2

Se enteró de que la relación de Takatsuki y Sayoko había llegado a su fin poco antes de que Sara cumpliera los dos años. Sayoko se lo confesó a Junpei casi como si le pidiera disculpas. Le contó que Takatsuki tenía una amante desde la época en que ella estaba encinta y que ahora apenas aparecía ya por casa. Se trataba de una compañera de trabajo. Sin embargo, por más que Sayoko le explicara las circunstancias concretas, Junpei no podía entenderlo. ¿Por qué Takatsuki habría tenido que buscar a otra mujer? La noche en que había nacido Sara, había afirmado que Sayoko era la mujer más maravillosa del mundo. Aquellas palabras le habían salido de las entrañas. Y Takatsuki idolatraba a su hija Sara. ¿Por qué tenía, entonces, que abandonar su hogar?

—Yo venía a menudo a cenar a vuestra casa, ¿verdad? Pues nunca noté absolutamente nada. Parecíais felices, a mis ojos erais casi la familia perfecta.

—Sí, es cierto —dijo Sayoko con una sonrisa serena—. No es que te mintiéramos o que estuviésemos actuando ni nada por el estilo. Pero eso no quita que él ahora tenga una amante y que ya no podamos volver atrás. Por eso nos separamos. Pero tú no te preocupes tanto. Seguro que, así, las cosas irán mejor. En diversos sentidos.

«En diversos sentidos», había dicho ella. «El mundo está lleno de palabras difíciles de entender», pensó Junpei.

Pocos meses después, Sayoko y Takatsuki se separaron legalmente. Tuvieron que ponerse de acuerdo sobre varias cuestiones concretas, pero no surgió el menor problema. No hubo ni reproches ni discrepancias. Takatsuki abandonó la casa y se fue con su amante; Sara se quedó con su madre. Una vez a la semana, Takatsuki iba a Kōenji a ver a la niña. Los tres acordaron que, en lo posible, Junpei estuviera presente durante las visitas. «Es que así es mucho más fácil para nosotros», dijo Sayoko. «¿Así era mucho más fácil?» Junpei tenía la sensación de haber envejecido de golpe. «Pero si sólo acabo de cumplir los treinta y tres años», se dijo.

Sara llamaba «papá» a Takatsuki y «Jun» a Junpei. Los cuatro formaban una extraña familia ficticia. Cuando se encontraban, Takatsuki charlaba con la animación de siempre, Sayoko se comportaba con naturalidad, como si nada hubiese ocurrido. A Junpei le parecía que ella era todavía más natural que antes. Sara aún no se daba cuenta de que sus padres se habían separado. Junpei desempeñaba de manera impecable, sin oponer objeción alguna, el rol que le habían asignado. Los tres bromeaban como antes, hablaban de sus recuerdos. Lo único que Junpei tenía claro era que aquella situación era necesaria para todos.

—Oye, Junpei —le dijo un día Takatsuki en el camino de vuelta. Era una noche de enero, el aliento se condensaba formando un vaho blanco—. ¿Tienes previsto casarte con alguien?

—De momento no —dijo Junpei.

—¿No tienes novia fija?

—No.

—¿Qué? ¿Y si te casaras con Sayoko?

Junpei miró el rostro de Takatsuki como si mirara algo deslumbrante.

—¿Por qué?

—¡¿Por qué?! —Takatsuki parecía el más sorprendido de los dos—. ¿Por qué, dices? ¿Acaso no está claro? En primer lugar, no quiero que nadie más que tú le haga de padre a Sara.

—¿Y sólo por eso tenemos que casarnos Sayoko y yo?

Takatsuki lanzó un suspiro y pasó su ancho brazo alrededor de los hombros de Junpei.

—¿No te gustaría casarte con Sayoko? ¿Es el hecho de ir después de mí lo que no te gusta?

—No es eso. Lo que me choca es esa especie de trato, o de intercambio, llámalo como quieras. Es una cuestión de decencia, ¿sabes?

—Esto no es un trato ni nada por el estilo —dijo Takatsuki—. Y no tiene nada que ver con la decencia. Tú quieres a Sayoko, ¿no es verdad? Y, además, quieres a Sara. ¿Me equivoco? ¿Acaso no es eso lo que importa? Quizá tú tengas un particular y complicado modo de enfocar las cosas. Eso ya lo sé. Pero, desde mi punto de vista, lo único que haces es intentar quitarte los calzoncillos sin quitarte antes los pantalones. Lo siento, pero yo sólo puedo verlo de esta forma.

