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Salir al extranjero. Nuevas fronteras
Fue a finales de los ochenta cuando se empezó a presentar mi obra de manera sistemática en los Estados Unidos. La editorial Kodansha International (K.I.) publicó en rústica la traducción al inglés de La caza del carnero salvaje, y poco después la revista New Yorker se interesó por algunos de mis relatos. Kodansha tenía entonces una oficina en el centro de Manhattan con un considerable número de empleados y llevaba a cabo una intensa actividad para abrirse un hueco en el mercado editorial estadounidense. De hecho, más tarde terminaría por transformarse en Kodansha America (K.A.). No conozco bien los detalles, pero era una especie de filial de la casa madre dedicada exclusivamente al mercado norteamericano.
El editor jefe era un estadounidense de origen chino llamado Elmer Luke y con él trabajaba un equipo muy competente compuesto por expertos en relaciones públicas y ventas. El director, el señor Shirai, no imponía un método de trabajo tan pesado como en el sistema japonés. Siempre ofreció toda la libertad que podía a los trabajadores, hasta crear un ambiente general relajado y tolerante. Todos ellos pusieron mucho entusiasmo en la publicación de mi libro. Al poco tiempo me instalé en Nueva Jersey, y cuando iba a Nueva York aprovechaba para pasar por la oficina situada en Broadway. El ambiente del que disfrutaban allí parecía más el de una empresa americana que el de una empresa japonesa. Los trabajadores eran todos nativos de Nueva York, estaban muy motivados, eran competentes y trabajar con ellos me resultaba muy divertido. Guardo un recuerdo extraordinario de todo lo que ocurrió en aquella época. Acababa de cumplir cuarenta años y tenía la viva impresión de que no dejaban de suceder cosas interesantes a mi alrededor, hasta el punto de que aún mantengo la amistad con alguno de ellos.
Gracias a la excelente traducción de Alfred Birnbaum, La caza del carnero salvaje funcionó mucho mejor de lo que imaginaba. El New York Times publicó una extensa reseña sobre la obra y John Updike firmó una crítica muy favorable en la revista New Yorker. Sin embargo, las ventas se quedaron muy lejos de lo que podría considerarse un éxito. Kodansha International era una editorial nueva en el mercado norteamericano, yo un autor sin nombre y las librerías no colocaron el libro en un lugar destacado. Tal vez hubiera tenido más éxito de existir internet o los libros electrónicos, como en la actualidad, pero todo eso estaba aún por llegar. Aunque se habló bastante de la novela, eso no se tradujo en ventas. La editorial Vintage (del grupo Random House) la publicó más tarde en edición de bolsillo y ha terminado por convertirse en un long seller.
No mucho tiempo después se publicó El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, seguida de Baila, baila, baila. Ambas novelas recibieron también buenas críticas y comentarios positivos, pero quedaron recluidas a ese espacio llamado «de culto» y, una vez más, las ventas no se correspondieron con la buena acogida. En aquel entonces la economía japonesa estaba en plena forma. Incluso se publicó un libro titulado Japan as Number One [Japón como número uno] que dio mucho que hablar. Era un momento de expansión económica que no iba a la par con una expansión cultural. Cuando hablaba con conocidos norteamericanos, el tema de conversación solía girar en torno a la cuestión económica, apenas se hablaba de nada relacionado con la cultura. Había algunos japoneses famosos como el músico Ryūichi Sakamoto o la autora Banana Yoshimoto, pero, al menos en el mercado estadounidense, no llegaban a despuntar tanto como para despertar el interés de la gente por la cultura japonesa. Algo que, sin embargo, sí sucedía en Europa. Dicho de una manera esquemática y un tanto rotunda, en aquella época se pensaba que Japón era un país sumamente enigmático con muchísimo dinero. Por supuesto que había gente que valoraba la literatura después de leer a autores como Kawabata, Tanizaki o Mishima, pero quienes los leían eran solo una pequeña parte de la intelligentsia, lectores de un perfil muy intelectual de entornos urbanos en su mayor parte.
