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Acerca de cuándo me convertí en escritor
Me estrené como escritor cuando tenía treinta años, después de ganar el premio al mejor escritor novel de la revista literaria Gunzo. En aquel entonces ya tenía cierta experiencia vital, aunque no la suficiente, creo. Mis vivencias eran algo distintas a las de una persona, digamos, normal. En general, las personas que se consideran dentro de la «normalidad» finalizan sus estudios en primer lugar, después buscan un empleo y, más tarde, una vez que se establecen en el trabajo, se casan. Mi intención inicial era seguir esos pasos. Imaginaba que sucedería algo así, porque me parecía el orden natural de las cosas, de la vida de la gente. Además, no tenía ni el impulso ni la audacia suficientes para ir contra corriente (para bien o para mal). Sin embargo, lo primero que hice fue casarme, después la necesidad me obligó a trabajar y, más adelante, con muchas dificultades, pude terminar mis estudios universitarios. Es decir, la sucesión de acontecimientos en mi vida fue totalmente al revés de lo que se suponía que era lo normal, del orden establecido. No sé cómo explicarlo. Podría argumentar que fueron las circunstancias, que fue algo inevitable. La vida no transcurre como uno la imagina.
En cualquier caso, primero me casé (omito los detalles de por qué lo hice para no extenderme) y abrí un bar porque no quería trabajar en una empresa (y también omito las razones de por qué no quería trabajar en una empresa, pues resultaría demasiado largo). En el bar poníamos música de jazz, servíamos café, alcohol y algo de comer. Puedo decir que en aquel momento de mi vida estaba enganchado al jazz (también ahora lo escucho muy a menudo) y por eso quería abrir un local donde escuchar música de la mañana a la noche. Obviamente, no tenía los recursos económicos para emprender el negocio por mí mismo; me había casado siendo aún universitario. Mi mujer y yo nos esforzamos mucho durante tres años en todo tipo de trabajos con el objetivo de ahorrar lo máximo posible. Al cabo de ese tiempo, pedí dinero prestado a mucha gente y, con la suma que reunimos, abrimos el bar junto a la salida sur de la estación Kokubunji. Era el año 1974.
En aquella época, por fortuna, para abrir un bar no hacía falta tanto dinero como hoy en día. Por eso, quienes como yo no querían trabajar en una empresa ni dejarse atrapar por el sistema, abrían pequeños negocios en distintos lugares: cafeterías, restaurantes, tiendas de objetos de regalo, librerías, por ejemplo. Cerca del bar había otros negocios parecidos de gente de mi generación. Vagabundeaban por allí numerosos tipos de sangre caliente que habían participado en los movimientos estudiantiles de finales de los sesenta. Tengo la impresión de que aún quedaban bastantes huecos en el mundo, y cuando uno encontraba el que le resultaba adecuado, sobrevivía. Era una época convulsa y al mismo tiempo interesante.
Me llevé al bar mi piano vertical y los fines de semana organizaba conciertos. Alrededor del distrito de Musashino vivía una gran cantidad de músicos de jazz, que se animaban a tocar aunque el caché no fuera gran cosa. Hoy en día muchos de ellos se han convertido en músicos famosos, pero entonces éramos jóvenes y ansiábamos hacer cosas a pesar de que nadie, lamentablemente, ganó dinero con ello.
Aunque hacía las cosas que me gustaban, las deudas me acuciaban y me costaba muchísimo pagarlas. No solo debía dinero a mis amigos, también al banco. Los préstamos de los amigos pude devolverlos al cabo de algunos años con un poco de interés. Trabajaba de la mañana a la noche y apenas ganaba para comer. Había cierta lógica en ello, era justo. Entonces llevábamos (me refiero a mi mujer y a mí) una vida modesta, casi espartana. No teníamos televisión, ni radio, ni tan siquiera un despertador. Apenas podíamos calentarnos las noches de invierno y nos apretujábamos con los gatos para al menos entrar en calor. También ellos, la verdad, se acercaban desesperados a nosotros.
