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—Y el osito Masakichi había recogido tanta, tanta miel que no se la podía comer toda, y entonces fue a venderla a la ciudad que estaba al pie de la montaña. Porque Masakichi era un genio recogiendo miel.
—¿Y cómo puede ser que un oso tenga un cubo? —preguntó Sara.
Junpei se lo explicó.
—Era por casualidad. Un día se lo encontró tirado por el camino y lo recogió pensando: «¡Mira! Quizás algún día me sirva para algo».
—¡Y le sirvió mucho!
—Pues sí. El osito Masakichi entró en la ciudad y encontró un puesto en la plaza. Plantó un cartel donde ponía: DELICIOSA MIEL NATURAL. A DOSCIENTOS YENES EL VASO, y empezó a vender la miel.
—¿Los osos saben escribir?
—No. Los osos no saben escribir —dijo Junpei—. Masakichi se lo pidió por favor a un señor que había por allí y el señor se lo escribió con un lápiz.
—¿Y los osos saben contar el dinero?
—Yes. Masakichi había crecido entre personas y había aprendido a hablar, a contar el dinero y todas esas cosas. Porque Masakichi era un osito muy listo.
—¿Así que era un poco diferente de los osos normales?
—Sí, era algo distinto de los osos normales. Masakichi era un osito especial. Por eso los otros osos, que no eran especiales, le hacían el vacío.
—¿Le hacían el vacío? ¿Y qué es «hacer el vacío»?
—«Hacer el vacío» es cuando todos dicen: «¿Y ése quién se cree que es? ¡Vaya bicho raro! ¡Puaf!», y nadie quiere ir con él. No le hacen caso, ¿sabes? A Masakichi lo odiaba, en especial, Tonkichi, el más bruto de todos.
—¡Pobre Masakichi!
—Sí, ¡pobre! Encima, como tenía aspecto de oso, los hombres pensaban: «Sí, vale. Sabe contar y sabe hablar, pero, al fin y al cabo, es un oso». Vamos, que no lo aceptaban en ninguno de los dos mundos.
—¡Más pobre todavía! Entonces, ¿Masakichi no tenía amigos?
—No, no tenía amigos. Como los osos no van a la escuela, no tienen ningún lugar para hacer buenos amigos.
—Pues yo, en la guardería, sí tengo amigos.
—Pues claro, Sara —dijo Junpei—. Claro que tienes amigos.
—Y tú, Jun, ¿tú tienes amigos? —Como «tío Junpei» era demasiado largo, Sara siempre lo llamaba simplemente «Jun».
—Tu papá, Sara, es mi mejor amigo desde hace muchos, muchos años. Y tu mamá es igual de buena amiga.
—¡Qué bien que tengas amigos!
—Por supuesto —dijo Junpei—. Es una suerte tener amigos. Tienes razón.
Antes de que Sara se durmiera, Junpei solía contarle unas historias que se iba inventando sobre la marcha. Cada vez que no entendía algo, Sara le hacía una pregunta. Junpei iba aclarando sus dudas, una detrás de otra, con todo detalle. Como las preguntas eran agudas y estaban cargadas de interés, a medida que pensaba cómo responderlas iba ideando la continuación de la historia.
Sayoko trajo leche caliente.
—Estamos hablando del oso Masakichi —informó Sara a su madre—. Masakichi era un genio recogiendo miel, pero no tenía amigos.
—¡Vaya! ¿Y Masakichi era un oso muy grande? —le preguntó Sayoko a Sara.
Sara miró el rostro de Junpei con inquietud.
—¿Era muy grande Masakichi?
—No, no mucho —dijo Junpei—. Era más bien pequeño. Más o menos como tú, Sara. Y era un osito muy tranquilo. Cuando escuchaba música, nunca ponía punk, ni heavy metal, ni cosas por el estilo. Solía escuchar a Schubert, él solo.
Sayoko tarareó la melodía de La trucha.
—Y la música, ¿cómo podía escucharla? ¿Es que Masakichi tenía un reproductor de cedés o algo así? —le preguntó Sara a Junpei.
—Se había encontrado un radiocasete tirado por ahí. Lo había recogido y se lo había llevado a casa.
—¿Tantas cosas buenas hay tiradas por la montaña? —repuso Sara en tono suspicaz.