Cuando la revista New Yorker compraba alguno de mis relatos, me alegraba mucho, era casi un sueño hecho realidad, pues yo era lector asiduo de la revista, pero en general puedo decir que no tuve demasiado éxito en esa fase. Si lo comparo con un cohete, diría que la fase de ignición funcionó bien, pero la propulsión de los motores secundarios no del todo. De entonces hasta hoy, sin embargo, la buena relación con el New Yorker no ha variado a pesar de los cambios en la redacción. De algún modo, la revista sigue siendo mi hogar, el lugar donde de verdad me encuentro bien en Estados Unidos. Siempre les gustó mi estilo, quizás encajaba bien con el ambiente general, y en determinado momento me propusieron un contrato de colaboración. Me enteré poco después de que J.D. Salinger también había firmado un contrato similar y me sentí sumamente halagado.
El primero de mis relatos que publicó el New Yorker fue «Gente de la televisión», concretamente el 10 de septiembre de 1990. Desde entonces, y durante veinticinco años, han publicado un total de veintisiete relatos. Los criterios que establece la revista para publicar un relato son muy estrictos, de manera que por muy famoso que sea el escritor o por muy estrecha que sea su relación con la redacción, si consideran que no se ajusta a esos criterios, lo rechazan sin más contemplaciones. De hecho, incluso rechazaron algún relato de Salinger por acuerdo de la redacción, si bien al final terminaron por publicarlos debido al empeño personal de William Shawn, el jefe de redacción. Como es natural, también rechazaron en varias ocasiones alguno de los míos y puedo decir que, en ese sentido, funcionan con criterios completamente distintos a los de las revistas japonesas.
Una vez superado el listón de las exigencias y gracias a publicar periódicamente en la revista, poco a poco me hice un hueco entre los lectores estadounidenses y mi nombre empezó a sonar. Sin duda, esa colaboración supuso una ayuda muy importante.
El prestigio e influencia de la revista New Yorker son enormes y no se pueden comparar de ninguna manera con los de las revistas japonesas. Si uno dice en Estados Unidos que ha vendido un millón de copias en Japón o que ha ganado no sé qué premio, como mucho su interlocutor se sorprende, pero si dice, por el contrario, que publica en el New Yorker, la reacción es completamente distinta. Por mi parte, no puedo dejar de envidiar a una cultura que tiene semejante revista como referencia.
Algunas personas que conocí por trabajo me explicaron que si quería tener éxito en Estados Unidos, debía contar con un agente literario del país que me abriese las puertas de las editoriales importantes. En realidad, ya me había dado cuenta de que las cosas funcionaban así. Al menos en aquel entonces. Lo lamenté mucho por todas las personas que trabajaban en Kodansha, pero empecé a buscar un nuevo agente y una nueva editorial. Después de algunas entrevistas en Nueva York, me decidí por una importante agencia llamada ICM (International Creative Management), dirigida por Amanda Urban, conocida familiarmente en el mundillo literario como «Binky». La editorial donde publicaría a partir de entonces era Knopf, un sello de Random House cuyo director era Sonny Mehta. El editor que se haría cargo de mí sería Gary Fisketjon. Los tres tenían un considerable prestigio en el mundo editorial, y, al pensarlo ahora, me sorprende que personas de esa categoría se interesasen por mí, pero entonces yo estaba desesperado y ni siquiera tuve tiempo para apreciar la verdadera importancia de lo que había logrado. Simplemente me había propuesto buscar un agente y después de visitar a varios me decidí por ellos.
Creo que se interesaron en mí por tres razones fundamentales. La primera, porque era el traductor al japonés de Raymond Carver, quien introdujo sus obras en Japón. Los tres habían trabajado siempre con él y no creo que fuera pura casualidad. Tal vez me condujo hasta ellos el difunto Carver, fallecido tan solo cuatro o cinco años antes.
La segunda razón es que en Estados Unidos se habló mucho de los dos millones de copias vendidas en Japón de Tokio blues. Semejante cifra era muy poco frecuente incluso en Estados Unidos. Ese éxito me dio un nombre en el mundo editorial y la novela me sirvió como tarjeta de presentación.
La tercera razón es que había empezado a publicar mis novelas en Estados Unidos y, en general, habían tenido buena acogida. Quizá vieron en mí a un recién llegado con un futuro prometedor. Influyó mucho mi colaboración con la revista New Yorker. Al legendario Robert Gottlieb, nombrado redactor jefe en sustitución de William Shawn, al parecer le gustaban mis relatos y fue él personalmente quien se tomó la molestia de mostrarme todos los recovecos de la revista. También hubo una editora, Linda Ashley, una mujer encantadora con la que congenié muy bien desde el principio, que se hizo cargo de mí y facilitó mucho las cosas. Dejó la revista hace mucho tiempo, pero aún mantenemos una buena amistad. No exagero si afirmo que fue el New Yorker el que me abrió el mercado estadounidense.
