Paisaje con plancha

EL teléfono sonó poco antes de medianoche. Junko estaba viendo la televisión. Keisuke, en un rincón del cuarto, tocaba la guitarra con los cascos puestos, los ojos entornados, sacudiendo la cabeza de izquierda a derecha. Debía de estar ensayando un pasaje rápido, porque sus largos dedos iban y venían con agilidad por encima de las seis cuerdas. No oyó nada. Fue Junko quien descolgó.

—¿Ya dormíais? —masculló el señor Miyake hablando entre dientes, como era su costumbre.

—No, aún no —respondió Junko.

—Estoy en la playa. Ha llegado un montón de madera hasta la orilla. La de hoy será espectacular. ¿Vienes?

—Vale —dijo Junko—. Me cambio y voy. Estoy ahí en diez minutos.

Junko se puso unos leotardos y, encima, unos vaqueros, se puso un jersey de cuello alto e introdujo un paquete de tabaco en el bolsillo de su abrigo de lana. Y el monedero, las cerillas, las llaves. Después le dio a Keisuke un golpecito en la espalda. Éste se quitó precipitadamente los cascos de los oídos.

—Voy a la playa a encender una fogata.

—¿Miyake otra vez? —dijo Keisuke frunciendo el entrecejo—. ¡Vaya broma! Estamos en febrero. Y es medianoche. ¿A estas horas vais a encender una hoguera en la playa?

—Tú no hace falta que vengas. Iré sola.

Keisuke exhaló un suspiro.

—Yo también voy. Te acompaño. ¡Espérame! Enseguida estoy listo.

Apagó el amplificador, se puso unos pantalones sobre el pijama, un jersey, se subió la cremallera del plumífero hasta la barbilla. Junko se enrolló una bufanda alrededor del cuello, se encasquetó un gorro de lana.

—¡Estáis pirados! ¿Qué gracia le encontráis a ir encendiendo fuegos? —dijo Keisuke de camino a la playa. Era una noche fría, pero sin un soplo de aire. Al hablar, las palabras se helaban junto con el aliento.

—¿Y qué gracia le encuentras tú a Pearl Jam? Sólo es ruido —repitió Junko.

—Pearl Jam tiene unos diez millones de fans en el mundo.

—Y hace cincuenta mil años que hay en el mundo fans de las hogueras.

—Sí, eso es verdad —reconoció Keisuke.

—Y seguirán encendiéndose fogatas después de que Pearl Jam haya desaparecido.

—Eso también es cierto. —Keisuke se sacó la mano derecha del bolsillo y rodeó con el brazo los hombros de Junko—. Pero, Junko, la cuestión es que a mí me importa un comino lo que pasó hace cincuenta mil años o lo que pasará dentro de cincuenta mil. Eso, a mí, me da igual. Lo único que cuenta es el ahora. No sabemos cuándo acabará el mundo. ¿Cómo se puede pensar en lo que está por venir? Lo que a mí me vale es poder llenarme la barriga ahora, ya, y que se me ponga la minga tiesa ahora, ya. ¿No te parece?

Tras ascender las escaleras para subir al dique, vislumbraron la silueta del señor Miyake en el lugar de siempre. Iba reuniendo los trozos de madera que las olas habían arrojado a la playa y los apilaba con cuidado. Entre ellos había un tronco enorme. Arrastrarlo hasta allí no debía de haberle resultado nada fácil.

La luz de la luna confería a la línea costera el aspecto de un afilado cuchillo. Las olas de invierno, solitarias y quietas, bañaban la arena. No se veía a nadie.

—¿Qué? He recogido un buen montón, ¿eh? —dijo el señor Miyake exhalando una nube de aliento blanco.

—¡Ahí va! ¡Cuánta! —dijo Junko.

—Esto no pasa todos los días. Últimamente, el mar ha estado muy agitado, ¿verdad? Con unas olas enormes. Al oír cómo bramaba, ya me lo he imaginado. Que hoy las olas arrastrarían a la playa una buena cantidad de leña.

—De acuerdo, señor Miyake. Pero ahora dejémonos de autobombo y pasemos de una vez a calentarnos. Que con la rasca que pega tengo las pelotas encogidas —dijo Keisuke frotándose las palmas de las manos.

—Vaya uno. Paciencia. En esto, el orden es fundamental. Primero hay que planificarlo todo al detalle, y luego, cuando ya está claro que no va a haber ningún contratiempo, se enciende el fuego con calma. Si se hace al tuntún, la cosa no marcha. Ya lo sabes. «Mendigo con prisas poco gana.»

—Y puta con prisas pronto acaba —dijo Keisuke.