Una noche caminábamos cabizbajos por la calle, abatidos ante la imposibilidad de juntar el dinero para afrontar el pago de una cuota al banco, cuando encontramos un montón de billetes arrugados que alguien había perdido. No sé si llamarlo sincronización, casualidad, destino o lo que sea, pero, por extraño que parezca, era la cantidad exacta que nos hacía falta. De no satisfacer la cuota al día siguiente, el plazo se habría agotado, así que aquello nos salvó la vida. (No sé bien por qué, pero a veces me suceden este tipo de cosas). Honestamente, tendría que haberle entregado el dinero a la policía, pero en aquel momento ni siquiera estaba en condiciones de guardar las apariencias. Es tarde para pedir perdón, pero quiero aprovechar la ocasión para disculparme… Me gustaría compensar de algún modo lo que hice.
No quiero contar la historia de mis padecimientos, solo pretendo decir que en mi época de juventud, de los veinte a los treinta años, llevé una vida muy dura. Habrá infinidad de personas que han tenido una vida aún más dura que la mía y es posible que estas cosas mías solo les susciten comentarios del tipo: «¡Bah!, eso no se puede considerar una vida dura». De algún modo, creo que tendrían razón si lo hicieran. No obstante, las cosas me resultaron muy difíciles. Eso es lo único que quiero transmitir.
A pesar de todo fue divertido. Lo digo con absoluta certeza. Era joven, estaba sano, podía escuchar la música que más me gustaba de la mañana a la noche y, aunque el negocio era pequeño, era mío. No tenía necesidad de subirme casi de madrugada a un tren abarrotado de gente para ir al trabajo; no me hacía falta asistir a aburridas e interminables reuniones. Tampoco agachar la cabeza frente a un jefe que no me gustaba. Por si eso no fuera suficiente, tenía la oportunidad de conocer a mucha gente divertida e interesante.
Otra cuestión fundamental es que aquella vida me permitió adquirir experiencia social. Dicho así puede sonar un tanto pueril, pero con ello me refiero a que me hice adulto. Me di contra la pared en muchas ocasiones y a duras penas logré evitar situaciones peligrosas. A veces recibía amenazas e incluso en alguna ocasión se hicieron realidad. A menudo me dominaba la rabia. En aquel entonces, solo por el hecho de dedicarme a ese tipo de negocio notaba a mi alrededor cierto desprecio desde un punto de vista social. Tenía que trabajar muy duro y encima no me quedaba más remedio que mantener la boca cerrada. Me tocó echar del bar a muchos borrachos que perdían los papeles, y si se armaba follón, tan solo podía meter la cabeza entre los hombros y aguantar. Apenas me daba para mantenerme a flote y saldar mis deudas.
Sin embargo, salí adelante y esa dura etapa quedó atrás. Sobreviví sin grandes secuelas. Llegué a un lugar menos escarpado y más abierto que antes. Para que resulte más sencillo diré que a partir de cierto momento tomé aliento, miré a mi alrededor y me vi a mí mismo de pie en mitad de un paisaje nuevo. Entonces tomé conciencia de que era más fuerte y un poco más inteligente (por poco que fuera).
No pretendo decir que haya que sufrir en la vida y aguantar todo lo que se pueda. Honestamente, me parece que es mucho mejor no sufrir que hacerlo. El sufrimiento no tiene nada de bueno y puede conducir a determinadas personas a perder su impulso vital y a ser incapaces de recuperarse. A quienes estén atravesando en estos momentos de su vida circunstancias difíciles que les provoquen sufrimiento me gustaría decirles: «Puede que ahora sea duro, pero es muy posible que en el futuro tenga consecuencias positivas». No sé si servirá de consuelo, pero me parece importante insistir en la necesidad de avanzar, de no decaer, de no abandonar nunca ese punto de vista.
Al pensar en ello ahora, con la perspectiva que te dan los años, me doy cuenta de que entonces yo no era más que un chico del montón. Me crie en una tranquila zona residencial entre Osaka y Kobe, nunca tuve problemas fuera de lo normal y mis notas en la escuela eran buenas a pesar de que no estudiaba demasiado. Desde pequeño me gustaba mucho leer y siempre que tenía un libro entre las manos leía con entusiasmo. No creo que hubiera nadie que leyera tanto como yo ni en la escuela secundaria ni en el instituto. También me gustaba la música y escuchaba de todo. Como es lógico, apenas sacaba tiempo para estudiar. Era hijo único, mis padres me trataron bien (como se suele decir, me crie entre algodones). No recuerdo experiencias dolorosas. Digamos que no sabía nada de la vida.