Conocer a esas tres personas, Binky, Mehta y Fisketjon, resultó crucial para que las cosas me fueran bien. Eran competentes, entusiastas, ejercían una influencia a tener en cuenta en el sector editorial y su red de conexiones era muy amplia. «Cheap» Kid, el diseñador gráfico de Knopf (famoso por sus excentricidades), se hizo cargo de todos mis libros, desde El elefante desaparece hasta Los años de peregrinación del chico sin color, y su trabajo les aportó una reputación considerable. Había mucha gente que esperaba un nuevo libro, ansiosa por ver el diseño de Kid. Trabajar rodeado de gente tan capacitada fue, sin lugar a dudas, todo un privilegio.
Otro factor esencial en todo aquel proceso fue una decisión personal que tomé muy al principio: asumí que debía comportarme en todos los aspectos como cualquier autor norteamericano, pasando por alto el hecho de ser japonés. Me encargué personalmente de buscar traductores para mis novelas. Revisé los trabajos y, con los manuscritos bajo el brazo, fui a ver a mi agente para que los presentara a las editoriales. De ese modo, todo el mundo podría tratarme de igual a igual, como uno más. Es decir, nos movíamos en el mismo terreno de juego y así dejé de ser para ellos un escritor extranjero que escribía novelas en un idioma extranjero. Las reglas eran las mismas para todos.
Lo primero que hice fue afianzar ese sistema. En el primer encuentro con Binky, ella me lo dejó claro: no podía hacerse cargo de obras que no pudiera leer en inglés. Lo leía todo personalmente, lo valoraba y, cuando algo la convencía, se ponía a trabajar. No podía ocurrir nada de eso si no lo podía leer. Era lógico, de manera que encargué las traducciones y trabajé con ellas hasta quedar realmente convencido del resultado.
Muchas personas que trabajan en el sector editorial tanto en Japón como en Europa tienen el convencimiento de que las editoriales en Estados Unidos se mueven exclusivamente por criterios comerciales, preocupadas solo por las ventas, y no hacen nada para promover la carrera de los autores. No me parece que esa idea refleje tanto un sentimiento antiamericano, como un rechazo a determinado modelo de negocio. Al menos a una falta de sintonía. Sería absurdo negar esa realidad del sector editorial americano. He conocido a muchos autores de ese país exultantes cuando vendían bien y muy fríos cuando vendían mal, al margen de la calidad de la obra en cuestión. Quizá no les falte razón a quienes solo ven negocio en el sector editorial americano, pero también hay algo más. He visto con mis propios ojos a agentes y a editores realizar grandes esfuerzos al margen de pérdidas o ganancias, empeñados en una obra en concreto o en un autor en el que creen. Su implicación y su entusiasmo juegan un papel tan importante como en cualquier otro país del mundo.
Se trate del país que se trate, quienes trabajan en el sector editorial suelen tener en común su pasión por los libros. Quienes solo piensan en el dinero, o en vivir bien con un buen salario, nunca se dedicarán al mundo editorial, sea donde sea. Esas personas trabajan en Wall Street o en Madison Avenue, donde se concentran las empresas publicitarias. Excepto casos concretos, los sueldos que pagan las editoriales no suelen ser demasiado altos, de ahí que quienes trabajan en el sector lo hagan motivados por su devoción por los libros. En general, si creen que determinada obra merece la pena, se empeñan en ella sin pensar en pérdidas o beneficios.
Durante una época de mi vida viví en la Costa Este de Estados Unidos, en concreto en Nueva Jersey y en Boston. Eso me permitió entablar una relación personal e íntima con Binky, con Gary y con Sonny. Vivía lejos de mi país natal y el hecho de trabajar mano a mano con ellos durante muchos años nos daba la oportunidad de encontrarnos de vez en cuando para comer y conversar sobre muchas cosas. Lo mismo sucede en cualquier país. Si, por el contrario, uno delega todo en manos de su agente, se olvida de que tiene un editor y se dedica a lo suyo, las cosas no se moverán. Si se trata de una obra con una fuerza arrolladora, tal vez su autor pueda permitirse ese lujo, pero en mi caso no tengo esa confianza ni en mí mismo ni en mis novelas y, además, por carácter siempre me esfuerzo por hacer todo cuanto esté en mis manos, como sucedía entonces. En Estados Unidos no hice ni más ni menos que lo que ya había hecho antes en Japón. En cierto sentido volví al punto de partida. Volvía a ser un autor novel, pero esta vez con cuarenta y tantos años.