—Eres demasiado joven para ir soltando a cada paso esas burradas —dijo el señor Miyake sacudiendo la cabeza.

Los troncos gruesos se entrelazaban hábilmente con los pequeños trozos de madera hasta formar una pila que parecía una instalación de arte vanguardista. El señor Miyake retrocedió unos pasos, estudió la composición con ojo crítico, hizo algunos retoques, luego rodeó la pila y volvió a contemplarla. Repitió el proceso unas cuantas veces, tal como solía hacer. Sólo con mirar cómo estaba apilada la madera podía representarse mentalmente el aspecto de las llamas alzándose en la fogata. Igual que un escultor imagina la forma del objeto oculto en el interior del bloque de piedra que está observando.

Cuando, tras tomarse su tiempo, se dio por satisfecho y estimó que los preparativos habían concluido, el señor Miyake asintió para sí como diciéndose: «¡Muy bien! ¡Muy bien!». Después introdujo en la base de la pila de madera una bola de papel de periódico que ya tenía preparada y le prendió fuego con un encendedor de plástico. Junko sacó un cigarrillo del bolsillo, se lo puso entre los labios, frotó una cerilla contra el raspador. Y se quedó mirando, con los ojos entornados, la espalda aovillada del señor Miyake, y su coronilla, que ya empezaba a clarear. Era el instante de mayor expectación. ¿Prendería el fuego? ¿Se alzarían grandes y vivas lenguas de fuego hacia el cielo?

Los tres contemplaban en silencio el montón de maderos que las olas habían arrastrado hasta la orilla. La bola de papel de periódico ardió con viveza, pero, tras oscilar unos instantes, las llamas se apagaron. De momento, no ocurrió nada. «¡Uf! No ha funcionado», pensó Junko. «La leña debe de estar más húmeda de lo que parece.»

Cuando ya estaba a punto de darse por vencida, empezó a elevarse, súbitamente, como si fuera una señal, una fina columna de humo. Al no haber viento, la humareda se fue alzando hacia el cielo formando un cordón ininterrumpido. El fuego había prendido. Pero todavía no se veían las llamas.

Nadie hablaba. Incluso Keisuke había enmudecido. Keisuke mantenía las manos embutidas en los bolsillos de su plumífero; el señor Miyake estaba acuclillado en la arena; Junko, con los brazos cruzados sobre el pecho, iba dando caladas al cigarrillo de vez en cuando, como si cayera en la cuenta de repente.

Junko se acordó, como siempre, de Encender un fuego, la narración de Jack London. Es la historia de un hombre que intenta encender un fuego mientras está viajando solo por las remotas tierras nevadas de Alaska. Si no logra encenderlo, morirá irremisiblemente de congelación. Y el sol se está poniendo. Ella no había leído casi ninguna novela. Pero esta colección de cuentos, sobre la que tuvo que escribir sus impresiones durante las vacaciones estivales de primero de bachillerato, la había releído una y otra vez. Las escenas del relato se perfilaban en su mente con gran naturalidad y viveza. Los latidos del corazón del hombre al borde de la muerte, el pánico, la esperanza, la decepción: Junko podía experimentar aquellas emociones con tanta intensidad como si fueran propias. Pero lo más importante del relato era el hecho de que, fundamentalmente, aquel hombre deseaba morir. Ella lo había comprendido. Era incapaz de explicar la razón. Pero ella lo había comprendido desde el principio. Este viajero, en realidad, va en busca de la muerte. Él sabe que ése es el final que le corresponde. A pesar de ello, está condenado a luchar ferozmente. Para no sucumbir, para asegurarse la supervivencia. Para sobrevivir tiene que enfrentarse a fuerzas titánicas. Lo que estremeció a Junko en lo más hondo fue esta contradicción sobre la que se asienta el relato.

El profesor se había burlado de su opinión. «¿Que el protagonista, en realidad, va en busca de la muerte?», había dicho el profesor, perplejo. «Es la primera vez que oigo algo tan estrafalario. Me parece una lectura muy original de la obra.» Cuando leyó en voz alta un fragmento del trabajo de Junko, todos sus compañeros de clase se rieron.

Pero Junko lo sabía. Que eran ellos, todos, los que se equivocaban. Si no, ¿por qué el final del relato era tan sereno, tan hermoso?

—¡Eh, señor Miyake! ¿No se habrá apagado el fuego? —preguntó Keisuke, medroso.

—Tranquilo. Ha prendido, no te preocupes. Ahora está preparándose para arder. No deja de salir humo. ¿Lo ves? Es lo que dicen: «No hay humo sin fuego».