—Eso era porque la montaña era muy alta y muy escarpada, y los escaladores acababan agotados y sin fuerzas, y entonces iban arrojando todas las cosas que les sobraban a un lado del camino. «¡Ya no puedo más», decían. «¡Cuánto pesa! ¡Uf! ¡Cuánto pesa! ¡Voy a morir! Este cubo no lo necesito. ¡Fuera! Y este radiocasete, tampoco.» Por eso Masakichi encontraba tantas cosas tiradas a los lados del camino.
—Entiendo muy bien cómo se sentían —dijo Sayoko—. A veces, a mí también me entran ganas de tirarlo todo.
—¡Pues a mí no!
—Es que tú eres una avariciosa, Sara —dijo Sayoko.
—¡No! ¡Yo no soy avariciosa! —protestó Sara.
—Es que Sara todavía es jovencita y tiene mucha fuerza. —Junpei dulcificó la expresión—. Pero tienes que beberte pronto la leche, Sara. Y entonces te contaré cómo sigue la historia del osito Masakichi.
—¡Vale! —dijo Sara. Agarró el vaso con ambas manos y se bebió la leche caliente con cuidado—. Pero, oye, Jun, ¿cómo es que Masakichi no hacía tortas de miel y las vendía? Los habitantes de la ciudad habrían estado más contentos si hubiera vendido tortas y no sólo la miel.
—Es una buena idea. Así habría ganado más dinero —dijo Sayoko sonriendo.
—Abrir nuevos mercados por medio del valor añadido. Cuando crezca, esta niña será una buena empresaria —dijo Junpei.
Ya casi eran las dos de la madrugada cuando Sara volvió a la cama y logró conciliar el sueño. Tras cerciorarse de que la niña dormía, Junpei y Sayoko se sentaron, uno enfrente del otro, a la mesa de la cocina y compartieron una lata de cerveza. Sayoko bebía poco y Junpei tenía que conducir de vuelta a YoyogiUehara.
—Siento haberte llamado a estas horas —dijo Sayoko—. Es que no sabía qué hacer. Estaba rendida, desconcertada, y no se me ha ocurrido nadie más que pudiera calmar a Sara. Porque a Kan no puedo llamarlo, claro.
Junpei asintió, bebió un trago de cerveza, tomó una galleta salada y se la comió.
—Por mí no te preocupes. Me quedo levantado hasta el amanecer y, por la noche, las calles están vacías. No me cuesta nada venir.
—¿Estabas trabajando?
—Más o menos.
—¿Estás escribiendo algo?
Junpei asintió.
—¿Va bien?
—Como de costumbre. Son unos relatos. Me los publicarán en una revista literaria. Total, no va a leerlos nadie.
—Yo me leo todo lo que escribes, absolutamente todo.
—Gracias. Eres muy amable —dijo Junpei—. Sea como sea, el cuento, como género literario, se está quedando más pasado de moda que unas tristes hojas de cálculo. Pero eso es lo de menos. Hablemos de Sara. ¿Le ha sucedido otras veces lo mismo que esta noche?
Sayoko asintió.
—Decir que le ha ocurrido otras veces es quedarse corto. Últimamente le sucede casi todos los días. Se despierta de golpe a medianoche presa de un ataque de histeria. Durante un rato no puede dejar de temblar. Por más que intente calmarla no para de llorar. No sé qué hacer.
—¿Tienes alguna idea de cuál puede ser la causa?
Sayoko se bebió el culo de cerveza que le quedaba y permaneció unos instantes contemplando el vaso vacío.
—Quizá se deba a que ha visto demasiadas noticias sobre el terremoto de Kobe. Las imágenes deben de haber supuesto un estímulo demasiado fuerte para una niña de cuatro años. Porque ha sido justo después del terremoto cuando ha empezado a despertarse por las noches. Sara dice que un señor desconocido viene a despertarla. Es el hombre del terremoto. Ese hombre la despierta e intenta meterla dentro de una caja pequeña. La caja no es lo suficientemente grande para que quepa una persona. Y cuando Sara dice que no quiere entrar, él la agarra de la mano, tira de ella y, ¡cric!, ¡crac!, le va partiendo las articulaciones. Y trata de encerrarla dentro a la fuerza, quiera o no. En este punto, Sara lanza un alarido y se despierta.
—¿El hombre del terremoto?