Si se me ocurrió la idea de probar suerte en Estados Unidos, fue porque me habían sucedido una serie de cosas bastante molestas en Japón, hasta el extremo de sentir que perdía el tiempo. Era la época de la burbuja y ganarse la vida como escritor no resultaba tan difícil. La población del país había superado los cien millones y el índice de alfabetización era prácticamente del cien por cien. Es decir, el número potencial de lectores era inmenso. Por si fuera poco, la economía japonesa iba viento en popa y el mundo entero miraba atónito lo que ocurría en el país. En el sector editorial había también una actividad muy intensa, se publicaban todo tipo de revistas inundadas de publicidad, la bolsa subía sin parar, en el sector inmobiliario parecía como si el dinero cayese del cielo. Los escritores escribían por encargo sin parar y muchos de esos trabajos eran muy atractivos. Te ofrecían, por ejemplo, ir a cualquier parte del mundo y gastar dinero a placer para escribir un libro de viajes. También personas anónimas te hacían propuestas casi imposibles de rechazar. Alguien que acababa de comprarse un château en Francia, ni más ni menos, me ofreció la posibilidad de instalarme allí un año entero para que me dedicase a escribir sin prisas una novela. No obstante, rechacé todas esas propuestas con suma educación. Lo pienso ahora y me parece increíble. Aunque uno no vendiera muchos libros, lo cual constituye el alimento principal de los escritores, se podía vivir muy a gusto con todos esos platos secundarios.
A mí aquel ambiente, justo antes de cumplir los cuarenta años, es decir, en un momento crucial de mi carrera como escritor, no me agradaba especialmente. Hay una expresión en japonés que alerta sobre el peligro de cuando uno se dispersa o se le altera el corazón, y eso es exactamente lo que ocurrió entonces. La sociedad en su conjunto perdió las referencias y todo el mundo se puso a hablar solo de dinero. No era un ambiente que invitase a sentarse tranquilamente a escribir una novela. Poco a poco empecé a sentir cada vez con más fuerza que de seguir allí iba a malograr mi vida, y encima nunca iba a entender por qué. Prefería un ambiente más serio, más sosegado, explorar nuevas fronteras. Quería experimentar nuevas posibilidades y por eso tomé la decisión de alejarme de Japón a finales de los ochenta, momento que coincidió con la publicación de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas.
Otra de las razones que me empujaron a vivir en el extranjero fue que el viento en Japón empezaba a soplar en contra de mis obras y en contra de mí mismo. En esencia, no había nada que hacer. Una persona con defectos solo podía escribir novelas con defectos. Yo lo asumía y vivía sin preocuparme demasiado por ello, pero aún era joven y las críticas, la manera de formularlas, me parecían muy injustas. Me atacaban entrometiéndose en aspectos de mi vida personal, escribían falsedades que afectaban a mi familia. Más que desagrado, sentía una gran extrañeza al preguntarme por qué entraban en ese terreno.
Con la perspectiva que dan los años, tengo la impresión de que fueron descargas de frustración y rabia de gente del mundillo literario de la época, escritores, críticos, editores… Me refiero a que había un descontento casi depresivo en ese ambiente al darse cuenta de que la influencia y la existencia misma del mainstream, la corriente dominante de la considerada literatura pura, habían desaparecido, se habían perdido. Poco a poco se producía un cambio de paradigma, pero el sector editorial se resistía. Imagino que resultaba insoportable aceptar algo que se interpretaba como una debacle. Por eso juzgaban lo que yo escribía, tal vez mi propia existencia, como la causa primera de la ruptura y desaparición de un statu quo que nunca debería haber cambiado. Querían eliminar la que consideraban la causa primera a toda costa, como leucocitos que atacasen a un virus invasor. Es así como lo siento. En mi opinión, si se sentían amenazados por mi existencia, el problema no estaba en mí, sino en ellos. A menudo leía o escuchaba: «Lo que escribe Murakami, al fin y al cabo, no es más que un refrito de literatura extranjera, algo que solo puede funcionar bien dentro de Japón». Yo nunca he tenido la impresión de escribir refritos. Más bien me parece que me he esforzado mucho por buscar nuevas formas de expresión, nuevas posibilidades de la lengua japonesa. A decir verdad, el hecho de que dijeran todas esas cosas significó para mí un desafío, me empujó a probar suerte a ver si de verdad mi obra no funcionaba en el extranjero. No soy especialmente competitivo, pero si las cosas no me convencen no paro hasta que terminan por hacerlo.