—También podría decirse: «No hay erección sin sangre».

—¿Es que no puedes pensar en otra cosa, tú? —preguntó el señor Miyake con pasmo.

—¿De verdad sabe que no está apagado?

—Pues claro que lo sé. Empezará a arder de un momento a otro.

—¿Y de dónde ha sacado usted todos estos conocimientos?

—Bueno, conocimientos es decir demasiado. Todo esto lo aprendí de pequeño, en los boy-scouts. En los boy-scouts enciendes tantos fuegos que acabas siendo un experto.

—¡Ah! —exclamó Keisuke—. ¿Así que fue en los boy-scouts?

—Pero no es sólo eso, claro. También cuenta el talento. Queda mal que yo lo diga, pero, en hacer fuegos, tengo un talento especial que los demás no tienen.

—Un talento divertido, sí señor. Pero, dinero, no parece que dé mucho.

—No. Dinero seguro que no da —dijo el señor Miyake riendo.

Tal como éste había vaticinado, pronto empezó a vislumbrarse el parpadeo de las llamas en el interior del montón de leña. Se oía crepitar débilmente la madera. Junko exhaló un suspiro de alivio. En lo sucesivo, todo andaría sobre ruedas. El fuego ardería bien. Los tres tendieron lentamente las manos hacia aquellas humildes llamas recién nacidas. De momento no era necesario hacer nada. Sólo vigilar con calma cómo las llamas iban cobrando fuerza de forma gradual. «Los hombres de hace cincuenta mil años debían de tender las manos hacia el fuego con la misma actitud que nosotros ahora», se dijo Junko.

—Señor Miyake, usted me dijo una vez que era de Kobe, ¿verdad? —preguntó Keisuke con voz clara, como si de pronto le hubiese venido a la cabeza—. ¿Le ha afectado el terremoto? ¿Tiene familia, o a alguien, en Kobe?

—No lo sé. Ya no tengo nada que ver con Kobe. Aquello es cosa del pasado.

—Será cosa del pasado, pero el acento de Kansai no se le ha ido para nada.

—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.

—Pues mire, señor Miyake, si esto no es acento de Kansai, ya me dirá qué coño es —dijo Keisuke imitando el dialecto de Kansai.

—Calla. Sólo me faltaba tener que soportar a un tipo de «Ibaragi»[1] destrozando el dialecto de Kansai. Será mejor que plantes la banderita en la moto y te vayas con otros gamberros a dar una vuelta por ahí para matar el tiempo durante la temporada baja de las faenas del campo.

—¡Cómo se pasa! Usted pone cara de santito, pero vaya unas cosas más gordas que va soltando. ¡Mira que...! Si sigue metiéndose con la pobre gente del norte de Kantō yo me largo —dijo Keisuke—. Ahora en serio: ¿de verdad no le ha afectado el terremoto? Porque tendrá conocidos allí, ¿no? ¿Mira las noticias de la tele?

—Cambiemos de tema —dijo el señor Miyake—. ¿Os apetece un trago de whisky?

—Sí, gracias.

—¿Y tú, Jun?

—Un sorbito —dijo Junko.

El señor Miyake se sacó una petaca de fino metal del bolsillo de la cazadora de cuero y se la ofreció a Keisuke. Éste desenroscó el tapón, se vertió un poco de licor en la boca sin que los labios rozaran el gollete, y respiró hondo.

—¡Qué bueno! —exclamó—. Puro whisky de malta de veintiún años. Envejecido en barrica de roble. Se percibe el rugido del mar de Escocia y el aliento de los ángeles.

—Serás burro. Deja de decir chorradas. Que sólo es un Suntory de botella cuadrada.

Junko tomó la petaca que le tendía Keisuke, vertió whisky en el tapón y se lo bebió lentamente, como si lo lamiera. Con una mueca, fue siguiendo el cálido y peculiar tacto del líquido mientras descendía por el esófago hasta el estómago. Sintió cómo un suave calorcillo inundaba su cuerpo. Acto seguido, el señor Miyake bebió unos sorbos con calma y, luego, Keisuke tomó un trago largo. Mientras la petaca pasaba de mano en mano, las llamas de la fogata fueron cobrando paulatinamente altura y fuerza. Nunca de manera acelerada. Tomándose su tiempo, despacio. Ésta era la virtud de las fogatas hechas por el señor Miyake. Las llamas se extendían con suavidad y dulzura. Sin precipitación ni brusquedad, igual que unas caricias expertas. Las llamas estaban allí para caldear el corazón de los seres humanos.