Junpei no dijo nada. Takatsuki también enmudeció. Era inusual en él permanecer tanto tiempo callado. Caminaron hasta la estación, hombro con hombro, exhalando vaho blanco.

—Sea como sea, eres un idiota integral —dijo Junpei al final.

—Bien puedes decirlo —repuso Takatsuki—. La verdad es que tienes razón. No puedo negarlo. He arruinado mi vida. Pero ¿sabes, Junpei?, yo no he podido hacer nada para evitarlo. Era algo imposible de parar. Ni yo mismo sé por qué ha pasado. Tampoco puedo justificarlo. Pero ha ocurrido. Si no hubiera sido ahora, antes o después habría sucedido lo mismo.

«Eso ya lo he oído antes», pensó Junpei.

—La noche en que nació Sara dijiste claramente que Sayoko era la mujer más maravillosa del mundo. ¿No te acuerdas? Que era una mujer que nadie podía reemplazar.

—Y ahora lo sigue siendo. Eso no ha cambiado. Pero a veces pasa que, justamente por eso, las cosas no funcionan.

—No te entiendo.

—Jamás lo entenderás —dijo Takatsuki. Y sacudió la cabeza. Siempre era él quien decía la última palabra.

Transcurrieron dos años desde el divorcio. Sayoko no volvió a la universidad. Junpei le pidió a un editor conocido suyo que le pasara una traducción y ella hizo un excelente trabajo. Aparte de tener talento para los idiomas, sabía escribir. Realizó la labor de forma rápida, concienzuda y eficiente. El editor quedó impresionado ante su manera de trabajar y, al mes siguiente, le encargó la traducción de una obra literaria completa. La tarifa no era muy alta, pero, añadida a la pensión que Takatsuki les pasaba cada mes, permitía a madre e hija vivir sin estrecheces.

Takatsuki, Sayoko y Junpei seguían viéndose una vez por semana y comían todos juntos con Sara. A veces, algún asunto urgente impedía acudir a Takatsuki y, entonces, comían los tres: Sayoko, Junpei y Sara. En cuanto faltaba Takatsuki, la paz y la cotidianidad se adueñaban de la mesa de un modo asombroso. Un desconocido que hubiera estado allí habría creído que se trataba, sin duda alguna, de una auténtica familia. Junpei siguió escribiendo cuentos con regularidad y, a los treinta y cinco años, publicó su cuarto libro de relatos, La luna silenciosa, con el que obtuvo un premio literario reservado a autores consagrados. Se filmó una película con ese mismo título. Entre relato y relato, publicó varios volúmenes de crítica musical, escribió un libro sobre jardines y tradujo un libro de relatos de John Updike. Todo ello tuvo una buena acogida. Poseía un estilo propio y era capaz de plasmar en frases concisas y sugerentes los ecos más profundos del sonido y los matices más delicados de la luz. También se ganó la fidelidad de los lectores, se aseguró unos ingresos más o menos estables y, poco a poco, fue afianzándose como escritor.

Siguió considerando seriamente la posibilidad de pedirle a Sayoko que se casara con él. Muchas veces amanecía sin que hubiese podido conciliar el sueño dándole vueltas al asunto. En esas ocasiones, apenas podía trabajar. Con todo, Junpei no se decidía. Pensándolo bien, su relación con Sayoko había estado determinada de forma invariable por otra persona. Junpei siempre había adoptado una postura pasiva. Era Takatsuki quien los había presentado a él y a Sayoko. Era Takatsuki quien los había escogido a ambos en la clase y quien había constituido el trío. Luego, Takatsuki había tomado a Sayoko, se había casado con ella, le había hecho un hijo, se había divorciado. Ahora le aconsejaba que se casara con ella. Claro que Junpei amaba a Sayoko, por supuesto. Sobre eso no cabía la menor duda. Aquélla era una ocasión óptima para unirse a ella. Era posible que ella no rechazara su proposición. Esto Junpei lo sabía muy bien. Pero le parecía demasiado fácil. No podía evitar verlo así. ¿Dónde diablos quedaba su poder de decisión? Continuó dudando. No llegó a ninguna conclusión. Y ocurrió el terremoto.