Si podía trabajar como escritor en el extranjero, quizás así me liberaría de una relación tan compleja con el mundo literario. Eso pensé. Como poco no tendría por qué escuchar todo ese ruido. Esa posibilidad terminó por convertirse en uno de los acicates que me llevaron a esforzarme tanto en el extranjero. Lo pienso y me doy cuenta de que aquel ambiente, todas aquellas críticas se convirtieron en poderosas razones para marcharme. En ese sentido puedo decir que fui afortunado. La única cosa que hay que temer de verdad es morir rodeado de aduladores y alabanzas.
La mayor alegría que me aportó publicar en el extranjero fue que, en general, críticos y lectores consideraron mi obra original, distinta, peculiar. Les gustase o no la novela en cuestión, como mínimo admitían que el estilo era muy particular, único. Cosa muy distinta a lo que decían en Japón. Para mí, ser original, tener un estilo propio era y es uno de los mayores elogios que se le pueden dedicar a alguien.
Curiosamente, cuando mis obras empezaron a circular en el extranjero, a esas mismas personas que afirmaban rotundamente que solo funcionaban en Japón por tal y cual les dio por decir que mi éxito residía en el hecho de escribir con un lenguaje sencillo, fácil de traducir y de contar historias fáciles de comprender para lectores no japoneses. ¿En qué quedamos? No podía por menos de mostrar incredulidad. El asunto no tiene remedio, debemos aceptarlo. En este mundo hay una serie de personas que se dedican a opinar sin preocuparse por nada más y lo hacen sin tener bases sólidas para argumentar lo que dicen al margen de la dirección en que sopla el viento.
Las novelas brotan con naturalidad del interior de uno mismo. No se construyen a golpe de estrategia. No se puede escribir una novela después de realizar un estudio de mercado, y aunque de hecho se haga, dudo mucho de su hipotético éxito. Si aun así lo obtienen, tanto las obras en sí como su autor serán flor de un día y no tardarán en caer en el olvido. Abraham Lincoln dejó esta frase para la posteridad: «Se puede engañar a mucha gente durante un periodo de tiempo corto. También se puede engañar a determinada gente durante un periodo de tiempo más largo, pero no se puede engañar a todos para siempre». En mi opinión, lo mismo se puede aplicar a la novela. En el mundo existen infinidad de cosas cuyo valor solo lo demuestra el paso del tiempo. Nada más.
Regreso ahora al tema principal que me ocupaba. Las ventas de mis libros en Estados Unidos aumentaron poco a poco, de manera constante, a partir del momento en que empecé a publicar en la editorial Knopf y más tarde en su filial Vintage las ediciones de bolsillo. Cada libro nuevo entraba enseguida en las listas de best sellers elaboradas por periódicos de ciudades como Boston o San Francisco. Se formó así un sustrato de lectores fieles como me había sucedido en Japón. A partir del año 2000, tras la publicación de Kafka en la orilla (publicado en Estados Unidos en 2005), mis libros empezaron a destacar en la lista de best sellers publicada por el New York Times, con datos de todo el país, aunque cerca de las últimas posiciones. Es decir, poco a poco empezaron a conocerme en zonas del interior del país, más allá de las grandes áreas urbanas de tendencia liberal de las costas Este y Oeste. 1Q84 (publicado en 2011) se colocó en el segundo puesto de la lista de libros de ficción en rústica más vendidos. Los años de peregrinaje del chico sin color (2014), en el primero. Llegar a esa situación me había llevado mucho tiempo. No puedo decir precisamente que hubiera dado en la veta del éxito a la primera, pero había logrado asentar el suelo bajo mis pies después de trabajar duro. Gracias a eso, las obras más antiguas en sus ediciones de bolsillo empezaron a moverse también. Al fin se había generado una corriente favorable.
