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Una infinita vida física e individual
Escribir novelas constituye un trabajo individual sin un final determinado, que se lleva a cabo en una habitación cerrada. Quien escribe se enclaustra en su estudio, se sienta frente a la mesa y se empeña en un único propósito, que es levantar una historia de la nada (en la mayoría de los casos) y en darle forma solo mediante palabras. Se trata de un proceso que transforma algo informe y subjetivo en algo definido y objetivo, o como mínimo en algo que pretende cierta objetividad. Ese podría ser el resumen más sencillo de lo que significa el trabajo diario de los escritores.
Tal vez no sean pocas las personas que no disponen de un estudio o una habitación propia. Tampoco yo lo tenía cuando empecé a escribir. Vivía en un pequeño apartamento en el distrito tokiota de Sendagaya (el edificio ya no existe en la actualidad), y cuando mi mujer se dormía, me sentaba a medianoche a la mesa de la cocina y empezaba a deslizar la pluma sobre el papel con su característico ruido seco. En esas condiciones escribí Escucha la canción del viento y Pinball 1973. A estas dos obras yo las llamo las novelas de la mesa de la cocina.
El comienzo de Tokio blues, otra de mis novelas, lo escribí sentado a la mesa de varias cafeterías, en el asiento de un ferry, en la sala de espera de un aeropuerto, a la sombra de un árbol en un parque y en habitaciones de hoteles baratos de distintos lugares de Grecia. Como no podía llevar siempre conmigo esas hojas de papel específicas para escribir en japonés, donde caben cuatrocientos caracteres, escribía en un cuaderno barato que había comprado en una papelería de Roma y apretaba la letra cuanto podía para aprovechar el espacio con mi bolígrafo marca Bic. Me resultó muy difícil: el ruido a mi alrededor me desconcentraba, la mesa donde trabajaba estaba coja, en una ocasión se me cayó el café encima del cuaderno sin querer, y en otra, mientras corregía a medianoche en el hotel, en la habitación de al lado, separada solo por un tabique muy fino, escuchaba el alboroto y los jadeos de una pareja. Visto ahora puede parecer incluso un episodio gracioso, pero en aquel momento me sentía hundido. No encontraba un lugar fijo donde instalarme y me moví mucho por Europa hasta terminar de escribir la novela. Aún conservo aquel cuaderno grueso con manchas de café, y de otras cosas que no sé identificar.
En el fondo, cualquier sitio donde uno se ponga a escribir se transforma de inmediato en una habitación cerrada, en un estudio móvil.
No creo que nadie escriba una novela solamente porque alguien se lo pide. Si lo hace, es porque hay un impulso íntimo muy potente de querer hacerlo. El estado de ánimo y el sufrimiento van aparejados al hecho concreto de la escritura.
Es obvio que se escriben muchas novelas por encargo. Muchos escritores han podido hacerlo en alguna ocasión. En lo que a mí respecta, mantengo desde hace muchos años el principio fundamental de no aceptar encargo alguno, pero puede que mi caso sea un tanto extraño. Muchos de los escritores en Japón suelen empezar a escribir cuando reciben un encargo por parte de alguna de las revistas que suelen publicar las editoriales, o escriben incluso una novela a petición de la propia editorial. En esos casos, lo habitual es que se establezca una fecha límite de entrega y en ocasiones reciben un adelanto.
A pesar de todo, no creo que haya una diferencia sustancial respecto a los escritores que escriben de forma voluntaria movidos solo por su impulso interior. Quizás algunos son incapaces de ponerse manos a la obra sin sentir la presión de una fecha límite, de un encargo, pero sin ese impulso interior al que me refiero no es posible escribir nada. Da igual que haya presiones externas que nos aprieten mucho; o que alguien se ponga a implorarnos con un montón de dinero en las manos.
