EL ALUD
Dos días después, la salida del sol nos sorprendió en nuestra marcha por el desierto.
Todavía veíamos la ruinosa estatua del Buda, y, a través del nítido amanecer, la figura del viejo abad contemplándonos hasta que nos perdimos de vista.
Por la tarde, cazamos un antílope y, haciendo un alto, levantamos nuestra tienda.
Recogimos abrojos secos, con los que encendimos fuego. Nos faltaba agua. Sin embargo, excavamos el suelo haciendo un pequeño pozo, al que afluyó gota a gota la humedad de la tierra. Al poco rato y mezclada ton la nieve derretida, teníamos agua de calidad excelente.
Aquella noche comimos opíparamente. La carne del antílope era superior, y el té que aún quedaba de nuestras agotadas provisiones, completó el banquete. La mañana siguiente determinamos nuestra situación geográfica por los medios más rudimentarios, y pudimos estimar, que habíamos cruzado la cuarta parte del desierto. Según nuestros cálculos, para la tarde del cuarto día esperábamos encontrarnos al pie de las montañas. Como decía Leo, las cosas "marchaban a la hora". pero siempre pesimista, le recordé que un buen principio es, a menudo, presagio de un mal fin. No estaba equivocado. Era allí donde, verdaderamente, fueron erróneos, pues al cuarto día estábamos al pie de las montañas. Éstas eran terriblemente altas, y necesitábamos dos días para alcanzar sus laderas más bajas. El calor del sol, provocando el deshielo, hacía nuestra marcha trabajosa, pues nuestras piernas se hundían en la nieve hasta la rodilla, y aun acostumbrados como estábamos a marchas en estas condiciones, el reflejo de la sabana nos hería los ojos, haciendo más dura nuestra jornada.
La mañana del séptimo día nos encontramos a la boca de un desfiladero que se extendía atravesando el corazón de las montañas. Como nos pareció la mejor ruta, nos internamos en él. A poco andar, descubrimos que allí debió haber existido un gran camino, ancho como una carretera ordinaria, pues a través de la marcha veíamos la roca cortada, dejando ancho paso sobre el borde de los precipicios; el camino era todo plano. y dado aquel terreno tan abrupto, era imposible tal cualidad sin la intervención de la mano del hombre. Sí; así era. En trozos no cubiertos por la nieve, aún se veían huellas de herramientas que trabajaron aquellas rocas...
Al llegar al décimo día, nos encontrábamos al final del desfiladero, mas como la noche estaba encima, nos vimos obligados a acampar a la intemperie, en medio del frío más espantoso. ;Siempre recordaré aquellas horas terribles! No había ni abrojos para encender un fuego con que preparar un miserable té para satisfacer nuestra sed. Nuestros ojos estaban tan hinchados que no podíamos cerrarlos ni para dormir. El frío era tan intenso, que ni el calor del yak que metimos con nosotros en la tienda, podía impedir que nuestros dientes castañetearan sin cesar.
Por fin llegó el amanecer, y con él el sol. Salimos de la tienda, y recogiéndolo todo, nos pusimos en marcha hasta alcanzar una revuelta del camino, que, por su posición geográfica, recibía de lleno los débiles rayos del sol.
Leo, que marchaba a la cabeza, se detuvo, lanzando una exclamación. Me dirigí hacia él, por si algún accidente desagradable le había ocurrido, y, ¡loado sea Dios!, a nuestros pies se extendía la Tierra de Promisión ...
Al fondo, a unos diez mil pies cuando menos, veíamos una inmensa planicie bastante llana, formada por terrenos de aluvión y que, a nuestro juicio, en alguna remota edad fue el fondo de alguno de '.os numerosos lagos que existen en el Asia Central, y la mayoría de los cuales están hoy día en proceso de disecación. Lo único que alteraba la monotonía de aquella vasta planicie era una gigantesca y singular montaña coronada de nieve, que, aunque a gran distancia de nosotros, podían verse sus contornos claramente detallados en el horizonte. Es más, podíamos ver su cresta engalanada por un espeso penacho de humo que se elevaba lentamente y que, sin duda alguna, procedía de un cráter situado en la cúspide de aquel coloso de roca. Al borde del cráter había un enorme pilar, que recordaba la forma del Símbolo de la Vida, tan venerado por los egipcios.
Desde allí divisábamos también una ciudad de blancos tejados situada sobre una loma y rodeada de árboles. A su lado se deslizaba un ancho río, extendiéndose a lo largo de la llanura. Con la ayuda de unos anteojos, uno de los restos más queridos de nuestro primitivo equipo, comprobamos que aquel país debía tener una extensa población, dedicada a la agricultura, pues se veían canales y líneas de árboles que marcaban los límites de las propiedades.
Sí, ésa era, sin duda, la Tierra Prometida, y solamente teníamos que deslizarnos por la ladera para llegar hasta allí.
