Todos los hijos de Dios bailan
YOSHIYA se despertó en medio de la peor de las resacas. Se esforzó en abrir los ojos, pero sólo consiguió abrir uno. El párpado izquierdo no obedecía a sus órdenes. Se sentía como si durante la noche se le hubiese llenado la cabeza de caries. Sus encías podridas rezumaban un jugo sucio que le iba corroyendo el cerebro, lenta, pero incesantemente, desde el meollo mismo. Si no intervenía, sus sesos acabarían fundiéndose. Pero, a la vez, le daba la impresión de que, llegados a aquel punto, él no podía hacer nada. Lo que hubiese querido era dormir un poco más. Pero se daba perfecta cuenta de que no lo lograría. Se encontraba demasiado mal para seguir durmiendo.
Buscó con la vista el reloj a la cabecera de la cama, pero había desaparecido, vete a saber por qué. Allí donde se suponía que tenía que haber un reloj no había ninguno. Tampoco estaban sus gafas. Quizá las hubiera arrojado a alguna parte de un manotazo. Ya le había sucedido en otra ocasión.
«¡Arriba!», se dijo, pero sólo consiguió incorporarse a medias sobre la cama, porque enseguida sintió cómo las ideas se le embrollaban y volvió a sepultar la cabeza en la almohada. Por la calle pasaba una furgoneta anunciando la venta de varas de tender la ropa. Recogían la vara vieja y te la cambiaban por una nueva. El precio de los tendederos era el mismo que hacía veinte años. Eso es lo que aseguraba la voz por megafonía. La voz de un hombre de mediana edad, blanda y carente de inflexión. Al oírla, la cabeza volvió a darle vueltas, como cuando uno se marea en un barco. Pero sólo sentía arcadas, no lograba vomitar.
Tenía un amigo que, cada vez que sufría una resaca atroz, miraba los magazine de las mañanas. Decía que le bastaba con oír las desagradables voces de aquellos periodistas, cazadores de brujas del show business, para conseguir vomitar todo lo que le quedaba en el estómago de la noche anterior.
Pero Yoshiya, esa mañana, no se sentía con fuerzas para levantarse e ir hasta el televisor. A duras penas podía respirar. En el fondo de sus ojos, una luz transparente y una humareda blanca se entremezclaban de una manera confusa pero persistente. Su visión del mundo que lo rodeaba era extrañamente plana, sin relieve. «Morir debe de ser algo parecido», pensó de pronto. Fuera como fuese, con una vez era más que suficiente. «Podría morir ahora mismo, vale. Pero, Dios mío, no permitas que vuelva a pasar por este trance.»
La palabra «Dios» le recordó a su madre. Como tenía sed, decidió llamarla, pero entonces cayó en la cuenta de que estaba solo. Su madre se había ido hacía tres días a Kansai con otros creyentes. «En este mundo hay de todo», pensó. La madre ejercía de voluntaria con los Servidores de Dios y el hijo sufría una resaca de órdago. No lograba levantarse. El ojo izquierdo aún no se le había abierto. ¿Con quién había bebido tanto? No se acordaba de nada. Cuando intentaba recordar, sentía cómo el cerebro se le petrificaba. Ya se acordaría luego, poco a poco.
Quizás aún no fueran las doce del mediodía. A juzgar por la luz clara, deslumbrante, que se filtraba a través de la rendija de las cortinas, Yoshiya dedujo que ya habrían dado las once. Trabajaba en una editorial, y cuando los empleados jóvenes como él llegaban algo tarde, hacían la vista gorda. Con las horas extras, realizaban el cómputo. Pero si aparecían después de las doce del mediodía, el jefe les llamaba la atención. Las recriminaciones se las llevaba el viento, pero Yoshiya prefería evitar que el creyente gracias al cual había conseguido aquel trabajo tuviese problemas por su culpa.
En resumidas cuentas, ya era casi la una cuando salió de casa. De ordinario, habría buscado alguna excusa pertinente para quedarse en casa, pero en el disco duro tenía un documento que debía maquetar e imprimir sin falta a lo largo del día y aquél era un trabajo que no podía confiar a nadie.
Salió del piso de alquiler de Asagaya donde vivía con su madre, fue hasta Yotsuya en la línea Chūō, hizo transbordo a la Marunouchi, fue hasta Kasumigaseki y volvió a cambiar, esta vez a la línea Hibiya, para apearse en Kamiyachō. Subió un montón de escaleras con paso inseguro, bajó otro montón. Cerca de la estación de Kamiyachō estaba la editorial donde trabajaba. Una pequeña editorial especializada en libros de viajes al extranjero.
Aquella noche, a las diez y media, ya de vuelta a casa, cuando se disponía a cambiar de metro en la estación de Kasumigaseki, vio a aquel hombre al que le faltaba el lóbulo de una oreja. Estaría en la mitad de la cincuentena, tenía el pelo entrecano. Alto, sin gafas, llevaba un anticuado abrigo de tweed y, en la mano derecha, sostenía una cartera de piel. Se dirigía desde el andén de la línea Hibiya hacia el andén de la línea Chiyoda a paso lento, como sumido en profundas reflexiones. Yoshiya lo siguió sin dudar un instante. De pronto, se dio cuenta de que tenía la garganta tan seca como el cuero viejo.