—Sí, dice que es un viejo alto y flaco. Después del sueño, Sara enciende las luces de toda la casa y va registrándolo todo. El armario empotrado, el mueble zapatero, debajo de la cama, hasta los cajones de la cómoda. Por más que le repita que sólo es un sueño, no logro convencerla. Cuando concluye la búsqueda y comprueba que el hombre no está escondido en ninguna parte, por fin se calma y puede volver a dormirse. Pero entretanto han pasado unas dos horas y, para entonces, yo ya estoy completamente despejada. Por culpa de esta falta de sueño crónica no me tengo en pie. Ni siquiera puedo trabajar.
Era insólito que Sayoko manifestara sus sentimientos con tanta claridad.
—Por lo pronto, que no vea las noticias —dijo Junpei—. De hecho, es mejor que no vea en absoluto la televisión. En estos momentos, pongas el canal que pongas, salen imágenes del terremoto.
—La televisión ya casi no la ve. Pero es inútil. El hombre del terremoto sigue apareciendo. He ido al médico, pero se ha limitado a darme un somnífero.
Junpei reflexionó unos instantes.
—¿Y si vamos al zoológico el próximo domingo? Sara me dijo una vez que quería ver un oso de verdad.
Sayoko miró a Junpei entrecerrando los ojos.
—No es mala idea. Quizás así se distraiga y olvide el asunto. Sí, ya hace mucho tiempo que no vamos los cuatro juntos al zoo. ¿Puedes avisar tú a Kan, por favor?
Junpei tenía treinta y seis años, y había nacido y crecido en la prefectura de Hyōgo, en la ciudad de Nishinomiya. En la tranquila zona residencial del barrio de Shukugawa. Su padre era relojero y orfebre, y había abierto un par de tiendas, una en Osaka y otra en Kobe. Tenía una hermana seis años menor. Había pasado de una escuela privada de Kobe a la Universidad de Waseda. Tras aprobar el examen de ingreso a las facultades de Comercio y de Literatura, Junpei había elegido sin dudarlo la de Literatura, pero había mentido a sus padres diciéndoles que se había matriculado en Comercio. Porque era de prever que no le costearían los estudios de literatura. Y Junpei no tenía la menor intención de malgastar cuatro años aprendiendo los entresijos de la economía. Lo que él deseaba era estudiar literatura; más aún, llegar a ser novelista.
En las asignaturas comunes hizo dos buenos amigos: Takatsuki (Kan) y Sayoko. Takatsuki era de la prefectura de Nagano y, en el instituto, había sido capitán del equipo de fútbol. Era alto y ancho de hombros. Como había estado un año sin ir a la universidad por haber suspendido el examen de ingreso, era un año mayor que Junpei. Práctico, decidido y de rostro simpático, era el tipo de persona que asume automáticamente el liderazgo del grupo del que forma parte, pero leer no era lo suyo. Había ido a parar a la facultad de Literatura porque había suspendido el examen de ingreso de otras facultades. Pero él, con talante muy positivo, decía: «No importa. Como voy a ser periodista, aquí aprenderé a escribir».
Junpei no comprendía cómo Takatsuki podía haberse interesado en alguien como él. Junpei era la típica persona que, en cuanto tiene un momento libre, se encierra en su cuarto y lee infatigablemente o escucha música, durante horas, y a la que se le da mal el ejercicio físico. Como era tímido, le costaba hacer amistades. Sin embargo, por una razón u otra, Takatsuki, en cuanto lo vio, decidió hacerse amigo suyo. Se le acercó, le dio unos golpecitos en el hombro y le espetó: «¡Hola! ¿Vamos a comer?». Y, a lo largo de aquel día, ambos se hicieron muy amigos, tanto como para abrirse el corazón el uno al otro. En una palabra, que congeniaron.
Takatsuki, acompañado de Junpei, abordó a Sayoko de idéntica forma. Le dio unos golpecitos en el hombro y le dijo: «¡Hola! ¿Vamos a comer los tres?». Y, así, Junpei, Takatsuki y Sayoko pasaron a constituir un pequeño grupo muy bien avenido. Siempre iban los tres juntos. Se pasaban los apuntes, almorzaban en el comedor universitario, hablaban del futuro en la cafetería entre clase y clase, hacían trabajillos de media jornada en el mismo sitio, iban al cine a sesiones que duraban toda la noche, o a escuchar música a conciertos de rock, vagaban sin rumbo por las calles de Tokio, bebían cerveza en las cervecerías al aire libre hasta sentirse indispuestos. En resumen, hacían lo mismo que todos los estudiantes de primero de universidad del mundo entero.