El motivo es indiferente. Una vez que se empieza a escribir, quien lo hace está solo. Nadie va a acudir en su ayuda. Algunos autores pueden contar con colaboradores que se dedican a investigar sobre determinadas cuestiones, pero su trabajo consiste solo en reunir datos y materiales. Nadie puede poner orden en el interior de la cabeza de un escritor o de una escritora, nadie tiene la capacidad de encontrar por él o por ella las palabras adecuadas. Es un camino que se empieza solo, por el que se avanza solo y que se perfecciona por sí mismo. No es posible algo parecido a lo que hacen los lanzadores de béisbol profesionales de hoy en día, que lanzan hasta la séptima entrada y luego se sientan en el banquillo a descansar y a secarse el sudor de la frente mientras salen los jugadores de apoyo. En el caso de los escritores, no existen suplentes, por lo que aunque llegue el tiempo de prórroga o se esté en la quinta o décimo octava entrada, debe seguir lanzando él solo hasta el final del partido.
Para escribir una novela larga no me queda más remedio que encerrarme en mi estudio durante un año, dos o incluso a veces tres, y durante todo ese tiempo avanzo despacio en soledad sentado al escritorio. Me despierto de madrugada y me concentro en la escritura durante cinco o seis horas. Para sacar adelante el trabajo no me queda más remedio que pensar y pensar, y cuando noto que se me recalienta el cerebro (es literal, a veces aumenta la temperatura de mi cuero cabelludo), empiezo a distraerme. Después de mediodía me echo una siesta, escucho música o leo algún libro que no interfiera en mi trabajo. Con una vida de estas características es fácil que empiece a acusar la falta de ejercicio físico, por lo que procuro hacer algo todos los días al menos durante una hora. Después vuelvo a casa y me preparo para el trabajo del día siguiente. Un día tras otro, repito y repito los mismos actos como si fuese una especie de juramento. Decir que es un trabajo solitario tiene incluso algo de trivial. Hay que escribir una novela para comprender verdaderamente la dimensión de la soledad. A veces tengo la impresión de estar sentado en lo más profundo de una cueva. Nadie va a venir a ayudarme, nadie me va a dar una palmadita de ánimo en la espalda ni me va a decir lo bien que he trabajado hoy. El resultado final de ese esfuerzo puede recibir algunas alabanzas (si ha salido bien, claro está), pero el proceso de escribir queda al margen de los reconocimientos. Es la carga que cada uno debe soportar en soledad y en silencio.
Considero que tengo mucha paciencia para afrontar ese tipo de trabajo, pero, a pesar de todo, a veces me aburro y me dan ganas de dejarlo. Si no lo hago, es gracias al hecho concreto de acumular día tras día las horas de trabajo como un obrero que va poniendo ladrillos, y que me lleva a recordarme a mí mismo en determinado momento: «¡Ah! Después de todo, soy escritor». Gracias a eso acepto la realidad como algo positivo por lo que merece la pena felicitarme. Una asociación de alcohólicos anónimos en Estados Unidos tiene un eslogan que dice así: «One day at a time», día a día. A eso me refiero. El único camino es mantener el ritmo, resistir con firmeza el paso de los días. Con el tiempo, llega un momento en el que ocurre algo en nuestro interior, pero para que ocurra es imprescindible que pase cierto tiempo. Hay que ser paciente y esperar. Un día solo es un día. No pueden pasar dos o tres de golpe.
¿Qué hace falta para seguir adelante con semejante trabajo y no perder la paciencia?
Sin duda, la fuerza que otorga la persistencia. Aquel que solo logra mantener la concentración frente al escritorio durante tres días nunca se convertirá en escritor. Puede que haya alguien capaz de completar un relato en tres días, pero hacerlo, perder el hilo y volver a empezar desde el principio es un ciclo insostenible. Dudo que haya cuerpo capaz de resistir esos vaivenes. Aunque sea un escritor de relatos cortos, para ser profesional le hace falta un mínimo de constancia. Para llevar a cabo un trabajo continuo y mantener en el tiempo la actividad creativa, ya sea un autor de novelas o de relatos, resulta imprescindible esa fuerza que otorga la persistencia.
Mi fórmula es simple y única: adquirir esa fuerza esencial, y, para ello, adquirir también una fuerza física vigorosa y tenaz. Lograr que el cuerpo se convierta en un aliado.
Obviamente solo es una visión personal de las cosas nacida de mi experiencia y tal vez no sea válida para un contexto más general, pero en este libro hablo como individuo y es inevitable que me base en mis experiencias. Hay muchas otras formas de ver las cosas y cada uno tiene su propia opinión y su propia manera de hacer las cosas. Yo hablo solo de mi caso en particular y cada cual debe valorar si algo de lo que digo le conviene o no.
