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De vocación, novelista

¿Son los escritores seres generosos?

Si dijera que me dispongo a hablar sobre novelas podría dar la impresión, ya desde el principio, de que abordo un tema demasiado amplio, por lo que será mejor que empiece por los escritores. Se trata de algo mucho más concreto, fácil de entender a la primera, y creo, por tanto, que el tema de fondo fluirá con relativa naturalidad.

Desde una perspectiva puramente personal, y con total franqueza, me parece que la mayoría de los escritores —no todos, obviamente— no destacan por ser personas con un punto de vista imparcial sobre las cosas y por tener un carácter apacible. Quizá no convenga decirlo en voz muy alta, pero pocos poseen algo realmente digno de admiración, y, de hecho, muchos tienen hábitos o comportamientos ciertamente extraños. La mayoría de los escritores (calculo que alrededor del noventa y dos por ciento), y me incluyo a mí mismo, pensamos: «Lo que yo hago o escribo es lo correcto. Salvo unas pocas excepciones, los demás se equivocan, ya sea en mayor o menor medida». Vivimos condicionados por ese pensamiento por mucho que no nos atrevamos a decirlo en voz alta. Aunque nos expresemos con cierta modestia, dudo que a mucha gente le gustara tener como amigo o como vecino a alguien así.

De vez en cuando llegan a mis oídos historias de amistad entre escritores. Entonces no puedo evitar pensar que solo se trata de cuentos chinos. Tal vez ocurra durante un tiempo, pero no creo que una amistad verdadera entre personas así pueda durar mucho tiempo. En esencia, los escritores somos seres egoístas, generalmente orgullosos y competitivos. Una fuerte rivalidad nos espolea día y noche. Si se reúne un grupo de escritores, seguro que se dan más casos de antipatía que de lo contrario. He vivido varias experiencias en ese sentido.

Hay un ejemplo muy conocido. En el año 1922 coincidieron en París en una cena Marcel Proust y James Joyce. A pesar de estar sentados muy cerca el uno del otro, no se dirigieron la palabra durante toda la velada. A su alrededor los demás los observaban conteniendo la respiración, sin dejar de preguntarse de qué podrían hablar aquellos dos gigantes de las letras del siglo XX. La velada tocó a su fin sin que ninguno de los dos se dignase dirigir la palabra al otro. Imagino que fue el orgullo lo que frustró una simple charla, y eso es algo muy frecuente.

Si, por el contrario, hablo de la exclusividad en el campo profesional —dicho más claro, sobre la conciencia del territorio que ocupa cada uno—, creo que no hay nadie tan generoso y con un corazón más grande que los escritores de ficción. Siempre me ha parecido que es una de las pocas virtudes que tenemos en común.

Trataré de concretar para que se entienda bien lo que quiero decir.

Pongamos por caso que un escritor al que se le da bien cantar se aventura en el mundo de la música. Quizá no tenga talento para la canción pero sí para la pintura, y a partir de cierto momento empiece a exponer su obra. Sin duda, se enfrentará a todo tipo de críticas, reticencias y burlas. El comentario más frecuente será: «Es un diletante. Debería dedicarse a lo suyo». También: «Un pobre amateur sin talento ni técnica». Los pintores o cantantes profesionales se limitarán a tratarle con frialdad. Incluso le pondrán alguna que otra zancadilla en cuanto surja la ocasión. Dudo mucho que tenga una buena acogida, y, en todo caso, sería por un tiempo y en un espacio limitados.

Durante los treinta años que llevo escribiendo novelas también me he dedicado con mucho ahínco a traducir novelas angloamericanas. Al principio (tal vez siga siendo así) me exponía a críticas muy severas. «La traducción no es algo sencillo», decían, «no es para un amateur». También: «Es una auténtica contrariedad que un escritor se dedique a traducir».

Cuando publiqué Underground, me llovió todo tipo de críticas despiadadas por parte de los escritores que se dedican a la no ficción: «Desconoce los fundamentos básicos de la no ficción», decían algunos. «Ha escrito un dramón propio de un sentimental de tres al cuarto». También: «Un simple pasatiempo».

Mi idea era escribir una obra de no ficción sin seguir el dictado de determinados fundamentos o reglas, sino como yo entendía que debía ser. El resultado fue que pisé la cola de los tigres que vigilaban el territorio sagrado de la no ficción. Al principio estaba muy desconcertado. No sospechaba la existencia de ese ambiente, y tampoco había caído en la cuenta de que hubiera determinadas reglas para la no ficción y que tuvieran que respetarse con tanto celo.