La madre de Yoshiya tenía cuarenta y tres años, pero no aparentaba más de treinta y cinco. Sus facciones eran regulares, limpias y elegantes. Gracias a la dieta frugal y a la gimnasia intensiva que realizaba mañana y noche, mantenía la figura esbelta y la piel luminosa. Además, como sólo tenía dieciocho años más que Yoshiya, solían tomarla por su hermana mayor.
Hay que añadir que ella nunca había mostrado una gran conciencia maternal. O quizá sólo fuese una excéntrica. Después de que Yoshiya ingresara en secundaria y de que empezase a despertar a la sexualidad, ella continuó paseándose tranquilamente por la casa en ropa interior, o incluso alguna vez que otra en cueros vivos. Dormían en habitaciones separadas, claro está, pero, por las noches, cuando se sentía sola, ella iba al dormitorio de Yoshiya y se arrebujaba en su cama muy ligera de ropa. Ponía un brazo alrededor de su hijo y se dormía abrazada a él igual que si fuera un perro o un gato. Yoshiya sabía que su madre actuaba sin malicia, pero, en esas ocasiones, no conseguía relajarse. Se veía obligado a adoptar posturas extremadamente forzadas para que su madre no se percatara de su erección.
A Yoshiya le aterraba la posibilidad de caer en una relación fatal con su madre, de modo que, a la desesperada, buscaba chicas con las que tener relaciones sexuales fáciles. Cuando no conseguía encontrarlas en su entorno inmediato, recurría, de forma periódica y sistemática, a la masturbación. Ya desde la época del instituto frecuentaba los prostíbulos con el dinero de los trabajillos de media jornada. Sus acciones, más que deberse a una sexualidad exacerbada, eran fruto del pánico.
Tal vez lo más acertado hubiese sido dejar la casa en el momento apropiado e instalarse por su cuenta. El propio Yoshiya le había dado muchas vueltas al asunto. Se lo había planteado al ingresar en la universidad, volvió a pensárselo cuando empezó a trabajar. Pero, a fin de cuentas, a los veinticinco años seguía sin haberse podido ir de casa. Una de las razones era que no sabía qué disparate sería capaz de cometer su madre si la dejaba sola. En varias ocasiones, Yoshiya había tenido que hacer lo imposible para evitar que ella pusiera en práctica unas ideas totalmente suicidas (a pesar de su innegable buena intención) que se le habían ocurrido de pronto.
Además, si él saliera de repente con que se iba a vivir solo, podía producirse un gran revuelo. Al parecer, la idea de que algún día Yoshiya pudiera separarse de ella no había cruzado nunca la mente de su madre. A los trece años, cuando él declaró que renunciaba a la fe, ella se sumió en una aflicción tan grande que se trastornó. Yoshiya aún recordaba aquel episodio. Durante unos quince días, su madre apenas comió, no pronunció palabra, no se bañó ni se peinó ni se cambió la ropa interior. Apenas se ocupó de la menstruación. Era la primera vez que Yoshiya veía a su madre tan sucia y maloliente. Sólo con pensar que aquello podría reproducirse, a Yoshiya le dolía el corazón.
Yoshiya no tenía padre. Desde que nació sólo tuvo a su madre. Cuando era pequeño, ella le repetía una y otra vez que su padre era «el Señor» (así era como ellos llamaban a su dios). «El Señor sólo puede morar en el Cielo. No puede vivir con nosotros. Pero ese Señor, tu Padre, siempre vela por ti, Yoshiya, siempre te protege.»
El señor Tabata, su mentor espiritual cuando era pequeño, le decía lo mismo:
—Es verdad que no tienes padre en este mundo. Y quizá muchos hagan comentarios estúpidos sobre ello. Por desgracia, en este mundo hay muchas personas que tienen una nube ante los ojos que les impide ver la Verdad. Pero tu padre, Yoshiya, el Señor, es el mundo mismo. Y tú vives envuelto en su amor. Tú debes enorgullecerte de esto y vivir de una manera honesta.
—Pero es que Dios es de todos, ¿no? —dijo Yoshiya un día, cuando acababa de ingresar en primaria—. Y padre, cada uno tiene uno distinto.
—Escúchame bien, Yoshiya. El Señor, tu padre, un día se revelará ante ti como algo únicamente tuyo. En el momento más inesperado, en el lugar que menos te lo esperes, te encontrarás con Él. Sin embargo, si tu corazón alberga dudas o si abandonas la fe, Él se sentirá decepcionado y jamás, jamás, se aparecerá ante ti. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—¿Te acordarás siempre de lo que te he dicho?
—Sí, señor Tabata, lo recordaré.
Pero, a decir verdad, Yoshiya no acababa de comprenderlo. Porque él no podía concebirse a sí mismo como un ser especial, como el Hijo de Dios. Lo mirara como lo mirase, él era un niño normal y corriente como los demás. O quizá, más bien, incluso un poco menos que los otros. No destacaba en nada, metía la pata a menudo. En los dos últimos cursos de primaria todo continuó igual. Sus notas eran bastante buenas, pero en deporte era un desastre. Era lento, desgarbado, miope, torpe con las manos. Cuando salía a jugar a béisbol, se le escapaban casi todas las pelotas. Sus compañeros de equipo lo increpaban, las niñas que miraban el partido se reían.