La mayor parte de la gente cree que el trabajo de escritor consiste únicamente en sentarse delante de una mesa y ponerse a juntar palabras. De ahí que no vean la relación con la fuerza física. Como mucho, basta un poco de fuerza en los dedos para pulsar el teclado del ordenador (o para mover la pluma sobre el papel). También está muy arraigada la idea de que la de escritor es una existencia insana, antisocial, casi mística, y que en ella no juega ningún papel el cuidado de la salud y el ejercicio. Entiendo ese modo de ver las cosas hasta cierto punto. No es fácil romper con los estereotipos que existen sobre los escritores.
Pero cualquiera comprenderá enseguida lo que digo si se sienta todos los días solo durante cinco o seis horas frente a la pantalla de un ordenador o donde sea, por ejemplo encima de una caja de mandarinas con el cuaderno entre las manos, se concentra y se empeña en un esfuerzo extraordinario con el único objetivo de construir una historia. Tal vez no sea tan difícil cuando se es joven, a los veinte o treinta años… En esa época de nuestra vida estamos henchidos de vitalidad y el cuerpo no se resiente por el trabajo duro. Es fácil concentrarse cuando hace falta y se puede mantener un nivel de concentración alto durante largos periodos de tiempo. Ser joven es magnífico, sin duda (aunque no tengo claro si volvería a mi juventud en caso de que pudiera). Hablando de manera general, diré que cuando uno entra en la mediana edad, por desgracia pierde fuerza, disminuyen la calidad y la frecuencia de su capacidad para hacer esfuerzos tanto repentinos como de largo aliento. Los músculos se debilitan y la grasa sobrante se acumula aquí y allá sin remedio. Perder musculatura y engordar se convierte en la principal y dolorosa tesitura a la que se enfrenta nuestro cuerpo. Para remediarlo, es imprescindible hacer un esfuerzo extra, hasta cierto punto artificial, que nos permita mantener un estado físico decente.
Cuando la fuerza disminuye (también esta es una idea mía de carácter genérico) decae con ella la capacidad de pensar. Se pierde agilidad mental, flexibilidad espiritual. En una ocasión me entrevistó un joven escritor y le dije: «Un escritor está acabado cuando engorda». Aunque fue una manera muy brusca de decirlo, y soy consciente de mi equivocación al hacer una afirmación tan categórica, sigo creyendo que hay una parte de verdad en ello. Los escritores suelen ocultar esa decadencia natural con la mejora de su técnica narrativa, con una mayor madurez intelectual. Aun así, hay límites.
Según las investigaciones actuales de los neurólogos, la cantidad de neuronas que se generan en el hipocampo del cerebro aumenta notablemente con el ejercicio aeróbico, por ejemplo, la natación o correr, considerados esfuerzos moderados si se practican de forma continuada. Si no hay ejercicio, las neuronas mueren al cabo de un día. Un auténtico desperdicio en opinión de los expertos, pero si por el contrario se las estimula intelectual y físicamente, terminan por activarse y conectarse a la red ya existente en el cerebro. Se integran así en el sistema de comunicación y transmisión con el entorno. Es decir, la red neuronal del cerebro se extiende, se hace más tupida. Gracias a ello, la capacidad de aprendizaje y la memoria aumentan y, como resultado, es posible modificar el pensamiento con mayor flexibilidad al tiempo que se desarrolla la creatividad. Los procesos mentales pueden ser más complejos y la capacidad imaginativa aumenta. La combinación diaria de ejercicio físico y trabajo intelectual, por tanto, produce un efecto idóneo para el trabajo creativo del escritor.
Cuando me convertí en escritor profesional empecé a correr, en concreto, cuando escribía La caza del carnero salvaje. Desde entonces, y durante más de tres décadas, tengo por costumbre salir a correr o ir a nadar durante una hora casi a diario. Físicamente me encuentro en forma y durante estos treinta años nunca he enfermado ni me he lesionado. Solo en una ocasión tuve un desgarro muscular producido mientras jugaba al squash, pero al margen del periodo de recuperación al que me obligó la lesión, he corrido prácticamente todos los días desde entonces. Incluso participo en maratones y en pruebas de triatlón una vez al año.
