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¿Para quién escribo?
En las entrevistas suelen preguntarme qué tipo de lectores imagino cuando escribo. Siempre que me plantean esta cuestión dudo qué responder, pues nunca he tenido especial conciencia de escribir para alguien y, de hecho, sigo sin tenerla.
En cierto sentido, es verdad que escribo para mí mismo. Cuando empecé mi primera novela, Escucha la canción del viento, sentado a medianoche a la mesa de la cocina, nunca se me ocurrió pensar que iba a terminar expuesta a los ojos de los lectores. Esa es la realidad. De ahí que mi único pensamiento claro respecto al acto de escribir fuera el de hacerlo para sentirme bien. Traducir en frases algunas imágenes que había dentro de mí, encontrar las palabras que se ajustaban a mi forma de ser y que a la vez me satisfacían era lo único que había en mi cabeza. Al margen de aquella primera experiencia con la escritura, nunca he sentido la necesidad ni me he planteado cuestiones peliagudas como quiénes leen mis novelas, si les gustará lo que escribo o si entenderán lo que pretendo decir en determinada obra. Es así de simple.
Creo, por otra parte, que en el hecho de escribir se oculta una intención de curación de mí mismo. Cualquier acto de creación tiene, en mayor o menor medida, esa intención de añadir algo personal, de corregirse a uno mismo. Uno se relativiza, es decir, manifiesta una vertiente espiritual de sí mismo de forma distinta a la que existe en realidad y de esa manera se pueden diluir (o sublimar) los desacuerdos, las discrepancias o las contradicciones que se producen, inevitablemente, en el transcurso de la vida. Si ese proceso lleva a un buen resultado, se puede compartir con los lectores. Al escribir mi primera novela no pensaba en nada de todo esto, pero sí buscaba instintivamente cierta forma de purificarme y ese deseo despertó en mí con naturalidad el impulso por escribir.
Aquella primera novela ganó por sorpresa el premio al mejor escritor novel de una revista literaria, se publicó en forma de libro, se vendió más o menos bien y consiguió cierta reputación. A partir del momento en que me creé cierto nombre como escritor, la pura inercia no me permitió otra cosa que adquirir conciencia de la existencia de lectores. No puedo evitar cierta tensión al escribir. Al fin y al cabo, mis libros terminarán colocados en las estanterías de las librerías, llevarán mi nombre impreso en la cubierta y mucha gente se interesará por ellos. En cualquier caso, mi premisa fundamental a la hora de escribir, a saber, que me resulte divertido, no ha variado sustancialmente. Si disfruto al hacerlo, estoy seguro de que habrá lectores en alguna parte que disfrutarán conmigo. Puede que no sean muchos, pero está bien así. Si todas esas personas llegan a entenderme, me parecerá más que suficiente.
Todo lo que escribí a partir de Escucha la canción del viento, por ejemplo, Pinball 1973, dos recopilaciones de relatos editadas en Japón bajo el título de Un barco lento hacia China y Un día perfecto para los canguros, lo hice con una actitud despreocupada, optimista, natural. Por aquel entonces mantenía mi otro trabajo (un trabajo de verdad) y con lo que ganaba vivía sin demasiadas estrecheces. Digamos que escribía cuando encontraba algo de tiempo libre, como si solo se tratase de una afición.
Un famoso crítico literario, ya fallecido, publicó una dura crítica de mi primera novela. En ella decía que esperaba que nadie se tomara aquello como literatura o algo parecido. Al enfrentarme a semejante opinión me limité a aceptarla dócilmente. No me sentí atacado u ofendido por su evidente crudeza. Ya desde la base misma, el concepto de literatura de aquel crítico y el mío eran completamente divergentes. Yo no me había planteado en absoluto cuestiones como el papel social de la novela, lo que es vanguardia o deja de serlo, si algo se puede juzgar literatura pura o no. Mi actitud desde el principio fue mucho más simple que todo eso: escribir está bien si resulta divertido. De ahí nacía la imposibilidad absoluta de entendernos, de que nuestras opiniones se aproximaran. En esa primera novela aparece un escritor imaginario llamado Derek Heartfield, con un libro publicado titulado What’s Wrong About Feeling Good (Qué hay de malo en sentirse bien), que sintetizaba a la perfección lo que ocupaba mis pensamientos entonces. ¿Qué había de malo en sentirme bien?