Repusimos nuestras mermadas fuerzas con un poco de nuestras provisiones secas, que ablandamos entre la nieve, y sin reposar siquiera, cargamos al yak y nos pusimos en marcha. El camino estaba marcado ahora por pilares de piedra, situados formando calle. En la ruta no se veían trazas del paso de seres humanos, pero sí de los rebaños de carneros salvajes y zorros de los muchos que pueblan aquellas montañas.
Sus laderas eran más penosas de lo que a primera vista creímos. A pesar de la rapidez de nuestra marcha, cuando las sombras de la noche se cernieron, aún no habíamos llegado al pie de la montaña. Tuvimos que interrumpir el descenso, viéndonos obligados a pasar otra noche entre la nieve. Armamos nuestra tienda al abrigo de una roca, y nos dispusimos a descansar. Como habíamos descendido varios millares de pies, el frío, afortunadamente para nosotros, había disminuido bastante. También aquí el calor del sol había fundido la nieve en algunos sitios, dejando al descubierto los abrojos, lo cual nos permitió hacer un reconfortante té. El pobre yak tuvo suerte esta vez. A poca distancia había una pequeña pradera de musgo, que, a juzgar por la fruición con que lo comía, era un excelente manjar para su pobre estómago.
Pasó la noche y vino la aurora con su rosado nimbo. Como teníamos prisa en descender, comimos, y nos pusimos en marcha inmediatamente.
A medida que descendíamos, la planicie y el volcán quedaban ocultos por una gigantesca roca, que parecía cortada a pico por una estrecha garganta, hacia la cual nos dirigimos, pues hacia allí, según marcaban los pilares, continuaba el camino. Al mediodía, la roca parecía próxima a nosotros, y espoleados por la curiosidad, forzamos la marcha. En realidad, no era necesaria tal prisa, y una hora después sabíamos por qué.
Entre nosotros y el otro lado de la ladera se abría un profundo precipicio que a primera vista tendría trescientos o cuatrocientos pies de profundidad. Desde el fondo llegaba hasta nosotros el sonido del agua, al deslizarse entre las rocas.
En el otro extremo, y frente a nosotros, continuaba el camino, como así lo demostraba uno de los pilares situados sobre el borde del abismo. ¿Cómo era posible la comunicación entre los dos lados?
—¿No crees —dijo Leo— que este precipicio se haya abierto después de jalonado el camino? Pero no importa; hallaremos otro.
—Esa es toda la dificultad: ¡encontrarlo! —respondí yo—. Y debemos buscarlo pronto, si no queremos detenernos aquí para siempre.
Volvimos hacia la derecha y marchamos a lo largo del precipicio más o menos una milla, hasta que encontramos un pequeño glaciar. Este glaciar era la única posibilidad de paso hacia el otro lado, por cuanto el precipicio se hacía cada vez más profundo. La mayor dificultad estribaba en que a nuestros pies la vertiente era completamente vertical, sin que hubiera medio humano de llegar hasta el fondo donde se encontraba el glaciar.
Volvimos sobre nuestros pasos, y buscamos una nueva ruta hacia la izquierda. Aquí la montaña se elevaba enormemente, extendiéndose siempre ante nosotros la boca del horrible precipicio. Cuando el crepúsculo llegó, divisamos como a una milla o más de distancia, una enorme roca que se elevaba al borde del precipicio. Hacia ella nos dirigimos, con la intención de ver si desde su cumbre podíamos vislumbrar algún paso. Cuando después de rudo escalo alcanzamos lo alto de la. roca, que estaba a unos ciento cincuenta pies, nos convencimos que lo mismo aquí que tras el glaciar, el precipicio era infinitamente más profundo que donde se cortaba el camino, tan profundo, que era imposible distinguir el fondo.
Mientras buscábamos el medio de continuar nuestra ruta, la noche se nos echó encima.
La ascensión había sido bastante ruda, dado lo abrupto de la gigantesca roca. Así, pues, como estábamos bastante fatigados, resolvimos pasar la noche en un abrigo natural que existía en la parte superior de la superficie rocosa, ya que la diferencia de temperatura no era muy grande. Fue así como salvamos nuestras vidas, según se verá a continuación.
Descargamos el yak y levantamos nuestra tienda, acabando aquella jornada con una ración de pescado seco, acompañado de un trozo de pan negro de centeno. Esto era lo último que nos quedaba de las provisiones que trajimos del monasterio, y nos dábamos cuenta, con el natural dolor, que si no teníamos la suerte de cazar algo, nuestros recursos quedaban reducidos al pobre yak. Desechamos estos negros pensamientos, con la esperanza de un día mejor, y envolviéndonos en las pieles, procuramos olvidar nuestras miserias en el sueño.
No faltaría mucho para el amanecer, cuando nos despertamos sobresaltados por un ruido espantoso, como el producido por la descarga de un cañón de gran calibre, acompañado de otro de fusilería.
—¡Gran Dios! ¿Qué pasa? —exclamé.