A finales de 1970 me matriculé en la Universidad de Waseda y me instalé en Tokio. Era la época de las revueltas estudiantiles y a menudo la universidad estaba cerrada, ya fuera por las huelgas promovidas por los estudiantes o por cierres patronales. Apenas teníamos clases y gracias a eso llevaba una vida disparatada.
Nunca me ha gustado unirme a otras personas para hacer algo en grupo, es mi carácter, por eso nunca me integré en ninguna asociación a pesar de que, en esencia, apoyaba al movimiento estudiantil y actué en la medida de mis posibilidades individuales. Sin embargo, cuando los conflictos entre las distintas asociaciones y facciones que luchaban contra el sistema establecido se agudizaron y empezaron a matarse entre ellos arrastrados por una ola incontrolada de violencia, me sentí profundamente decepcionado, como les sucedió a muchos otros jóvenes. (En una de las clases que frecuentábamos los estudiantes de letras, mataron a un chico que nunca había manifestado ninguna opinión política). En la esencia misma de aquel movimiento me pareció ver algo equivocado, incorrecto, un giro viciado que les había hecho perder su sana imaginación. Al final, después del temporal de violencia, lo que quedó en nuestro corazón fue una gran desilusión, un sabor de boca horrible. Por muchos eslóganes ingeniosos que se inventaran, a pesar de los hermosos mensajes que flotaban en el ambiente, sin un espíritu ni una moral capaces de sostener lo que era realmente correcto y bello, todo se convertía en una sucesión de palabras hueras. La experiencia me lo enseñó y aún estoy convencido de ello. Las palabras tienen poder y ese poder hay que saber usarlo de una forma correcta. Como mínimo deben ser justas e imparciales. No pueden caminar solas.
Todo aquello me impulsó a adentrarme una vez más en territorios más individuales y allí me instalé. Me refiero al territorio de los libros, de la música y el cine. Por aquel entonces trabajaba en un negocio abierto veinticuatro horas en el barrio de Kabukicho, en el distrito de Shinjuku, y allí conocí a mucha gente. No sé cómo estará en la actualidad, pero en aquella época por Kabukicho deambulaba de noche mucha gente inquietante. Sucedían cosas divertidas, interesantes, peligrosas e incluso terribles. En esos lugares diversos, vivos, a veces sospechosos y violentos, aprendí más sobre la vida y desarrollé más mi inteligencia que en las clases de la universidad o en esos círculos donde suelen reunirse personas con intereses comunes. En inglés existe el término streetwise, la sabiduría de la calle, que se refiere a esa inteligencia práctica adquirida por alguien capaz de sobrevivir en una ciudad. Mi carácter, al fin y al cabo, se adecuaba mejor a algo que permite poner los pies en el suelo que a las ciencias o las artes. A decir verdad, los estudios universitarios apenas despertaron mi interés.
Como ya estaba casado y había empezado a trabajar, no le veía sentido a esforzarme para obtener un título, pero en la Universidad de Waseda entonces solo se pagaba por el curso en el que uno estaba matriculado y no me faltaban muchos créditos para terminar, de manera que iba a clase cuando el trabajo me dejaba algo de tiempo libre. Logré graduarme con más pena que gloria al cabo de siete años. El último año me matriculé en un curso sobre Jean Racine impartido por el profesor Shinya Ando, pero no cubría las asistencias obligatorias y estaba a punto de perder los créditos. Fui a verle a su despacho y le expliqué mi situación: estaba casado y trabajaba todos los días, lo cual me impedía asistir a clase. El profesor se tomó la molestia de venir a mi bar en Kokubunji y se marchó después de decirme: «No se puede negar que tienes una vida ocupada». Al final me aprobó y obtuve los créditos necesarios. Fue muy considerado conmigo. En aquella época (no sé qué ocurrirá ahora) había en la universidad muchos profesores tan generosos como él, pero lo cierto es que no recuerdo nada del contenido de su curso y lo lamento.