Hay gente que se admira de cómo puedo ser capaz de correr todos los días, de mi fuerza de voluntad, pero para mí el esfuerzo físico que deben hacer todas esas personas que trabajan por cuenta ajena y se suben a un tren atestado todas las mañanas es infinitamente más duro. Correr una hora todos los días no significa nada comparado con eso, y tampoco creo que mi voluntad sea especialmente fuerte. Me gusta correr y lo hago porque se ajusta bien a mi carácter. Por muy fuerte que sea mi voluntad, sería incapaz de hacer algo que no fuera conmigo durante treinta años.
De algún modo siento que haber organizado mi vida así me ha servido al mismo tiempo para mejorar mi capacidad como escritor, ha contribuido a que mi creatividad se reafirme. No puedo ofrecer datos objetivos para explicarlo, pero en mi interior siempre ha existido ese impulso, tan natural como real a la vez.
Por mucho que se lo explique a la gente más cercana a mí, nunca me toman en serio. La mayoría de las veces, por el contrario, se lo toman a broma. Hasta hace diez años más o menos, nadie entendía en absoluto de qué les hablaba y a menudo tenía que escuchar cosas como: «Si corres todos los días te vas a poner en forma, sin duda, pero no vas a escribir nada decente». En el mundo literario había una clara tendencia a menospreciar el ejercicio físico, y cuando se hablaba de salud o forma física, la gente solo se imaginaba una especie de «macho» con los músculos hipertrofiados. Ni siquiera entendían la enorme diferencia entre un ejercicio aeróbico diario cuyo fin es mantenerse en forma y el culturismo, que se basa en el uso de máquinas.
Durante mucho tiempo no llegué a entender lo que de verdad significaba para mí el hecho de correr a diario. Ganaba en salud, en efecto, en condición física, por supuesto. Eliminaba grasa, desarrollaba una musculatura equilibrada y controlaba mi peso. Pero siempre intuí que no solo se trataba de eso. Había algo más. Aparte de los beneficios físicos había algo aún más importante que no entendía exactamente. Explicar a los demás, por tanto, una cosa que ni siquiera yo comprendía me resultaba sencillamente imposible.
A pesar de todo mantuve el hábito de correr y no cejé en mi empeño. Treinta años es un periodo de tiempo muy largo, y para mantener ese hábito es imprescindible un considerable esfuerzo. ¿Por qué he sido capaz de hacer algo así? Porque me parecía que el acto de correr representaba de una manera clara y sencilla la esencia de algunas cosas que siempre he sentido que debía hacer en mi vida. Era una intuición, digamos, un tanto vaga, pero no por ello menos intensa y real. A pesar de que muchos días me sentía agotado, sin ganas de hacer nada, siempre he superado el bache y he logrado mantener mi estilo de vida. Con el tiempo he llegado al punto de salir a correr sin tener que buscar razones. Para mí la frase «Es algo que debo hacer y mantener como sea» ha terminado por convertirse en un mantra.
No digo que correr sea algo bueno en sí mismo, pues no significa nada más que eso: correr. No tiene nada de bueno ni de malo. Si a uno no le gusta, no hay necesidad de obligarse a hacerlo. Correr o no correr es una decisión libre de cada cual. No pretendo convertirme en un apologeta y decir alegremente: «¡Ala, vamos todos a correr!». De hecho, cuando paseo por la ciudad en las mañanas de invierno y veo a los chicos y chicas de instituto corriendo al aire libre durante la clase de educación física, me compadezco de ellos. «¡Pobres!», pienso. «Seguro que más de uno lo detesta».
Con esto lo único que quiero decir es que para mí, como individuo, el acto de correr siempre ha tenido un sentido profundo. Siempre he sentido que era necesario, una forma de conseguir lo que quería. De algún modo la necesidad de correr me ha empujado por la espalda, me ha animado como hubiera hecho una voz cálida y susurrante: «¡Venga, ánimo! También hoy va a ser un buen día». En las frías mañanas de invierno, en los calurosos mediodías de verano, ese sentimiento me ha ayudado a resistir el cansancio.