Lo pienso ahora y me doy cuenta de que es una forma de plantear las cosas un tanto simplista, no exenta de cierta agresividad, pero entonces, lo reconozco, mantenía una actitud de confrontación con la autoridad, con el establishment. Era joven (acababa de cumplir los treinta) y el mar de fondo de la época aún recordaba la convulsión de los movimientos estudiantiles. El espíritu rebelde de oponerse a todo flotaba en el ambiente. En mi caso, creo que el resultado fue positivo, aunque admito una parte impertinente e infantil. Tanto mi postura como mi actitud empezaron a cambiar nada más comenzar a escribir La caza del carnero salvaje (1982). Sabía que de continuar guiado únicamente por el leitmotiv de «qué hay de malo en sentirme bien» iba a terminar por encontrarme en un callejón sin salida como escritor. Los lectores, que en un principio apreciaban mi estilo por su frescura y novedad, terminarían por aburrirse de leer siempre lo mismo. Y con razón. Yo mismo habría terminado por aburrirme de escribir. Además, si había optado por ese estilo no era porque sí. Carecía de la técnica necesaria para abordar la composición de novelas largas, por lo que estaba limitado a esa forma un tanto afectada. La afectación resultó ser, por pura casualidad, algo nuevo y fresco, pero después de sentir que me había convertido en escritor, quería abordar algo más grande y profundo. Esos dos conceptos, grande y profundo, no implicaban para mí sumarme a la corriente literaria del mainstream, crear una novela digna de ello. Yo quería escribir algo que me hiciera sentirme bien y que al mismo tiempo desprendiese la energía suficiente para abrirse paso al frente. Empecé a plantearme usar frases más largas, cargadas de matices y distintas capas donde podría colocar tanto mis ideas como mi propia conciencia. No quería seguir limitándome a plasmar imágenes fragmentadas que pululaban en mi interior.
Por aquella época había leído una novela larga de Ryu Murakami titulada Coin Locker Babies, que me fascinó y me produjo una inmensa admiración. Pero eso era algo que solo podía escribir él. Leí con la misma fascinación unas cuantas novelas de Kenji Nakagami que, de igual modo, solo podía escribir él. Cada uno con su estilo, los dos hacían algo distinto de lo que yo quería escribir. Lógicamente, debía abrirme paso, encontrar un camino propio. Tenía muy presentes sus obras, la energía que transmitían y su valor como ejemplos concretos de aquello a lo que aspiraba. No me quedaba más remedio que escribir algo que solo pudiera hacer yo.
Para encontrar una respuesta a esa voluntad me puse a escribir La caza del carnero salvaje. Mi objetivo primordial era no perder mi estilo ni transformarlo en algo pesado, no dejar de disfrutar (en otras palabras, que no me metiesen en la mecánica de la llamada literatura pura), pero sí darle a la novela una mayor profundidad. Para lograrlo debía darle dinamismo a la estructura misma de la historia. Lo tenía claro. Debía colocar la historia en el centro de todo y para ello no me quedaba más remedio que afrontar un trabajo a largo plazo. Ya no me podía plantear hacerlo a ratos perdidos como había hecho hasta entonces. Por eso, antes de empezar con La caza del carnero salvaje vendí mi negocio con la idea en mente de convertirme en escritor a tiempo completo. En aquel momento, aún ingresaba más por el negocio que por los derechos de autor, pero, a pesar de todo, no dudé al tomar la decisión. Quería centrar mi vida en la escritura. Quería dedicar todo el tiempo del que pudiera disponer a escribir. Digamos, aunque sea exagerado, que quemé todos los puentes para no tener la opción de volver atrás.