Ante las llamas, Junko siempre enmudecía. Aparte de cambiar de postura de vez en cuando, no hacía el menor movimiento. Aquellas llamas parecían aceptarlo todo en silencio, comprenderlo y perdonarlo todo. «Una familia de verdad debe de ser así, seguro», se dijo Junko.

Junko había llegado a aquel pueblo de la prefectura de Ibaraki en mayo de su tercer año de bachillerato. Se había hecho con el sello y la cartilla de ahorros de su padre, había sacado trescientos mil yenes, había embutido en una bolsa de viaje toda la ropa que había podido meter y se había fugado de casa. Fue subiéndose a un tren tras otro, al azar, desde Tokorozawa, y así llegó a aquel pequeño pueblo costero de la prefectura de Ibaraki. Antes, jamás lo había oído nombrar. Encontró un piso de un ambiente en la agencia inmobiliaria que había delante de la estación y, a la semana siguiente, ya estaba trabajando como vendedora en una tienda de conveniencia que daba a la carretera nacional que seguía la línea de la costa. «Estoy bien, no te preocupes. No me busques», escribió en una carta dirigida a su madre.

Odiaba con todas sus fuerzas ir a la escuela, tampoco soportaba ver la cara de su padre. De niña, se había llevado bien con él. Los días festivos solían salir juntos. Cuando andaba de la mano de su padre, Junko sentía un orgullo inexplicable, una gran seguridad. Sin embargo, a finales de primaria, desde que había empezado a menstruar, a crecerle vello púbico y a redondeársele los senos, su padre había empezado a mirarla con unos ojos extraños, de una forma distinta a como la había mirado hasta entonces. A partir del momento en que, en tercero de secundaria, había rebasado el metro setenta, su padre casi había dejado de dirigirle la palabra.

De sus notas tampoco podía enorgullecerse. Al ingresar en secundaria se contaba entre las mejores de la clase, pero, cuando se graduó, la encontrabas más rápido empezando por el final de la lista y por poco no consigue entrar en el instituto. No es que fuese estúpida. Era incapaz de concentrarse. Empezaba a hacer algo, pero no podía acabarlo. Cuando trataba de concentrarse, le dolía el meollo en la cabeza. Tenía dificultades para respirar, el corazón empezaba a latirle de forma desacompasada. Ir a la escuela no había sido más que un suplicio.

Poco después de llegar al pueblo había conocido a Keisuke. Era dos años mayor que ella y un buen surfista. Alto, con el pelo teñido de color castaño, los dientes bien alineados. Había recalado en aquel pueblo porque las olas eran buenas, también formaba parte de una banda de rock con algunos amigos. Estaba matriculado en una universidad privada de segunda categoría, pero apenas asistía a clase, con lo que sus esperanzas de licenciarse eran nulas. Sus padres tenían una prestigiosa pastelería en la ciudad de Mito y, llegado el caso, podía hacerse cargo del negocio familiar, aunque él no tenía la menor intención de convertirse en dueño de una pastelería. Lo que deseaba era continuar toda la vida yendo de aquí para allá con sus amigos montado en su camioneta Datsun, haciendo surf y tocando la guitarra con su grupo de aficionados, pero, como resulta evidente a los ojos de cualquiera, no podía seguir llevando indefinidamente esa existencia tan fácil.

Junko había trabado amistad con el señor Miyake cuando ya vivía con Keisuke. El señor Miyake andaría por la mitad de la cuarentena, era flaco y bajito, llevaba gafas. Su rostro era largo y delgado, con el pelo corto. Tenía la barba muy cerrada y, al atardecer, todo su rostro se veía negruzco, cubierto de sombras. Llevaba los faldones de sus camisas, vaqueras o hawaianas, desteñidas, colgando fuera de unos pantalones chinos deformados, y calzaba unas viejas zapatillas de tenis blancas. En invierno se abrigaba con una cazadora de piel arrugada. A veces, se ponía una gorra de béisbol. Junko jamás lo había visto con un aspecto distinto. Pero todas las prendas que llevaba estaban escrupulosamente limpias.

En aquel pequeño pueblo de Kashimanada, nadie hablaba en el dialecto de Kansai, por lo que el señor Miyake llamaba muchísimo la atención. «Vive solo, aquí cerca, en una casa alquilada, y pinta cuadros, ¿sabes?», le explicó una compañera de trabajo. «No, no. No creo que sea un pintor famoso. Yo no he visto nunca sus cuadros. Pero, al parecer, le dan para vivir, así que no deben de estar mal, digo yo. De vez en cuando va a Tokio, a comprar pinturas, creo, y vuelve al caer la noche. Pues sí, debe de hacer ya unos cinco años que vive aquí. Se le ve mucho por la playa, encendiendo hogueras. Deben de gustarle mucho. Porque pone una cara muy seria. Apenas habla. Es un bicho raro, pero no es mal tipo.»