Cuando ocurrió el terremoto, Junpei se encontraba en España. Estaba en Barcelona, recogiendo material para la revista de a bordo de una compañía aérea. Al atardecer, cuando llegó al hotel y puso las noticias de la televisión, vio reflejadas en la pantalla las calles derruidas y las negras columnas de humo que se alzaban hacia el cielo. Igual que después de un bombardeo. Como el locutor hablaba en español, Junpei, de momento, no supo de qué ciudad se trataba. Pero era Kobe. Distinguió muchos paisajes familiares. En Ashiya, la autopista se había derrumbado. «Junpei, tú eres de cerca Kobe, ¿verdad?», le preguntó el fotógrafo que lo acompañaba.

—Exacto.

Sin embargo, no llamó a su casa paterna. La ruptura entre él y sus padres era demasiado profunda, se había prolongado durante demasiado tiempo para que existiese la menor posibilidad de reconciliarse. Junpei tomó el avión, volvió a Tokio y reanudó, tal cual, su vida cotidiana. No encendía el televisor, apenas abría el periódico. Cuando hablaban del terremoto, enmudecía. Eran los ecos de un pasado que había enterrado largo tiempo atrás. Ni siquiera había pisado aquella ciudad después de acabar los estudios. No obstante, las imágenes de destrucción reflejadas en la pantalla habían hecho aflorar unas cicatrices aún frescas ocultas en su interior. Aquella fatal catástrofe de proporciones gigantescas había alterado, de forma silenciosa pero radical, la visión de su vida cotidiana. Junpei sintió un profundo aislamiento que jamás había experimentado antes. «No tengo raíces», pensó. «No estoy ligado a nada.»

A primera hora del domingo en que habían quedado en ir a ver los osos al zoológico hubo una llamada de Takatsuki. Dijo que tenía que tomar inmediatamente un avión para Okinawa. Había conseguido una entrevista exclusiva con el gobernador. «Por fin puede dedicarme una hora. Lo siento, pero tendréis que ir al zoo sin mí. Espero que a los señores osos no les importe que yo falte.»

Junpei y Sayoko llevaron a Sara al zoológico del Parque de Ueno. Junpei alzó a Sara en brazos y le mostró los osos.

—¿Aquel de allá es Masakichi? —preguntó Sara señalando un oso negrísimo, el mayor de todos.

—No, aquél no es Masakichi. Masakichi es más pequeño y tiene una cara más inteligente. Aquél es el bruto de Tonkichi.

—¡Tonkichi! —gritó varias veces dirigiéndose al oso. Pero éste no le hizo el menor caso. Sara se volvió hacia Junpei—: Jun, cuéntame cosas de Tonkichi.

—¡Uf! ¡Qué difícil! La verdad es que no hay nada interesante que decir sobre Tonkichi, ¿sabes? Tonkichi es un oso de lo más vulgar. No es como Masakichi. Él no sabe hablar ni contar el dinero.

—Pero alguna cosa buena sí debe de tener, ¿verdad?

—Claro que sí —dijo Junpei—. Tienes razón, Sara. Incluso los osos vulgares tienen alguna cosa buena. Por supuesto. Lo había olvidado. Tonchiki...

—Será Tonkichi, ¿no? —Sara, perspicaz, le señaló su error.

—Sí, perdona. Tonkichi sí era bueno en algo. En pescar salmones. Allá, en el río, se escondía detrás de las rocas y, ¡zas!, iba atrapando salmones. Si no eres muy, muy rápido, no puedes cazarlos, ¿sabes? Tonkichi no era muy listo, pero podía atrapar más salmones que ningún otro oso de los que vivían en la montaña. Conseguía tantos, tantos salmones que no se los podía comer todos. Pero como no hablaba el lenguaje de las personas, no podía ir al mercado a vender los que le sobraban.

—¡Pues es muy fácil! —dijo Sara—. Podía intercambiar los salmones que le sobraban por la miel de Masakichi. Porque Masakichi tenía tanta, tanta miel que no se la podía comer toda, ¿verdad?

—Pues sí. ¡Exacto! A Tonkichi se le ocurrió exactamente lo mismo que a ti, Sara. Los dos empezaron a intercambiarse la miel y los salmones y, así, se conocieron mejor el uno al otro. Y, al conocerse, Tonkichi se dio cuenta de que Masakichi no era un presumido. Y Masakichi, de que Tonkichi no era un bruto. Y, entonces, los dos se hicieron muy amigos. Al verse, charlaban de todo lo imaginable. Y se enseñaban mutuamente muchas cosas y bromeaban. Tonkichi atrapaba tantos salmones como podía y Masakichi recogía mucha, muchísima miel. Pero, un día, de la noche a la mañana, desaparecieron los salmones del río.

—¿De la noche...?