Sayoko había nacido en el popular barrio de Asakusa, y su padre tenía un comercio de complementos para kimono. Un negocio de gran prestigio que la familia poseía desde hacía generaciones, el preferido por muchos famosos actores de kabuki. Sayoko tenía dos hermanos mayores: uno estaba destinado a suceder al padre en el negocio familiar; el otro trabajaba en un estudio de arquitectura. Ella se había graduado en un instituto femenino anglo-japonés y había ingresado en la facultad de Literatura de la Universidad de Waseda. Tenía la intención de hacer un curso de posgrado de Literatura Inglesa y realizar un trabajo de investigación. Leía mucho. Ella y Junpei se intercambiaban los libros que habían leído y discutían apasionadamente sobre literatura.
Sayoko poseía una cabellera hermosa y era dueña de una mirada inteligente. Su manera de hablar era dócil y sosegada, pero tenía mucho carácter. Su expresiva boca lo proclamaba bien a las claras. Vestía siempre de modo informal, no se maquillaba y, aunque no era el tipo de chica que llama la atención adondequiera que vaya, poseía un sentido del humor muy personal, y cuando hacía una broma, su rostro adquiría por un instante un aire travieso. A Junpei esta expresión le parecía muy hermosa. Estaba convencido de que ella era la mujer que había estado buscando. Antes de conocer a Sayoko, Junpei no se había enamorado jamás. Había estudiado en un colegio masculino y apenas había tenido ocasión de conocer chicas.
Sin embargo, Junpei no era capaz de confesarle sus sentimientos. Una vez los formulara en palabras, se decía, ya no habría vuelta atrás. Sayoko tal vez se marchara a un lugar inaccesible para él. Y, aunque no fuera así, la relación equilibrada y agradable que mantenían Takatsuki, Sayoko y él quizá se estropeara. «Mejor seguir un poco más así», pensaba Junpei, «y ver cómo van las cosas.»
Pero Takatsuki le tomó la delantera.
—Siento mucho soltártelo así de pronto, pero estoy enamorado de Sayoko. ¿Te importa? —le dijo un día. Era a mediados de septiembre. Takatsuki le contó que durante las vacaciones de verano, mientras Junpei estaba de vuelta en Kansai, la relación entre él y Sayoko se había vuelto, de una forma no premeditada, casi por casualidad, más profunda.
Junpei permaneció unos instantes con los ojos clavados en el rostro de Takatsuki. Le llevó cierto tiempo comprender cómo habían ido las cosas, pero, en el instante en que lo hizo, sintió cómo algo pesado parecido al plomo invadía todo su cuerpo. Ya no tenía opción.
—No me importa —respondió Junpei.
—¡Uf! ¡Menos mal! —repuso Takatsuki con una alegre sonrisa—. Tú eras el único que me preocupaba. Con la buena relación que tenemos, me daba miedo que creyeras que había tomado la delantera en plan egoísta. Pero ¿sabes?, esto tenía que pasar un día u otro. Me gustaría que lo comprendieras. Si no hubiese sucedido ahora, habría sucedido más tarde. Bueno, sea como sea, quiero que los tres sigamos siendo tan buenos amigos como siempre.
Junpei se pasó los días siguientes sumido en la confusión más absoluta. No asistió a las clases, faltó al trabajo sin avisar. Se pasó los días tumbado en su piso de una sola habitación, de seis tatami, comiendo sólo los restos de comida que quedaban en el frigorífico, bebiendo a rachas, como si de repente se le ocurriera. Consideró seriamente la posibilidad de dejar la universidad e irse a una ciudad lejana donde no conociera a nadie, y allí acabar su vida en soledad dedicándose a algún trabajo físico. Le parecía que ése era el tipo de vida más apropiado para él.
El quinto día que faltó a clase, Sayoko se presentó en el piso de Junpei. Llevaba una sudadera azul marino, unos pantalones de algodón blancos y el pelo recogido en una coleta alta.
—¿Por qué no has ido todos estos días a clase? Estábamos muy preocupados preguntándonos si no estarías muerto aquí dentro. Kan me ha pedido que viniera a ver qué pasa. Al parecer, tenía miedo de encontrarse con un cadáver. Por lo visto, ése es su punto débil.
Junpei le dijo que se había encontrado mal.