Sin embargo, una de las cosas que más me llamó la atención fue la gran aceptación de mis novelas en Europa, antes incluso que en Estados Unidos. Elegir Nueva York como centro de difusión de mi trabajo en el extranjero tuvo relación con el incremento de ventas en Europa. Era una dinámica que jamás habría imaginado, y, realmente, nunca imaginé la verdadera trascendencia que tenía Nueva York como epicentro editorial. Si elegí Estados Unidos fue, principalmente, por el idioma, un poco por casualidad, pero donde empezó a cocinarse todo, al margen de los países asiáticos, fue en Rusia y en la Europa oriental. Desde allí avanzó poco a poco hacia el oeste hasta llegar a Europa occidental. Sucedió más o menos a mitad de la década de los noventa. Nunca ha dejado de sorprenderme que durante una buena temporada alguno de mis libros estuviera entre los diez libros más vendidos en Rusia.
Es solo una impresión personal y no puedo ofrecer ejemplos concretos o argumentos, pero desde una perspectiva cronológica me parece que mis libros empiezan a leerse en determinado país cuando tiene lugar algún tipo de conmoción o proceso de cambio. Las ventas aumentaron en Rusia y en Europa oriental tras la gigantesca transformación social que conllevó el desplome del Comunismo. Los sistemas dictatoriales de los regímenes comunistas, que hasta el día antes de caer parecían tan firmes como inamovibles, se desplomaron inesperadamente y se instaló un caos mezclado con muchos deseos e inquietudes. En esa situación de cambio en el sistema de valores, las historias que ofrecía yo parecían cobrar un nuevo sentido.
Cuando cayó el muro de Berlín, y tras la reunificación de Alemania, mis libros empezaron a leerse allí. Quizá sea solo una coincidencia, pura casualidad, pero hasta cierto punto me parece lógico y natural que cuando algo convulsiona la realidad, esto termine por afectar decisivamente en la vida cotidiana de las personas, que empiezan a demandar cambios. La realidad social y la de una narrativa concreta terminan por conectarse en el espíritu de cada individuo, en su inconsciente. No importa la época, pero cuando la realidad social cambia dramáticamente, el cambio en la narrativa es inevitable.
La narrativa como tal existe como metáfora de la realidad circundante, y la gente reclama textos acordes con lo que sucede a su alrededor, con lo que les pasa a ellos. Un sistema nuevo de metáforas que ayude a comprender un entorno cambiante cuando se produce ese tipo de procesos. De ese modo tienen la impresión de no ser expulsados de ella. La gente puede aceptar una realidad inestable a su alrededor y mantener al mismo tiempo la conciencia de estar conectada a esos dos sistemas, el social y el narrativo. Dicho de otro modo, pueden ir y venir de un mundo objetivo a otro subjetivo y ajustarlos. La narrativa de mis novelas, creo, ha funcionado globalmente a modo de engranaje, como un ajuste. Repito: son solo impresiones personales por mucho que crea estar en lo cierto.
En ese sentido, me parece que la sociedad japonesa percibió mucho antes y con naturalidad algo tan evidente como ese deslizamiento general, ese cambio. Desde luego, mucho antes que las sociedades occidentales. En Japón mucha gente había leído mis libros en esa clave, y puede que también en países vecinos de Asia oriental, como China, Corea o Taiwán. Me consta que los lectores de esos tres países leyeron con entusiasmo mis novelas mucho antes de que se leyeran en Europa o en Estados Unidos.
En los países de Asia oriental, la transformación social era una realidad antes de que se produjera en los países occidentales. No fue un cambio rápido o violento como consecuencia de algún incidente, sino más bien una transformación suave, lenta, constante a lo largo del tiempo. En los países asiáticos que experimentaron un fuerte crecimiento económico, la transformación social no se produjo de buenas a primeras. Más bien se había ido gestando de forma continuada y silenciosa a lo largo del último cuarto de siglo.
No se puede afirmar con rotundidad y puede que haya muchos factores que influyan en ello, pero la reacción general del público asiático y la del público occidental es muy diferente. Una de las razones, a mi modo de ver, es que entienden y asumen esa transformación de forma distinta. En Japón y en los países de Asia oriental no existía, en un sentido estricto, la modernidad antes de que llegase la posmodernidad. Es decir, la separación entre el mundo objetivo y el subjetivo no estaba tan clara como en las sociedades occidentales. Sea como fuere, si profundizo en este asunto, me extendería demasiado, por lo que prefiero dejarlo para otra ocasión.