—De la noche a la mañana quiere decir «de repente» —explicó Sayoko.

—De repente ya no había salmones —dijo Sara con expresión sombría—. ¿Y por qué?

—Todos los salmones del mundo se reunieron, hablaron y decidieron no volver a aquel río. Porque allí estaba Tonkichi, el gran cazador de salmones. Y, a partir de entonces, Tonkichi ya no pudo volver a atrapar ningún salmón. En la montaña, lo único que se podía conseguir era alguna que otra rana flacucha. Pero en este mundo no hay cosa más mala que las ranas flacuchas.

—¡Pobre Tonkichi! —dijo Sara.

—¿Y entonces enviaron a Tonkichi al zoo? —preguntó Sayoko.

—¡Huy! Todavía no. Es una larga historia —dijo Junpei. Carraspeó—. Pero sí, básicamente, así fue.

—Y cuando Tonkichi tuvo problemas, ¿Masakichi no lo ayudó? —preguntó Sara.

—Masakichi quiso ayudarlo. Por supuesto. Eran muy buenos amigos. Y los buenos amigos están para eso. Masakichi le dio la mitad de la miel gratis. Tonkichi le dijo: «No puedo aceptarla. Sería abusar de tu bondad». Pero Masakichi le respondió: «No me hables como si no fuéramos amigos. Si ocurriese al revés, tú harías lo mismo que yo. ¿No es verdad?».

—¡Pues claro que sí! —afirmó Sara con un vigoroso movimiento de cabeza.

—Pero la relación entre los dos no duró mucho —intervino Sayoko.

—La relación no duró mucho —dijo Junpei—. Tonkichi dijo: «Tú y yo somos amigos. Y que uno sólo dé y que el otro sólo reciba no es verdadera amistad. Voy a bajar la montaña, Masakichi. Voy a empezar de nuevo en otro sitio. Y si volvemos a encontrarnos en alguna otra parte, volveremos a ser tan buenos amigos como ahora». Y los dos se dieron la mano y se separaron. Pero Tonkichi desconocía los peligros del mundo y, cuando bajó de la montaña, cayó en la trampa de un cazador. Y Tonkichi perdió la libertad y fue enviado al zoológico.

—¡Oh! ¡Pobre Tonkichi!

—¿No había una manera mejor? Del tipo: «Y, entonces, todos fueron felices», o algo por el estilo —le preguntó después Sayoko.

—Aún no la he encontrado —dijo Junpei.

Aquel domingo por la noche, los tres cenaron, como de costumbre, en el piso de Sayoko en Kōenji. Sayoko hirvió pasta tarareando la melodía de La trucha y descongeló salsa de tomate; Junpei preparó una ensalada de judías y cebolla. Los dos descorcharon una botella de vino tinto y tomaron una copa cada uno; Sara bebió zumo de naranja. Después de fregar los cacharros, Junpei volvió a leerle a Sara un cuento de un libro ilustrado. Cuando terminó, ya era la hora de que la pequeña se fuera a la cama. Pero se negó a acostarse.

—¡Mamá! ¡Haz el quita-sostén! —le pidió Sara a Sayoko.

Sayoko enrojeció.

—No, Sara. Estas cosas no se hacen delante de los invitados.

—¡Hala! Pero si Jun no es ningún invitado.

—¿Y eso qué es? —preguntó Junpei.

—Un juego de lo más tonto —dijo Sayoko.

—Se quita el sostén con la ropa puesta, lo deja sobre la mesa y se lo vuelve a poner otra vez. Debe mantener todo el rato una mano encima de la mesa. Y yo cuento cuánto tiempo tarda. ¡Mamá es buenísima haciéndolo!

—¡Mira que...! —dijo Sayoko negando con la cabeza—. Es un pequeño juego que hacemos en casa. Eso no se cuenta a los demás.

—Pues parece interesante —dijo Junpei.

—¡Por favor! Enséñaselo a Jun. ¡Va! Una sola vez. Si lo haces, me meteré enseguida en la cama y me dormiré.

—¡Qué remedio! —exclamó Sayoko. Se quitó el reloj digital de la muñeca y se lo entregó a Sara—. Te dormirás en serio, ¿verdad? ¿Estás lista? Va, cuenta el tiempo.