—Pues sí. Ahora que lo dices, has adelgazado mucho —dijo Sayoko mirándolo fijamente—. ¿Quieres que te prepare algo de comer?
Junpei negó con un movimiento de cabeza. No tenía apetito.
Sayoko abrió el frigorífico, atisbó en su interior e hizo una mueca. En la nevera sólo había dos latas de cerveza, un pepino mustio y un protector de olores. Sayoko se sentó junto a Junpei.
—Oye, Junpei, no sé cómo decírtelo, pero, en fin, ¿te ha molestado lo mío y lo de Kan?
Junpei repuso que no le había molestado. No mentía. No estaba ni molesto ni enfadado. De estarlo con alguien, en todo caso, era consigo mismo. Que Takatsuki y Sayoko se hubieran hecho novios era lo más normal del mundo. Algo natural. Takatsuki cumplía los requisitos y él no.
—¿Nos partimos una cerveza? —preguntó Sayoko.
—Vale.
Sayoko sacó una cerveza de la nevera y repartió su contenido en dos vasos. Le entregó uno a Junpei. Ambos bebieron en silencio.
Luego Sayoko dijo:
—La verdad es que me da vergüenza decirlo, pero yo quiero seguir siendo buena amiga tuya, ¿sabes? Y no sólo ahora. Deseo ser amiga tuya siempre, por más que pasen los años. Quiero a Kan, pero también te necesito a ti, aunque sea en un sentido diferente. ¿Crees que soy una egoísta al hablar así?
Junpei no la comprendía del todo, pero hizo un movimiento de cabeza negativo.
—Pero entender algo y ser capaz de darle una forma visible son dos cuestiones muy distintas. Si fuera posible lograr ambas cosas por igual, la vida sería mucho más sencilla.
Junpei miró el perfil de Sayoko. No comprendía qué era lo que ella trataba de comunicarle. «¿Por qué seré tan lerdo?», pensó. Alzó la mirada y permaneció largo rato contemplando, sin más, los contornos de una mancha del techo.
Si él hubiera confesado su amor a Sayoko antes que Takatsuki, ¿cómo habría evolucionado la situación? Junpei lo ignoraba. Lo único que tenía claro era que eso no había sido posible.
Se oyó cómo unas lágrimas caían sobre el tatami. Era un sonido extrañamente exagerado. Por un momento, Junpei creyó que era él quien estaba llorando sin darse cuenta. Pero era Sayoko quien lloraba. Tenía el rostro sepultado entre las rodillas, sus hombros se estremecían en silencio.
En un gesto casi mecánico, Junpei alargó la mano y la posó en el hombro de Sayoko. La atrajo suavemente hacia sí. No hubo resistencia por parte de ella. La rodeó con sus brazos y posó sus labios sobre los de ella. Sayoko cerró los ojos y entreabrió la boca. Junpei aspiró el olor de sus lágrimas, absorbió el aliento que se deslizaba entre sus labios. Sintió sobre el pecho la suavidad de sus senos. Junpei tuvo la sensación de que se estaba produciendo un gran desplazamiento en el interior de su cabeza. Incluso podía oírlo. Cómo rechinaban las bisagras del mundo. Pero eso fue todo. Sayoko bajó la cabeza como si volviera en sí y lo apartó.
—No puede ser —dijo ella con voz calmada, negando con la cabeza—. Es un error.
Junpei se disculpó. Sayoko no dijo nada. Permanecieron largo tiempo en la misma postura, sin pronunciar palabra. A través de la ventana abierta, el viento traía la música de la radio. Sonaba una canción de moda. «Seguro que no la olvidaré mientras viva», pensó Junpei. Pero después no sería capaz de recordar ni el título ni la melodía de la canción por más que se esforzara en ello.
—No tienes por qué pedir perdón. No es culpa tuya —dijo Sayoko.
—Estoy muy confuso —le confesó Junpei con franqueza.
Sayoko alargó la mano, la posó sobre la de Junpei.
—A partir de mañana, ¿vendrás a clase, por favor? Hasta ahora jamás había tenido un amigo como tú. Tú me aportas muchas cosas. Esto tenlo claro, ¿vale?
—Pero con eso no basta, ¿verdad? —dijo Junpei.
—No es cierto —dijo Sayoko bajando la cabeza, en tono resignado—. Eso no es cierto.