La gente más próxima a mí intentó disuadirme con el argumento de que era mejor no tener prisa. A todos les parecía una lástima deshacerse de un negocio próspero y estable. Hubo incluso quien me propuso dejarlo en manos de otra persona y supervisarlo mientras me dedicaba a escribir. Supongo que nadie pensaba que podía ganarme la vida con la escritura, pero no vacilé. Siempre me ha gustado hacerme cargo de todo personalmente cuando emprendo algo. Me hubiera resultado imposible dejar mi negocio en manos de otra persona. Es mi carácter. Aquel era un momento crucial en mi vida. Tenía que decidirme sin dudarlo, aunque fuera solo por una vez. Tenía que escribir una novela y para hacerlo debía reunir todas mis fuerzas. Si no funcionaba, me daba igual. Volvería a empezar desde el principio. Ese fue mi pensamiento. Vendí mi negocio, dejé mi casa y me marché de Tokio para poder concentrarme en la escritura. Me alejé de la ciudad. Me impuse la disciplina de acostarme temprano, de despertarme pronto y empecé a correr todos los días para mantenerme en forma. Cambié mi vida por completo sin dudarlo.
Quizá fue a partir de ese momento cuando no tuve más remedio que mentalizarme de la existencia de los lectores, pero no lo hice con una idea definida de cómo o quiénes podían ser. En realidad no tenía necesidad de hacerlo. A los treinta y tantos años, mis lectores solo podían ser gente de mi generación o, como mucho, de una generación más joven. Es decir, jóvenes. Yo era un escritor joven con una carrera por delante (por muchos reparos que me dé decirlo) y quienes me seguían eran jóvenes como yo. No me hacía falta pensar en ellos, en cómo serían o cuáles serían sus preocupaciones y pensamientos. Ellos y yo estábamos unidos, en sintonía. Quizás esa época fue la de mi luna de miel con los lectores.
Por circunstancias diversas, La caza del carnero salvaje tuvo una fría acogida entre la crítica después de publicarse por primera vez en la revista Gunzo. Sin embargo, los lectores me apoyaron, me gané una reputación entre ellos y el libro se vendió mejor de lo que imaginaba. Es decir, mi despegue como escritor profesional a tiempo completo resultó favorable. Me di cuenta también de que la orientación que le había dado a mi manera de escribir no estaba equivocada. En ese sentido La caza del carnero salvaje significó un punto y aparte en mi carrera como autor de novelas largas.
Desde entonces han transcurrido muchos años y ya he alcanzado la mitad de la sesentena. Puedo decir que he llegado muy lejos respecto al punto de partida de aquel joven escritor recién estrenado. El tiempo pasa, cumplimos años irremediablemente y, de igual manera, el rango de edades de los lectores cambia y se amplía. Al menos eso me parece, aunque si me preguntasen en este momento por el perfil de mis lectores actuales, no sabría qué contestar.
Recibo muchas cartas y en algunas ocasiones tengo la oportunidad de encontrarme con algunos de ellos. Sus edades, sexo, el lugar donde viven, etcétera, difieren tanto que no puedo hacerme una idea general de a quién le interesan mis libros. Soy incapaz de suponer nada y tampoco me parece que lo tengan claro en el departamento comercial de la editorial donde publico. Al margen de que, en cuanto al sexo, la proporción entre hombres y mujeres es prácticamente la misma y de que hay muchas lectoras atractivas (no miento), no encuentro ningún otro rasgo en común. Hace tiempo vendía mucho en las grandes ciudades y no tanto en las de provincia, pero ahora tampoco eso está tan claro. Podrían decirme entonces que escribo a ciegas en cuanto a lectores se refiere. Quizá tengan razón. Aún sigo sin poder formarme una idea clara.