Uno de los factores decisivos que me permitieron hacerme un hueco en los países occidentales fue, creo, trabajar con traductores excelentes. A mediados de los ochenta, un tímido joven estadounidense llamado Alfred Birnbaum vino a verme para decirme que le gustaban mucho mis novelas y que había empezado a traducir por su cuenta algunos de mis relatos. Me preguntó si no me importaba y en ese mismo instante le dije que en absoluto, que adelante; y a pesar de que le llevó tiempo, tradujo bastantes cosas. Su trabajo fue, precisamente, lo que me dio la oportunidad de publicar en el New Yorker. Tradujo también La caza del carnero salvaje, El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas y Baila, baila, baila para Kodansha International. Birnbaum ya era por aquel entonces un traductor muy competente dotado de una gran voluntad y capacidad de trabajo. Si no hubiera venido a verme, no se me habría ocurrido traducir mis obras al inglés, pues creía que aún no había alcanzado el nivel adecuado para hacerlo.
Me instalé en Estados Unidos tras recibir una oferta de la Universidad de Princeton y fue entonces cuando conocí a Jay Rubin. Rubin daba clases en la Universidad de Washington y más tarde se trasladó a Harvard. Era un brillante estudioso de literatura japonesa, conocido por haber traducido algunas obras de Natsume Sōseki. También él se interesó por mí y me propuso traducir alguna de mis novelas. Le pedí que seleccionase algunos relatos y novelas cortas que le gustasen e hizo un trabajo magnífico. Lo más interesante es que las preferencias de Alfred y Jay eran completamente distintas. Nunca coincidieron y eso me extrañó. Fue entonces y gracias a ellos cuando me di cuenta de la importancia de tener varios traductores.
Jay Rubin es un traductor muy capaz y creo que, gracias a su trabajo con una de mis novelas largas, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, mi valoración en Estados Unidos mejoró considerablemente. Explicado de un modo sencillo, diría que Alfred Birnbaum traduce con libertad y Jay Rubin con fidelidad. Cada estilo tiene su encanto, pero a Alfred le ocupaba tiempo su trabajo y no podía hacerse cargo de la traducción de las novelas largas. La aparición de Jay fue para mí una auténtica bendición. Traducir una obra con una estructura relativamente compleja como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo me parece que era un trabajo más apropiado para una persona como Jay, siempre fiel al texto original. Lo que más me gusta de su trabajo es que consigue trasladar con mucha habilidad un sentido del humor sutil, no se ciñe exclusivamente a los objetivos de fidelidad y corrección.
Tengo también otros traductores, como Philip Gabriel y Ted Goossen, ambos muy competentes e interesados en mis novelas. Mantenemos una buena relación desde hace años e igualmente fueron ellos quienes se pusieron en contacto conmigo para ofrecerse a traducir alguna de mis obras, un gesto que siempre les he agradecido. Gracias a la relación personal que mantengo con todos ellos he ganado unos inestimables aliados. Como yo también traduzco del inglés al japonés, entiendo como propia la alegría y el sufrimiento de este trabajo. Procuro mantenerme en contacto con ellos, y cuando se les plantean dudas, me esfuerzo por resolverlas de buena gana. En general hago todo cuanto está en mis manos para facilitarles el trabajo.
Si uno lo hace, lo entiende. El trabajo de un traductor es muy laborioso y complicado, pero el resultado no debe ser unilateral. Debe haber un intenso toma y daca entre autor y traductor que beneficie a la obra. Para un escritor que pretenda abrirse camino en el extranjero, los traductores son sus más importantes compañeros y aliados. Es esencial dar con personas con las que exista una buena química. Aunque se trate de un traductor excepcional, si no empatiza con el autor ni con el texto, si no está familiarizado con su sabor, con su textura, el resultado quedará cojo. Ambas partes acumularán tensión y el texto en sí terminará por convertirse en una molesta obligación.
No hace falta que lo diga yo, pero en el extranjero, en especial en Occidente, se tiene un gran sentido de la persona como individuo. Por eso las cosas no funcionan si se delega en otras personas sin más. Cada una de las fases del trabajo exige determinadas responsabilidades. Para traducir hace falta tiempo y un determinado nivel de conocimiento del idioma. De las cuestiones prácticas se encargan los agentes literarios, pero suele ser gente ocupada y no pueden hacerse cargo de todos los detalles que afectan a autores aún sin nombre de los que ni siquiera saben si van a sacar provecho. Por eso uno debe de cuidar de sí mismo. Yo era más o menos conocido en Japón, pero no en el extranjero. Excepto los profesionales del sector editorial o una pequeña parte de los lectores, un norteamericano medio no tenía la más mínima idea de mi existencia y ni siquiera era capaz de pronunciar mi nombre correctamente. Me llamaban «Myurakami», pero fue eso, precisamente, lo que me motivó. Decidí lanzarme a un territorio virgen para descubrir hasta dónde podría llegar partiendo de la nada.