Tres años después de abrir mi negocio en el sótano de un edificio junto a la salida sur de la estación de Kokubunji, tenía algunos clientes fijos y era capaz de devolver los préstamos sin demasiadas dificultades. Pero un buen día el dueño del edificio dijo que quería reformarlo y que debíamos marcharnos. No nos quedó más remedio que dejar Kokubunji (no resultó sencillo, más bien todo lo contrario, aunque explicarlo en detalle supondría extenderme demasiado) y nos trasladamos a Sendagaya, en el centro de Tokio. Estaba bien en el sentido de que el local era más amplio y luminoso, con suficiente espacio para un piano de cola. De nuevo tuvimos que endeudarnos. No podíamos establecernos tranquilamente. (Echo la vista atrás y ese parece haber sido el leitmotiv de mi vida).
En resumen, de los veinte a los treinta años no hice más que trabajar de la mañana a la noche para saldar deudas. De aquella época solo recuerdo trabajo, trabajo y más trabajo. Imagino que los veinte años, en condiciones normales, constituyen uno de los momentos más divertidos de la vida, pero en mi caso apenas tuve margen de disfrutar de la juventud por falta de tiempo y de recursos económicos. Cuando arañaba un poco de tiempo libre, me ponía a leer algún libro. Por muy ocupado que estuviera, por muy apretada que resultara mi vida, leer suponía la misma alegría que escuchar música. Nadie pudo robarme nunca aquel placer.
Fue al acercarme a los treinta años cuando el negocio en Sendagaya por fin empezó a asentarse. Aún tenía deudas y según la época las pérdidas y las ganancias se alternaban. No podía relajarme, pero al menos comprendí que con esfuerzo podía ser el dueño de mi vida.
No creo tener un talento especial para los negocios y tampoco me considero especialmente simpático, más bien al contrario, tengo un carácter poco sociable, de manera que el trato con los clientes no es mi fuerte. Una de mis virtudes, sin embargo, es que dedico todas mis energías a lo que me gusta y no me quejo. Creo que esa es la clave para que el bar más o menos funcionara. Me gusta mucho la música y, en esencia, me sentía feliz si podía trabajar con música. No obstante, cuando quise darme cuenta, tenía la treintena a la vuelta de la esquina. La juventud se me acababa y recuerdo que sentí una gran extrañeza y que pensé: «Ya entiendo. Es así como vuela el tiempo de la vida».
Una tarde soleada del mes de abril de 1978 fui a ver un partido de béisbol al estadio de Jingu. Era el primer partido de la temporada de la liga central entre los Tokyo Yakult Swallows y los Hiroshima Toyo Carp. Empezó sobre la una del mediodía. Yo era un fiel seguidor del equipo tokiota. No vivía lejos del estadio e iba a menudo a ver los partidos cuando salía a dar un paseo.
Por entonces, los Tokyo Yakult Swallows eran un equipo más bien flojo que no lograba salir de la categoría B. Tenían un presupuesto escaso y ninguna estrella destacada. Como es lógico, el número de seguidores no daba para mucho, y aunque era el partido inaugural de la temporada, gran parte de la grada exterior estaba vacía. Yo me había tumbado y miraba el partido mientras bebía una cerveza. La grada exterior del estadio por aquella época no tenía asientos. Era una especie de elevación cubierta de césped. Recuerdo que me sentía bien. El cielo estaba despejado, la cerveza fría, y la pelota blanca destacaba contra el fondo verde del césped del terreno de juego, al que hacía tiempo que no acudía. El béisbol habría que verlo siempre en vivo en los estadios, la verdad.