Sayoko llevaba un jersey holgado de color negro y cuello cerrado. Posó ambas manos sobre la mesa y dijo: «¿Lista? ¡Ya!». Primero introdujo ágilmente la mano derecha por la manga del jersey, como una tortuga que va metiendo la cabeza dentro del caparazón. Hizo un ligero movimiento como si se rascara la espalda. Luego, sacó la mano derecha y, acto seguido, hizo retroceder la izquierda por el interior de la manga. Giró ligeramente la cabeza, sacó la mano izquierda de la manga. En la mano llevaba un sujetador blanco. Había sido muy rápida. Era un pequeño sujetador blanco sin aros. Sin dilación, lo introdujo dentro de la manga, la mano izquierda surgió por la bocamanga, acto seguido, fue la derecha la que se deslizó hacia dentro, la espalda se estremeció un instante, apareció la mano derecha y punto final. Las dos manos volvían a estar posadas, la una sobre la otra, encima de la mesa.

—¡Veinticinco segundos! —dijo Sara—. ¡Mamá, has batido un nuevo récord! Antes, la vez más rápida, eran treinta y seis segundos.

Junpei aplaudió.

—¡Bravo! Parece magia.

Sara también aplaudió. Sayoko se levantó y dijo:

—El show ha terminado. Ahora métete en la cama y a dormir, tal como has prometido.

Antes de acostarse, Sara le dio a Junpei un beso en la mejilla.

Tras comprobar que la niña estaba profundamente dormida, Sayoko volvió al sofá de la sala de estar y le confesó a Junpei:

—La verdad es que he hecho trampas.

—¿Trampas?

—No me he vuelto a poner el sujetador. He fingido que me lo ponía y lo he dejado caer al suelo por los bajos del jersey.

Junpei se rió.

—¡Mala madre!

—¡Es que quería batir un nuevo récord! —rió Sayoko entrecerrando los ojos. Hacía tiempo que no le mostraba una risa tan espontánea. En el interior de Junpei, los ejes del tiempo fluctuaron como las cortinas de la ventana que se agitaban al viento. Junpei alargó la mano y la posó en el hombro de Sayoko; ella la asió. Luego, los dos se abrazaron sobre el sofá. Sus cuerpos se entrelazaron con una naturalidad absoluta, sus labios se unieron. Como si nada hubiera cambiado desde sus diecinueve años. Los labios de Sayoko tenían el mismo olor dulce de entonces.

—Deberíamos haber estado así desde el principio —le susurró Sayoko tras pasar a la cama—. Pero tú eras el único que no te dabas cuenta. No has comprendido nada de nada. Hasta que los salmones han desaparecido del río.

Se desnudaron y se abrazaron en silencio. Acariciaron con torpeza cada centímetro de sus cuerpos, como dos muchachos que hacen el amor por primera vez. Tras permanecer largo tiempo pendientes el uno del otro, Junpei penetró finalmente a Sayoko. Ella lo acogió. Pero Junpei no podía creer que aquello fuera real. Envuelto en la penumbra, se sentía como si estuviera cruzando un largo puente desierto que se extendiera hasta el infinito. Junpei se movía y Sayoko se acoplaba a sus movimientos. Junpei estuvo varias veces a punto de eyacular, pero se contuvo. Porque le daba la sensación de que, en cuanto eyaculara, despertaría de su sueño y todo desaparecería como por ensalmo.

Entonces, a sus espaldas, sonó un ligero chirrido. El sonido de la puerta del dormitorio al abrirse quedamente. Encuadrada por el marco de la puerta, la luz del pasillo se vertió sobre las ropas del lecho en desorden. Junpei se incorporó sobre la cama y se dio la vuelta. Sara estaba de pie en el umbral con la luz a sus espaldas. Sayoko dio un respingo, apartó las caderas y se separó de Junpei. Tiró de la colcha hacia arriba y se cubrió el pecho, se peinó el flequillo con la mano.

Sara ni lloraba ni gritaba. Sólo estaba allí de pie, asiendo fuertemente el pomo con la mano derecha, mirando hacia ellos. Sin embargo, no parecía ver nada. Sus ojos estaban vueltos, simplemente, hacia el vacío.

—¡Sara! —la llamó Sayoko.

—Aquel señor me ha dicho que viniera —dijo Sara. Su voz carecía de inflexión, la voz de alguien a quien acaban de arrancar de un sueño.

—¿Aquel señor? —repitió Sayoko.

—El señor del terremoto —respondió Sara—. El señor del terremoto ha venido, me ha despertado y me ha dicho: «Ve y díselo a tu mamá. Que tengo una caja para todos con la tapa abierta y que os estoy esperando. Ella lo entenderá».