Ya lo he dicho antes, pero de haberme quedado en el Japón de entonces, que vivía una etapa de prosperidad sin precedentes, como autor del best seller Tokio blues (aunque esté feo que yo lo diga), habría recibido un encargo tras otro y habría ganado un buen dinero. Pero quería alejarme de ese ambiente, explorar hasta dónde podía llegar fuera de Japón. Era un empeño personal y ahora me doy cuenta de sus beneficios. Asumir los desafíos que suponen las nuevas fronteras es muy importante para quien se dedica a cualquier cosa relacionada con la creación. Si uno se acomoda en determinada posición o lugar, es fácil que su impulso creativo flaquee. Incluso podría llegar a perderlo. Cuando establecí mi objetivo, quizá desaté sin darme cuenta una sana ambición dentro de mí en el momento justo.
No se me dan bien las apariciones públicas, es mi carácter, pero en el extranjero acepto entrevistas, y si me conceden algún premio, acudo con gusto a la ceremonia de entrega e incluso leo el correspondiente discurso. También acepto invitaciones a algunos clubes de lectura y conferencias, siempre con un límite. A pesar de que no abundan las ocasiones, procuro salir de mí mismo y mirar al exterior, si bien parece que también en el extranjero se ha extendido mi reputación de escritor que no se prodiga. Me cuesta hablar en inglés, pero intento expresarme por mí mismo sin recurrir a intérpretes. En Japón, por el contrario, solo aparezco en público en casos excepcionales. Me lo reprochan constantemente. Dicen que solo presto mis servicios en el extranjero, que tengo un doble rasero.
No es una excusa, pero si acepto ese tipo de apariciones en el extranjero es por un sentido del deber como escritor japonés. Cuando vivía fuera de Japón durante la época de la burbuja, me entristecía el hecho de que Japón, como cultura, no fuera visible, que lo poco que se sabía fuese tan insípido. Entonces pensé que debía hacer algo para remediarlo, por los japoneses que vivían fuera como yo, y también por mí mismo. No me considero especialmente patriota (más bien un cosmopolita), pero fuera de mi país, me guste o no, no tengo más remedio que aceptar la realidad de lo que soy: un escritor japonés. La gente me mira con esos ojos y yo mismo termino por verme así. Es de ahí de donde nace una conciencia respecto a mis compatriotas. Resulta extraño, pero me fui de Japón porque quería escapar de mi país natal y de sus rígidas estructuras, y al final no me ha quedado más remedio que establecer una nueva relación con mi país de origen.
No quiero que me malinterpreten. No es que regresara tal cual. Hablo de una nueva relación, y eso es una cosa muy distinta. A veces me encuentro con personas que se han vuelto más patriotas que nadie (en algunos casos incluso en nacionalistas) espoleados por una especie de sacudida que produce el hecho de regresar al país natal después de haber vivido fuera. Yo no me refiero a esa relación. No es mi caso. Se trata más bien del sentido profundo que tiene para mí ser un escritor japonés, del lugar donde se encuentra mi identidad.
Mis novelas se han traducido a más de cincuenta idiomas. Es un logro considerable en el sentido de que mi obra se valora en coordenadas culturales muy diversas. Como escritor, me alegra y me enorgullece, pero no por ello me conformo y tampoco me dan ganas de ponerme a pregonarlo a los cuatro vientos. Me considero un escritor que ha llegado a un punto medio en su proceso de evolución y entiendo que aún me queda un margen ilimitado (o casi ilimitado).
¿Por qué considero que existe ese margen? Porque es algo que tengo entre las manos. Primero afiancé mi posición como escritor en Japón. Después salí al extranjero, me esforcé por extender el rango de mis lectores. A partir de ahora descenderé para buscar en las profundidades de mí mismo, en la lejanía. Ese es un territorio nuevo, desconocido, tal vez mi última frontera. No sé si seré capaz de traspasarla, pero es maravilloso colocar banderas sobre un mapa en lugares donde aún no hemos estado. Da igual la edad que tenga, da igual dónde me encuentre.