Que yo sepa, la mayoría de los escritores envejecen con sus lectores y por eso hay cierta concordancia entre generaciones. Es fácil de entender. Tiene lógica. Escriben para lectores de su misma generación. En mi caso, sin embargo, no sucede exactamente eso.
Por su parte, determinados géneros tienen un público objetivo específico, gente muy concreta. Las novelas juveniles, por ejemplo. Están pensadas, escritas y dirigidas a un público objetivo de entre diez y veinte años. Luego están las novelas digamos románticas, destinadas a mujeres de entre veinte y treinta años; las históricas, para hombres de mediana edad. Es fácil de entender, pero me parece que mis novelas escapan también a esas clasificaciones. Una vez más vuelvo al punto de partida. No sé quiénes son las personas que se interesan por mis libros y, por tanto, no me queda más remedio que escribir para disfrutar con lo que hago. De algún modo es una especie de eterno retorno, un regreso a esa primera época, cuando empecé a escribir por puro placer.
La vida de escritor, publicar libros con regularidad, me ha enseñado una lección fundamental: haga uno lo que haga, siempre habrá alguien que lo criticará. Por ejemplo, si publico una novela larga, dirán: «¡Demasiado larga! Es un autor redundante. Podría decir lo mismo en la mitad de páginas». Si se trata de una novela corta: «¡Poco contenido! Es evidente que no se ha esforzado». Hay argumentos para todos los gustos: tal novela resulta monótona, repetitiva, aburrida, era mejor la anterior porque la mecánica de esta nueva no llega a funcionar bien… Lo pienso y me doy cuenta de que desde hace casi ya tres décadas decían de mí: «Murakami se ha quedado desfasado. Está acabado». Es fácil sacar defectos (quien lo hace solo dice lo primero que le viene a la cabeza y no asume la responsabilidad de sus palabras) y quienes se convierten en el objeto de esos comentarios corren el riesgo de no sobrevivir si se lo toman en serio. Al final a uno no le queda más remedio que tomar impulso y seguir adelante: «Me da igual lo que digan por muy tremendo que resulte», sería la consigna. «Lo importante es escribir lo que yo quiera y como yo quiera».
Hay una canción de Rick Nelson que compuso en la segunda mitad de su vida titulada Garden Party y en la cual dice: «Si no eres capaz de hacer disfrutar a los demás, no te queda más remedio que disfrutar tú». Entiendo muy bien a qué se refiere. Lograr que todo el mundo disfrute es imposible y el único resultado de ese empeño es el agotamiento por tanto esfuerzo en vano. Es mejor pasar a la ofensiva, es decir, hacer lo que uno quiera, como quiera, de la manera que le parezca oportuna. Aunque por ese camino no se obtenga una buena reputación o no se vendan demasiados libros, al menos uno se sentirá satisfecho con su trabajo. Me parece un argumento muy válido.
A ese respecto, Thelonious Monk dijo: «Yo solo digo que cada cual interprete como le parezca. No hace falta pensar tanto en lo que quieren los demás. Hay que tocar como uno quiera y hacerse entender, aunque para lograrlo se tarden quince o veinte años».
Con ello no quiero decir que solo por disfrutar uno mismo con lo que hace su trabajo termine por convertirse en una obra de arte notable. Ni que decir tiene que es imprescindible aplicarse un estricto relativismo. Como profesional, hay que ganarse un mínimo de apoyo, pero a partir de ahí la referencia fundamental deber ser la de disfrutar uno mismo, la de estar convencido de lo que se hace. Una vida dedicada a algo que no resulta divertido no tiene ningún atractivo. ¿Quién puede estar en desacuerdo con eso? Parece que volvemos al punto de partida: ¿qué tiene de malo sentirse bien?