De un salto estábamos fuera de la tienda, pero nada pudimos ver, pues todo, estaba envuelto en tinieblas. El yak mugía aterrado, intentando escapar, presa del pánico. Nada pudimos ver, pero sí oír el ruido producido por los hielos al resquebrajarse como cristal. Este ruido cesó por un momento, pero fue seguido por un sordo murmullo que crecía en intensidad y que, sin saber por qué, nos hizo sobrecoger de terror. La intuición nos decía que un secreto peligro nos amenazaba. El tiempo que durante la noche había sido de una gran calma, ahora se veía interrumpido por una ventisca que nos azotaba con una violencia como pocas veces habíamos sentido.
No duró largo rato la incógnita. La aurora apareció, y con ella la luz del nuevo día rasgó las sombras, mostrándonos el más terrorífico y admirable espectáculo que puede verse en las regiones heladas.
La ladera de la montaña se deslizaba sobre sí misma, en forma de un gigantesco alud, y lo que era más terrible, se dirigía a estrellarse contra la roca donde estábamos acampados.
Como hipnotizados, contemplábamos paralizados por el terror este espectáculo, cuando la primera ola de nieve chocó contra nuestra roca, e hizo vacilar a la enorme mole, como lo hubiera hecho una ola marina con una ligera embarcación. Nuestro terror fue grande, pues por un momento pensamos vernos precipitados en el abismo al mismo tiempo que la roca.
Segundos después, el alud se precipitaba contra nuestro reducto. Gracias a Dios, la roca era sólida y resistió a la enorme masa que, detenida en su curso, se apiló sobre sí misma, alcanzando una altura de cerca de cincuenta pies sobre nuestras cabezas. A un lado y a otro de nosotros, la nieve, en millones y millones de toneladas, venía a acabar su Ioca carrera en la boca del precipicio, por donde desaparecía, yendo a engrosar el caudal del torrente.
Las rocas que, desplazadas de su punto de apoyo habían perdido la estabilidad, venían a estrellarse al pie de la nuestra, atravesando la nieve con la fuerza de un ariete. La. primera la movió ligeramente, quedando enterrada en la nieve; pero otras, con la velocidad de una bala, remontaban por la fuerza de la inercia el pequeño talud formado contra nuestra roca, y saltando por encima de él, venían a caer sobre nosotros; aquello parecía un bombardeo, ¡pero qué bombardeo!
No sabíamos qué hacer, replegados, reduciendo nuestros cuerpos a la mínima expresión, procurábamos adosarnos a las salientes de la roca, para protegernos de las piedras fatales. De vez en cuando, éstas pasaban sobre nosotros, extrañándonos a cada momento de hallarnos con vida. A esta escena tan rápida y fragorosa, sucedió una calma completa. Parecía como si la naturaleza, después de haber puesto en juego todos sus recursos destructivos contra nosotros, quisiera la paz. Nos levantamos. El cielo era azul y el paisaje, en conjunto, alegre. Parecía imposible que la naturaleza se pudiese mostrar de tan diferentes aspectos.
Dimos gracias al cielo por conservarnos la vida, pues de otra manera, sin intervención divina, no era posible que hubiéramos salido indemnes de una catástrofe semejante. Pero en lo que se refería al orden económico, habíamos salido maltrechos. Nuestra tienda había desaparecido, así como los pertrechos que constituían los últimos restos de nuestro equipaje, y que para nosotros representaban pequeños tesoros. Lo que más dolor nos produjo, fue encontrar tras una brecha de la roca a nuestro fiel compañero, el pobre yak, muerto y con la cabeza destrozada.
Contra nuestro refugio se había formado, por la nieve detenida en su marcha al abismo, un enorme promontorio que alcanzaba muchos metros de altura sobre nosotros. Semejaba una enorme torre de nieve comprimida y moteada por los trozos de piedra incrustados en ella. El abismo, del que antes no veíamos el fin, mostraba ahora, a muy poca distancia de su boca, un fondo formado por la nieve y lo.: detritus resbalados por la ladera de la montaña.
Estábamos bloqueados, no podíamos intentar el descenso de donde nos encontrábamos, pues equivalía a enterrarnos vivos en la nieve. Además, a lo largo del abismo, y con menos intensidad, se deslizaban masas de nieve faltas de cohesión que, si bien no eran de gran tamaño, cualquiera de ellas hubiera podido enterrar un centenar de hombres. Estábamos prisioneros. No podíamos salir hasta que cambiara el tiempo, lo cual equivalía a esperar la muerte con toda paciencia en aquella isla de granito rodeada de un mar de nieve.
La situación no podía ser más desconsoladora. Hambrientos, ateridos, agotadas nuestras provisiones y sin poder encontrar unos tristes rastrojos con que poder calentarnos.
Dirigimos nuestras miradas al pobre yak, que a pocos pasos yacía con la cabeza destrozada.
—Le sacaremos la piel —dijo Leo—; nos será necesaria, quizá, esta misma noche.
Así lo hicimos, no sin gran dolor, aunque más doloroso hubiera sido para nosotros haber tenido que sacrificarlo. Lo cortamos en trozos, y lavándolos en la nieve, nos los comimos sin más condimento. Era una carne de sabor desagradable, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer en tales circunstancias?