Cuando uno se aventura fuera de su territorio, de su especialidad, quienes se dedican profesionalmente a ello no ponen buena cara. De hecho, intentan cerrar todas las puertas y accesos como los leucocitos de la sangre cuando se afanan por eliminar cuerpos extraños. Si, a pesar de todo, uno insiste, poco a poco empezarán a perder terreno hasta permitirle tácitamente ocupar determinado lugar. A pesar de todo, las críticas de bienvenida serán implacables. Cuanto más estrecho y específico sea el campo en el que uno se aventura, el orgullo y el sentimiento de exclusividad serán mayores, lo mismo que las reticencias a las que deberá enfrentarse el recién llegado.

En el caso contrario, cuando es un cantante, un pintor o incluso un traductor o un autor de no ficción quien se la juega en el territorio de la novela, ¿acaso el gremio de escritores torcerá el gesto ante la intromisión? En mi opinión, no. No son pocos los casos en los que las novelas escritas por ese tipo de personas han recibido una buena acogida. Nunca he oído que un escritor se enfadara por el hecho de que un amateur haya escrito una novela, y encima sin su venia. Que yo sepa, no suele suceder que un escritor critique a alguien que haga eso, que se burle de él o se dedique a ponerle la zancadilla. Más bien al contrario. Me parece que a los escritores profesionales esos recién llegados nos despiertan una curiosidad sincera, ganas de charlar con ellos sobre literatura, incluso de darles ánimos movidos por esa especie de extrañeza que nos provoca alguien llegado de fuera de nuestra especialidad.

Habrá quien hable mal de la obra en cuestión a espaldas de su autor, pero eso es algo habitual entre los escritores y no tiene que ver con el intrusismo suscitado por un extraño. Los escritores tenemos muchos defectos, pero al parecer somos generosos y tolerantes con quienes vienen de fuera.

Me pregunto por qué y creo que la respuesta es clara. Una novela pasatiempo, aunque este calificativo resulte un tanto hosco, puede escribirla casi cualquiera que se lo proponga. Para ser pianista o bailarín, por el contrario, se necesita pasar por un duro proceso de formación desde muy niño. Para ser pintor, otro tanto: una técnica de base, conocimientos, comprar materiales para pintar. Si uno quiere convertirse en alpinista, necesitará coraje, técnica y moldear con el tiempo un físico determinado.

Si se trata de escribir una novela, en cambio, se puede lograr sin entrenamiento específico. Basta con saber redactar correctamente (y en el caso de los japoneses opino que la mayoría son perfectamente capaces), un bolígrafo, un cuaderno y cierta imaginación para inventar una historia. Con eso se puede crear, bien o mal, una novela. No hace falta estudiar en ninguna universidad concreta, ni se precisan unos conocimientos específicos para ello.

Una persona con un poco de talento escribirá una buena obra al primer intento. Me da cierto reparo hablar de mi caso concreto, pero yo nunca hice ningún tipo de trabajo previo para escribir novelas. Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras, en el Departamento de Artes Escénicas, pero por las circunstancias de la época apenas hinqué los codos y básicamente me dediqué a vagabundear por allí con mi pelo largo, la barba sin afeitar y un aspecto general más bien desaliñado. No tenía especial interés en ser escritor, no escribía nada a modo de entrenamiento y, sin embargo, un buen día me dio por escribir mi primera novela (o algo parecido), a la que titulé Escucha la canción del viento. Con ella gané un premio para autores noveles concedido por una revista literaria. Después, sin saber muy bien cómo, me convertí en escritor profesional. Muchas veces me pregunté si de verdad aquello era tan sencillo, porque lo cierto es que todo me resultaba demasiado fácil.

Si lo cuento así, tal vez haya quien se moleste por considerar que me tomo la literatura demasiado a la ligera, pero solo hablo de hechos, no de literatura. La novela, como género, es una forma de expresión muy amplia. En función de cada cual y de su modo de pensar, esa amplitud intrínseca se puede convertir en una de las razones fundamentales de donde nace su potencia, su vigor y, al mismo tiempo, su simplicidad. Desde mi punto de vista, el hecho de que cualquiera pueda escribir una novela no constituye una infamia para el género, sino más bien una alabanza.