Si a pesar de todo volviesen a preguntarme si escribo pensando únicamente en mí mismo, diría que por supuesto que no. Como escritor, ya lo he mencionado antes, no pierdo de vista a mis lectores. Olvidarme de su existencia (en el caso de que quisiera hacerlo) sería tan irrealizable como insano. Tener en consideración a mis lectores no quiere decir que comprenda exactamente quiénes son, cuál es mi público objetivo, ni tampoco significa que me dedique a hacer estudios de mercado ni a analizar los cambios en los hábitos de consumo como hacen las empresas cuando desarrollan nuevos artículos. En mi mente tan solo puedo prefigurar lectores imaginarios, personas sin edad definida, sin profesión ni sexo. A título individual cada cual tendrá esas y muchas otras peculiaridades, obviamente, pero para mí son atributos intercambiables, no me parecen relevantes. Lo verdaderamente importante, lo que no puede cambiar o intercambiar en modo alguno, es el hecho de que esas personas y yo estamos conectados. Desconozco hasta dónde se extiende esa conexión, pero me parece que las raíces que nos mantienen unidos se enredan y hunden en un lugar muy profundo, tan profundo y oscuro que soy incapaz de llegar hasta allí para entender cómo es. Donde yo siento con fuerza esa conexión es en las estructuras narrativas. Al crearlas, al escribir, tengo la sensación real de que los elementos nutritivos van y vienen a través de ella.
Ni los lectores ni yo podemos comprender esa dimensión por mucho que nos crucemos en un callejón, aunque nos sentemos uno al lado del otro en un tren o aunque esperemos en la misma cola del supermercado. Nos limitamos a ser unos perfectos desconocidos que no saben nada el uno del otro. Quizá nunca más volvamos a coincidir, pero seguiremos conectados bajo tierra gracias a las novelas, bajo esa dura superficie que es la vida cotidiana. Compartimos una narrativa en lo más profundo de nuestros corazones. Así son los lectores que imagino. Escribo sin dejar de pensar en ellos, en lo que me gustaría que disfrutasen al leer mis novelas, con la esperanza de que sientan algo así al hacerlo.
En comparación con esos lectores idealizados, quienes me rodean a diario me resultan muy molestos. Escribo algo y hay gente a la que le gusta y gente a la que no. Puede que no den claramente su opinión, pero la capto solo con ver sus gestos. Es lógico. Al fin y al cabo, cada cual tiene sus gustos. Como decía Rick Nelson, no puedo lograr que todo el mundo disfrute por mucho que me esfuerce, y cuando veo esas reacciones en la gente que me rodea, me resulta muy duro como escritor. En momentos así me digo a modo de consuelo: «Sabía que la única opción era disfrutar yo mismo». Es una estrategia que he adquirido a lo largo de mi vida como escritor. Tal vez pueda considerarla una especie de sabiduría.
Una de las cosas que mayor alegría me han producido es que, al parecer, mis novelas interesan a gente de muy distintas generaciones. He recibido cartas de familias que aseguraban haber leído todos determinada novela. ¡Tres generaciones distintas! La abuela en primer lugar (quizás ella y yo seamos coetáneos y puede que ella leyera mis primeras novelas), la madre después, seguida del hijo y, en último lugar, la hermana pequeña… Por lo visto ocurre más a menudo de lo que pensaba y es algo que me alegra mucho. Si bajo el mismo techo leen el mismo libro personas tan distintas, eso significa que está vivo. Para la editorial puede ser una mala estrategia, y a buen seguro preferirían que cada cual comprase su propio ejemplar, pero a mí me alegra sincera y profundamente el hecho de interesarles a todos ellos.
Un antiguo compañero me llamó un buen día para decirme: «Mi hijo está en el instituto y se lee todos tus libros. A menudo los comentamos. No hablamos demasiado entre nosotros, pero cuando se trata de tus libros, él se explaya». Por el tono de su voz me parecía que eso le alegraba. Pensé en ese instante que quizá mis libros eran útiles. Como mínimo servía para mejorar la comunicación entre un padre y un hijo, lo cual me parece un mérito nada desdeñable. Yo no tengo hijos, pero si los de otras personas se entusiasman con lo que escribo, de ahí nace algo en común. Para mí eso se traduce en que también yo dejaré algo a la siguiente generación, por muy humilde que sea.
