LA CRUX ANSATA

Una semana después encontramos la oportunidad de efectuar la deseada ascensión.

Estábamos a la mitad del invierno, y la tormenta había cesado. Aprovechamos esta ocasión para decir a los monjes que íbamos a cazar. Nos excusamos diciendo que necesitábamos hacer ejercicios, pues no podíamos soportar por más tiempo el confinamiento físico a que durante todo el invierno habíamos estado sometidos.

Nuestros anfitriones nos dijeron que la aventura era peligrosa ya que el tiempo podía cambiar de un momento a otro, y que en las laderas de esa montaña existía una caverna natural, donde podíamos refugiarnos en caso de necesidad. Uno de los monjes, el más joven y más activo de la comunidad, se ofreció a acompañarnos. Cargando nuestro yak, ahora en las mejores condiciones, con provisiones y pertrechos y la tienda de pieles que habíamos hecho durante nuestros ocios, partimos un buen día al amanecer. Bajo la guía del monje, llegamos a la ladera norte de la montaña cerca del mediodía. Allí hallamos la caverna cuya entrada estaba protegida por una roca. En ciertas ocasiones del año estaba habitada por pájaros, que con sus excrementos cubrían el suelo de una suave capa de estiércol formando una alfombra que protegía contra el riguroso frío. El resto del día lo pasamos en levantar nuestra tienda en el interior de la caverna, en encender un agradable fuego, y en dar un pequeño paseo de exploración por la ladera de la montaña. Cuando volvíamos hacia la caverna, pasamos junto a un pequeño rebaño de rebecos ocultos en un valle. Tuvimos la suerte de matar a dos, con gran alegría por nuestra parte, pues como la carne en aquellas temperaturas se conserva indefinidamente, con este nuevo concurso podíamos extender nuestro viaje hasta quince días o más sin temor a quedarnos sin provisiones.

Después de cenar nos metimos en la tienda, durmiendo todos juntos y bien apretados para conservar el calor natural, pues la temperatura debía de ser de varios grados bajo cero.

El monje al poco rato se quedó dormido, pero ni Leo ni yo pudimos cerrar los ojos pensando en la misteriosa luz que se veía desde la cumbre de la montaña.

Al amanecer siguiente, había calmado la tormenta de la noche, lo que aprovechó el monje para volver al monasterio, asegurándole, al despedirnos, que dentro de uno o dos días estaríamos de regreso.

En cuanto estuvimos solos, sin perder un minuto comenzamos nuestra ascensión a la cumbre. Estaba ésta a unos ochocientos metros de altura. En algunos sitios era completamente inaccesible, pero después de varias tentativas, encontramos un camino bastante favorable, y sin grandes dificultades, al mediodía alcanzábamos la cúspide. La vista desde allí era soberbia. A nuestros pies se estrechaba el desierto empequeñecido, y tras él una enorme cadena de montañas coronadas de nieve se perdía en el horizonte; todo, todo lo que nuestra vista podía abarcar, eran montañas y montañas...

—Este es el mismo lugar que vi en mi sueño hace varios años —dijo Leo.

—¿Y dónde está la luz misteriosa? —pregunté.

—Allí, me parece —dijo, señalando el norte.

—Pues allí no se ve nada —le respondí—, y la verdad, este lugar es bastante frío para contemplar el panorama.

Como el descenso hubiera sido peligroso en la oscuridad, descendimos a la caverna antes que se hiciera de noche. Los cuatro días siguientes los empleamos en la misma forma.

Todas las mañanas subíamos a la cumbre, para volver a descender a la puesta del sol.

La cuarta noche de nuestra llegada, Leo, en vez de retirarse al interior de la tienda como habitualmente hacía, salió y se sentó a la entrada de la caverna. Le pregunté por qué hacía eso, a pesar del fuerte frío reinante, y me contestó que deseaba estar solo; así que lo dejé.

A medianoche, despertándome, me dijo:

—Ven, Horacio, tengo que enseñarte algo interesante.

Salí de la tienda al momento, pues dormíamos con todos nuestros vestidos encima.

Llevándome a la puerta de la caverna, me señaló un punto en el horizonte norte. Miré. La noche era muy oscura, pero a pesar de eso, lejos, muy lejos, se veía una luz como el reflejo de un fuego distante.

—¿Qué piensas de eso? —me preguntó, ansiosamente.

—Nada de particular; puede ser..., quizá la luna; no, no hay luna; quizá la aurora, pero no, es demasiado al norte, y no comienza hasta dentro de tres horas. Es algo que está ardiendo, puede que sea una cosa que se queme, o una pira funeraria..., ¿qué puede ser aquí?

—Creo que es un reflejo, y si estuviéramos en la cumbre, veríamos —de dónde procede esta luz —replicó Leo, con calma., —Sí, pero en la oscuridad no podemos hacer tal cosa.

—Entonces, Horacio, debemos pasar una noche allí. —Que será, seguramente, la última de nuestra presente encarnación —respondí, riéndome—; moriríamos congelados.