El género de la novela es, digámoslo en estos términos, una lucha libre abierta a cualquiera que quiera participar. Entre las cuerdas que definen el cuadrilátero hay suficiente espacio para todo el mundo y, además, es muy fácil acceder a él. Es un ring considerablemente amplio. El árbitro no es demasiado estricto y nadie se dedica a vigilar quién puede participar. Los luchadores en activo —en el caso que nos ocupa, los escritores— están resignados desde el principio y no se preocupan en exceso por quién puede entrar o no. Convengamos que es un lugar de fácil acceso, y que siempre está bien ventilado. En una palabra: un lugar bastante indeterminado.

Sin embargo, a pesar de que resulta fácil subir al ring, no lo es tanto permanecer en él durante mucho tiempo. Eso es algo que los escritores saben bien. Escribir una o dos novelas buenas no es tan difícil, pero escribir novelas durante mucho tiempo, vivir de ello, sobrevivir como escritor, es extremadamente difícil. Me atrevo a decir que casi resulta imposible para una persona normal. No sé cómo explicarlo de forma precisa, pero para lograrlo hace falta algo especial. Obviamente se requiere talento, brío y la fortuna de tu lado, como en muchas otras facetas de la vida, pero por encima de todo se necesita determinada predisposición. Esa predisposición se tiene o no se tiene. Hay quienes nacen con ella y otros la adquieren a base de esfuerzo.

Respecto a la predisposición, todavía no se sabe gran cosa de por qué existe, y tampoco se habla mucho de ello al no tratarse de algo que se pueda visualizar o verbalizar. Sea como fuere, la experiencia nos enseña a los escritores lo duro que es seguir siendo escritor.

Me parece que esa es la razón de que seamos generosos y tolerantes con los recién llegados, con quienes se atreven a saltar la cuerda del ring para lanzarse al terreno de la escritura. La actitud de la mayoría suele ser: «¡Vamos, ven si eso es lo que quieres!». Pero hay otros que, por el contrario, no prestan demasiada atención a los recién llegados. Si estos terminan por besar la lona al poco de llegar o se marchan por su propio pie (en la mayoría de los casos suele ser una de estas dos razones), lo sentimos de verdad por ellos y les deseamos lo mejor, pero cuando alguien se esfuerza por mantenerse en el cuadrilátero, suscita un respeto inmediato, tan imparcial como justo (o al menos eso es lo que me gustaría que sucediera).

Tal vez tenga que ver con el hecho de que en el mundo literario no se da lo de «borrón y cuenta nueva», es decir, que aunque aparezca un nuevo escritor, nunca (o casi nunca) sucede que uno ya establecido pierda el trabajo por su culpa y tenga que volver a empezar de cero. Al menos no ocurre de una manera clara. Algo completamente distinto a lo que sucede en el mundo del deporte profesional. En el mundo literario casi nunca se da el caso de que la irrupción de un novato suponga el fin de un nombre consagrado, o de que alguien en camino de consagrarse acabe malogrado. Tampoco ocurre que una novela que vende cien mil ejemplares le reste potencial de ventas a otra semejante. De hecho, un autor novel que vende muchos ejemplares suele revitalizar el mundo literario, dinamizar su actividad y la industria editorial en su conjunto termina por beneficiarse.

Si tomamos en consideración un periodo de tiempo extenso, parece darse una especie de selección natural. Por muy amplio que sea el ring, puede que exista un número idóneo de luchadores. Al menos eso me parece al observar a mi alrededor.

En mi caso particular, me dedico profesionalmente a escribir novelas desde hace ya más de treinta y cinco años. O sea, llevo más de tres décadas en el ring del mundo literario y, sirviéndome de una vieja expresión japonesa, puedo decir que vivo gracias al pincel de caligrafía. Desde una perspectiva estrecha, puedo considerarlo un logro.

En todo este tiempo he visto a muchas personas estrenarse como escritores. Gran parte de ellas recibieron en su momento elogios y críticas positivas, una acogida considerable: loas de los críticos, premios literarios, la atención del público y buenas ventas. Tenían por delante un futuro prometedor. Es decir, cuando saltaron al ring lo hicieron con el foco de la atención pública centrado en ellos, acompañado de música de fanfarria.