El señor Miyake iba a la tienda de conveniencia tres veces al día. Por la mañana, compraba leche, pan y el periódico; al mediodía, un almuerzo para llevar; por la noche, cerveza fría y algo sencillo para picar. Esto se repetía regularmente día tras día. Aparte de saludar, apenas abría la boca, pero Junko pronto empezó a sentir una simpatía natural hacia él.

Una mañana en que se habían quedado solos en la tienda, ella se decidió a abordarlo. Vivía muy cerca, vale, pero ¿por qué cada día compraba las cosas una a una? La leche o la cerveza, por ejemplo, ¿no hubiese podido adquirir cierta cantidad y meterla en la nevera? ¿No le hubiera sido más cómodo? Claro que ella sólo era la vendedora, a ella le daba lo mismo.

—Ya. Sería mejor que comprara más de una vez y que lo guardara, claro. Pero es que hay un inconveniente —dijo el señor Miyake.

Junko le preguntó de qué se trataba.

—Pues, ¿cómo te lo diría? Nada, eso, un inconveniente.

—Perdona que me meta en lo que no me importa, ¿eh? No te enfades. Es que cuando no entiendo algo, tengo que preguntarlo. Yo soy así. No lo hago con mala intención.

Tras dudar unos instantes, el señor Miyake se rascó la cabeza con aire de apuro.

—Bueno, la verdad es que en casa no tengo nevera. Es que a mí no me gustan esos chismes.

Junko se rió.

—Bueno, yo tengo una. No es que las adore. Pero es muy incómodo estar sin nevera, ¿no?

—Ya. Pero si no las soporto, ¿qué voy a hacerle? En un sitio donde haya una nevera, yo no estoy tranquilo, ni tampoco puedo dormir.

«¡Qué tipo más raro!», pensó Junko. Sin embargo, a raíz de esa conversación creció su interés por él.

Unos días más tarde, mientras estaba paseando por la playa, Junko vio al señor Miyake, solo, encendiendo una hoguera. Un fuego donde ardía una pequeña pila de maderos que las olas habían arrojado a la playa. Junko lo saludó y se puso a su lado ante el fuego. Ella le pasaba unos buenos cinco centímetros. Tras intercambiar un breve saludo, ambos se quedaron contemplando el fuego en silencio.

En aquel instante, observando las llamas, Junko sintió de pronto que allí había algo. Algo profundo. Quizá pudiera llamársele una emoción en estado puro, aunque el tacto de aquello fuera demasiado vivo y poseyera un peso demasiado real para ser reducido a un concepto. Tras recorrer su cuerpo despacio, ese algo se perdió en algún lugar y le dejó a Junko una extraña sensación de nostalgia y un nudo en la garganta. Por unos instantes se le puso la carne de gallina.

—Oye, señor Miyake, ¿has sentido alguna vez algo raro mientras estabas mirando el fuego?

—¿Como qué?

—Pues algo que no se siente en la vida diaria, algo más fuerte, mucho más vivo de lo normal. ¿Cómo te lo diría....? Es que yo no soy muy lista y me cuesta expresarme. Mirando el fuego he sentido una gran quietud, silencio y soledad. Así, de pronto, sin más.

El señor Miyake reflexionó.

—El fuego, ¿sabes?, el fuego tiene una forma libre. Y, como tiene una forma libre, adopta la forma del corazón de la persona que lo está mirando. Si tú, Jun, contemplas el fuego con un espíritu sosegado, pues este silencio, esta quietud, se refleja en las llamas. ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí.

—Pero no creas que esto pasa con todos los fuegos. Para que ocurra, el fuego tiene que ser libre. Nunca pasará con el fuego de una estufa de gas. Ni con el de un encendedor. Tampoco pasa con las hogueras normales. Para que el fuego sea libre, tiene que encenderse en un lugar libre, prepararlo todo bien. Y no todo el mundo es capaz de hacerlo como si tal cosa.

—Pero tú sí puedes, ¿verdad?

—A veces sí y otras no. Pero la mayoría de veces puedo. Si lo haces con amor, lo consigues.

—A ti te gustan mucho las hogueras, ¿verdad?

El señor Miyake asintió.

—Es casi una enfermedad. Que yo haya venido a parar a este culo del mundo, ¿sabes?, se debe sólo a que en esta costa llega más madera a la orilla que en otras playas. Ésta es la única razón. He venido hasta aquí sólo con el objetivo de encender fuegos. Qué disparate, ¿no?