—Debemos arriesgarnos, o si no, me arriesgaré yo solo; pero mira, la luz ha desaparecido.

Tenía razón, la luz ya no estaba, y la oscuridad era completa en la noche.

Volviendo hacia la tienda, pues tenía mucho sueño y me dominaba la incredulidad, dije a Leo:

—Déjalo, ya hablaremos mañana sobre esto; vamos a dormir.

Pero Leo, no obstante, se sentó en la entrada de la caverna…

Al amanecer, cuando me desperté, encontré el desayuno preparado.

—Date prisa —me dijo—; debo partir en seguida.

—¿Pero estás loco? —le dije—. ¿Crees que podemos vivaquear en ese lugar?

—No sé; debo ir, e iré, Horacio.

—Lo que quiere decir que debemos ir los dos. Pero, ¿qué hacemos del yak?

—Por donde vayamos nosotros podrá ir él también —contestó.

Inmediatamente comenzamos a recoger los pertrechos, la tienda y buena provisión de carne cocida, y cargando todo sobre el lomo del yak comenzamos el ascenso. Fue difícil, sobre todo porque nos veíamos obligados a hacer grandes desviaciones para evitar las laderas heladas, con objeto de que pudiera subir el animal.

Llegados a la cumbre, comenzamos a excavar la nieve con objeto de instalar la tienda, apilándola a los lados, de forma que nos protegiera contra el aire y el frío. La oscuridad se iba haciendo rápidamente; nos metimos con el yak en la tienda, y devorando nuestra comida, esperamos.

Hacía un frío horrible. El cierzo soplaba fuertemente, e introduciéndose por los resquicios de la tienda, nos quemaba las caras como hierros candentes. Afortunadamente, teníamos el yak con nosotros, y el calor de su sucio cuerpo nos confortaba.

Pasaron largas horas de vigilancia y espera: el sueño se apoderaba de nosotros, y teníamos que luchar contra él, pues el dormirse equivalía a morir. En el horizonte no se veía más que el resplandor de las estrellas. El silencio era completo, pues el aire no hacía ruido al deslizarse sobre la nieve. A pesar de estar acostumbrado a esta vida de montaña, mis sentidos comenzaban a embotarse, cuando de pronto Leo me dijo:

—Mira tras esa estrella roja.

Miré, y en el cielo vi un vivo resplandor, y en él una masa oscura. El fuego creció e hizo como una explosión para volver al mismo mortecino reflejo anterior. A la luz de sus llamas pudimos ver la misteriosa masa oscura, que se hizo perfectamente visible. Era un enorme pilar coronado por una especie de cruz. Sí, no había duda. Se vio perfectamente, era la crux ansata, el símbolo de la Vida entre los egipcios.

Al desaparecer el resplandor de la explosión, se desvaneció la oscura masa.

Nuevamente otra explosión, produciendo los mismos efectos anteriores. A la tercera, el fuego brilló con tal intensidad, que ni un relámpago podía aventajarlo en resplandor.

Todo el firmamento, de negro se convirtió en rojo, así como las cimas de las montañas vecinas. En la cumbre de la nuestra, todo se vio repentinamente iluminado, como si un enorme faro pasara su haz de rayos por bu cúspide. A su luz nos contemplamos las caras, pálidas por la emoción, y un zorro salvaje, que al olor de las provisiones se había acercado a nuestra tienda, huyó aterrado. Lo mismo que los anteriores, la duración fue solamente de unos segundos. Al desaparecer su resplandor, quedó sumido en las sombras el picacho que llamamos del "Símbolo de la Vida".

Permanecíamos en silencio. Leo lo interrumpió, diciendo:

—¿Te acuerdas, Horacio, cuando Ella dijo, en la Peña Rocosa, dirigiéndose a mí, que un rayo de luz nos sería enviado para mostrarnos el camino, para huir de la senda que conduce a la muerte? Ahora, después de esto, creo que esta luz es el rayo que nos indica dónde vive Ayesha y cuál es el camino que debemos seguir para llegar al lugar de la Vida, que es donde Ella habita.

—Puede que sea así —contesté, brevemente.

Con la aurora se levantó una fuerte brisa que nos azotó horriblemente mientras descendíamos por las laderas. Cada paso que dábamos en medio de aquella tempestad de nieve, para otros hubiera sido un paso de muerte, pero para nosotros, que teníamos la confianza de que nuestras vidas eran sagradas, era un paso más que nos conducía al objeto deseado. La tempestad azotaba con furia, arrastrando al yak; ciegos y sin poder ni hablarnos, llegamos después de dura marcha, guiados solamente por nuestro instinto, a las puertas del monasterio.

El viejo abad nos abrazó lleno de júbilo, y los monjes elevaron sus plegarias de gracias.

Hacía poco habían cesado sus rezos de difuntos, pues nos creían ya muertos después de la tempestad que se había desarrollado, y que, a su juicio, no había persona humana que hubiera podido resistir.

Todavía era mediado el invierno. No teníamos más remedio que esperar en el monasterio, educando nuestros corazones en la paciencia, hasta que la nieve se deshiciera a los primeros rayos del sol primaveral.