Después de leer en una revista científica aquel artículo sobre el proceso de formación de las neuronas gracias al ejercicio físico, sentí de nuevo que todo lo que había hecho, que todos mis sentimientos e intuiciones no estaban en absoluto equivocados. De algún modo fue la confirmación de que escuchar lo que el cuerpo dice y siente es importante para una persona que cree en algo. Ya que el espíritu o la mente al final no dejan de ser extensiones del cuerpo. Me parece que la frontera entre espíritu, mente y cuerpo, aunque desconozco la opinión científica, no está clara y bien definida.
Lo repito una y otra vez aun a riesgo de que me tachen de pesado. Me disculpo por ello, pero aun así insisto en lo importante de este asunto.
El fundamento de todo escritor es contar una historia; expresado con otras palabras se puede decir que es penetrar en la parte más profunda de la conciencia. En cierto sentido es sumergirse en la oscuridad del corazón. Cuanto más grande es la historia, más debemos adentrarnos en esas profundidades. Lo mismo sucede con los cimientos de un edificio: cuanto más alto, más profundos deben ser. Cuanto más precisa sea la historia, más oscuridad habrá en los pasadizos subterráneos, más intensa y densa se volverá.
El escritor encuentra lo que necesita en lugares así, es decir, encuentra el alimento imprescindible para su novela y después regresa con ello al territorio exterior de la conciencia. Una vez allí, debe transformarlo todo en frases para darle forma y sentido. A veces la oscuridad está llena de peligros. Quienes la habitan tratan de ofuscar a quienes se aventuran en su territorio con muchas tretas, adoptan formas diversas y se presentan como todo tipo de fenómenos. Es un lugar donde no hay indicaciones ni tampoco mapas. Hay zonas, de hecho, que llegan a formar auténticos laberintos, como en las cuevas subterráneas. Un descuido y estaremos perdidos. Incluso puede darse el caso de no poder regresar a la superficie. Es una oscuridad donde se mezclan el inconsciente individual y el colectivo; también lo antiguo y lo actual. Lo llevamos todo dentro de nosotros sin ser verdaderamente conscientes de ello, por muy peligroso que pueda resultar.
Para oponerse a esa fuerza que emerge de un manto telúrico, para enfrentarnos a diario a los peligros que nos acechan, es imprescindible oponer una fuerza física que cada cual debe determinar por sí mismo. Es mejor estar preparado que no estarlo. No se trata de medir la fuerza con relación a otras personas, sino de entenderla como algo necesario para uno mismo. El hecho de escribir a diario me ha ayudado poco a poco a comprenderlo y a sentirlo de esta manera. El corazón y nuestro espíritu deben hacerse resistentes, y para que perduren así en el tiempo es imprescindible desarrollar la fuerza física, administrarla, no perderla. Al fin y al cabo nuestro cuerpo no deja de ser el recipiente que lo contiene todo.
Un corazón y un espíritu fuertes como a los que me refiero no son fuerzas reales en el mismo plano de la vida real. En la vida diaria, por ejemplo, yo soy una persona normal. A veces me hieren cosas insignificantes y otras veces me arrepiento de algo que no debería haber dicho. No puedo resistir determinadas tentaciones e intento alejar cuanto puedo las obligaciones que no me interesan. Me enfado con facilidad por cosas de escasa relevancia y suelo olvidar o no prestar atención a otras importantes. Procuro no recurrir a excusas, aunque a veces es inevitable, y por mucho que me repita que hoy no debería beber, al final saco una cerveza de la nevera y me la tomo. Gracias a todos esos detalles me doy cuenta de que no soy ni más ni menos que una persona normal. Incluso puede que esté por debajo de la media.
Sin embargo, si se trata de escribir novelas soy capaz de usar esa fuerza interior para obligarme a estar sentado a la mesa durante cinco horas al día. Esa fuerza que emana de dentro (al menos en gran parte) en mi caso no es innata. La he adquirido con el tiempo y lo he hecho gracias a un entrenamiento plenamente consciente. Creo que cualquiera puede hacerlo si se esfuerza, por muy difícil que resulte en apariencia. Es una fuerza que no admite comparaciones como sucede con la fuerza física. Solo sirve para mantenernos a nosotros mismos.
