EL DOBLE MENSAJE

Decía así el manuscrito de Holly:

Veinte años han pasado desde la noche en que Leo recibió el mensaje de la Inmortal.

Quizá los más arduos y rudos que ser humano haya pasado en el mundo. Veinte años de busca y rebusca por el Asia en pos del ideal soñado.

Mi muerte está próxima. La siento llegar; pero no importa; me alegro, porque quizá en la otra vida hallaré lo que me está prometido. Deseo conocer el fin de este drama espiritual, cuyas primeras páginas han sido escritas sobre la tierra.

Yo, Ludovico Horacio Holly, he estado muy enfermo. He luchado entre la vida y la muerte. Las montañas que veo desde las ventanas de esta casa, en el norte de la India Inglesa, en vez de haberme dado salud y vida, han contribuido a ni¡ próximo fin. Otro hombre, en mis circunstancias, hubiera muerto ya; pero quizá el destino reservó mi vida para que pudiera escribir estas memorias.

Mi enfermedad todavía me retendrá aquí uno o dos meses, hasta que esté lo suficientemente fuerte para poder emprender el regreso a la madre patria. Quiero morir donde nací. Mientras tanto, todavía tengo fuerzas para escribir esta historia, o, al menos, las partes más importantes de ella, a excepción, claro está, de aquellas que nadie debe saber.

No es mi idea hacer un libro extenso, si bien en mis notas hay materia para llenar varios tomos.

Pero pasemos a explicar el mensaje que recibió Leo.

Después que él y yo regresamos de África, en 1885, ansiosos de soledad y descanso, moralmente conmovidos por el terrible choque que habíamos experimentado, nos dirigimos

a una antigua casa del Cumberland, que perteneció a mi familia durante varias generaciones. Esta casa, si alguien no se la ha apropiado creyéndome muerto, es aún mía y es allí donde pienso morir.

Algunos de los que esto lean, preguntarán: "¿Qué choque?"

Como he dicho antes, soy Ludovico Horacio Holly, y mi compañero es mi entrañable amigo, mi hijo adoptivo Leo Vincey. Nosotros somos aquellos viajeros que en el África Central descubrimos en las cavernas de Kor a Aquella a quien buscábamos, a la Inmortal, a Ella, a "quien debe ser obedecida". Ella encontró en Leo su amor reencarnado, al espíritu de Kalikrates, el sacerdote griego de Isis, a quien unos dos mil años antes diera muerte en un arrebato de celos. En Ella encontré yo el ser soñado, la mujer amada, el ideal sublime. La divinidad suprema a quien adorar.

En las cavernas de Kor encontramos a la mujer inmortal. Allí, ante los flamígeros destellos y vapores de la Fuente de la Vida, declaró su místico amor por Leo, y ante nuestros ojos desapareció entre las llamas, no sin antes decirnos: "¡No olvidarme; tened piedad de mí! ¡Yo no muero, yo volveré, y volveré más bella aún! ¡Yo volveré, os lo juro!..

.Pero no es cosa de volver a describir las escenas que ya saben ustedes, y que se han publicado ya. En la actualidad son conocidas por el mundo entero. Yo las he leído, primero, en una traducción indostánica y después en inglés, a mi llegada a Inglaterra.

En nuestra casa de Cumberland pasamos un año en espera de algún acontecimiento que nos pusiera en contacto con nuestra adorada Inmortal. Allí recobramos nuestras fuerzas y nuestra salud. Los cabellos de Leo, que se habían blanqueado de horror en las cavernas de Kor, crecían ahora dorados v abundantes. Su varonil belleza volvió a ser lo que fue, dejando impreso en su cara los pasados horrores un gesto de energía y voluntad.

Todavía recuerdo aquella noche. Estábamos descorazonados y sin esperanzas. La ausente permanecía muerta para nosotros, sin que ninguna contestación obtuviéramos a nuestras llamadas. Era una noche de agosto. Después de comer dimos un paseo por la playa. Paseábamos en silencio. De repente, Leo, tomándome del brazo, me dijo:

—¡Esto no puede prolongarse más, Horacio! —así me llamaba ahora—. Mi vida es un tormento: el deseo de ver a Ayesha martillea mi cerebro. Voy a volverme loco. Mi vida así no puede ser. Deseo la muerte y todavía soy joven. ¡Tengo que vivir aún otros cincuenta años!

—¿Qué piensas hacer entonces? —pregunté.

—Voy a tomar el camino más corto para conocerlo todo o para no saber nada —me contestó sordamente—. No soy inmortal, y moriré, moriré esta misma noche.

Me volví rápidamente hacia él. Sus palabras me daban miedo.

—¿Sabes lo que te digo, Leo? ¡Que si tal haces eres, un cobarde! ¿Es que no comparto yo todas tus penas?

—Tú no sufres tanto como yo. ¡Sabes que la amo y que sin ella no puedo vivir! Además, tú eres más fuerte que yo, has vivido más. ¡No! ¡No puedo, no quiero vivir más!