Por fin cesaron los rudos fríos del Asia y la primavera llegó. Una tarde, el aire fue cálido, y por la noche el frío descendió notablemente. La siguiente, las espesas nubes se deshicieron en lluvia que lentamente fundían la nieve, convirtiendo los declives en sonoros torrentes. Los monjes comenzaron a, preparar sus aperos de labranza, pues la estación del trabajo había llegado. Tres días estuvo lloviendo torrencialmente. Al cuarto, el desierto, antes blanco, era ahora de un color tierra, pero esto no fue por largo tiempo, pues en una semana estaba cubierto de flores. Entonces llegó para nosotros la hora de la gran partida.

—Pero, ¿por qué os marcháis? ¿A dónde vais? —nos preguntó el abad—. ¿Es que no estáis contentos aquí? ¿Creéis que no progresáis en la Senda con nuestras oraciones y nuestras piadosas meditaciones? Todo lo que hay aquí, ¿no es vuestro también? ¡Oh! ¿Por qué nos dejáis?

—Santo abad —le dije—; no hace mucho tiempo en la biblioteca nos hicisteis cierta confesión.. .

—¡Oh, no me recordéis esto! —exclamó, alzando sus manos—. ¿Por qué queréis atormentarme?

—Lejos eso de nosotros, querido y virtuoso amigo —contesté—; pero da la casualidad que vuestra historia es la nuestra, en lo que se refiere a la divina sacerdotisa.

—¡Hablad! —exclamó, intrigado.

A grandes rasgos le conté nuestra historia. En todo el tiempo que duró ésta, no hizo más que mover con pesadumbre su cabeza, sin que una palabra despegase sus labios...

—Ahora —añadí—, alumbrad con la luz de vuestra sabiduría la oscuridad de nuestro entendimiento. ¿No encontráis esta historia maravillosa, o creéis que somos vulgares mistificadores?...

—Hermanos del gran monasterio llamado el Mundo —contestó el abad, con su acostumbrado latiguillo—; ¿por qué he de dudar de las palabras de quienes desde el primer momento he creído personas honradas? Además, ¿por qué ha de ser vuestra historia maravillosa? ¿Encontráis la maravilla en conocer una verdad que nosotros conocemos hace miles de años? Porque en una visión os enseñó este monasterio, y señalándoos un punto en el horizonte desapareció, ¿creéis que esté reencarnada después de verla morir? ¿Por qué no?

En esto no hay nada de asombroso para aquellos —que están al tanto de la Verdad, aunque solamente la duración de su última reencarnación es contrario a lo que las experiencias nos dicen. Sin duda alguna la encontraréis otra vez y, sin duda, su Rhama, o identidad, será la misma que en la que en otra reencarnación me hizo pecar para que arrastrara mi culpa a través de muchas reencarnaciones.

—El amor es la ley de la vida —contestó Leo—; sin amor la vida no existe. Yo busco el amor para poder vivir. Yo creo que todos estos acontecimientos nos llevarán a un fin que desconozco, pero no temo; cumpliré mi misión.

—No es mi deseo apartaros del camino que habéis trazado. Cada uno es dueño de su libre albedrío; pero escuchadme: esa mujer, esa sacerdotisa, ¿ha intervenido en tus anteriores reencarnaciones? ¡Sí! Una vez según creo haberos oído, en la persona de cierta diosa llamada Isis, a quien no quisisteis escuchar. La mujer os tentó, pero supisteis resistir. ¿Qué encontrásteis en ella? Una loca diosa vengadora que os asesinó, y si no una diosa, una mujer que fue el instrumento de su venganza. Ahora bien; este instrumento, mujer o diablesa, se dio cuenta de que os amaba, y se negó a morir, esperando que en vuestra próxima reencarnación os encontraría de nuevo. Ella os encontró, y murió o aparentó morir; ahora está reencarnada de nuevo, y con toda seguridad la encontraréis, y otra vez volverá a morir. Creedme, hermanos míos: renunciad a la aventura, no crucéis las montañas, quedaos conmigo, lamentando vuestro sino.

—No —contestó Leo—; hemos hecho una promesa y no faltaremos a nuestra palabra.

—Entonces, hermano, id; cumplid vuestra promesa; pero cuando meditéis sobre mis palabras, éstas arrojarán la luz en vuestra mente y comprenderéis la inmensa verdad que ellas encierran. ¡Ah!, no me queréis creer; sacudís vuestras cabezas y dudáis; ya vendrá un día, después de muchas encarnaciones, en que, revolcándoos en el polvo y el fango, exclamaréis: "Hermano Kou-en, vuestras palabras eran las de la prudencia y sabiduría; las nuestras, las de la locura y la muerte".

El viejo abad, con los ojos llenos de lágrimas, salió de la estancia.

Nosotros nos dirigimos a nuestra habitación, pues era ya bastante tarde, y nos acostamos. No pude dormir aquella noche. Las palabras de aquel hombre bueno, prudente y lleno de experiencia, con clara visión del futuro, me oprimían el alma impidiéndome el sueño.