A partir del día siguiente, Junpei volvió a aparecer por clase. Y Junpei, Takatsuki y Sayoko conservaron su amistad íntima hasta el final de sus estudios. El impulso momentáneo que había sentido Junpei de irse a algún otro lugar desapareció como por ensalmo, de un modo sorprendente. En el instante en que había tomado a Sayoko entre sus brazos y había unido sus labios a los de ella, algo se había asentado en su interior en el lugar que le correspondía. «Al menos ya no tengo por qué dudar», había pensado Junpei. La decisión había sido tomada. Aunque fuera una persona ajena a él quien lo hubiese hecho.
Sayoko le presentaba a veces a antiguas amigas de instituto y quedaban los cuatro. Junpei estuvo saliendo con una de aquellas chicas y fue con ella con quien mantuvo sus primeras relaciones sexuales. Sucedió poco antes de cumplir los veinte años. Sin embargo, su corazón siempre se mantenía en un lugar aparte. Junpei era invariablemente cortés con su novia, amable y cariñoso, pero jamás le mostraba pasión o entrega. Junpei sólo era ardiente y entregado cuando escribía a solas. Y la novia, al final, acabó alejándose de él, buscando calor verdadero en otra parte. Le sucedió lo mismo varias veces más.
Al licenciarse, sus padres descubrieron que lo que había estado estudiando era literatura y no comercio, y las relaciones con ellos entraron en una fase crítica. El padre le exigió que volviera a Kansai para continuar con el negocio familiar, pero Junpei no tenía la menor intención de hacerlo. Lo que él deseaba era seguir escribiendo novelas en Tokio. No hubo posibilidad de acuerdo y, al fin, acabaron discutiendo violentamente. Se dijeron palabras que jamás deberían haberse pronunciado. A partir de entonces, padres e hijo no volvieron a verse jamás. «Por mucho que sean mis padres, estaba cantado que acabaríamos así», pensó Junpei. Porque, a diferencia de su hermana menor, que siempre había estado en sintonía con ellos, él, desde pequeño, siempre había ido chocando con sus padres por una razón u otra. «¿Repudiado por la familia?», se dijo Junpei con una amarga sonrisa. Igual que un literato de la época Taishō, a principios del siglo XX.
Junpei no buscó empleo fijo y se dedicó a escribir subsistiendo con trabajillos de media jornada. En aquella época, en cuanto acababa de escribir algo se lo enseñaba primero a Sayoko y escuchaba su franca opinión. Y lo reescribía siguiendo sus indicaciones. Iba corrigiéndolo pacientemente, una y otra vez, hasta que ella le decía: «Así está bien». Junpei no tenía ni maestro ni compañeros literatos. Los consejos de Sayoko eran la única débil luz que alumbraba su camino.
A los veinticuatro años, su colección de relatos obtuvo el premio de una revista literaria al mejor escritor novel y fue nominado para el Akutagawa [3]. Durante los siguientes cinco años, fue propuesto para el Premio Akutagawa un total de cuatro veces. Una carrera nada despreciable. Pero al final jamás lo obtuvo y acabó convirtiéndose en el eterno favorito. Una reseña representativa de aquello decía: «Posee una gran calidad estilística, inusual en un autor joven, y muestra una capacidad notable en la descripción de escenas y en el retrato psicológico de los personajes, pero, en algunos pasajes, se deja llevar por el sentimentalismo y adolece de falta de fuerza, frescura y, en definitiva, de perspectiva novelística».
Takatsuki se rió al leer la reseña.
—Esos tipos viven todos en otra galaxia. ¿Qué diablos es eso de «perspectiva novelística»? La gente normal no habla de esta forma. «El sukiyaki de hoy adolece de falta de perspectiva cárnica.» ¿Habéis oído alguna vez a alguien decir algo así?
Antes de cumplir los treinta años, Junpei publicó dos libros de cuentos. El primero: Un caballo bajo la lluvia; el segundo: Uvas. De Un caballo se vendieron diez mil ejemplares; de Uvas, doce mil. El editor opinó que el número no estaba mal tratándose de un escritor novel de relatos de literatura no comercial. Las críticas de los periódicos y revistas también fueron buenas, pero sin llegar a darle un apoyo entusiasta.