No estoy diciendo que haya que convertirse en un estoico o en un moralista. No veo una relación directa entre el estoicismo o la moral y la escritura de una buena novela. En absoluto. Tan solo digo que me parece que lo ideal es tener una mayor conciencia respecto a lo físico.
Ese modo de pensar y esa forma de vivir tal vez no coincidan con la idea general que se tiene sobre lo que es un escritor. Yo mismo no puedo evitar cierta inquietud al escribir sobre todo esto. Me pregunto si la gente no espera recibir proyectada la imagen de un escritor digamos «clásico», un escritor de vida caótica que descuida a su familia, que empeña los quimonos de su mujer para conseguir algo de dinero (puede ser un ejemplo un tanto anticuado), que se da a la bebida y va con otras mujeres, que hace lo que le viene en gana y que al final, gracias a esa personalidad conflictiva y a los sucesivos fracasos personales, consigue que brote la literatura. Me pregunto, por otra parte, si la gente no quiere escritores que a la vez sean hombres de acción, como los que participaron en la Guerra Civil española sin dejar de golpear las teclas de sus máquinas de escribir bajo el fuego enemigo. Puede que nadie quiera aceptar a un escritor que vive en un barrio residencial tranquilo, que lleva una vida sana, se acuesta temprano para levantarse también temprano, que no falta a su cita diaria con el ejercicio, al que le gustan las ensaladas y trabaja todos los días religiosamente la misma cantidad de horas encerrado en su despacho. Quizá con todo esto solo consiga chafar la imagen idílica que tiene mucha gente de los escritores.
Anthony Trollope, un autor inglés del siglo XIX, publicó una enorme cantidad de novelas y disfrutó de una considerable popularidad en su época. Empezó a escribir por pura afición y lo compatibilizaba con su trabajo en el servicio de Correos de Londres. Sin embargo, aunque alcanzó el éxito y destacó por encima de todos en el panorama literario de su época, nunca dejó su trabajo en el servicio de Correos. Se levantaba muy temprano, se sentaba a la mesa para escribir un número concreto de páginas fijadas de antemano y después salía de casa para ir al trabajo. Por lo visto era un funcionario muy capacitado y entregado, así que ascendió hasta lograr un puesto de responsabilidad. Es sabido que la instalación de los famosos buzones rojos de Londres fue cosa suya, pues antes no existían. Le gustaba su trabajo y por mucho que su creciente fama como escritor le exigiera cada vez más, nunca pensó en dejarlo para dedicarse en exclusiva a la literatura. Sin duda fue un hombre peculiar. Murió en 1882 a la edad de sesenta y siete años. Su autobiografía se publicó a título póstumo y se basó en una serie de manuscritos que había dejado listos a tal efecto. Gracias a ello, por primera vez se supo algo sobre su vida rutinaria y poco romántica. Hasta entonces nadie sabía nada de él, y cuando el público conoció la realidad, tanto críticos como lectores se quedaron pasmados (o como poco desilusionados), y a partir de ese momento su popularidad y el aprecio que se le tenía en la Inglaterra victoriana de aquel entonces cayeron por los suelos. En mi caso, después de tener noticia de todo ello, su historia me fascinó. Me pareció un autor admirable, un hombre digno de reconocimiento y eso que le he leído poco. Obviamente, sus coetáneos tenían una opinión bien distinta. Sus memorias enfadaron a mucha gente que no entendió cómo semejantes novelas podían ser obra de un tipo tan aburrido. Tal vez los ingleses de la época idealizaban el concepto que tenían de los escritores y les atribuían rasgos fuera de lo común, una vida en cierto sentido extraordinaria. Me atemoriza que pueda ocurrirme algo parecido debido a la vida normal y corriente que llevo. El caso de Trollope termina bien, pues a comienzos del siglo XX su obra gozó de una considerable revalorización.
Franz Kafka, por cierto, también era un empleado, trabajaba en una empresa de seguros de Praga. Un profesional capaz y serio al que sus compañeros respetaban. Si se ausentaba de la oficina por alguna razón, parecía que el trabajo se acumulaba. Como Trollope, atendía sus responsabilidades sin descuidarlas y al mismo tiempo escribía, aunque, en su caso, el hecho de que muchas de sus obras estén inacabadas se debe, precisamente, al poco tiempo que le dejaba su otra profesión. No obstante, la vida ordenada y metódica de Kafka le mereció respeto y consideración, al contrario de lo que le sucedió a Trollope. Es extraño y hasta cierto punto enigmático el porqué de esa diferencia. Nunca se entienden bien del todo las razones de la gente para alabar o criticar a alguien.