El primer bateador de los Tokyo Yakult era un jugador estadounidense desconocido y muy delgado que se llamaba Dave Hilton. Era el primero en el turno de bateo. El cuarto era Charles Manuel, que más tarde alcanzaría la fama como entrenador del Philadelphia Phillies, aunque entonces solo era un bateador potente y gallardo al que los aficionados japoneses conocíamos como el «Diablo Rojo». Me parece que el primer lanzador de los Hiroshima era Satosi Takahashi y de los Tokyo Yakult, Yasuda. En la primera entrada, cuando Takahashi lanzó la primera bola, Hilton bateó hacia el lado exterior izquierdo y alcanzó la segunda base. El golpe de la pelota contra el bate resonó por todo el estadio y levantó unos cuantos aplausos dispersos a mi alrededor. En ese preciso instante, sin fundamento y sin coherencia alguna con lo que ocurría a mi alrededor, me vino a la cabeza un pensamiento: «Eso es. Quizás yo también pueda escribir una novela».
Aún recuerdo la sensación. Fue como agarrar con fuerza algo que caía del cielo despacio, dando vueltas. Desconozco la razón de por qué cayó aquello entre mis manos. No lo entendí en aquel momento y sigo sin entenderlo ahora. Fuera cual fuese la razón, simplemente sucedió. No sé cómo explicarlo, fue una especie de revelación. En inglés existe la palabra epiphany, epifanía. Traducida al japonés adquiere un significado difícil de entender que hace referencia a la aparición repentina de una esencia o a la comprensión intuitiva de determinada verdad. Expresado con mis propias palabras, diría que un buen día se me apareció algo de repente y eso lo cambió todo. Es justo lo que me sucedió aquella tarde. Después de eso, mi vida se transformó por completo. Ocurrió en el mismo instante en el que Dave Hilton dio con su bate un preciso y certero golpe a la pelota en el estadio de Jingu.
Después del partido (creo recordar que ganó el equipo local), me subí a un tren de cercanías para ir a una papelería del centro y compré un cuaderno y una pluma (de la marca Sailor, que me costó dos mil yenes). Aún no existían los procesadores de textos ni los ordenadores. No quedaba más remedio que escribir a mano ideograma tras ideograma. Sin embargo, en el hecho de escribir a mano había una enorme sensación de frescura. El corazón me brincaba de emoción. Hacía mucho tiempo que no escribía en un cuaderno con una pluma.
Aquella misma noche empecé a escribir mi primera novela sentado a la mesa de la cocina después de cerrar el bar. A excepción de esas pocas horas antes del amanecer, apenas disponía de tiempo libre. De ese modo, durante casi medio año, escribí Escucha la canción del viento (en un principio la había titulado de otra manera). Al concluir la novela, la temporada de béisbol estaba a punto de terminar. A propósito, ese año los Tokyo Yakult Swallows ganaron la liga contra todo pronóstico imponiéndose a los Hankyu Braves, que eran, sin duda, el equipo a batir y contaban con los mejores lanzadores de la liga japonesa. Fue una temporada milagrosa y sorprendente.
Escucha la canción del viento es una novela corta con una extensión inferior a las doscientas páginas manuscritas. A pesar de todo, me costó mucho trabajo terminarla. Una de las razones es que no disponía del suficiente tiempo para dedicarme a ella, pero sobre todo se debió a que no tenía la más mínima idea de cómo se escribía una novela. Estaba enganchado a las novelas rusas del siglo XIX y a las novelas negras norteamericanas. No había leído sistemáticamente literatura japonesa contemporánea (es decir, eso que llamaban literatura pura) y, por tanto, no sabía lo que se leía en Japón entonces ni tampoco cómo escribir en mi propio idioma según determinado canon.
No obstante, tras varios meses de esfuerzo continuado, supuse que estaba escribiendo algo parecido a una novela; sin embargo, al enfrentarme al resultado, enseguida comprendí que no valía gran cosa. Fue una enorme decepción. No sé cómo explicarlo. Aquello cumplía de alguna manera con los requisitos formales de una novela, pero no era una lectura interesante. Al llegar a la última página no dejaba ningún poso en el corazón. Si yo sentía eso, que era quien la había escrito, para unos hipotéticos lectores sería aún peor. Me dije a mí mismo: «Parece que no tengo talento para escribir». Me deprimí. En condiciones normales habría renunciado sin más, pero aún sentía en las manos el tacto de la epifanía que me había alcanzado de lleno en el estadio Jingu.