A partir de entonces, en cuanto podía, Junko acompañaba al señor Miyake a encender hogueras. Excepto en pleno verano, cuando la playa se llenaba de gente hasta medianoche, el señor Miyake hacía sus fuegos durante todo el año. En ocasiones, hasta dos veces por semana; en otras, pasaba un mes sin encender ninguno. La frecuencia dependía de la cantidad de maderos que las olas arrojaran a la playa. Pero, cuando se disponía a encender un fuego, siempre avisaba a Junko por teléfono. Keisuke le tomaba el pelo, llamaba al señor Miyake «Tu compañero de campamento». Con todo, a pesar de ser, por naturaleza, más celoso de lo corriente, Keisuke, en lo que respecta al señor Miyake, hacía, fuera por la razón que fuese, una excepción.

Una vez hubieron prendido los troncos más gruesos, la fogata se asentó. Junko se acurrucó en la arena y se quedó mirando fijamente las llamas en silencio. El señor Miyake agarró una rama larga y empezó a dar algunos toques con sumo cuidado, controlando la combustión para que la fogata no se extendiera demasiado o para que las llamas no perdiesen intensidad. De vez en cuando arrojaba en el lugar preciso un trozo de madera del montón que tenía preparado.

Keisuke salió con que tenía dolor de estómago.

—Habrás pillado un poco de frío. En cuanto hagas de vientre te encontrarás mejor.

—¿Por qué no vuelves a casa? —sugirió Junko.

—Creo que será lo mejor —reconoció Keisuke con cara de pena—. ¿Y tú? ¿Qué haces?

—Tranquilo. A Jun la acompañaré yo después a casa. No te preocupes —dijo el señor Miyake.

—Vale. Entonces, me voy —aceptó Keisuke.

—Es un idiota —dijo Junko sacudiendo la cabeza—. Se desmadra y siempre acaba bebiendo demasiado.

—Ya. Pero, de joven, uno no tiene que hacer trabajar tanto la cabeza. Si no, acaba siendo un aburrimiento. Piensa que Keisuke también tiene sus cosas buenas.

—Sí, quizá sí. Pero es que apenas piensa.

—Vaya. También ser joven resulta difícil. A veces, pensar tampoco te lleva a ninguna parte.

Durante unos instantes, ambos enmudecieron ante el fuego. Cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos. El tiempo transcurría por canales distintos.

—Oye, señor Miyake. Hay algo que me ronda por la cabeza, ¿te lo puedo preguntar?

—¿Qué es?

—Algo personal. Algo que no me incumbe.

El señor Miyake se pasó repetidas veces la palma de la mano por las mejillas con la barba crecida.

—No sé. Tú pregunta y ya veremos.

—Pues, nada, que he pensado que tú debes de tener una mujer en alguna parte.

El señor Miyake sacó la petaca del bolsillo de su cazadora de cuero, desenroscó el tapón y echó un largo trago de whisky. Tapó la petaca, se la guardó en el bolsillo. Luego clavó la mirada en el rostro de Junko.

—¿Cómo es que se te ha ocurrido esto de repente?

—No ha sido ahora, de repente. Hace un rato me ha dado esa impresión. Al mirarte cuando Keisuke ha sacado el tema del terremoto —dijo Junko—. Es que, cuando alguien está mirando el fuego, sus ojos son más sinceros de lo normal, ¿no es verdad? Esto me lo dijiste tú un día.

—¿Ah, sí?

—¿Y también tienes hijos?

—Sí. Tengo dos.

—¿Y están en Kobe?

—La casa está en Kobe. Es probable que todavía vivan allí.

—¿En qué parte de Kobe?

—En el barrio de Higashinada.

El señor Miyake entrecerró los ojos, alzó la cabeza, miró hacia el mar oscuro y, luego, volvió de nuevo los ojos al fuego.

—Por eso no puedo llamar idiota a Keisuke. No soy quién para hablar del sentido común de nadie. Porque soy yo el que no piensa. Soy yo el rey de los idiotas. ¿Entiendes?

—¿Quieres seguir hablando de esto?

—No —respondió el señor Miyake—. No quiero.

—Dejémoslo pues —dijo Junko—. Pero yo creo que eres muy buena persona.

—Eso no tiene nada que ver —replicó el señor Miyake sacudiendo la cabeza. Con la punta de la rama que tenía en la mano, trazó unos dibujos en la arena—. Oye, Jun, ¿has pensado alguna vez en cómo vas a morir?