Si, por el contrario, me pregunto cuántos de los que se estrenaron hace veinte o treinta años siguen dedicándose a esto, compruebo que no son demasiados. Más bien muy pocos. La mayoría de los escritores noveles desaparecieron en algún momento sin que se sepa exactamente cuándo ni cómo ocurrió. Tal vez —diría que casi todos— se cansaron de escribir novelas, les superó el esfuerzo que supone hacerlo y terminaron por dedicarse a otra cosa. En la actualidad, una gran cantidad de sus obras —por mucho que llamaran la atención en determinado momento— son muy difíciles de encontrar en una librería cualquiera. El número de escritores no tiene límite, pero sí el espacio en las librerías.

En mi opinión, escribir novelas no es un trabajo adecuado para personas extremadamente inteligentes. Es obvio que exige un nivel determinado de conocimiento, de cultura y también, cómo no, de inteligencia para poder llevarlo a cabo. En mi caso particular creo llegar a ese mínimo exigible. Bueno, quizás. Si soy sincero, suponiendo que alguien me preguntase abiertamente si de verdad estoy seguro de haberlo alcanzado, no sabría qué decir.

Sea como fuere, siempre he pensado que alguien extremadamente inteligente o alguien con un conocimiento por encima de la media no es apto para escribir novelas, porque hacerlo —ya sea un relato o cualquier otro tipo de narración— es un trabajo lento, de marchas cortas, por así decirlo. Para explicarlo mejor, y sirviéndome de un ejemplo concreto, diría que la velocidad es solo un poco superior a la de caminar e inferior a la de ir en bicicleta. Hay personas que son capaces de adaptar bien ese ritmo al funcionamiento natural de su mente, pero hay otras que no.

La mayoría de las veces los escritores expresan algo que está en su mente o en su conciencia en forma de narración. La diferencia entre lo que existe en su interior y ese algo nuevo que emerge supone un desajuste del que se servirá el escritor como si fuera una especie de palanca. Es una operación laboriosa, compleja, poco directa.

Si quien escribe es alguien con un mensaje claro y bien definido en su mente, no tendrá necesidad de transformarlo en una narración. Es mucho más rápido y eficaz verbalizar esa idea de manera directa. De ese modo resulta mucho más fácil de entender para el público en general. Una idea o un mensaje que puede llegar a tardar medio año hasta tomar la forma de una novela, expresado de un modo directo tal vez puede completarse en tres días. Incluso la persona adecuada, con un micrófono en mano, puede improvisar un mensaje claro en menos de diez minutos. Alguien con la suficiente inteligencia sería perfectamente capaz de hacerlo y su audiencia le entendería enseguida. A eso me refiero cuando hablo de alguien inteligente.

En el caso de una persona con extensos conocimientos, no necesitará servirse de un «recipiente» extraño como las narraciones, que por naturaleza suelen ser algo enmarañado. Tampoco le hará falta imaginar determinadas circunstancias partiendo de cero. Al verbalizar sus conocimientos mediante combinaciones lógicas y argumentos, quienes le escuchen entenderán admirados, a la primera, lo que dice.

La razón de que muchos críticos literarios sean incapaces de entender una determinada novela o una narración —o, en el caso de hacerlo, de que sean incapaces de verbalizar de una manera lógica y comprensible lo que han entendido— es precisamente esa. En general son más inteligentes y agudos que los propios escritores y a menudo son incapaces de sincronizar el movimiento de su inteligencia con el de un vehículo que se desplaza poco a poco, como sucede con las narraciones. La mayoría de las veces se ven obligados a adaptar el ritmo de la narración al suyo para explicar después con una lógica propia ese texto «traducido». Hay ocasiones en que ese trabajo es adecuado y otras en que no. A veces funciona y a veces no. En el caso de textos con un ritmo lento, que además encierran múltiples significados, interpretaciones y sentidos profundos, ese trabajo de traducción se torna aún más difícil, y lo que resulta de ese proceso estará inevitablemente deformado.

Sea como fuere, he visto con mis propios ojos cómo personas inteligentes —la mayoría de ellos con otras profesiones— han escrito dos o tres novelas y después han emigrado a alguna otra parte. En general crearon obras brillantes, bien escritas. Algunas hasta ocultaban sorpresas acertadas e irradiaban frescura. No obstante, y a pesar de algunas excepciones, casi nadie se ha quedado demasiado tiempo en el ring de los escritores. Tengo la impresión, incluso, de que solo vinieron de visita con la intención de marcharse pronto.