En cualquier caso, lo siento sinceramente por aquellos que se esfuerzan en encontrar en los escritores ese ideal de persona un tanto al margen de todo. Aun a riesgo de ser repetitivo, diré que para mí la sobriedad y la monotonía resultan imprescindibles si uno quiere escribir.
La confusión habita en el corazón de todos. También en el mío, por supuesto. La confusión no se puede sacar a la luz. No es algo de lo que alardear. Si uno quiere enfrentarse a ella, no tiene más remedio que descender en silencio hasta las profundidades de su conciencia. Aquello a lo que debemos enfrentarnos, lo que merece la pena de verdad, solo existe ahí, oculto bajo nuestros pies.
Verbalizar esos procesos íntimos y hacerlo de una manera fiel y honrada exige concentración, silencio, una persistencia inagotable y una conciencia sistematizada, al menos hasta cierto punto. Y para mantener todas esas cualidades resulta imprescindible la capacidad física. Quizá sea una conclusión poco llamativa, prosaica, pero resume el núcleo fundamental del modo que tengo de pensar en mí como escritor. Aunque me critiquen, aunque me alaben, si me tiran tomates podridos o me ofrecen preciosos ramos de flores, solo puedo escribir de esa manera, solo puedo vivir así.
Me gusta el acto en sí de escribir novelas. Por eso, vivir casi exclusivamente de ello es un motivo de profundo agradecimiento, una inmensa suerte que me permite llevar la vida que quiero. De no haber sido bendecido por la fortuna en determinado momento, no creo que hubiera sido capaz de lograrlo. Lo digo con toda honestidad. Más que fortuna, podría considerarlo un milagro. Tuviera o no talento para escribir, de no haberlo descubierto habría seguido dormido para siempre en lo más profundo de mí como un pozo de petróleo o una mina de oro que nadie saca a la superficie. Algunas personas sostienen la tesis de que si uno dispone de suficiente talento, terminará por brotar. Sin embargo, la experiencia me dice (y confío mucho en mis impresiones) que no siempre es así. Si el talento no está demasiado profundo, es muy posible que brote de forma natural, pero si está más hondo ya no resultará tan sencillo dar con él. Por muy abundante y excepcional que sea, si nadie se pone a cavar con pico y pala, lo más normal es que se quede enterrado bajo tierra para siempre. Miro mi vida con retrospectiva y me convenzo plenamente de ello. Para todo existe un momento, y cuando este ya ha pasado, la oportunidad que representaba casi nunca vuelve a aparecer. La vida es a menudo caprichosa, injusta, incluso cruel. Yo atrapé mi oportunidad por puro azar, y al mirar ahora desde la distancia siento que me ayudó la fortuna.
Pero la fortuna solo es una invitación a entrar. En ese sentido no tiene mucho que ver con un campo petrolífero o una mina de oro. No se trata de tumbarte al sol para disfrutar de la vida fácil en cuanto te sonríe. Tan solo es la entrada a un gran espectáculo, nada más. Una vez dentro, lo que debamos hacer, lo que debamos buscar, lo que vayamos a ganar o a perder y cómo haremos para superar los obstáculos que nos encontremos en el camino, dependerá de la habilidad, la capacidad y el talento de cada cual, de su calidad como persona, de su visión del mundo y, a veces, sencillamente, de su capacidad física. Nada de todo eso lo puede abarcar por sí misma la fortuna. Igual que hay muchos tipos de personas, hay muchos tipos de escritores, formas muy diversas de vivir y escribir. Formas divergentes de ver las cosas e infinitas posibilidades a la hora de decidir qué palabras usar y cuáles no. No es posible construir una teoría uniforme para todos. Lo que yo puedo aportar al respecto se basa solo en mi propia experiencia, en una visión determinada que puede tener algunos puntos en común con otros escritores. ¿Un espíritu vigoroso, quizás? Una voluntad firme que se esfuerza por escribir superando los momentos de vacilación, las críticas, las traiciones, los reveses y fracasos inesperados, la desconfianza, el exceso de confianza, y que sigue así día tras día sin dejar de superar los obstáculos que plantea la realidad.