Los cuentos que escribía Junpei trataban, por lo general, de amores desdichados entre hombres y mujeres jóvenes. Los desenlaces eran tristes y algo sentimentales. Todo el mundo decía que estaban muy bien escritos. Sin embargo, no cabía duda de que se apartaban de las últimas tendencias literarias. Su estilo era poético, sus argumentos tenían cierto aire anticuado. La mayoría de lectores de su generación pedían un estilo y unas historias más novedosos y potentes. Era la época de los videojuegos y de la música rap. El editor le aconsejó que intentara escribir una novela. Si seguía escribiendo un cuento tras otro, acabaría echando mano indefectiblemente del mismo material y su universo de ficción se iría empobreciendo de forma paulatina. Escribir una novela larga facilitaba a menudo la apertura de nuevas perspectivas narrativas. Además, hablando desde un punto de vista práctico, las novelas tenían una resonancia mayor en la opinión pública y, para un autor que tenga la intención de mantener una larga vida literaria, quizá sea un poco duro especializarse en narraciones breves. Porque no es fácil subsistir escribiendo sólo cuentos.
Sin embargo, Junpei era un cuentista nato. Se encerraba en su habitación, olvidándose de todo lo demás, y, en tres días, en soledad, sin respirar apenas, concluía el primer borrador. Luego lo iba corrigiendo a lo largo de los cuatro días siguientes. Claro que después se lo dejaba leer a Sayoko y a su editor, y aún le quedaba la labor de ir haciendo pequeñas correcciones, con cuidado, una vez tras otra. Sin embargo, básicamente, la partida se decidía la primera semana. Todos los elementos importantes se incluían o eliminaban entonces. Esta manera de trabajar casaba con su carácter. Concentración absoluta durante un corto espacio de tiempo. Imágenes y palabras condensadas, plenas de significado. Sin embargo, a la hora de escribir una novela, Junpei siempre se sentía perdido. ¿Cómo podía mantener su poder de concentración a lo largo de varios meses, o cerca de un año? ¿Cómo podía encauzarlo? Era incapaz de encontrar el ritmo adecuado.
Emprendió varias veces el reto de escribir una novela, pero en cada una de las ocasiones sufrió una derrota inevitable y, al final, desistió. Lo quisiera o no, tendría que vivir como autor de cuentos. Éste era su estilo. Por más que lo intentara, no podía cambiar su personalidad. Igual que un buen segunda base de béisbol no puede convertirse en un bateador de home-run.
Junpei llevaba una vida de soltero muy modesta y sus gastos eran reducidos. Trabajaba lo justo para cubrir sus necesidades. Sólo tenía un tranquilo gato de rayas marrones, negras y blancas. Sus novias eran poco exigentes, y cuando a pesar de ello sentía que lo agobiaban, buscaba algún pretexto para poner fin a la relación. De vez en cuando, alrededor de una vez al mes, se despertaba a altas horas de la noche presa de la angustia. Con la viva sensación de que, por más que se debatiera, no iba a ninguna parte. En esas ocasiones, o bien se sentaba ante la mesa y se forzaba a escribir, o bebía hasta no poder permanecer despierto. Aparte de eso, llevaba una vida tranquila y sin sobresaltos.
Takatsuki, tal como deseaba, entró a trabajar en un periódico de primera categoría. Como no había estudiado, no podía presumir de buenas notas, pero en las entrevistas ofrecía una impresión apabullante y encontró empleo en un santiamén. Sayoko, conforme también a sus deseos, realizó un posgrado. Los dos se casaron medio año después de graduarse. La boda fue alegre y animada, muy del gusto de Takatsuki, y de luna de miel se fueron a Francia. Era justamente la época de las vacas gordas. Compraron un piso de dos habitaciones en Kōenji, y Junpei iba a cenar a su casa dos o tres veces por semana. La joven pareja recibía las visitas de Junpei con los brazos abiertos. Tanto, que parecía que se sentían aún más cómodos en su presencia que cuando estaban a solas.
A Takatsuki le gustaba su trabajo como periodista. Al principio, lo destinaron al departamento de Crónicas de Sucesos e iba constantemente de un lugar a otro. Vio muchos cadáveres. «Gracias a esto, ahora ya no me causan ninguna impresión», dijo Takatsuki. Cuerpos despedazados tras haber sido arrollados por un tren, cuerpos calcinados por las llamas, viejos cadáveres descoloridos en estado de putrefacción, cuerpos hinchados de ahogados, cadáveres cuyos sesos habían saltado por los aires de un disparo, cuerpos con el cuello o los brazos mutilados. «Mientras vivimos, somos muy diferentes, pero, muertos, todos somos iguales. Una masa de carne desechada.»