Alguien con talento tal vez pueda escribir una novela con cierta facilidad, pero no creo que le resulte muy ventajoso hacerlo. Imagino que después de escribir una o dos se dicen a sí mismos: «¡Ah, ya veo! ¿Eso es todo?». Luego se marchan a otro lugar con la idea de que allí encontrarán un rendimiento mayor.

Comprendo ese sentimiento. Escribir novelas es ciertamente un trabajo con un rendimiento muy escaso. Consiste en una constante repetición de un «por ejemplo». Tomemos por caso un tema que un escritor determinado transforma en una frase. Empezará diciendo: «Eso significa tal cosa…». No obstante, si en la paráfrasis que ha construido hay algo que no está claro o resulta enmarañado, de nuevo se verá obligado a explicarse con un: «Por ejemplo, eso quiere decir tal cosa…». El proceso de explicarse mediante ejemplos no tiene fin, supone una cadena infinita de paráfrasis, como una muñeca rusa de cuyo interior siempre brota una más pequeña. Tengo la impresión de que no hay otro trabajo tan indirecto y de escaso rendimiento como el de escribir novelas. Si uno es capaz de verbalizar con claridad un tema determinado, no tiene ninguna necesidad de empeñarse en el trabajo infinito de las paráfrasis. Expresado de un modo quizás extremo, se puede decir que los escritores son seres necesitados de algo innecesario.

Sin embargo, en ese punto indirecto e innecesario existe una verdad por muy irreal que pueda parecer. Aun a riesgo de enfatizar, diré que los escritores afrontamos nuestro trabajo con esa firme convicción, de manera que no me parece descabellada la idea que tienen algunos de que los escritores no hacen ninguna falta en este mundo. De igual modo entiendo a quienes afirman, en sentido contrario, que las novelas son imprescindibles en el mundo en que vivimos. En función del tiempo del que disponga cada cual y de su punto de vista, su opinión se inclinará hacia un lado o hacia otro.

Para expresarlo de un modo más preciso, diré que en nuestra sociedad hay muchas capas superpuestas formadas por elementos ineficientes y de poco rendimiento y también por elementos eficientes y muy precisos. Cuando falta alguno de esos elementos (al romperse el equilibrio entre ellos), el mundo se deforma sin remedio.

Solo es una opinión personal, pero escribir una novela me parece, en esencia, un trabajo bastante «torpe». Apenas hay nada que destaque por su inteligencia intrínseca, tan solo se trata de tocar y retocar frases hasta descubrir si funcionan o no, y para hacerlo no queda más remedio que encerrarse en una habitación. Ya puedo escribir una frase con una precisión remarcable después de un día entero sin levantarme de la mesa de trabajo, que nadie me va a felicitar por ello. Nadie me va a dar una palmadita en el hombro. Como mucho asentiré en silencio convenciéndome a mí mismo del trabajo bien hecho. Cuando todo ese esfuerzo termina por convertirse en un libro, quizá ni un solo lector caiga en la cuenta del trabajo y del esfuerzo que implica la precisión de esa frase concreta. En eso consiste escribir novelas, en afrontar un trabajo lento y sumamente fastidioso.

Hay quienes se dedican durante todo un año a construir maquetas de barcos en miniatura dentro de botellas de cristal con unas pinzas muy largas. El trabajo de escribir una novela es algo parecido. Yo no tengo la habilidad necesaria para hacer maquetas de barcos dentro de botellas de cristal, pero entiendo y comparto el profundo significado de una actividad que tanto se parece a la mía. Para escribir una novela larga, la minuciosa atención a los detalles y la necesidad de encerrarse en una habitación se imponen a cualquier otra cosa día tras día. Parece una actividad sin fin, pero no se puede alargar mucho en el tiempo a menos que a uno le vaya algo en ello, que ponga un empeño desmedido o que no le cueste demasiado.

De niño leí una novela que trataba de dos hombres que iban a contemplar el monte Fuji. Uno de los protagonistas, el más inteligente de los dos, observaba la montaña desde diversos ángulos y regresaba a casa después de convencerse de que, en efecto, ese era el famoso monte Fuji, una maravilla, sin duda. Era un hombre pragmático, rápido a la hora de comprender las cosas. El otro, por el contrario, no entendía bien de dónde nacía toda esa fascinación por la montaña y por eso se quedó allí solo y subió hasta la cima a pie. Tardó mucho tiempo en alcanzarla y le supuso un considerable esfuerzo. Gastó todas sus energías y terminó agotado, pero logró comprender físicamente qué era el monte Fuji. En realidad, fue en ese momento cuando fue capaz de entender la fascinación que producía en la gente.