Por las noches, antes de acostarse, rezaba a Dios, su padre: Yoshiya tendría en Él una fe inquebrantable por los tiempos de los tiempos, pero, por favor, ¿no podía hacer que atrapase bien la pelota en los lanzamientos? Era lo único que le pedía (de momento). Si hubiera sido realmente su padre, algo tan insignificante tendría que habérselo concedido. Pero sus ruegos no fueron atendidos. Y las pelotas siguieron cayéndosele de los guantes.
—Yoshiya, eso es poner a prueba al Señor —le dijo de manera categórica el señor Tabata—. Pedirle cosas a Dios no es malo. Pero tiene que tratarse de algo más grande, más importante. Pedirle cosas concretas delimitando el plazo no es correcto.
Cuando Yoshiya cumplió diecisiete años, su madre le confesó el secreto (o algo similar) de su nacimiento.
—Cuando aún no había cumplido los veinte años, yo vivía en las tinieblas más profundas —le contó su madre—. Mi alma estaba confusa y revuelta como un mar de lodo. La luz verdadera permanecía oculta tras oscuros nubarrones. En aquella época, yo yací con algunos hombres sin amarlos. ¿Entiendes lo que es yacer?
Yoshiya le dijo que sí lo entendía. En lo que se refería al sexo, su madre utilizaba a veces palabras terriblemente anticuadas. Por aquel entonces, él ya había «yacido sin amor» con unas cuantas mujeres.
La madre prosiguió su relato:
—Me quedé encinta por primera vez en segundo de bachillerato. En aquella ocasión, no le concedí gran importancia. Fui a un hospital que me había recomendado una amiga y aborté. El ginecólogo era joven y amable y, tras la operación, me explicó varias cosas sobre la contracepción. Me dijo que el aborto comportaba consecuencias indeseables tanto en el terreno físico como en el psicológico y que, además, existía el problema de las enfermedades de transmisión sexual, así que me aconsejó que usara preservativos y me dio una caja.
»Yo le dije que ya los había utilizado antes. Él repuso: “Entonces es que lo hiciste de manera errónea. Sorprende lo generalizado que está el uso incorrecto del preservativo”. Pero yo no era tan tonta. Iba con mucho cuidado para no quedarme embarazada. En cuanto nos desnudábamos, yo le ponía el preservativo a mi pareja. Porque no me fiaba de los hombres. Sabes lo que es un preservativo, ¿verdad?
Yoshiya le dijo que sí lo sabía.
—Dos meses más tarde volvía a estar encinta. Había tomado más precauciones que antes y, a pesar de ello, me había vuelto a quedar embarazada. No podía creerlo. Pero no tuve más remedio que regresar al mismo hospital. El médico, al verme, dijo: «¿No te dije que fueras con cuidado? ¿Qué es lo que tienes en la cabeza?». Llorando, le expliqué las precauciones que había adoptado al yacer con los hombres. Pero él no me creyó. «Si hubieras puesto de la forma adecuada el preservativo, no habría pasado nada», me riñó.
»La historia se alarga un poco, pero, medio año después, por avatares del destino, resulta que yací con aquel médico. Él tenía entonces treinta años y aún estaba soltero. El asunto no tiene nada de extraordinario, pero él era un hombre bueno y honesto. Le faltaba el lóbulo de la oreja derecha. Cuando era pequeño, se lo arrancó un perro de un mordisco. Andaba por la calle cuando un perrazo negro se abalanzó sobre él y le arrancó el lóbulo de una dentellada. Él decía que había sido una suerte que se tratara de la oreja. Que le faltara el lóbulo de una oreja no suponía ningún impedimento para hacer una vida normal. “Si hubiese sido la nariz, habría sido mucho más grave”, decía él. Y yo pensaba que tenía razón.
»Durante la época en que salí con él fui recuperando, poco a poco, la sensatez. Mientras yacía con él, no pensaba en tonterías. Incluso me acabó gustando su media oreja. Como era, incluso en la cama, un hombre apasionado por su trabajo, me explicaba cosas sobre contracepción. Cómo y cuándo debía ponerse el preservativo, cómo y cuándo debía quitarse. Una contracepción perfecta, irreprochable. A pesar de ello, volví a quedarme encinta.
La madre fue a ver a su novio, el médico, y le comunicó que estaba en estado. Éste le hizo las pruebas y confirmó el embarazo. Sin embargo, no reconoció ser el padre. «Como especialista, he realizado una contracepción perfecta», dijo. «La única explicación plausible es que hayas tenido relaciones con otro hombre.»
—Al oír estas palabras me sentí profundamente herida. La ira me hacía temblar. Comprendes que me sintiera herida, ¿verdad?
Yoshiya le dijo que sí lo entendía.
—Mientras salía con él, no había yacido ni una sola vez con ningún otro hombre. A pesar de ello, él me trató como a una adúltera indecente. No volví a verlo más. Tampoco aborté. Decidí morir. Si el señor Tabata, en aquel instante, no me hubiese encontrado deambulando por las calles y se hubiese dirigido a mí, seguro que habría subido al barco que iba a Oshima, me habría arrojado al mar desde cubierta y habría muerto. Porque a mí no me daba ningún miedo la muerte. Y si yo hubiese muerto, tú no hubieses venido al mundo, Yoshiya. Pero gracias a la guía del señor Tabata hallé la salvación. Al fin logré descubrir una pequeña luz. Recibí la ayuda de los otros creyentes y te traje a este mundo.