Aquella noche, Sara durmió en la cama de Sayoko. Junpei tomó una manta y se acostó en el sofá de la sala de estar. Pero no logró conciliar el sueño. Enfrente del sofá se encontraba el televisor. Permaneció largo tiempo con los ojos clavados en la pantalla muerta. Allí detrás estaban ellos. Junpei lo sabía. Estaban aguardando con la caja abierta. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y, por mucho tiempo que transcurriera, no dejaba de sentirlo.

Abandonó la idea de dormir, fue a la cocina y se preparó un café. Cuando se lo estaba tomando, sentado a la mesa, se dio cuenta de que había algo arrugado a sus pies. Era el sujetador de Sayoko. Se había quedado allí después del juego. Lo recogió y lo colgó del respaldo de la silla. Era un sujetador sencillo, sin adornos, ropa interior blanca sin conciencia de serlo. La talla no era muy grande. Colgado del respaldo de la silla de la cocina al amanecer, parecía un testigo anónimo escapado de un pasado remoto.

Se acordó de la época en que ingresó en la universidad. En su oído resonó la voz de Takatsuki el día en que se habían visto por primera vez en clase. «¡Hola! ¿Vamos a comer?», había dicho su cálida voz. En su rostro se dibujaba una afable sonrisa que parecía decir: «¡Va! En este mundo, a partir de ahora, todo va a ir bien, ya lo verás». «¿Adónde fuimos a comer aquel día? ¿Y qué comimos?» Junpei no logró recordarlo. Aunque, en realidad, no tenía gran importancia. Con todo...

—¿Por qué me has invitado a comer? —le había preguntado Junpei. Takatsuki había sonreído, había posado el dedo índice sobre su sien con un gesto lleno de seguridad en sí mismo.

—Es que yo, siempre, vaya a donde vaya, tengo el talento de saber escoger a los amigos adecuados.

Takatsuki no se equivocaba. Junpei lo pensó dejando el tazón de café ante sí. Con toda seguridad tenía el talento de saber escoger a los amigos adecuados. Pero eso no había sido suficiente. Seguir amando a una persona a través del largo camino de la vida es algo muy distinto a saber escoger a un buen amigo. Cerró los ojos y pensó en la gran cantidad de tiempo que había pasado a través de él. No quería creer que había sido en vano.

En cuanto amaneciese y Sayoko se despertara, enseguida le pediría que se casara con él. Junpei había tomado la decisión. Ya no dudaba. No podía perder un segundo más. Abrió con sigilo la puerta del dormitorio y contempló a Sayoko y a Sara acurrucadas bajo la colcha, dormidas. Sara daba la espalda a Sayoko; ésta tenía la mano posada en el hombro de la niña. Junpei acarició los cabellos de Sayoko desparramados sobre la almohada, después deslizó la yema de los dedos por la pequeña mejilla sonrosada de Sara. Ninguna de las dos se movió. Él se sentó en la alfombra, a los pies de la cama, se recostó en la pared y se quedó velando su sueño.

Con los ojos fijos en las agujas del reloj de la pared, pensó en la continuación de la historia que le contaría a Sara. La historia de Masakichi y Tonkichi. Ante todo, tenía que encontrar un buen final. No podía permitir que Tonkichi fuera enviado al zoológico. Tenía que salvarlo. Junpei intentó reconducir la historia desde el principio. Mientras tanto, una idea vaga fue germinando dentro de su cabeza y fue tomando, poco a poco, una forma concreta.

«A Tonkichi se le ocurrió que podía hacer tortas con la miel que recogía Masakichi. Tras practicar un poco, Tonkichi descubrió que tenía un gran talento para hacer deliciosas tortas de miel. Masakichi llevaba las tortas a la ciudad y las vendía a la gente. Como las tortas gustaban a todo el mundo, se vendían en un santiamén. Y Tonkichi y Masakichi no tuvieron que separarse y pudieron vivir felices en la montaña y seguir siendo buenos amigos.»

A Sara seguro que le gustaría este final. Y a Sayoko posiblemente también.

«Voy a escribir otro tipo de historias», pensó Junpei. «El tipo de relatos en los que alguien aguarda, ilusionado, lleno de impaciencia, a que amanezca y el mundo se ilumine para poder abrazar con fuerza, envuelto en esta nueva luz, a los seres que ama. Pero ahora, de momento, estoy aquí y debo protegerlas a las dos. Nadie las encerrará en ninguna caja absurda. Nadie. Jamás. Aunque el cielo se derrumbe, aunque la tierra, rugiendo, se abra.»