Tras reflexionar unos instantes, Junko negó con la cabeza.

—Yo pienso mucho en ello.

—¿Y cómo vas a morir?

—Moriré encerrado en una nevera —dijo Miyake—. Ya sabes. Lo que pasa a veces. Un niño se mete en una nevera que encuentra tirada por ahí, está jugando dentro, la puerta se le cierra de golpe y el niño muere por asfixia. Pues esa muerte.

Un gran tronco se derrumbó de lado y se alzó una nube de chispas. El señor Miyake se quedó contemplando la escena sin moverse. El reflejo de las llamas creaba en su rostro sombras irreales.

—Voy muriéndome poco a poco, lentamente, en un espacio muy pequeño, en la negra oscuridad. Si me asfixiara rápido, aún. Pero no es tan fácil. Por alguna rendija se cuela un poco de aire. No acabo de asfixiarme del todo. Me cuesta mucho morir. Grito, pero nadie me oye. Nadie se da cuenta de lo que me pasa. El lugar es tan estrecho que apenas puedo moverme. Por más que forcejee, no logro abrir la puerta desde dentro.

Junko no decía nada.

—Lo he soñado miles y miles de veces. Me despierto a medianoche anegado en sudor. Me he estado asfixiando en medio de un sufrimiento atroz, despacio, muy despacio, envuelto en las tinieblas. Me despierto. Pero el sueño continúa. Y ahora viene la parte más terrorífica. Me despierto con la garganta reseca. Voy a la cocina, abro la puerta de la nevera. Ya sé que en casa no tengo nevera, sé que eso debería indicarme que se trata de un sueño, pero, en aquel momento, no me doy cuenta. Me digo: «¡Qué raro!», abro la puerta. El interior de la nevera está sumido en la negra oscuridad. La luz está apagada. Pienso: «Debe de ser un apagón», introduzco la cabeza. Entonces, de repente, sale una mano disparada del fondo y me agarra por la nuca. La mano helada de un muerto. Me sujeta por el cuello, me arrastra hacia el interior con una fuerza descomunal. Suelto un alarido y, esta vez sí, me despierto de verdad. Esto es lo que sueño. Siempre, siempre el mismo sueño. Idéntico de principio a fin. Y cada vez siento el mismo pánico.

El señor Miyake empujó con la punta del palo un tronco envuelto en llamas y lo devolvió a su sitio.

—Es tan real que me siento como si me hubiera muerto de verdad un sinfín de veces.

—¿Desde cuándo sueñas eso?

—Hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Ha habido épocas en que he conseguido librarme de él. Una vez estuve un año..., no, fue un par de años, sin soñarlo. En esas épocas parecía que todo iba a ir bien. Pero al final siempre volvía. Cuando pensaba: «No hay problema. Estoy salvado», el sueño empezaba de nuevo. Y en cuanto empezaba, yo estaba perdido. No podía hacer nada.

El señor Miyake movió la cabeza.

—Jun, siento mucho contarte algo tan deprimente.

—¡Qué va! —dijo Junko. Se puso un cigarrillo entre los labios, prendió una cerilla y dio una profunda calada—. Sigue.

La fogata iba acercándose a su final. El señor Miyake había ido arrojando toda la leña del montón a la hoguera. Quizá fuese una mera impresión, pero el rumor de las olas parecía sonar con más fuerza.

—Hay un escritor americano que se llama Jack London —dijo el señor Miyake.

—El que escribió Encender un fuego, ¿verdad?

—Sí. Veo que lo conoces. Jack London creyó durante mucho tiempo que moriría ahogado en el mar. Estaba convencido de que moriría de esa forma. De que se caería al mar de noche por un descuido, de que nadie se daría cuenta y de que él acabaría muriendo ahogado.

—¿Y se ahogó de verdad?

El señor Miyake negó con la cabeza.

—No. Se suicidó con morfina.

—Bueno, entonces no se cumplieron sus pronósticos. O puede que fuese él quien hizo que no se cumplieran.

—Eso en apariencia —dijo el señor Miyake. Hizo una pausa—. Pero, en cierto sentido, él no se equivocó. Jack London murió ahogado, completamente solo, en el oscuro mar de la noche. Se había vuelto alcohólico, murió debatiéndose con el cuerpo empapado hasta la médula en la desesperanza. En algunos casos, los presentimientos toman un aspecto distinto. A veces, esta forma sustitutoria es mucho más cruda que la propia realidad. Esto es lo más terrorífico de los presentimientos. ¿Entiendes?

Junko reflexionó unos instantes sobre ello. No lo entendía.