La realidad es que tengo poco contacto o relación con mis lectores. No suelo aparecer en público y tampoco me prodigo en los medios de comunicación. Nunca he aparecido en la televisión o en la radio por voluntad propia (de hecho, me han sacado en alguna ocasión sin mi consentimiento), nunca he firmado libros y no dejan de preguntarme por qué. La razón es sencilla: soy un escritor, nada más que eso. Lo mejor que puedo hacer es escribir, poner todo mi empeño en ello. La vida es breve y el tiempo y la energía de que disponemos son limitados. No me gusta perder el tiempo en lo que no es mi ocupación principal, pero sí que doy conferencias o participo en lecturas públicas, con firma de libros incluida, en el extranjero una vez al año. Como autor japonés considero que es mi obligación hacerlo, y me gustaría extenderme sobre ese tema en alguna otra ocasión.
He abierto una página web en dos ocasiones, en ambas por un espacio de tiempo determinado, y recibí infinidad de mensajes. Como regla general me propuse leerlos todos. Cuando eran muy largos no me quedaba más remedio que leer un poco por encima, pero, a pesar de todo, cumplí mi objetivo. Contesté alrededor del diez por ciento. Respondí a las preguntas, atendí consultas o di mi opinión sobre ciertas cosas… Se produjeron todo tipo de intercambios, desde breves comentarios hasta respuestas muy largas. En las dos ocasiones, que se prolongaron durante varios meses, apenas hice otra cosa, dediqué todas mis fuerzas a responder. Curiosamente, la mayoría de quienes recibieron mis respuestas no se creyeron que fueran de mi puño y letra. Pensaron que alguien contestaba en mi lugar. Es una práctica habitual, por lo que supusieron que yo hacía lo mismo. Y eso a pesar de advertir en ambas páginas que respondería personalmente. Al parecer nadie me creyó.
Una chica joven me contó que, feliz de haber recibido mi respuesta, se lo dijo a sus amigos, pero ellos le aguaron la fiesta: «¡Eres tonta o qué! ¿Cómo va a responder a toda la gente que le ha escrito? Estará ocupado con cosas más importantes y habrán encargado a alguien que lo haga por él». Hasta ese momento jamás habría imaginado que el mundo estuviera tan lleno de desconfiados (o quizá de gente empeñada en engañar a los demás), pero la única verdad es que las respuestas las escribí yo mismo. No suelo tardar en responder ni me cuesta demasiado esfuerzo, pero entonces sí me resultó muy duro. A pesar de todo, fue divertido, una experiencia de la que aprendí mucho.
El intercambio de mensajes con lectores de carne y hueso me hizo darme cuenta de algo: estaban en lo cierto al entender mis obras como una totalidad. Caso por caso, a veces tenía la impresión de que se producían malentendidos, le daban demasiadas vueltas a algo o simplemente se equivocaban (lamento decirlo). Muchos de ellos se declaraban lectores entusiastas de mis novelas, pero criticaban algunas en concreto y alababan otras. No les suponía ningún problema mostrar sus simpatías o sus antipatías. Había opiniones para todos los gustos y casi nunca coincidían, pero al mirar atrás y observar el conjunto con perspectiva, me di cuenta de que realmente entendían el fundamento de lo que hago. Era como si retirasen dinero de una cuenta y poco después hicieran un ingreso. Al final, el balance estaba donde debía estar.
Durante esas dos ocasiones de intenso intercambio con los lectores me dije a mí mismo: «¡Al fin lo entiendo!». Sentí como si se despejara la niebla que oculta siempre la cumbre de una montaña. Adquirir con ellos todo ese conocimiento fue algo impagable, solo posible gracias a la existencia de internet. No obstante, el esfuerzo fue tan enorme que no me siento capaz de volver a repetirlo.