Visto desde la distancia, es natural que fuera incapaz de producir algo decente. Nunca antes lo había hecho y es prácticamente imposible lograrlo a la primera. «Renuncio a escribir algo sofisticado», me dije a mí mismo. «Olvida todas tus ideas preconcebidas sobre las novelas y la literatura y escribe a placer con total libertad sobre lo que sientes, sobre lo que ocurre en tu mente».
Sin embargo, no resulta tan sencillo escribir con libertad y a placer lo que uno siente o lo que se le cruza por la cabeza. De hecho, es extremadamente difícil, y en especial para una persona sin experiencia. Para volver a empezar con una frescura renovada, lo primero que hice fue dejar a un lado el cuaderno y la pluma. Cuando uno tiene delante una pluma y un cuaderno, es inevitable ver en esos objetos cierta pose literaria. Saqué del armario una máquina de escribir Olivetti con teclado alfabético y a modo de ensayo me puse a escribir en inglés el arranque de una nueva historia. Me daba igual el resultado, solo quería algo que se saliese de lo normal.
Mi capacidad para escribir en inglés era, obviamente, limitada. Podía escribir frases cortas con una estructura gramatical más bien simple. Por muchas emociones complejas que albergase, no podía expresarlas tal cual. Me servía de las palabras más sencillas posibles para transmitir contenidos no tan sencillos. El lenguaje debía ser simple, las ideas estar expresadas de un modo fácil de entender, debía eliminar todo lo superfluo en las descripciones hasta transformar el contenido en algo compacto que cupiera en un recipiente limitado. El resultado era considerablemente tosco, pero avanzar con esas dificultades dio lugar a una especie de ritmo en las frases que constituía un estilo propio.
Nací con el japonés como lengua materna, por lo que mi sistema lingüístico se compone de palabras y expresiones en japonés que se amontonan como animales inquietos en una cuadra. Cuando intento construir frases a partir de un paisaje interior o a partir de determinado sentimiento, ese sistema, esos «animales» van de acá para allá y terminan colisionando. Por el contrario, si me propongo escribir en otro idioma como el inglés, eso no ocurre porque las palabras y las estructuras gramaticales están limitadas. Lo que descubrí entonces fue que a pesar de las limitaciones, si uno combina eficazmente los elementos de los que dispone y expresa sus sentimientos a través de esas combinaciones, puede hacerse entender sin problemas. En resumen, lo que quiero decir es que no hace falta recurrir a palabras difíciles ni a giros complejos para que la gente te entienda.
Más adelante descubrí que Agota Kristof había escrito unas novelas excelentes valiéndose de un estilo y unos recursos parecidos. Era húngara, pero después de la revolución de 1956 se exilió en Suiza y no le quedó más remedio que ponerse a escribir en francés. De haberlo hecho en su idioma natal no habría logrado nada. El francés era para ella una lengua extranjera aprendida de adulta (por pura necesidad), pero al utilizarla para escribir descubrió un estilo peculiar, una voz propia. Sus obras tenían un ritmo vivo basado en frases cortas, en palabras directas, francas, sin ambigüedades, en descripciones precisas sin intenciones ocultas. A pesar de todo, sus obras desprendían una atmósfera enigmática, como si escondieran algo bajo la superficie. Recuerdo bien que cuando la leí sentí nostalgia, aunque su intención era bien distinta. Por cierto, su primera novela, El gran cuaderno, se publicó siete años después de Escucha la canción del viento.
Cuando descubrí lo divertido que me resultaba escribir en un idioma extranjero y con un ritmo propio, guardé la Olivetti en el armario y saqué de nuevo el cuaderno y la pluma. Me senté a la mesa de la cocina para traducir al japonés lo que había escrito en inglés, que tenía una extensión aproximada de un capítulo. Aunque digo traducción, no lo era en un sentido estricto, sino, más bien, algo parecido a un trasplante. Inevitablemente de allí brotó un nuevo estilo en japonés. Un estilo mío. Lo había descubierto por mí mismo y en ese instante comprendí que funcionaba al escribir así en mi idioma. Fue como si se me cayera una venda de los ojos.