Cuando encontró a mi madre, el señor Tabata le dijo:
—Usted se ha quedado encinta a pesar de haber tomado estrictas medidas de contracepción. Y esto se ha repetido en tres ocasiones. ¿Cabe pensar que se trata de un accidente fortuito? Yo no lo veo así. Una casualidad que se repite tres veces deja de ser una casualidad. Además, el número tres es la forma bajo la cual se revela el Señor. Dicho en otras palabras, señorita Osaki, el Señor deseaba que usted concibiera un hijo. Señorita -Osaki, este niño no es el hijo de cualquiera. Es el hijo del Señor que está en los Cielos. Démosle a este niño varón que ha de nacer el nombre de Yoshiya.
Tal como el señor Tabata había vaticinado, nació un hijo varón al que llamaron Yoshiya, y la madre no volvió a yacer jamás con nadie y consagró su vida a servir al Señor.
—Es decir —apuntó tímidamente Yoshiya—, que mi padre, hablando en términos biológicos, es aquel ginecólogo, ¿verdad?
—No —negó categóricamente la madre con los ojos ardientes—. Él había tomado unas medidas contraconceptivas perfectas. Y eso implica que, tal como dice el señor Tabata, tú eres hijo de Dios. Tú, Yoshiya, no fuiste concebido por una relación carnal, sino por la voluntad de Dios.
La madre no parecía abrigar la menor duda. Pero Yoshiya se convenció de que su padre era el ginecólogo. El preservativo debía de tener alguna tara. ¿Cabía otra posibilidad?
—Entonces, ¿ese médico se enteró de que yo había nacido?
—No lo creo —dijo la madre—. ¿Cómo iba a saberlo? No volví a verlo más, tampoco me puse en contacto con él.
El hombre tomó un tren de la línea Chiyoda con dirección a Abiko. Tras él, Yoshiya saltó dentro del mismo vagón. A las diez y media pasadas de la noche, el tren no iba muy lleno. El hombre se sentó, sacó una revista de la cartera y la abrió por la página que estaba leyendo. Parecía tratarse de una revista científica. Yoshiya tomó asiento frente a él, desplegó el periódico que llevaba en la mano y fingió leer. El hombre tenía el rostro enjuto, las facciones pronunciadas, el aspecto serio. Tenía aire de médico. La edad también coincidía. Y le faltaba el lóbulo de la oreja derecha. Aquella cicatriz podía corresponder muy bien con la dentellada de un perro.
Instintivamente, Yoshiya supo con certeza que aquel hombre era su padre biológico. «Pero él no debe de saber siquiera que tiene un hijo por esos mundos de Dios», se dijo. «Si voy ahora y le desvelo la verdad, no va a creerme de buenas a primeras. Porque hay que tener en cuenta que él, como especialista, tomó unas medidas anticonceptivas perfectas.»
El tren dejó atrás Shin-Ochanomizu, pasó por Sendagi, atravesó Machiya y, finalmente, salió a la superficie. En cada parada disminuía el número de pasajeros. Pero el hombre seguía absorto en la lectura de la revista. No hizo ademán de levantarse. Mientras lo espiaba con el rabillo del ojo leyendo por encima la edición vespertina del periódico, Yoshiya, a intervalos, fue recordando, poco a poco, los sucesos de la noche anterior. Había ido a tomar unas copas a Roppongi con un amigo de la época de la universidad y con un par de chicas que éste conocía. Luego, recordó Yoshiya, fueron los cuatro a una discoteca. Los acontecimientos iban resurgiendo en su memoria. «¿Me acabé acostando con aquella chica?», se preguntó. «No, seguro que no. ¿Cómo iba a yacer con nadie con la borrachera que llevaba encima?»
Las páginas de la sección de sociedad no hablaban de otra cosa que del terremoto. Su madre estaba alojada, junto con otros creyentes, en las instalaciones que la congregación tenía en Osaka. Cada mañana llenaban hasta arriba sus mochilas, iban en tren hasta donde llegaba la línea y continuaban la ruta a pie, hasta Kobe, por la carretera nacional sepultada bajo los escombros. Y allí repartían, entre la gente, artículos de primera necesidad. Su madre le había dicho por teléfono que las mochilas llegaban a pesar hasta quince kilos. Yoshiya sintió que aquello pertenecía a una realidad remota que estaba a años luz de él mismo, a años luz del hombre enfrascado en una revista sentado frente a él.
Hasta acabar primaria, Yoshiya había acompañado a su madre, una vez por semana, en su labor apostólica. Ella era la predicadora que mejores resultados obtenía en la congregación. Era joven, guapa, parecía una niña bien (venía de buena familia), y era simpática. Llevaba, además, a un niño pequeño de la mano. Ante ella, casi todo el mundo bajaba la guardia. Mucha gente se decía que, aunque no le interesase la religión, a ella no le importaba escucharla un rato. Vestida con un austero traje chaqueta (pero que realzaba bellamente su figura), iba de casa en casa repartiendo folletos y, con una actitud nada impositiva, les hablaba de la felicidad que reportaba la fe y los invitaba a visitar la congregación cuando tuvieran alguna angustia, alguna pena.