Ese lector imaginario que tengo en mente cuando escribo y del que he hablado antes se corresponde, más o menos, con ese conjunto específico de lectores, pero hablar de conjunto agranda demasiado una idea que no termina de ajustarse en mi mente. Por eso prefiero condensarla en algo más simple, en la representación de un único lector imaginario.
En las librerías japonesas se suele separar a los autores masculinos de los femeninos. En el extranjero, por el contrario, tal división no existe. Quizás en algún país, pero yo nunca lo he visto. Me he preguntado muchas veces a qué se debe esa división por sexos y he llegado a la conclusión de que quizá sea por pura conveniencia. Las mujeres tienden a leer a mujeres y los hombres a hombres. Pensándolo bien, me doy cuenta de que, en general, también yo leo a más autores que a autoras, pero no lo hago por el hecho de que lo haya escrito un hombre. En cierto sentido es pura casualidad. De hecho, hay muchas escritoras que me gustan y a las que admiro: Jane Austen; Carson McCullers, de quien he leído todas sus obras; Alice Munro, Grace Paley (a quien he traducido). Me gustaría que desapareciera esa división por géneros en las librerías japonesas (de no hacerlo, solo conseguiremos que se haga aún más profunda esa división sin sentido), pero da igual lo que yo opine. No creo que nadie me preste demasiada atención.
Entre mis lectores, la proporción entre hombres y mujeres está más o menos equilibrada. No llevo una estadística, pero los distintos intercambios que hemos mantenido me hacen llegar a esta conclusión. Sucede en Japón y fuera de Japón. No sé bien por qué, pero es un motivo de alegría. La población mundial se divide más o menos por la mitad entre hombres y mujeres, por tanto, cuando sucede lo mismo con los lectores, solo puede ser algo natural y saludable.
Cuando hablo con algunas de mis jóvenes lectoras y me preguntan cómo es que yo, un hombre de sesenta años, comprendo tan bien sus sentimientos (aunque es obvio que habrá muchas que no estén de acuerdo en absoluto), no dejo de extrañarme. Nunca he tenido la impresión de comprender especialmente bien los sentimientos de las mujeres jóvenes, así que no dejo de asombrarme. En tales ocasiones les contesto: «Cuando escribo, procuro ponerme en la piel de mis personajes y quizá por eso termine por entender más o menos cómo se sienten, aunque solo sea en el contexto de la novela».
Me refiero a que manejar a los personajes en la estructura de la novela me lleva a entenderlos, pero otra cosa muy distinta es entender a las personas reales como esas chicas a las que les gustan mis libros. A la gente de carne y hueso, por desgracia, no logro entenderla con facilidad. Me consuelo pensando que existe una serie de lectoras que me leen, es decir, que leen lo que escribe un hombre que ya tiene sesenta y pico años, que se divierten y que empatizan de algún modo con los personajes que aparecen en sus libros. Solo eso es un motivo de alegría. Más bien me parece un milagro. No considero que esté mal que existan libros específicos para hombres y mujeres, incluso creo que son necesarios. Sin embargo, espero que los míos no hagan esas distinciones. Si una pareja, un grupo de amigos y amigas, un matrimonio o un padre con su hijo disfrutan con uno de mis libros y hablan de él, a mí eso solo me produce una cosa: alegría. Me parece que una novela o un texto narrativo desempeña una función de acercamiento entre hombres y mujeres, entre personas que pertenecen a distintas generaciones. De igual modo, sirven para neutralizar tópicos e ideas preconcebidas que terminan por producir estereotipos. Esa virtud de la literatura es maravillosa. Aunque sea en muy poca medida, deseo que mis novelas ejerzan de algún modo ese efecto positivo.