—¡Pero eso es un crimen! Es el insulto mayor que puedes hacer al Poder Divino que te ha creado. Es un crimen que te hará acreedor al mayor castigo que cerebro humano pueda imaginar. ¡Quizá la separación eterna de Ella!

—Pero, ¿tan gran delito es para un hombre torturado por el dolor, el que tome un cuchillo y con él se separe de una vida que ya no tiene objeto, con ansia loca de buscar el olvido? ¿Es que no hallará merced tal ser humano? ¡Yo te repito, Horacio, que moriré esta noche! Ella está muerta, y quizá en la muerte estaré más cerca de Ella.

—Pero, ¿por qué crees eso, Leo? ¡Quizá Ayesha viva!

—¡No! Si viviera, estoy seguro que me hubiera enviado algún mensaje. Pero dejemos esta cuestión. No hablemos más de ello.

Dimos la vuelta, y nos dirigimos hacia casa, en silencio. Tenía la seguridad de que Leo estaba loco. Aquel terrible choque moral había destruido su razón. De otra forma no comprendía su manía del suicidio. Leo era un hombre muy religioso, y en su trato había tenido ocasiones de conocer sus estrictas opiniones en tal materia. Me volví, y le dije:

—Leo, ¿será posible que hayas perdido el corazón hasta tal punto que no te importe dejarme solo? ¿Es así como pagas todo el cariño que siempre te he demostrado? ¡Quieres mi .muerte! ¡Haz esa locura, y mi sangre caerá sobre tu cabeza!

—¿Tu sangre? ¿Por qué tu sangre, Horacio?

—Porque el camino es ancho, y por él pueden caminar dos personas juntas. Juntos hemos vivido, y juntos moriremos. Si te matas, ten la seguridad de que moriré, y serás tú quien me haya matado.

Leo exclamó:

—Está bien. Te prometo que no me mataré esta noche. Daremos otra oportunidad a la vida.

Llegábamos a la casa. Le contesté solamente:

—Está bien.

Y sin cruzar palabra, me fui a mi cuarto, lleno de congoja, porque estaba seguro de que, una vez poseído del deseo del suicidio, éste llega a convertirse en una. obsesión tan fuerte, que la vida se hace imposible, acabando por matarse. En mi desesperación, dirigí mi alma a Ayesha, exclamando: "¡Si tienes algún poder, si de alguna forma puedes hacerlo, da una muestra de que todavía vives, y no permitas que muera tu amado! ¡Ten piedad de su pobre corazón dolorido! Sin esperanza, Leo no puede vivir, y sin él yo moriré."

Cansado ya, me dormí.

De repente, me despertó la voz de Leo, hablándome muy bajo, pero en tono muy excitado, a través de la oscuridad.

—¡Horacio —me dijo—, Horacio, amigo mío, escucha! ...

Me incorporé en la cama, con todas las fibras de mi cuerpo en tensión. Por el tono de su voz, comprendí que alguna cosa había ocurrido, que iba a cambiar el destino de nuestra vida.

—Déjame encender una luz, primero —contesté.

—¡Sin luz es mejor, Horacio; escucha! Me acosté, y ya dormido, he tenido el sueño más extraño y más emocionante que imaginar se puede. Me parece que estaba en el cielo, entre las nubes. El cielo estaba muy negro y no había una estrella que brillara en él. Un gran estremecimiento se apoderó de todo mi ser. De repente, subí disparado millas y millas hacia el espacio. Vi entonces una pequeña luz, y pensé que sería una estrella que venía hacia mí. La luz se agrandó lentamente, como si fuera un globo de fuego. Descendía y descendía hasta que llegó a posarse sobre mi cabeza, tomando la forma de una lengua de fuego. A la altura de mi cabeza se detuvo y permaneció extática, y a la luz que irradiaba, pude ver la figura de una mujer envuelta en la llama. El resplandor se atenuó, y pude entonces ver claramente a la mujer. Y Horacio, amigo mío, ¡era Ayesha! Ayesha misma, sus ojos, su cara, su cabello. Me miraba con reproche, como diciendo: "¿Por qué dudaste?" Intenté hablar, pero mis labios permanecieron mudos; traté de avanzar y abrazarla, pero mis brazos permanecieron quietos. Había una barrera entre nosotros. Ella, con la mano, me hizo seña de que la siguiera. La seguí. Mi espíritu parecía haber huido de mi cuerpo, pero volvió a mí para poder seguirla. Nos dirigimos velozmente hacia el oeste, pasando tierras y mares. En un punto se detuvo. A nuestros pies, brillando a la luz de la luna, aparecieron las ruinas del Palacio de Kor. Más lejos se veía la cabeza del Etíope, y entre las marismas vi a los árabes, nuestros compañeros de antaño. Job estaba también entre ellos; levantó la cabeza y me vio. Cruzamos los mares de nuevo y los arenosos desiertos. Cruzamos más mares. Vimos las costas de la India a nuestros pies. Y hacia el norte, siempre hacia el norte, vimos enormes macizos de montañas cubiertos de nieves eternas. Pasamos por encima de ellas y nos detuvimos un instante sobre una meseta. Había un monasterio, vimos a los monjes orando sobre su terraza. Si lo volviera a ver, lo reconocería. Tenía la forma de media luna, y, lo que es más, a poca distancia se elevaba una gigantesca estatua de algún dios venerado en los desiertos. Yo creo que conocería esto. ¿Cómo? No lo sé. Estoy seguro que aquellas montañas pertenecían al Tibet. Más montañas y un desierto. Más montañas y picos nevados. Cerca del monasterio se elevaba una montaña de roca, solitaria y más alta que las de sus contornos. Nos detuvimos sobre su nevada cresta. De repente, en otras montañas de los alrededores surgió una luz semejante a las que se cruzan los marinos en el mar. Nos dirigimos hacia allí, atravesando una gran llanura, en la que había varias aldeas y una ciudad situada sobre un despeñadero.. Cuando llegamos al abrupto pico, vi que éste tenía la forma de crux ansata, símbolo de la Vida en el pueblo egipcio, y que estaba formada por la superposición de capas de lava, hasta alcanzar cerca de cien pies de altura. Vi también que el fuego que brillaba y que habíamos visto desde lejos, procedía del cráter de un volcán. Sobre la cresta de este pico permanecimos largo rato, hasta que la sombra de Ayesha, señalándome con la mano hacia el cráter, desapareció de mi vista. Entonces desperté. ¡Horacio! No hay duda, es un mensaje que me envía Ayesha.