Ser escritor (al menos en la mayoría de los casos) significa pertenecer a esa categoría que representa el segundo de los protagonistas. Es decir, no ser extremadamente inteligente. Somos ese tipo de personas que no entienden bien la fascinación que despierta el Fuji a menos que subamos hasta la cima por nuestros propios medios. La naturaleza de los escritores conlleva en sí misma no llegar a entenderlo del todo después de subir varias veces, incluso estar cada vez más perdidos con cada nueva ascensión. La cuestión que se plantea en ese sentido no es la del rendimiento o la eficacia. En cualquier caso, no es algo en lo que se empeñaría una persona de verdad inteligente.

Por eso a los escritores no nos sorprende cuando alguien con otra profesión escribe una novela brillante, cuando llama la atención del público, de la crítica y se convierte de la noche a la mañana en un best seller. No nos sentimos amenazados y menos aún enfadados. Al menos eso creo. En el fondo sabemos que ese tipo de personas difícilmente se dedicarán a escribir novelas durante mucho tiempo. Una persona inteligente tiene un ritmo adecuado a su inteligencia; una persona con muchos conocimientos, lo mismo. En la mayor parte de los casos sus ritmos no se adecúan al extenso lapso de tiempo imprescindible para escribir una novela.

Por supuesto que hay personas muy brillantes e inteligentes en el gremio de escritores profesionales. También los hay muy agudos y perspicaces, capaces no solo de aplicar su inteligencia a un ámbito general, sino también a uno específico como es el de escribir novelas. En mi opinión, sin embargo, el tiempo que se puede dedicar la inteligencia a la escritura de novelas —para entendernos, la «fecha de caducidad como escritor»— creo que abarca, como mucho, un periodo de diez años. Pasado ese tiempo, hace falta una cualidad más grande y duradera que sustituya a la inteligencia. Dicho de otro modo, en determinado momento hay que dejar de cortar con una navaja y empezar a hacerlo con un hacha. Por si fuera poco, enseguida se plantea la necesidad de cambiar a una más grande. La persona que supera todos esos cambios y exigencias se convertirá en un escritor más grande capaz de sobrevivir a su época. Quienes no sean capaces de superar esos hitos terminarán por desvanecerse a mitad del camino o verán su existencia reducida cada vez a un espacio más pequeño. En cualquier caso, pueden instalarse sin demasiados problemas en el lugar que corresponde a las personas inteligentes.

Para los escritores mantenerse sin dificultades en el lugar donde deben estar es casi sinónimo de muerte creativa. Los escritores somos como ese tipo de pez que muere ahogado si no nada sin descanso.

Por eso admiro a los escritores que nadan incansables durante mucho tiempo. Tengo una lógica predilección por determinadas obras, pero la esencia de esa admiración reside en que ser capaces de mantenerse activos durante muchos años y ganarse un público fiel se debe a que poseen algo fuera de lo común. Escribir novelas responde a una especie de mandato interior que te impulsa a hacerlo. Es pura perseverancia y resistencia, apoyadas en un prolongado trabajo en solitario. Me atrevo a decir que son las cualidades y requisitos fundamentales de todo escritor profesional.

Escribir una novela no es tan difícil. Tampoco escribir una buena novela. No digo que sea fácil, pero, desde luego, no es algo imposible. Sin embargo, hacerlo durante mucho tiempo, sí. No todo el mundo es apto porque son necesarias esas cualidades de las que ya he hablado antes. Tal vez sea algo muy distinto a eso que llamamos «talento».

En ese caso, ¿cómo saber si uno dispone o no de esas cualidades? Solo hay una forma de encontrar la respuesta: tirarse al agua y comprobar si flotamos o nos hundimos. Parecerá brusco plantearlo así, pero no veo otro modo de hacerlo. Además, si uno no se dedica a escribir novelas, la vida se puede vivir de una forma más inteligente y eficaz. Solo las personas que a pesar de todo quieren escribir o no pueden dejar de hacerlo terminan por dedicarse a ello sin una fecha límite. Como escritor, doy la bienvenida de corazón a todo el que quiera entrar en este mundo.

¡Bienvenidos al ring!