—Yo nunca he pensado cómo moriré. Soy incapaz de hacerlo. ¡Si ni siquiera tengo la menor idea de cómo voy a vivir!

El señor Miyake asintió.

—Tienes razón. Pero también hay formas de morir que conducen, a la inversa, a maneras de vivir.

—¿Tu manera de vivir es ésta?

—No lo sé. A veces me lo parece.

El señor Miyake se sentó junto a Junko. Parecía algo más demacrado y viejo de lo habitual. El pelo, un poco demasiado largo, se le erizaba por encima de las orejas.

—Miyake, ¿y tú qué tipo de cuadros pintas?

—Es muy difícil de explicar.

Junko cambió la pregunta.

—¿Cómo es el último cuadro que has pintado?

—Se titula Paisaje con plancha. Lo acabé hace tres días. Es una plancha en una habitación. Y nada más.

—¿Y por qué es eso tan difícil de explicar?

—Porque eso, en realidad, no es una plancha.

Junko alzó la mirada hacia el rostro del hombre.

—¿Una plancha que no es una plancha?

—Exacto.

—Vamos, que es una forma sustitutiva.

—Tal vez.

—De algo que no puedes pintar a menos que le des una forma sustitutiva.

El señor Miyake asintió en silencio.

En el cielo, sobre sus cabezas, había muchas menos estrellas que antes. La luna había recorrido una larga distancia. Por último, el señor Miyake arrojó al fuego la larga rama que sostenía en la mano. Junko se reclinó suavemente en su hombro. La ropa del señor Miyake estaba impregnada del tenue olor de cientos de hogueras. Ella aspiró largamente ese aroma.

—Oye, señor Miyake.

—¿Qué?

—Yo estoy vacía.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Al cerrar los ojos, a Junko se le inundaron, sin más, de lágrimas. Fueron deslizándose una tras otra por sus mejillas y después fueron cayendo. Con la mano derecha agarró con fuerza los pantalones chinos del señor Miyake a la altura de la rodilla. Pequeños temblores recorrían su cuerpo. El señor Miyake le pasó el brazo alrededor de los hombros, la atrajo hacia sí en silencio. Pero su llanto no cesó.

—Dentro no tengo nada de nada —dijo ella mucho después con voz ronca—. Estoy completamente vacía.

—Te comprendo.

—¿De verdad lo comprendes?

—Soy especialista en el asunto.

—¿Y qué tengo que hacer?

—En cuanto hayas dormido bien, al levantarte, te sentirás mejor.

—No es tan sencillo.

—Tal vez no. Tal vez no sea tan sencillo.

Se oyó el silbido del vapor de agua aprisionado en el interior de algún tronco. El señor Miyake alzó la cabeza, entornó los ojos, se quedó mirando unos segundos en aquella dirección.

—¿Qué tengo que hacer entonces? —preguntó Junko.

—¿Quieres morir conmigo, ahora?

—Vale. No me importa.

—¿En serio?

—En serio.

Todavía con el brazo alrededor de los hombros de Junko, el señor Miyake enmudeció. Junko mantenía el rostro sepultado en la vieja y confortable cazadora de piel.

—Primero esperemos a que se apague completamente el fuego —dijo el señor Miyake—. Con lo que ha costado encenderlo. Quiero acompañarlo hasta el final. Cuando el fuego se apague y todo quede en la oscuridad, moriremos juntos.

—Vale —dijo Junko—. Pero ¿cómo?

—Voy a pensarlo.

—Sí.

Envuelta por el olor de la hoguera, Junko cerró los ojos. Para tratarse del brazo de un hombre adulto, el brazo del señor Miyake, que le rodeaba los hombros, era pequeño y estaba extrañamente rígido. «Yo no podría vivir con él», pensó Junko, «porque no creo que lograra entrar nunca en su corazón. Pero morir con él, quizá sí pueda.»

Sin embargo, abrazada por el señor Miyake, le fue entrando sueño. Debía de ser culpa del whisky. La mayoría de trozos de madera ya habían quedado reducidos a cenizas, pero los troncos más gruesos aún despedían un brillo anaranjado y ella podía sentir el suave calor en su piel. Aún tardarían un tiempo en consumirse del todo.

—¿Puedo echar una cabezada? —preguntó Junko.

—Claro.

—¿Me despertarás cuando se apague el fuego?

—Tranquila. Cuando el fuego se apague, hará tanto frío que te despertarás, tanto si quieres como si no.

Ella repitió estas palabras para sí. «Cuando el fuego se apague, hará tanto frío que despertarás, tanto si quieres como si no.» Luego se hizo un ovillo y se sumió en un breve pero profundo sueño.