—Nosotros no pretendemos obligarlos a nada. Nuestra única intención es dar —decía con voz apasionada y ojos ardientes—. Yo misma fui redimida por la fe cuando mi alma vagaba perdida entre tinieblas. Aquellos días, cuando llevaba a este niño en mi seno, había decidido acabar con mi vida arrojándome al mar. Pero me socorrió el Señor, que está en los Cielos, y ahora vivo en la luz junto a este niño y junto al Señor.
A Yoshiya no le resultaba penoso que su madre lo llevara de puerta en puerta. En esas ocasiones, ella se mostraba especialmente cariñosa con él, su mano estaba caliente. Solían darles con la puerta en las narices, pero, en las raras ocasiones en que los acogían con amabilidad, él estaba contento. Cada vez que conseguían un nuevo adepto, él se sentía lleno de orgullo. Yoshiya se decía que Dios, su padre, tal vez se lo reconocería aunque sólo fuera un poco.
Sin embargo, poco después de ingresar en secundaria, Yoshiya abandonó la fe. A medida que iba afianzándose en su interior el espíritu de independencia, Yoshiya encontró cada vez más difícil vivir guardando los estrictos preceptos de una congregación cuyas ideas eran diferentes a las asumidas por el común de la sociedad. Pero no se trató sólo de eso. La razón fundamental, el hecho que contribuyó de manera decisiva a que Yoshiya abandonara sus creencias, fue la infinita frialdad de aquel ser que era su padre. Su corazón oscuro, duro y mudo como una roca. La renuncia a la fe de Yoshiya le causó a su madre una profunda aflicción, pero su decisión fue inquebrantable.
Cuando finalmente el hombre, después de guardar la revista en la cartera, se levantó y se dirigió hacia la puerta, el tren ya se disponía a entrar en la última estación antes de la prefectura de Chiba. Yoshiya bajó tras él. El hombre se sacó un abono del bolsillo y cruzó la garita de salida. Yoshiya tuvo que hacer cola para pagar el importe de la diferencia del trayecto. A pesar de ello, llegó a tiempo de ver cómo el hombre montaba en un taxi en la parada que había delante de la estación. Él cogió otro, sacó de la cartera un billete nuevo de diez mil yenes.
—Sigue a ese taxi.
El conductor le dirigió una mirada suspicaz. Luego, miró el billete de diez mil yenes.
—No se tratará de algo peligroso, ¿verdad? De un delito o algo por el estilo.
—No supone ningún peligro. Tranquilo —dijo Yoshiya—. Es una investigación normal y corriente.
El conductor cogió el billete sin decir palabra, puso el coche en marcha.
—Pero la carrera va aparte. Bajo bandera.
Los dos taxis atravesaron un barrio comercial con las puertas metálicas bajadas, pasaron ante unos descampados oscuros, dejaron atrás un gran hospital con las ventanas iluminadas, atravesaron solares donde se alineaban edificios de pisos baratos a la venta. Como el tráfico era casi inexistente, la persecución no comportaba ni dificultad ni emoción alguna. El conductor, muy en su papel, iba aumentando y reduciendo la distancia, a intervalos, entre ambos vehículos.
—¿Es una investigación sobre adulterio?
Yoshiya respondió:
—No, es un asunto de cazatalentos. Un tipo al que se disputan dos compañías.
—¡Caramba! —exclamó el conductor asombrado—. ¿Eso llegan a hacer ahora las empresas para contratar a gente? Pues no lo sabía.
Las viviendas eran cada vez más escasas, entraron en una zona donde a lo largo del río se alineaban fábricas y almacenes. No se veía un alma y unas farolas nuevas destacaban de forma exagerada. Tras bordear largo tiempo un alto muro de cemento, el primer taxi se detuvo de pronto. Fijándose en las luces rojas de posición del primer vehículo, el conductor del taxi de Yoshiya pisó a su vez el freno unos cien metros por detrás. Y apagó los faros delanteros. La luz de las farolas alumbraba en silencio el negro suelo de asfalto: el muro era lo único que se veía. En la parte superior de éste, una espesa alambrada de espino parecía amenazar el mundo entero. Más allá, se abrió la portezuela del primer taxi y se apeó el hombre al que le faltaba el lóbulo de una oreja. Yoshiya, aparte del billete de diez mil yenes, le tendió al conductor dos billetes de mil sin decir una palabra.
—Piensa que por aquí pasan muy pocos taxis y tendrás problemas para volver. ¿Quieres que te espere un rato?
Yoshiya rechazó su ofrecimiento y descendió del coche.
Tras bajar del taxi, el hombre se encaminó, sin dirigir a su alrededor una sola mirada, hacia un sendero recto que discurría a lo largo del muro de cemento. Su paso era lento y regular, igual que cuando andaba por el andén del metro. Parecía un muñeco mecánico bien fabricado que se moviera atraído por un imán. Yoshiya se subió las solapas del abrigo y, exhalando vaho blanco a través de ellas, emprendió la persecución manteniendo una distancia prudencial. Lo único que llegaba a sus oídos era el roce anónimo de la cartera de piel del hombre. Por contraste, las suelas de goma de los mocasines que calzaba Yoshiya no hacían el menor ruido.