A veces me dicen que mi forma de escribir tiene un deje como de traducción. No entiendo bien a qué se refieren, pero creo que hay algo de cierto en ello y, al mismo tiempo, que no lo hay. Es verdad que traduje el primer capítulo de mi primera novela del inglés al japonés, pero solo fue parte de un proceso. Lo que pretendía en realidad era conquistar un estilo neutro y dinámico que me permitiese moverme con libertad y en el que todo lo superfluo quedase eliminado. No quería escribir en un japonés «desvaído», sino desarrollar un lenguaje propio alejado de lo que se entendía por norma o por «literatura pura». Lograrlo exigía unas medidas extremas. De algún modo, en aquel momento mi idioma solo era una herramienta puramente funcional.
Mis críticos se lo han tomado siempre como una ofensa hacia la lengua japonesa y me han acusado muy a menudo de ello. Pero el idioma es fuerte por naturaleza. Tiene un carácter resistente acreditado por una larga historia. Por mucho que alguien lo violente, nunca perderá su identidad. Probar distintas posibilidades y forzar sus límites es un derecho inherente a todos los escritores. Sin ese espíritu aventurero nunca nacerá nada nuevo. En ese sentido, mi lengua materna sigue siendo para mí una herramienta, y al sondear en sus posibilidades creo que contribuyo de algún modo a la regeneración del idioma. Mi estilo difiere mucho del de Tanizaki o Kawabata. Es algo natural. Al fin y al cabo, yo soy una persona distinta, un escritor independiente llamado Haruki Murakami.
Sea como sea, reescribí de principio a fin esa novela no demasiado interesante, resultado de un primer intento, y para hacerlo me serví de un estilo recién descubierto. La trama quedó más o menos igual, pero la forma cambió por completo, por lo que la impresión al leerla también fue muy distinta. El resultado final es esa obra titulada Escucha la canción del viento, que se puede leer actualmente y que aún sigue sin satisfacerme del todo. Cuando me enfrento al texto, tengo la impresión de que es una obra inmadura plagada de defectos. Como mucho logré transmitir el veinte o el treinta por ciento de lo que realmente me hubiera gustado decir. Pero después de terminarla de un modo medianamente satisfactorio, sentí que había hecho algo importante. De alguna forma respondí a la epifanía que me había alcanzado en el estadio.
Al escribir tenía una sensación más próxima a la de tocar música que a otra cosa, y aún hoy me cuido muy mucho de no perder de vista esa sensación. Quizá no escribo del todo con la cabeza, sino con cierto sentido corporal, como si fijase el ritmo con unos buenos acordes y me dejase llevar después por el poder de la improvisación. Cuando me sentaba a medianoche a la mesa de la cocina y me ponía a escribir (algo parecido a) una novela con un estilo recién adquirido, mi corazón palpitaba como el de quien dispone de una nueva y eficaz herramienta para sacar su trabajo adelante. Era muy divertido. Al menos me servía para llenar ese vacío que sentía en mi corazón justo antes de cumplir los treinta años.
Para entender mejor lo que ocurrió, me gustaría comparar esas dos versiones de Escucha la canción del viento, aunque por desgracia ya no es posible, pues me deshice hace tiempo de la primera. Apenas recuerdo cómo era. Debería haberla guardado, pero en aquel momento no me pareció necesario y la tiré a la papelera. Lo que sí recuerdo bien es que al escribirla no me divertía porque lo hacía forzando un estilo que no me salía de forma natural. Era como ponerme a hacer ejercicio con ropa varias tallas más pequeña.
Una soleada mañana de un domingo de primavera me llamaron de la revista literaria Gunzo (de la editorial Kodansha) para decirme que la novela que les había enviado había superado la última fase de la selección para competir por el premio al mejor escritor novel. Había transcurrido casi un año desde aquel partido de béisbol en el estadio de Jingu y ya había cumplido los treinta. Debían de ser las once pasadas, pero aún dormía profundamente porque había trabajado la noche anterior hasta muy tarde. Medio aturdido, no entendí bien lo que me decían al otro lado del teléfono. Se me había olvidado que había presentado la novela al premio. Después de terminarla y dejarla en manos de otras personas, mi ansia por escribir se había aplacado considerablemente. Digamos que la había escrito de una tacada como una especie de desafío y nunca imaginé que tuviera más recorrido. Ni siquiera había fotocopiado el manuscrito. De no haberme llamado de Gunzo, tal vez mi esfuerzo se habría desvanecido y nunca más hubiera vuelto a escribir nada. Sin duda, la vida es un misterio.