Su voz calló en la oscuridad, pero yo permanecí absorto por la extraña revelación.

Entonces, Leo, sacudiéndome por un brazo, me dijo:

—¿Duermes? ¡Habla, por Dios, habla!

—No —le contesté—; nunca he estado más despierto; pero deja que reflexione.

Me levanté y me dirigí hacia la ventana abierta, y descorriendo la cortina me puse a contemplar el cielo. Éste era de un gris perla oscuro, teñido de los primeros colores del amanecer. Leo vino hacia mí, apoyándose en el alféizar. Tan junto estaba, que sentía su cuerpo temblar, como si estuviera aterido.

—¿Crees que es un mensaje? —le pregunté—. Yo creo que se trata simplemente de una pesadilla ...

—¡No; estoy seguro! Fue un mensaje. Lo que he visto es lo que haré. ¡Tú, haz lo que quieras! Mañana salgo para la India. Contigo, si quieres; si no, solo.

—¿Por qué hablas así, Leo? —le dije—. Yo no he recibido ningún mensaje; pero, a pesar de ello, no puedo dejar solo a un hombre que hace unos momentos quería suicidarse, para que sea víctima de los peligros del Asia Central. Todo lo que nos queda por hacer es buscar una montaña que tenga la cúspide en forma de crux ansata. ¿Pero tú crees que Ayesha estará reencarnada en el Asia Central como sacerdotisa Gran Lama o algo así?

—No he pensado en eso; pero, ¿por qué no? Acuérdate que en cierta escena de la caverna de Kor nos dijo que la Muerte y la Vida, y la Vida y la Muerte, eran lo mismo.

Acuérdate también que nos prometió que vendría de nuevo a este mundo. ¿Y, cómo puede ser eso, sino por la reencarnación, o, lo que es lo mismo, por la transmigración de las almas?

No supe qué contestar a este argumento; una terrible lucha interior se desarrollaba en mí.

—Ningún mensaje he recibido —dije— y, sin embargo, he jugado un papel importantísimo en vuestro drama, y, lo que es más, presiento que mi parte no ha acabado todavía.

Quedamos en silencio, sin saber qué decir, con los ojos fijos en la inmensidad del cielo.

Amaneció. Las nubes, en fantásticas masas, avanzaban negras, presagiando un día de tormenta. Una de ellas, enorme, tenía la forma de una formidable montaña; la mirábamos sin fijeza, cómo lentamente, a impulso del viento, cambiaba de apariencia; su cresta tomó la forma de un cráter, haciendo después los jirones de nubes un pilar sobre él. Los débiles rayos del sol dejaron pasar su luz, y el cráter y el pilar quedaron blancos, como si fueran de nieve; entonces un trozo de nube, negra como el humo, salió por detrás de lo que figuraba el cráter, como una enorme masa de humo...

—Mira, Horacio —dijo Leo con voz temblorosa—. Esa es la forma de la montaña que vi en mi visión. Allí está el pilar, y tras él el fuego... ¡Horacio! ¡Horacio! ¡El mensaje es para los dos, Horacio!

Miré, como queriendo grabar su forma y sus contornos en mi cerebro, hasta que el viento lentamente continuó su obra, cambiando la forma de las nubes.

—¡Leo, hijo mío —exclamé—; voy contigo al Asia Central!