Por los alrededores no se veía ni un alma: parecía una escena fantástica prestada de algún sueño. El largo muro moría en un cementerio de automóviles. Cercados por una verja metálica, los coches se apilaban unos sobre otros. Aparte de llevar largo tiempo expuestos a la intemperie, la luz de mercurio de las farolas les robaba a todos, de manera uniforme, el poco color que les quedaba. El hombre pasó de largo.
Yoshiya estaba perplejo. ¿Qué razones tendría el hombre para apearse del taxi en un lugar tan desolado como aquél? ¿Iba de camino a casa? ¿Estaría, tal vez, dando un rodeo antes de volver? Claro que, en febrero, de noche, hacía demasiado frío para pasear. De vez en cuando, una ráfaga de viento helado barría el callejón y empujaba a Yoshiya por la espalda.
El cementerio de automóviles quedó atrás y otro inhóspito muro de cemento se extendió a lo largo de unos metros hasta dejar entrever una fisura: la boca de un estrecho callejón. El hombre enfiló hacia él con naturalidad, sin titubear. El fondo del callejón estaba sumido en las tinieblas, no se vislumbraba nada. Yoshiya vaciló un instante, pero acabó sumergiéndose a su vez, en pos del hombre, en la negra oscuridad. Había llegado hasta allí. No iba a retroceder ahora. Era una calleja recta emparedada entre dos altos muros. Tan estrecha que no permitía el paso de dos personas a la vez, oscura como el fondo del océano en la noche. Su única referencia eran los pasos del hombre. Éste seguía andando delante de Yoshiya, al mismo ritmo. Yoshiya se adentró en aquel universo sin luz aferrado a aquel sonido. Luego, los pasos dejaron de oírse.
¿Se habría dado cuenta el hombre de que alguien lo seguía? ¿Estaría allí, inmóvil, conteniendo la respiración, tratando de adivinar qué o quién había a sus espaldas? Envuelto en la oscuridad, a Yoshiya se le encogió el alma. Con todo, intentó refrenar sus palpitaciones y siguió avanzando. ¿Importaba en realidad? Total, si el hombre le recriminaba que lo siguiera, le bastaba con contárselo todo, tal cual. Quizá, por el contrario, eso simplificara las cosas. Pero el sendero se cortó de golpe. Era un callejón sin salida. Ante Yoshiya sólo había una alambrada. Aunque, mirándolo bien, se veía un agujero que a duras penas permitía el paso de una persona. Un agujero abierto adrede en la tela metálica. Yoshiya se recogió los bajos del abrigo, se agachó y pasó a través del agujero.
Al otro lado de la alambrada se extendía un vasto campo. No, no era un campo cualquiera. Parecía un campo de juego. Bajo la tenue luz de la luna, entrecerrando los ojos, Yoshiya barrió el campo con la mirada. No se veía al hombre por ninguna parte.
Era un campo de béisbol. Yoshiya estaba de pie en el centro de los jardines. Entre los hierbajos pisoteados sólo quedaba al descubierto, como una cicatriz, el emplazamiento del jardinero central. Mucho más allá, tras el plato, la malla de protección se alzaba como un ala negra y el montículo del lanzador resaltaba como una protuberancia del terreno. A lo largo del perímetro del campo se extendía, alta, la alambrada. Arrastrando una bolsa de patatas vacía, el viento que barría el campo de juego se dirigía vete a saber adónde.
Yoshiya embutió las manos en los bolsillos del abrigo y, conteniendo la respiración, aguardó a ver qué ocurría. Pero no pasó nada. Dirigió los ojos hacia la banda derecha del campo, luego hacia la banda izquierda, miró hacia el montículo del lanzador, contempló el suelo, a sus pies, luego alzó la vista hacia lo alto. En el cielo flotaban algunas nubes de nítidos contornos. La luna teñía los bordes de un extraño color verdoso. A sus pies, la hierba despedía un tenue olor a excrementos de perro. El hombre había desaparecido. Sin dejar rastro. De haber estado presente, el señor Tabata habría dicho: «¿Lo ves, Yoshiya? El Señor se revela ante nosotros bajo las formas más insospechadas».
Pero el señor Tabata había muerto de cáncer de uretra hacía tres años. Durante los últimos meses, en medio de dolores tan atroces que era penoso incluso presenciarlos, ¿no habría puesto a prueba al Señor ni una sola vez? ¿No le habría pedido a Dios que mitigara su sufrimiento aunque sólo fuera un poco? A Yoshiya le parecía que el señor Tabata tenía derecho a pedirlo (por limitado en el tiempo y concreto que fuera su ruego). Porque había vivido siempre íntimamente unido a Dios y había guardado de forma escrupulosa sus engorrosos preceptos. Además —se le ocurrió a Yoshiya de pronto—, si Dios puede poner a prueba a los hombres, ¿por qué los hombres no pueden poner a prueba a Dios?
