesto de amargura retratado en el bello semblante, oí que decía a Leo:

—¡Ved! ¡Ved el compañero de mis días! ¡No sabéis lo que sufre la Khania de Kaloon!

Mas, perdonadme, me encuentro muy fatigada, y deseo descansar. Mañana nos veremos y hablaremos de nuevo.

Llamó a un intendente, ordenándole que nos acompañara a nuestras habitaciones, donde nos dormimos profundamente, pues estábamos muy fatigados. Al amanecer nos despertaron los aullidos de la jauría de la muerte, que debía estar no muy lejos de nosotros.

Al día siguiente de nuestra llegada, la Khania Atene nos envió dos magníficos caballos blancos, poniéndolos a nuestra disposición. Al mediodía salimos en su compañía escoltados por una guardia. Nos enseñó, primero, la jaula donde se guardaban los Mastines de la Muerte. Era grande y con. gruesos barrotes entrecruzados. Unas pequeñas puertas daban salida a los mastines cuando fatalmente era necesario. Nunca había visto animales de tanta fiereza y de tan gran tamaño. Los mastines vulgares del Tibet no eran sino simples falderos a su lado. El peló era corto y reluciente. Tan pronto como nos olfatearon, se arrojaron contra los barrotes, con furia, dando saltos y ladrando como desesperados.

Estos perros estaban al cuidado de guardianes, cuyo cargo era trasmitido de padres a hijos desde hacía muchas generaciones. Los mastines obedecían ciegamente las órdenes de éstos, así como las del Khan, pero pobre del que se hubiera acercado a ellos. Estos feroces animales eran los verdugos del país; todos los malhechores y asesinos de la ciudad servían de pieza a cobrar por la jauría en una lúgubre caza, en la que el Khan era el montero mayor.

Después de ver los perros, seguimos a lo largo de la muralla hasta una gran avenida, donde al caer la tarde, los habitantes paseaban en sus ratos de ocio. Luego, con gran contento por nuestra parte, cruzamos un primitivo puente de cuerdas y troncos, y nos lanzamos a través de los campos.

Aquella noche no comimos en el comedor real, sino en la habitación que estaba junto a nuestros dormitorios. La Khania y su tío vinieron a acompañarnos, colmándonos de atenciones. Cuando le presentamos nuestros cumplimientos y le dimos las gracias por su atención, nos dijo que había dispuesto que comiéramos solos para no exponernos a recibir insultos y a presenciar espectáculos desagradables.

Las noches siguientes tampoco comimos en el comedor regio. Pasábamos las veladas en nuestras habitaciones, acompañados por la Khania, que hacía que Leo le contase cosas de Inglaterra, ají como detalles y anécdotas de las costumbres y usos de los pueblos que había visitado. Yo le conté la historia del rey Alejandro, el jefe del ejército a quien pertenecía el general Rassen, su antepasado, el conquistador del país de Kaloon. Le hablé de Egipto, de sus curiosidades y de su vida, y así, gratamente charlando, estábamos hasta medianoche. Atene escuchándonos muy complacida y con los ojos puestos en Leo.

Dos inquietudes atormentaban nuestras almas: el deseo de escapar y llegar al santuario, si era posible, y la Khania, aunque no había vuelto a insinuarse con Leo, llegaría un momento en que volvería a hablar de su amor, en cuyo caso no había más remedio que despejar la violenta situación con todas sus consecuencias. Estaba seguro que su pasión, en vez de amenguarse, aumentaba día por día, pues aunque los labios nada decían, los ojos eran más elocuentes que las palabras.