Mantener semejante empeño en el tiempo termina irremediablemente por poner en cuestión nuestra forma de entender la vida. Me parece que antes de nada hay que vivir plenamente. Mi idea de lo que significa vivir plenamente tiene que ver con restablecer y cuidar el cuerpo, que es la estructura física que guarda nuestro espíritu, y avanzar firmemente con él hacia delante, paso a paso. Vivir es (la mayoría de las veces) una lucha a largo plazo que puede resultar incluso aburrida. A mí me resulta imposible llevar y mantener mi voluntad y mi espíritu hacia delante si no lo acompaño de esfuerzo físico. La vida no es fácil. Un desequilibrio hacia algún lado termina por significar, tarde o temprano, que la parte perjudicada se va a vengar (o a compensar). La balanza inclinada a un lado regresa inevitablemente a su posición original. La fuerza física y la espiritual son, por así decirlo, como las ruedas motrices de un coche. Si funcionan a la par, demuestran toda su eficacia.
Es un ejemplo intrascendente, pero cuando a uno le duelen las muelas no puede sentarse a la mesa y ponerse a escribir una novela. Ya puede tener una idea brillante, una voluntad de hierro, un talento fuera de lo común, o una buena historia, que la presencia de un dolor físico violento lo anulará todo. Lo primero es ir al dentista para solucionar el problema. Después ya nos sentaremos tranquilamente a escribir. Aunque simplificada, esa es mi idea fundamental.
Mi teoría puede parecer sencilla, pero resume lo que he aprendido a lo largo de mi vida. La fuerza física y la espiritual han de ser compatibles, estar equilibradas. Deben ocupar una posición complementaria, eficaz. La teoría cobra mayor sentido cuanto más largo es el periodo de lucha.
Si uno cree atesorar un genio excepcional y piensa que no necesita mucho tiempo para hacerlo brotar y dejar de paso a la posteridad unas cuantas obras tan inolvidables como valiosas para después consumirse como Mozart, Schubert, Pushkin, Rimbaud o Van Gogh, obviamente mi teoría no le servirá de nada. Es mejor que olvide por completo todo lo que he dicho hasta ahora y que haga lo que quiera y como quiera. Ni que decir tiene que admiro las vidas de esos artistas geniales y creo que sus existencias son imprescindibles en cualquier época. Pero cuando no sucede eso, es decir, cuando uno, por desgracia, no dispone de ese talento excepcional sino de uno limitado, entonces mi teoría, creo, demuestra su eficacia. Desarrollar una voluntad firme y al tiempo mantener el cuerpo, que constituye el armazón de esa voluntad, lo más sano y fuerte posible nos ayudará a mejorar nuestra calidad de vida y a mantener el equilibrio. Si no escatimamos esfuerzos elevaremos con naturalidad la calidad de nuestras creaciones, pero repito: esta teoría no se puede aplicar a artistas geniales.
¿Qué podemos hacer entonces en concreto para mejorar nuestra calidad de vida? Como es lógico, la respuesta dependerá de cada cual. Si preguntamos a cien personas, las cien respuestas serán distintas. La única alternativa es encontrar un camino propio, como cada escritor debe encontrar su estilo y sus propias historias.
Me sirvo de nuevo del ejemplo de Franz Kafka. Murió a causa de la tuberculosis a la edad de cuarenta años. A través de sus obras, la imagen que tenemos de él es la de un hombre nervioso, físicamente débil, pero por muy sorprendente que parezca, se preocupaba mucho de su salud, de su alimentación. En verano nadaba un kilómetro y medio más o menos al día en el río Moldava y durante el resto del año hacía gimnasia.
En el transcurso de mi vida he encontrado, con gran esfuerzo, una forma propia a base de ensayo y error. Trollope encontró la suya, como hizo también Kafka. Cada cual tiene la suya. Tanto física como espiritualmente, todos tenemos circunstancias distintas, pensamientos propios. Si mi camino puede servir de referencia de algún modo, es decir, si tiene algún rasgo que se pueda considerar universal, me alegraré profundamente de ello.