Sentía unas ligeras punzadas en las sienes, pero era incapaz de discernir si se debían a la resaca o a otra cosa. Yoshiya hizo una mueca, sacó las manos de los bolsillos y empezó a dirigirse, con grandes y lentas zancadas, hacia la base del bateador. Hasta varios minutos antes perseguía, conteniendo la respiración, al hombre que parecía ser su padre. Apenas podía pensar en otra cosa. Así había ido a parar a aquel campo de béisbol en un barrio desconocido. Pero en cuanto había perdido de vista la figura de aquel hombre, la importancia de aquella serie de acciones se había vuelto, de repente, a sus ojos, incierta. Su sentido se había resquebrajado, ya nunca volvería a ser lo mismo. Igual que en el pasado, cuando atrapar la pelota era una cuestión crucial, un asunto de vida o muerte, hasta que un buen día dejó de serlo.
«¿Qué diablos esperaba conseguir con esto?», se preguntó Yoshiya mientras avanzaba. «¿Intentaba confirmar los lazos que me unen con el mundo que existe aquí y ahora? ¿Deseaba verme incluido en una nueva historia, que me fuera asignado un nuevo papel, más elaborado? No, no lo creo», pensó Yoshiya. «No es eso. Lo que perseguía, quizás, era la cola de las tinieblas que están en mi interior. Las he descubierto por casualidad, he emprendido su persecución, me he aferrado a ellas y, al final, he sido arrojado a una oscuridad todavía más negra. No volveré a verlas jamás.»
En aquel instante, el alma de Yoshiya se había detenido en un lugar y en un tiempo parecidos a un cielo azul y sereno. ¿Era aquel hombre su verdadero padre? ¿Se trataba de Dios? ¿Era un desconocido que había perdido el lóbulo de la oreja en algún lugar? A Yoshiya aquello ya no le importaba. Allí había habido una revelación, había habido un sacramento. ¿Debería loar a Dios por ello?
Subió al montículo del lanzador, se plantó sobre la gastada placa y, allí, tensó la espalda tanto como pudo. Entrecruzó los dedos de las manos y estiró los brazos por encima de la cabeza. Llenó los pulmones del frío aire de la noche, alzó de nuevo los ojos hacia la luna. Era una luna muy grande. ¿Por qué hay días en que aumenta de tamaño y, otros, en que disminuye? Junto a las bandas de la primera y la tercera base, se situaban unos sencillos bancos de madera para los espectadores. Por supuesto, en febrero, de noche, no había nadie. Sólo unas tablas rectas que se alineaban, heladas, formando tres filas. Al otro lado de la red del fondo se sucedían unos tristes edificios sin ventanas. ¿Almacenes, tal vez? No se veía ninguna luz. No se oía ningún ruido.
Subido al montículo, Yoshiya hizo girar los brazos en círculo. A la vez, movió los pies rítmicamente hacia delante, luego los llevó hacia los lados. Tras realizar durante un tiempo esa especie de baile, su cuerpo se fue caldeando, poco a poco, y recuperó la percepción de un organismo vivo. De pronto se dio cuenta de que la cabeza casi había dejado de dolerle.
La chica con la que había estado saliendo en la época de la universidad lo llamaba «ranita». Porque su manera de bailar le recordaba a una rana. A ella le gustaba mucho bailar y solía llevar a Yoshiya a la discoteca. «Con esos brazos y piernas tan largos, cuando bailas se te ve muy desgarbado. Pareces una rana bajo la lluvia. ¡Qué mono! ¡Me encanta!», decía ella.
Yoshiya, al oírlo, se sentía algo herido, pero, a pesar de ello, siguió acompañándola y, a fuerza de bailar y bailar, acabó gustándole. Cuando movía su cuerpo con libertad al compás de la música, sentía vivamente que el ritmo natural que había en su cuerpo se fundía y respondía al ritmo básico del mundo. El flujo y reflujo de las mareas, el viento que danzaba en la pradera, el curso de las estrellas: nada de todo aquello ocurría en un lugar ajeno a él. Eso es lo que pensaba Yoshiya.
Aquella chica le dijo que él tenía el pene más grande que había visto jamás. Un día, mientras se lo agarraba con una mano, le preguntó: «¿No te molesta para bailar, tan grande?». Yoshiya le respondió que no le molestaba en especial. Era grande de verdad. Lo había sido siempre, desde su infancia. Hasta donde era capaz de recordar, no le había reportado ningún beneficio. En algunas ocasiones se habían negado a mantener relaciones sexuales con él por la razón de que era enorme. Ante todo, desde el punto de vista estético, era demasiado grande. Y eso le confería un aire lerdo, estúpido, torpe. Él se esforzaba en no exponerlo a los ojos ajenos. «Yoshiya, que tengas el pito tan grande es una señal de que eres hijo de Dios», le decía su madre, convencida, y él también se lo había creído. Hasta que, un buen día, todo le había parecido, de repente, una estupidez. «Yo le pido a Dios que me conceda el don de atrapar las pelotas de béisbol y, a cambio, él me concede un órgano sexual mayor que el de nadie. ¿En qué mundo cabe una permuta tan estrambótica?»
Yoshiya se quitó las gafas y las guardó en el estuche. «No estaría mal bailar un rato», pensó. No estaría mal. Cerró los ojos y, sintiendo la blanca luz de la luna en la piel, empezó a bailar solo. Respiraba hondo, exhalaba el aliento. Como no se le ocurría ninguna melodía acorde con su estado de ánimo, bailó al compás del susurro de la hierba y del flujo de las nubes en el cielo. Mientras bailaba, le dio la impresión de que lo estaban mirando. Yoshiya tuvo la sensación real, muy viva, de encontrarse dentro del campo visual de alguien. Lo sintieron su cuerpo, su piel y sus huesos. Pero no le importó. Se tratara de quien se tratase, si le apetecía mirar, que mirase. Porque todos los hijos de Dios bailan.