Estaba tan ocupado que a menudo no podía volver a casa hasta la mañana. En estas ocasiones, Sayoko solía telefonear a Junpei. Él siempre permanecía despierto hasta las primeras luces del alba y Sayoko lo sabía.
—¿Estabas trabajando? ¿Puedo hablar?
—Claro. No hacía nada especial —respondía siempre Junpei.
Ambos charlaban sobre los libros que acababan de leer, se contaban lo que les había sucedido en su vida diaria. Luego hablaban del pasado. De su primera juventud, de cuando eran libres, alocados y espontáneos. Apenas hablaban del futuro. A Junpei, estas conversaciones le hacían revivir siempre, en un momento u otro, el instante en que había abrazado a Sayoko en su casa. La tersura de sus labios, el olor de sus lágrimas, la suavidad de sus senos lo envolvían de una forma tan viva como si acabara de sentirlos. Podía ver de nuevo los rayos transparentes del sol otoñal reflejándose sobre el tatami.
Poco después de cumplir los treinta años, Sayoko se quedó encinta. En aquella época, era profesora adjunta en la universidad, pero pidió la baja y tuvo la niña. Los tres buscaron nombres para el bebé y la propuesta de Junpei, «Sara», fue la aceptada. «Me encanta cómo suena», dijo Sayoko. La noche en que el parto concluyó felizmente, Junpei y Takatsuki bebieron, frente a frente, por primera vez después de mucho tiempo, en ausencia de Sayoko. Con la mesa de la cocina de por medio, vaciaron la botella de whisky escocés que Junpei había traído para celebrar el acontecimiento.
—¿Por qué pasará el tiempo tan deprisa? —dijo Takatsuki de una forma inusualmente sentimental en él—. Me da la sensación de que fue ayer cuando entré en la universidad, y te conocí a ti, y conocí a Sayoko. Pero, mira por dónde, acabo de tener un hijo. Ya soy padre. Es como si pasaran una película a cámara rápida, me produce una sensación muy extraña. Claro que tú no debes saber de lo que te estoy hablando. Tú sigues llevando la misma vida de cuando éramos estudiantes. ¡Qué envidia!
—No creo que tenga nada de envidiable, la verdad.
Sin embargo, Junpei comprendía cuáles eran los sentimientos de Takatsuki. Sayoko acababa de ser madre. Este hecho también había conmocionado a Junpei. Las ruedas dentadas de la vida giraban con un ruido seco, metálico, siempre hacia delante, sin una posible vuelta atrás. Eso era irrefutable. Lo que Junpei aún no sabía era cómo afrontar anímicamente este hecho.
—Ahora ya puedo decírtelo. Creo que, al principio, a Sayoko le gustabas más tú que yo —dijo Takatsuki. Estaba muy borracho. Pero, en sus ojos, había un destello más serio que de costumbre.
—¿Bromeas? —dijo Junpei riendo.
—No, no es broma. Lo sé. Pero tú no te dabas cuenta. Tú sabrás escribir frases hermosas y elegantes. Pero, por lo que respecta a los sentimientos de las mujeres, tienes la sensibilidad de un ahogado. En fin, sea como sea, yo estaba enamorado de Sayoko y no había ninguna otra mujer que pudiera reemplazarla. De modo que me vi obligado a conseguirla. Aún ahora creo que es la mujer más maravillosa del mundo. Creo que tenía derecho a tenerla.
—Nadie te dice lo contrario —repuso Junpei.
Takatsuki asintió.
—Pero tú aún no lo entiendes del todo. Porque eres un estúpido sin remedio. Pero a mí no me importa que seas tan burro. No eres tan mal tipo. Y lo más importante: eres el padrino de mi hija.
—Sí, de acuerdo, pero a mí todas las cosas que valen la pena se me escapan.
—¡Exacto! De acuerdo, pero a ti todas las cosas que valen la pena se te escapan. Todas. Pero escribiendo eres muy bueno.
—Seguro que la escritura es algo distinto.
—Bueno, sea como sea, ahora somos cuatro —dijo Takatsuki exhalando lo que parecía ser un pequeño suspiro—. A ver cómo van las cosas. Me pregunto si el cuatro será, efectivamente, una buena cifra.