Me da apuro reconocerlo, pero en lo más profundo de mi ser siento que los lectores me han bendecido desde que me estrené como escritor. La crítica, por su parte, ha sido muy severa conmigo durante años, e incluso en las propias editoriales donde he publicado he tenido siempre más detractores que entusiastas. He recibido no pocos comentarios hostiles, un trato frío, y siento como si hubiera trabajado todo este tiempo con el viento siempre de cara, por mucho que su intensidad variase en función de la época.
A pesar de todo, nunca he desfallecido, nunca me he deprimido por mucho que en ocasiones me sintiera hundido y ha sido así gracias a la respuesta de los lectores. Probablemente no soy la persona más indicada para decirlo, pero mis lectores me parecen muy capacitados. No se olvidan de mis novelas y muchas veces se hacen preguntas pertinentes. Al parecer, no pocos, releen mis libros. Una o varias veces. Los prestan a sus amigos y después intercambian impresiones. Hacer eso es una forma de contemplar las cosas desde distintas perspectivas, de comprender otras posibles dimensiones. Digo todo esto porque lo he escuchado de boca de los propios lectores y siempre se lo he agradecido con toda honestidad. Esa actitud de los lectores es ideal para cualquier escritor. Yo mismo leía de ese modo cuando era joven.
De lo que me enorgullezco especialmente es de que, durante treinta y cinco años, cada vez que he publicado un libro ha aumentado el número de lectores. Una de las razones está en el inesperado éxito de Tokio blues, pero al margen de ese caso concreto (que incluye un considerable número de lectores circunstanciales), el incremento ha sido constante, como lo ha sido el interés por cada una de mis nuevas novelas. No cabe duda al ver los números, pero mucho más importante que eso es que yo lo percibo con suma claridad. No es una tendencia exclusiva de Japón. También ha ocurrido lo mismo en el extranjero. La actitud de mis lectores, al margen de su nacionalidad, tiene rasgos comunes y eso no deja de ser algo interesante.
Dicho de otro modo, a lo largo de todos estos años me parece haber creado un sistema que me conecta directamente con mis lectores, como si se tratase de una gran tubería. Gracias a este sistema no resultan imprescindibles, al menos no demasiado, los mediadores, como pueden ser los medios de comunicación o la propia industria editorial. Lo más importante, sin duda, es la relación de confianza entre los lectores y el autor. Sin esa confianza, que para los lectores se traduce en algo así como: «Si es un libro de Murakami no quiero dejar de leerlo», el sistema no resistiría.
Hace tiempo, en un encuentro personal con John Irving, me dijo algo interesante en este sentido: «Lo más importante para un autor es to hit the mainline a los lectores», lo que expresado en términos coloquiales de Estados Unidos se puede traducir como «meterles un chute a los lectores» (quizá no sea la forma más adecuada de expresar la idea), o sea, convertirlos en adictos a lo que uno hace, crear un vínculo imposible de cortar, una relación en la que el lector casi no puede esperar a la siguiente dosis. Como metáfora se entiende bien, pero resulta demasiado agresiva, incómoda. Yo prefiero usar una imagen más neutra e inocua, como la tubería a la que me he referido antes. En cualquier caso, el significado profundo viene a ser más o menos el mismo. Es importante esa sensación física, íntima, de que los lectores tratan con el autor de forma directa, casi personal.
A veces recibo cartas de mis lectores que me resultan simpáticas: «Me ha desilusionado mucho su nuevo libro. Lamento decirle que no me gusta, pero no se preocupe, compraré el siguiente. ¡Ánimo!». Me gustan mucho esos lectores sinceros. Les estoy muy agradecido. Si son capaces de decirme algo así, es porque existe esa sensación de confianza mutua. Sus palabras me ayudan a esforzarme siempre un poco más. Al fin y al cabo escribo para esas personas y si un libro mío no les ha gustado, deseo de todo corazón que lo haga el siguiente. Pero como me resulta imposible conseguir que todo el mundo disfrute a la vez, nunca sé muy bien qué va a suceder en realidad.