Pisaba el suelo, balanceaba los brazos con elegancia. Un movimiento invitaba al siguiente, y a otro, e iban encadenándose uno tras otro de forma autónoma. Su cuerpo trazaba infinitas figuras. En ellas había una pauta, había variedad, había improvisación. Detrás del ritmo había ritmo en los pliegues del ritmo, se escondía un ritmo invisible. En cada punto estratégico, él podía dominar la visión de esa trenza compleja. Diversos animales permanecían ocultos en el bosque como si se tratara de un acertijo de busca-la-figura-escondida. Entre ellos se mezclaban bestias terroríficas que jamás había visto. Quizá tendría que atravesar ese bosque. Pero él no sentía miedo. ¿Cómo iba a sentirlo si era el bosque que había en su interior? Un bosque que había configurado él mismo. Unas bestias que moraban en su seno.
¿Cuánto tiempo continuó bailando? Yoshiya no lo sabía. Pero fue un rato largo. Bailó hasta que el sudor manó de sus axilas. Luego, de pronto, pensó en lo que existía bajo aquel suelo que él pisaba con fuerza. Allí moraba el rugido funesto de las tinieblas profundas, moraba el negro flujo secreto que transportaba los deseos, moraba el viscoso rebullir de gusanos, moraba el cubil del terremoto que transformaba ciudades en montañas de escombros. También ellos eran elementos que creaban el ritmo de la Tierra. Yoshiya dejó de bailar y, mientras acompasaba su respiración, dirigió la vista hacia el suelo, a sus pies, como si atisbara por un agujero sin fondo.
Yoshiya pensó en su madre, en aquella lejana ciudad derruida. «Si fuera posible retroceder en el tiempo y pudiera reencontrar a mi madre cuando aún era joven y cuando su alma aún estaba envuelta en la negra oscuridad, ¿qué ocurriría? Quizá, que ambos nos hundiríamos por igual en el lodo de la confusión, nos fusionaríamos en una comunión sin fisuras, nos devoraríamos el uno al otro con ansia y, luego, recibiríamos un severo castigo. ¿Importaría? Porque, hablando de castigos, debía de haberlo recibido ya hace tiempo. Es a mi alrededor donde las ciudades deberían quedar reducidas a escombros.»
Cuando salió de la universidad, su novia le pidió que se casara con ella.
—Quiero casarme contigo, ranita. Quiero vivir contigo, quiero tener un hijo tuyo. Un niño que tenga un pito tan grande como el tuyo.
Yoshiya le dijo que no podía casarse con ella. «Nunca te lo había dicho, pero soy el hijo de Dios. Por eso no puedo casarme con nadie.»
—¿De verdad?
—De verdad —le dijo Yoshiya—. De verdad. Lo siento de veras.
Yoshiya se puso en cuclillas, alcanzó un puñado de arena con la mano. Luego dejó que fuera escurriéndose lentamente entre sus dedos hasta el suelo. Lo repitió varias veces. Mientras sentía en los dedos el tacto frío y desigual de la tierra, se acordó de la última vez que había tenido la enflaquecida mano del señor Tabata entre las suyas.
—Yoshiya, ya no viviré mucho más —le había dicho el señor Tabata con voz ronca.
Yoshiya había hecho ademán de negarlo, pero el señor Tabata había asentido en silencio.
—Esto no importa. La vida en este mundo no es más que un fugaz sueño de dolor y yo, gracias a la guía del Señor, he logrado llegar hasta aquí. Pero, antes de morir, hay algo que tienes que saber. Me da mucha vergüenza decírtelo, pero debo hacerlo. Y es que yo, muchas veces, he tenido pensamientos impuros respecto a tu madre. Como tú ya sabes, tengo familia y la quiero con toda el alma. Además, tu madre posee un corazón puro. A pesar de ello, he deseado ardientemente su cuerpo. Y no he podido evitar este pensamiento. Quiero pedirte perdón por ello.
«No tienes por qué pedir disculpas. Tú no has sido el único que ha tenido pensamientos impuros. A mí mismo, que soy su hijo, aún ahora me acosa esta obsesión.» Yoshiya hubiese querido confesárselo. Pero habría perturbado al señor Tabata de modo innecesario. Yoshiya tomó la mano del señor Tabata en silencio, la mantuvo entre las suyas durante largo tiempo. Intentó comunicarle a través de aquella mano los pensamientos de su corazón. «Nuestros corazones no son de piedra. Las piedras pueden deshacerse. Pueden perder su forma. Pero nuestros corazones no pueden desintegrarse. Pueden legar su forma inexistente, sea buena o sea mala, hasta el infinito. Porque todos los hijos de Dios bailan.» Al día siguiente, el señor Tabata expiró.
Acuclillado en el montículo del lanzador, Yoshiya se abandonó al fluir del tiempo. A lo lejos se oyó la sirena de una ambulancia. Una ráfaga de viento hizo bailar la hierba, se congratuló por la canción que generaba el paso de la brisa entre las briznas, luego cesó.
«Dios mío», dijo Yoshiya en voz alta.