La persona con quien hablé me explicó que había cinco finalistas. Me quedé muy sorprendido, pero el sueño me impedía entender con claridad lo que ocurría. Me levanté y fui al baño a lavarme la cara. Me vestí y salí con mi mujer a dar un paseo. Caminábamos cerca de un colegio en Sendagaya, en plena avenida Meiji, cuando vi una paloma mensajera a la sombra de unos arbustos. Me acerqué y me di cuenta de que tenía las alas heridas. Estaba anillada. La tomé entre las manos con cuidado y la llevamos hasta la comisaría de policía más cercana de Omotesando. Fuimos hasta allí por las calles laterales del barrio de Harajuku. Durante el trayecto, el cuerpo tibio de la paloma herida temblaba entre mis manos. Era una agradable y soleada mañana de domingo, los árboles, los edificios y los escaparates de las tiendas resplandecían bajo la luz primaveral.
De pronto me dije: «Voy a ganar ese premio, sin duda. Me convertiré en escritor y tendré cierto éxito». Parecerá una osadía, pero estaba convencido de ello. No respondía a ninguna lógica. Solo fue una intuición.
Aún recuerdo con toda claridad el tacto de aquella revelación caída del cielo que me alcanzó un mediodía de primavera hace más de treinta años en el estadio de Jingu. También el del cuerpo tibio de la paloma que recogí junto a un colegio en Sendagaya otra mañana de primavera un año más tarde. Cuando pienso en el sentido que tiene para mí escribir novelas, siempre me viene a la mente esa sensación. Para mí, el significado de esos dos recuerdos en concreto es la creencia en algo que habita dentro de mí, es la posibilidad de dar forma a algo a partir de eso. En cualquier caso, es maravilloso conservar aún esa sensación.
Sobre todo, no he perdido esa sensación divertida y agradable que experimenté al escribir mi primera novela. Me levanto temprano todos los días, preparo un café en la cocina, lo sirvo en una taza grande, me siento a la mesa y enciendo el ordenador (a veces siento añoranza de los cuadernos y de la gruesa pluma Mont Blanc que usé durante muchos años). Después me pregunto a mí mismo: «Y bien, ¿qué voy a escribir?». Es un momento de felicidad. La verdad es que nunca he sufrido por el hecho de escribir. Tampoco he pasado por ningún tipo de crisis creativa. Me parece que si escribir no resulta divertido, no tiene ningún sentido hacerlo. Soy incapaz de asumir esa idea de escribir a golpe de sufrimiento. Para mí, escribir una novela es un proceso que debe surgir de manera natural.
No me considero un genio. Tampoco me atribuyo un talento especial, aunque no niego tener algo, pues me gano la vida con esto desde hace más de treinta años. Quizá por naturaleza mi vocación o mi tendencia sea la individualidad, pero no creo que eso constituya ventaja alguna. Esos juicios es mejor dejarlos en manos de otras personas (en el caso de que existan personas capaces de hacerlos).
Lo que más he tenido en consideración a lo largo de todos estos años (y aún hoy lo sigo haciendo) es el honesto reconocimiento de que si escribo es gracias a algún tipo de fuerza que me ha sido otorgada. Atrapé esa oportunidad por puro azar y la fortuna me convirtió en novelista. Aunque sea hablar desde la perspectiva de los resultados, algo o alguien me brindó esa facultad. Solo puedo agradecer con toda honestidad lo que me ha ocurrido hasta ahora. Me enorgullece sentirme aún capaz de cuidar de esa facultad que me fue otorgada (como si cuidase de una paloma herida), de seguir escribiendo novelas. Lo que suceda a partir de ahora simplemente sucederá.